Si en los inicios de la crisis pensamos, sin duda ingenuamente, que ésta podía cuestionar el actual estado de cosas, hoy sabemos que no está siendo así, que no va a ser así. La realidad -ya lo sabíamos, aunque en ese momento quisiéramos ignorarlo- es mucho más resistente, mucho más sólida, mucho más pétrea y acabada.

 El debate sobre la propuesta de incremento de los impuestos -planteada timorata y provisionalmente, y siendo leve hasta la ridiculez- da la medida de cómo están las cosas, de en qué sociedad nos desenvolvemos y de cómo estamos nosotros.

 Una sociedad que se puso inmediatamente de acuerdo en destinar sin contrapartidas billones de euros a pagar la crisis de los bancos y entidades financieras, que en el año 2008, en “plena crisis”, aumenta los gastos militares y armamentísticos, que considera la participación en la guerra de Afganistán (un millón de euros diarios nos cuesta) como una obligación inexcusable y provechosa, que promueve planes “renove” para incitarnos  a consumos innecesarios en beneficio de la industria…, esa misma sociedad considera un despilfarro destinar cuatrocientos euros mensuales, por seis meses improrrogables y sin que sirva de precedente, a una persona sin otro recurso ni posibilidad remota de acceder a un trabajo, e inaceptable el que ese gasto suponga un incremento mínimo de impuestos por parte de otros que tienen más.

Vivimos en un sistema absurdo y, sobre todo, perverso en el que la razón de la competitividad impera sin atenuantes ni alternativa. El incremento de los beneficios del capital tiene que ser continuamente creciente, sin posible pausa ni límite. Naturalmente, esos beneficios sólo pueden crecer detrayéndose de aquello que se asimile a reparto, a bienestar social o a igualdad. La competitividad es una máquina generadora de desigualdad que se cuela, impregna y estructura el conjunto de la sociedad, cada día más verticalmente piramidal, sin espacios para la normalidad. Despidos, EREs, externalizaciones, deslocalizaciones, flexibilidad y deterioro de las condiciones laborales, recorte de los gastos sociales y servicios públicos…, todo tiene que estar sometido al incremento de los beneficios, el único motor que hace funcionar la maquinaria económica.

Es dentro de esta sacralización de la competitividad, que no es otra cosa que el crecimiento del beneficio, donde se debate la propuesta de incremento de impuestos, tras décadas en las que su disminución ha sido propuesta estrella de todo programa electoral, lo que ha venido a suponer una regresión impositiva que ha conducido a que el 75% de los ingresos fiscales salgan de las rentas de trabajo, teniendo además en cuenta que tiene un tope del que se benefician los salario de más de 60.000 euros anuales (300.000 asalariaditos), mientras han decrecido los impuestos sobre rentas de capital mobiliario e inmobiliario, y también los de sociedades, beneficios y patrimoniales. Esa merma de impuestos y de su carácter progresivo y redistributivo hace que hoy parezca anatema una propuesta de crecimiento para sustentar el inctremento de 17.000 millones de euros para prestaciones sociales.

La competitividad no es solo una imposición en el terreno del pensamiento o de la racionalidad. Ese es el terreno en el que la plantean y defienden los políticos y los medios, pero está sustentada en una imposición mucho más real: las cosas son así, la realidad es ésa. El capital tiene fuerza para imponerla. Cualquier propuesta en dirección contraria que suponga recorte del crecimiento de los beneficios, con la intención de defender derechos y garantías sociales, puede acabar fuera de circuito, amenazando así con conseguir el efecto contrario al perseguido. Tan establecida está esa realidad.

El cierre de lo político, la ausencia de oposición o alternativa, la conversión de todo asunto en materia de Estado y consenso, la reducción a posibilidad única, el estrechamiento de los márgenes de maniobra, la reducción de la política a algo vano e inútil, en definitiva, tiene su causa en esa cerrazón de la realidad, en el predominio de la competitividad como hecho, en el imperio de una opción económica convertida en ley y en verdad científica. Podremos achacar a los políticos  que se sumen a ese juego con gusto, que lo disfracen y lo vendan, pero nunca deberíamos esperar que nos sacasen de ahí, que nos construyeran otra realidad.

Y en esa realidad es en la que estamos todos sumergidos; a veces como víctimas, es cierto, pero también prestándole nuestra adhesión. Es cierto que esa política oscura y empobrecida, reducida a gestión de la realidad única, no atrae, no genera interés ni participación, casi ni se vota. Pero esa increencia y pasividad queda plenamente incorporada al juego, sin romperlo. Nuestros modos y estilos de vida de vida, nuestros consumos, nuestras necesidades… que son las que realmente nos mueven y constituyen nuestras vidas, son nuestro voto no atrevido a explicitarse, nuestra adhesión a lo existente.

Y algo similar nos ocurre a nivel colectivo, en lo sindical y en el conjunto de lo social, por ejemplo. Aunque sea cierto que en momentos concretos las víctimas de determinados procesos (despidos, EREs, cierres, etc.) se oponen a ellos en lo que les toca, en muy escasa medida esa oposición a los efectos concretos se extiende a las dinámicas que los generan. Tampoco el sindicalismo llega más allá de la acomodación a la realidad, de convivir y adecuarse a ella, de jugar dentro y a favor. Lo social, que debiera ser lo pre-político, lo que le abriera espacios, sacándolo de la realidad monocorde, también queda dentro, reforzando su carácter de única posibilidad.

Si en lo político no hay posibilidad de oposición ni alternativa, tampoco lo social, lo sindical incluido, parece abrirlas. Aunque lo intente. Aunque lo intentemos. No las abre el sindicalismo mayoritario, quedando en ese juego de paliar algunos de los efectos sin oponerse a las dinámicas que los generan. Pero tampoco, las abrimos nosotros que, por más que nuestros deseos e intenciones sean otros, quedamos también atrapados en ese juego, sin capacidad de romperlo.

Sin capacidad. ¿Es sólo cuestión de capacidad y de correlación de fuerzas? Es cierto que no hemos alcanzado nuestro techo sindical -aunque puede que sí lo hayamos hecho en lugares o sectores concretos-, pero, ¿podemos confiar en que en un proceso de acumulación de fuerzas llegue el día en que seamos capaces de romper ese juego e imponer lo social por encima de la competitividad? Todo parece indicar que no, que la realidad es suficientemente poderosa e irreversible para no permitir que se le cuestione con las dinámicas existentes, y que nuestro “techo sindical” alcanzará su límite precisamente antes  de que nuestro objetivo de acumulación de fuerzas para romper el juego llegue a poder hacerlo. Así quedaremos permanentemente en el papel actual: el de que, cuando intentamos afrontar las causas, las dinámicas y los efectos, vemos reducidas nuestras fuerzas y somos invitados de nuevo solo a mejorar los efectos sin llegar nunca a abordar las causas y hacer variar las dinámicas. Es el papel de una mantenida como “tercera fuerza” sindical, a la que los trabajadores asignan ese papel de llevar al límite el sindicalismo existente, pero sin permitirle hacer realmente otro. Es un papel digno, pero no el que quisiéramos jugar.

Entonces, si esa probable acumulación  de fuerzas no parece que abra horizonte suficiente, sino que sólo nos permite sobrevivir dentro de lo existente, como algo pretendidamente diferente, ¿cuál podría ser el camino? Pregunta nada fácil de contestar, pero que sí parece exigirnos en la orientación, en el papel en que estamos atrapados y, seguramente, en nuestra propuestas, en el modelo de actuación e incluso en el organizativo. Las circunstancias, las coyunturas… el sistema, son una pesada carga, cierto es, y también el miedo, la presión y los años de hierro soportados por modelos de relaciones salariales basados en el consenso, la paz social y el no conflicto como garante de los derechos laborales y sociales. Pero todo ello nos tiene que hacer reformular nuestras hipótesis estratégicas para iniciar el camino de construcción de una nueva etapa social, la cual, jamás puede sentar sus bases sobre las causas, modelos e instituciones que nos han llevado a este desastre. Nada fácil, pero nada que no podamos  y debamos intentar.