Daniel Innerarity

Trazar las fronteras entre lo público y lo privado ha sido una preocupación desde la antigüedad clásica; uno y otro concepto han servido como categorías claves para la organización y el análisis político y social, para la jurisprudencia y la praxis jurídica, en los debates morales y políticos. El mundo moderno codificó esta distinción de una manera que ha sido puesta en cuestión tanto por las transformaciones de la vida política como debido a los cambios en la vida privada. De hecho, la mayor parte de nuestras discusiones tienen que ver con redefiniciones controvertidas acerca de qué ha de entenderse como común o de qué modo articular lo particular.

Una de las cosas que reclaman ser correctamente interpretadas para entender el tiempo presente es el hecho de que las cuestiones relacionadas con la identidad impregnan casi todos los aspectos de la vida contemporánea. Si se trata de algo que debe ser interpretado es porque para el liberalismo clásico la identidad no pertenecía a la escena política. El ciudadano era, como el sujeto moderno, alguien abstracto y sin cuerpo. Sus asuntos personales e identitarios no eran relevantes para su actuación pública. Esta situación ha cambiado notablemente. Hay una especie de irrupción de lo privado, de lo personal, en los escenarios públicos, un fenómeno que tal vez tenga su primera condición de posibilidad en el vaciamiento del espacio público, banalizado y ritual, incapaz por tanto de ofrecer significaciones comunes con las que puedan identificarse los sujetos.

Nos encontramos ante un fenómeno de correlativa privatización de lo público y politización de lo privado, que da lugar a una situación de indiferenciación entre las dos esferas, de falta de tensión entre lo público y lo privado, generando algo que bien podríamos entender como una esfera íntima total que, por ser total no es íntima en el sentido tradicional, y que por estar tan fuertemente personalizada no configura un espacio propiamente público. Esta viene a ser la tesis que sostienen Arendt, Sennet, Ariès y Duby, cuando afirman, con argumentos muy similares, que la intimidad se ha hecho con el espacio común, que la muerte del espacio público se corresponde con una sobrecarga emocional de la vida íntima, lo que Rousseau ya había previsto al afirmar que los asuntos domésticos lo invadirían todo. Se ha producido una modificación del marco de condiciones a partir del cual los temas eran identificados y tratados como privados o públicos. El espacio íntimo ya no está rodeado por un mundo público que pudiera representar un cierto contrapeso frente a la intimidad. Valores privados, creencias, exigencias, emociones, sentimientos e identidades adquieren preeminencia sobre cualquier otra consideración en el compromiso público de los ciudadanos. Con ello no sólo se modifica el espacio público mismo; también desaparece propiamente algo así como la esfera auténticamente privada. La intimidad es impregnada por la política, sin que sea fácil determinar quién invade a quién, si lo privado a lo público o lo público a lo privado.

Así pues, tenemos una privatización de lo público, por una parte. Aquí podríamos mencionar diversos fenómenos que convierten lo más íntimo en espectáculo mediático. Lo privado irrumpe y es cultivado como tal en el espacio público. Esto vale tanto para los prominentes que dan a conocer su vida privada, como para la gente corriente que se confiesa públicamente en determinados programas televisivos. Otro efecto de este proceso es la personalización de lo político, es decir, el hecho de que las personas sobresalgan por encima de los temas o estos sean tratados como cuestiones personales. La complejidad de la política y el hecho de que los medios giren en torno a las imágenes conduce a la personificación de los acontecimientos. El “lado humano” de las cuestiones políticas (su carácter, estilo, simpatía, talante, popularidad, credibilidad, confianza) adquiere primacía sobre su competencia. Los temas políticos se transforman en asuntos de imagen, sentimientos y dramas personales; el principal instrumento de la acción política es la emoción, la simulación de autenticidad, los sentimientos personales que comunica quien tiene autoridad.

La otra cara de este proceso podría denominarse la politización de lo privado, algo que resulta bien patente si advertimos que los grandes problemas públicos son actualmente problemas vinculados a la vida privada.  Como ha advertido Giddens, vivimos en un tiempo en que la misma experiencia privada de tener una identidad personal se ha convertido en una fuerza política de grandes dimensiones. Asuntos que en otras épocas se inscribían más bien en el ámbito privado, que incluso se clausuraban en la intimidad, como el género, la condición sexual, las identidades o la experiencia religiosa, irrumpen en la escena pública con toda su fuerza e inmediatez. El feminismo ha sido uno de los movimientos que más han impulsado esta politización de lo privado y personal, en su afán de cuestionar una codificación de la diferencia de género tras la que se esconde una concepción represiva de la privacidad.

Tiene lugar así lo que J. B. Elshtain ha denominado “el desplazamiento de la política”, un proceso visible en las transformaciones ideológicas que han tenido lugar en los últimos años y que parecen combinar de una manera inédita las preferencias ideológicas. Con determinadas salvedades y excepciones, durante mucho tiempo parecía haberse consolidado la preferencia de la izquierda por lo público y universal, mientras que la derecha enfatizaba el valor de lo privado. Pues bien, estas afinidades pueden estar cambiando, lo que tiene grandes implicaciones en el significado político y moral que otorgamos a lo público y a lo privado. Esta modificación se ha generado fundamentalmente en torno a las políticas de la identidad y el feminismo. Aunque forma parte de la tradición de la izquierda una preferencia hacia lo público frente a lo privado en asuntos de economía y política social, también tiende a privilegiar lo privado en asuntos de conciencia o de libertad de expresión. Paralelamente los conservadores favorecen en principio la decisión privada, pero no en materia de aborto, como tampoco les convence la idea de la religión como un asunto “meramente” privado. Con esto no se trata de acusar a ambas de oportunismo o incoherencia. Considero más bien que estos desplazamientos son indicativos de por qué es tan  difícil establecer exactamente en dónde comienzo lo público y dónde termina lo privado. No se trata de que la derecha y la izquierda tengan una atención selectiva hacia los problemas (que la tienen), sino que esta distinción naufraga cuando intentamos aplicarla a áreas relativamente nuevas de la política y nos ponen delante de nuestras limitaciones a la hora esperar que la distinción entre lo público y lo privado nos proporcione respuestas claras a nuestros dilemas morales y políticos. Los ejemplos mencionados ilustran hasta qué punto son inciertas las fronteras entre esos ámbitos y por qué no deberíamos creer en la supremacía incondicional de uno de ellos en todos los casos. Lo que esta circunstancia sugiere es que tanto la libertad privada como el orden social, tanto la diferencia como lo común, son asuntos importantes que deben ser complementados y no defendidos uno contra otro.

En cualquier caso, la irrupción de lo personal en la política no está exenta de dilemas y ambigüedades, que exigen formular esa presencia de un modo que no suponga la destrucción del espacio público. Tomemos, por ejemplo, el eslogan feminista: “lo personal es político”. Su reivindicación no consiste en advertir que lo personal y lo político están en gran medida interrelacionados de unos modos que la ideología y la práctica sexista trata de ocultar, ni que lo personal y lo político se configuren como sedes de poder y privilegio, sino que lo personal es político. Lo que se afirma es la identidad de ambos, el colapso de uno en otro. En ninguno de ambos polos hay nada protegido frente al otro: ni un espacio de intimidad frente a la trasparencia que ha de regir en el espacio público, ni un criterio común que trascienda lo privado.

Podemos tomar otro ejemplo en una determinada manera de entender la identidad que tiene su base en lo que Elshtain denomina una “ontología politizada”, cuando la propia identidad se convierte en el único determinante del bien y el mal políticos. En ese caso, aquellos que están en desacuerdo con nuestra “política”, están en contra de nuestra identidad. Una política de ciudadanía y equidad defiende que los homosexuales o los católicos, por ejemplo, tienen un derecho a ser protegidos de la intrusión y el acoso, a no ser discriminados en materia de empleo o educación. Pero nadie tiene el derecho a la aprobación pública de las propias actividades, preferencias o valores. Ser públicamente legitimado no es un derecho porque nadie está obligado a poner la totalidad de su propia vida a plena disposición intersubjetiva, en una completa publicidad. El primer derecho es no estar obligado a gustar a todos. Los derechos de la persona no pueden hacerse valer si  no hay un ámbito protegido de la exigencia de justificación por los demás, lo que supone una esfera de privacidad que no es propiamente política. En nuestras sociedades se reclaman con frecuencia demandas que van más allá de la búsqueda de la justicia social y económica; lo que se exige como derecho político es la felicidad personal, la gratificación sexual o la salvación del alma. Pero esto es algo que no tiene ningún sentido demandar y que además no es necesario para el pleno desarrollo de la propia identidad. En pleno movimiento por los derechos civiles, Martin Luther King afirmaba: “no pedimos que nos queráis. Sólo os pedimos que dejéis de fastidiarnos”. Formulaba así una idea de respeto igualitario que suponía el reconocimiento de que la acción pública y la intimidad privada tienen diferentes requerimientos. El concepto de espacio público introduce una distinción entre vida pública y experiencia privada que es actualmente oscurecido por el lenguaje terapéutico (plagado de referencias a “sentimientos compartidos” o a la “autoestima”) y el lenguaje de la protesta (donde cualquier cosa se convierte en ocasión para una división maniquea entre el bien y el mal). Tal vez esta confusión se deba a la dificultad de diferenciar los principios del espacio privado y las exigencias del mundo común. Un espacio público bien articulado requiere que haya unas cuestiones sociales que son puestas en el ámbito de la deliberación pública y otras que son protegidas del escrutinio público. La política sólo puede existir en el espacio abierto por la coreografía de tales categorías.

 Igualmente conviene recordar que las reglas que rigen en las relaciones privadas —como la intimidad, la fidelidad, el reconocimiento o la sinceridad— no son transferibles inmediatamente a las relaciones públicas, donde valen criterios en buena parte distintos. Necesitamos tenerlo en cuenta si queremos evitar los desastres de una inmediatez y familiarización de la política. En las sociedades pluralistas y diferenciadas no existe concepciones vinculantes del bien o identidades colectivas esenciales en donde todas las diferencias quedaran subsumidas. El individuo y lo común no se solapan perfectamente. Por eso es necesario proteger la integridad de la identidad individual frente a las identidades colectivas o lo considerado como verdaderamente general. En sociedades en las que el individuo no pertenece completamente a una única comunidad omniabarcante ni se agota en la realización de una función social, la acción y la decisión individual resultan decisivas para la configuración de la propia vida. El hecho de que los individuos realicen su identidad a partir de una pluralidad de funciones, pertenencias y vinculaciones exige que esas posibilidades de realización sean especialmente protegidas, aun cuando se lleven a cabo en espacios de interacción comunicativa. La esfera privada podría definirse como aquello que es especialmente protegido cuando se exonera a cada uno de la obligación de justificar en todo momento las propias acciones, ni de asumir como propias las razones dominantes o, desde otra perspectiva, que la interferencia sobre la propia identidad (desde el estado o la comunidad) sea la que deba ser justificada. Esto significa que hay un ámbito en el cual carece de relevancia si los motivos de las propias decisiones pueden o no ser compartidos por otros.

Hay una crítica feminista a la distinción tradicional entre lo privado y lo público que es interesante porque indica muchas de sus ambivalencias y los elementos represivos que tal distinción contiene. La historia de la vida privada se cuenta de otra manera, desde la perspectiva de lo que en las mujeres se hace invisible, como injusticia y emancipación. La distinción entre corazón y entendimiento, mujeres y hombres, vida privada y vida pública, pertenecen al inventario tradicional de la autodescripción de las sociedades burguesas, sociedades que se basan en una separación de la esfera pre-política que no tiene nada que ver con lo que sucede en el espacio público y una esfera política que no articula las diferencias en pie de igualdad. El feminismo ha criticado esa dicotomía o ha llamado la atención sobre su artificialidad. Pero también se da el caso de que algunas “políticas de la identidad” pretenden eliminar la distinción entre lo público y lo privado colapsando lo personal en lo político. Una cosa es que sea insostenible la distinción clásica, liberal, de lo público y lo privado, y otra que esa diferencia haya de ser radicalmente suprimida. Lo privado no es un espacio obsoleto, algo que sólo tiene sentido en orden a la discriminación de la mujer. De hecho, buena parte de la reflexión feminista ya desde hace tiempo se opone a eliminar por principio la distinción entre público y privado, mientras elabora una nueva teoría de la intimidad. Se trata pues de una distinción que ha de pensarse con mayor complejidad, no suprimirse.

Es cierto que la deslimitación de los ámbitos tradicionales hace cada vez más complejo distinguir entre las dimensiones públicas y privadas de la vida, entre lo que las personas, de acuerdo con sus convicciones y aspiraciones, consideran correcto y lo que se exige de ellas en tanto que ciudadanos con “identidad pública”, por utilizar la expresión de Rawls. Qué haya de valer como público y privado es un asunto sometido a cambios históricos y decidido políticamente, así como la correspondiente asignación arbitraria de funciones y las desigualdades estructurales que de este modo se generan. Estamos ante una diferencia  que nunca es completamente estable ni natural, sino ambigua y variable, controvertida y en continua revisión. Desde una perspectiva histórica es fácil advertir que se trata de un límite fluido y negociable, que exige una continua redefinición. No existe una clara distinción entre lo público y lo privado sino más bien una serie de contraposiciones que se solapan. En cualquier caso, no deberíamos perder de vista la convencionalidad y funcionalidad de esta delimitación, el difícil equilibrio que ha de mantenerse entre el principio de respeto a la privacidad y la  prevención frente a la posibilidad de que la protección de lo privado pueda estar protegiendo relaciones de poder que no tienen nada que ver con el contenido normativo de la privacidad. Ningún modelo dicotómico, o que suprima dicha distinción, está en condiciones de capturar la complejidad institucional y cultural de las sociedades modernas.