Tomás Ibáñez

1-. Tiempos de desconcierto.

Hubo un tiempo en donde las cosas parecían estar bastante claras en esta pequeñísima parte del mundo a la que me voy a ceñir aquí y que entonces se llamaba “las sociedades industrializadas”. El rostro y las armas del enemigo se discernían con cierta nitidez y el camino para intentar vencerlo parecía estar dibujado con trazos firmes. De huelga en huelga, de enfrentamiento en enfrentamiento, de experiencia educativa en experiencia educativa, se pugnaba con ahínco por ampliar cada vez más la parte de la clase trabajadora decidida a luchar contra la explotación, y dispuesta a poner el cuerpo, todo su cuerpo, para derrotar finalmente al enemigo y alcanzar la ansiada emancipación social.

Hoy, sin embargo, no podemos disimular cierta perplejidad frente a la pregunta sobre lo que convendría hacer para torcer el rumbo cada vez más preocupante que siguen nuestras sociedades, y, por decirlo sin eufemismos, nuestra situación es, desde hace ya demasiado tiempo, la de un enorme desconcierto. Nuestros antiguos referentes nos resultan de poca ayuda para orientarnos en unos cambios cuya creciente aceleración ni siquiera nos deja el tiempo suficiente para intentar descifrarlos y para procurar entenderlos.

Es obvio que el capitalismo sigue en pie, que la explotación permanece plenamente vigente, y que las luchas en el ámbito laboral siguen siendo cruciales. Sin embargo, es tanto lo que ha cambiado en las formas y en los procedimientos del capitalismo, en las modalidades de la explotación y, sobre todo en las formas de la dominación, que nos cuesta trabajo situarnos en el nuevo panorama y encontrar puntos de anclaje seguros y firmes desde donde impulsar las luchas. Alcanzamos fácilmente a ver que el trabajo productivo ya no reviste la centralidad que fue la suya, y que, para buena parte de la población, el espacio de la producción ya no constituye, directa o indirectamente, el principal organizador de su tiempo diario y de su vida cotidiana. Sin embargo nos resulta bastante más difícil vislumbrar lo que se ha instalado en esa centralidad y definir lo que dirige hoy nuestro modo de vida.

La diversidad de los adjetivos con los que se califica nuestro tipo de sociedad refleja su complejidad: sociedad del conocimiento, sociedad del consumo, sociedad-red, sociedad de la comunicación, sociedad de la imagen, sociedad del espectáculo, sociedad liquida, sociedad del riesgo, aún se podrían añadir algunos más sin tener que enfrentarnos al dilema de elegir entre ellos porque resulta que nuestra sociedad presenta todas esas características simultáneamente. Esta configuración polifacética hace que  no resulte nada fácil acceder a la inteligencia de las dinámicas que conforman nuestro presente, pero la dificultad se acrecienta aún más debido a la extraordinaria rapidez con la cual acontecen y se suceden los cambios. La aceleración de la velocidad y de los ritmos, en todos los ámbitos, suscita el sentimiento de que todo fluye a un ritmo vertiginoso, fomentando al mismo tiempo la sensación de que nos encontramos inmersos en un mundo lleno de inseguridad en cuanto al presente  y de incertidumbre acerca de un futuro que se proyecta sobre horizontes movedizos.

Sin embargo, si bien es cierto que el esfuerzo por descifrar la sociedad nos confronta hoy a la complejidad de tener que apresar lo movedizo, también es verdad que, en este panorama, fluido, inestable, velozmente cambiante, y cargado de incertidumbres, hay algo que permanece invariante y constante. En efecto, resulta que, tanto hoy como ayer, no se puede ejercer el poder sin engendrar resistencias, porque de lo contrario ya no sería propiamente un ejercicio de poder sino un simple mecanismo de determinación causal.

2-. La potencia formativa que tienen las luchas

Esa peculiar relación entre el ejercicio del poder y la producción de resistencias explica que tanto los movimientos sociales antagonistas, como las ideologías políticas que vehiculan, y los imaginarios que los nutren, siempre se hayan fraguado en el seno y en el propio transcurso de las luchas contra los sistemas de dominación. Son esas luchas las que los conforman, y es de esas luchas de donde reciben sus señas de identidad. En un movedizo escenario de continuado y acelerado cambio, esta es una de las constantes que no parecen verse alteradas por el paso del tiempo.

Las consecuencias son obvias, si es cierto que las luchas no nacen espontáneamente en el vacío, sino que siempre vienen suscitadas y definidas por aquello contra lo cual se constituyen, entonces son las nuevas formas de dominación aparecidas en nuestra sociedad, las que provocan las resistencias actuales y las que les dan su forma. Dicho de otra manera, los movimientos antagonistas no se inventan a sí mismos, ni crean aquello a lo cual se oponen y contra lo cual se constituyen, tan solo inventan las formas de oponerse a esas realidades. Así, en la época de la industrialización, el dispositivo de la explotación y de la dominación disciplinar suscitó la creación del movimiento obrero como forma de respuesta antagónica, y este mantuvo su fuerza mientras la dominación se centró principalmente en el mundo del trabajo.

Hasta hace unas décadas eran principalmente las condiciones en las que se desarrollaba la explotación las que disparaban y armaban las resistencias. Hoy estas condiciones siguen generando luchas importantes, pero la dominación se ha diversificado aún más que antaño y ha proliferado por fuera del ámbito del trabajo productivo, restando fuerza al movimiento obrero. Actualmente ya no se trata solo de extraer plusvalía de la fuerza de trabajo, son todas las actividades que el trabajador lleva a cabo fuera de su puesto de trabajo las que producen beneficios en una proporción y extensión desconocidas hasta hoy. Sus ahorros, su ocio, su salud, su vivienda, la educación, los cuidados etc. producen unos dividendos que, si siempre fueron sustanciales, se han convertido hoy en codiciadas fuentes de negocio. No puede extrañarnos que la politización arranque cada vez con mayor frecuencia de la experiencia de la mercantilización y del control de nuestra vida cotidiana. De estas, y de otras formas de dominación que veremos más adelante, brotan algunas de las subjetividades antagonistas y radicales del presente.

3-. La producción de subjetividades

Lejos de limitarse a oprimir, a reprimir, y a doblegar los seres humanos, los dispositivos y las prácticas de dominación siempre constituyen, además, determinados modos de subjetivación de las personas. Sus efectos consisten en moldear la vida cotidiana, pautar sus modalidades, constituir la forma de ser, de sentir, de desear, de pensar, de relacionarse entre sí, de las personas, y configurar sus imaginarios. Se trata de producir subjetividades que estén en perfecta sintonía con las formas de dominación que las crean, y de producir sentido para hacer ver las cosas de determinada manera y para conseguir que se acepten sin que sea necesario el uso continuado de la coerción.

Por supuesto, no es que exista, en algún lugar, un proyecto concienzudamente perfilado acerca del tipo de subjetividades que se requieren, y de las formas de dominación más idóneas para construirlas. No, primero se van configurando unas formas de dominación y son estas las que van engendrando, a través de su propio ejercicio, las correspondientes subjetividades. Los procesos que dan origen a las diversas formas de dominación son múltiples e indagarlos sobrepasaría con mucho el tema de este escrito, pero aprovecho para señalar de paso el papel que desempeñan los desarrollos tecnológicos en algunos de estos procesos.

En efecto, vivimos en una sociedad donde son, en buena medida, los objetos socio-técnicos, en constante proceso de innovación, los que configuran cada vez más nuestros propios objetivos en función de las posibilidades que crean y que nos brindan. Los medios técnicos efectivamente disponibles determinan de forma creciente los fines que vamos a perseguir, y dictan la racionalidad de muchos de los procesos en los que participamos. Es así como, por ejemplo, las posibilidades que crean y que ofrecen Internet y los teléfonos móviles construyen nuevas socialidades y fomentan nuevas modalidades relacionales. Entre estas modalidades, las redes sociales no solo remodelan la privacidad y reconfiguran la relación entre lo público y lo privado, sino que contribuyen, entre otras cosas, a redefinir los propios lazos comunitarios.

4-. Los nuevos rostros de la dominación

No se requiere gran perspicacia para ver que estamos plenamente inmersos en una sociedad del control donde la Visa, el Móvil, Internet, las Cuentas Bancarias, las Videocámaras y los Satélites de Observación y de Comunicación, conjugan sus bondades para formar un dispositivo que garantiza nuestra permanente localización, nuestra constante visibilidad, y en el que dejamos una infinidad de rastros indelebles. Por no mencionar esas proliferantes micro-reglamentaciones que tejen su tupida tela de araña por todos los entresijos del espacio social, saturando nuestra vida con una multitud de obligaciones ínfimas y sus correspondientes catálogos de infracciones. Paralelamente a estos evidentes mecanismos de control muchos otros dispositivos se potencian mutuamente para apresarnos y para conformarnos de distintas maneras, a cual más insidiosa, más sutil y más eficaz.

Por ejemplo, la omnipresencia de la lógica del mercado tiene sobre nuestras vidas unos efectos tan devastadores como puedan tenerlos los mecanismos de control más sofisticados. En efecto, la mercantilización coloniza la totalidad del espacio social y penetra todo el campo de la vida, desde las relaciones personales, la salud, el cuerpo, los cuidados, la afectividad, la identidad, hasta la vida psíquica. El Dios Abaco lo infiltra todo y obliga a pensarlo en puros términos contables. Atrapados en un consumismo desenfrenado no solo nos vemos conminados permanentemente a ejercer nuestra libertad de elegir entre unas ofertas más o menos clónicas, sino que, como muy bien lo explica Zygmunt Bauman, tenemos que constituirnos a nosotros mismos como un objeto más que compite con otros para ser consumido en el omnipresente mercado que nos envuelve. Paroxismo de la lógica consumista: solo podemos ser competitivos en tanto que objetos de consumo si consumimos afanosamente aquello que nos torna más atractivos.

Paralelamente al desarrollo de la mercantilización vemos como va avanzando rápidamente un invasivo bio-poder que aúna en un mismo dispositivo la intervención generalizada sobre la vida y la pormenorizada gestión de las poblaciones. En efecto, el bio-poder toma la vida como objeto directo de su ejercicio, gestionándola, controlándola, potenciándola, transformándola, a la vez que regula, modula y utiliza las la salud, la demografía, o los hábitos colectivos de las poblaciones.

La mercantilización y el bio-poder se acomodan perfectamente a una sociedad-red donde la incitación a una conexión permanente, (conéctate, o muere socialmente) perfila nuevos mecanismos de dominación. En la sociedad-red la mayor horizontalidad y flexibilidad de las cadenas de mando configuran unas relaciones laborales donde se movilizan todos los recursos de las personas, afectivos, cognitivos, relacionales, habilidades sociales, y donde se disuelven las fronteras entre ocio y trabajo, o entre lo privado y lo público, en un contexto marcado por la brusca aceleración de un proceso de Globalización iniciado hace siglos, aunque con otro alcance, con otro ritmo y con otras modalidades que las que permiten hoy las nuevas tecnologías de la información y la creciente velocidad de los transportes.

Sabemos que la Globalización uniformiza y homogeneíza, a la vez que acentúa ciertas desigualdades, pero también hace emerger particularidades y multiplicidades que conviene gestionar y rentabilizar en términos tanto económicos como de poder. Hoy, las tecnologías permiten gestionar la multiplicidad, y resulta que fomentarla produce beneficios, como, por ejemplo, cuando se personalizan los productos combinando variaciones secundarias. La diversidad se manifiesta también en un tejido social donde la convivencia entre culturas distintas, o entre estilos de vida dispares, representa una fuente de ingresos más que un problema. La clásica presión normalizadora hacia la homogeneización coexiste con unas normas que no uniformizan sino que producen diferencias y que individualizan. Se trata de promover las diferencias y la diversidad, de gestionarlas y, por supuesto, de domesticarlas para que sean plenamente compatibles con las Leyes del Mercado y con el Estado de Derecho liberal.

El acelerado ritmo que se ha impuesto al cambio marca unas condiciones sociales en las cuales todo envejece con creciente velocidad, y donde la rapidez en devenir obsoletas ha pasado, paradójicamente, a ser una ventaja para dar mayor salida a las mercancías. Como muy bien lo explica Bauman, las personas también deben acoplarse a esos ritmos, manifestando una permanente disponibilidad al cambio, una capacidad de moverse a la menor señal, sin ataduras a largo plazo. Los contratos son friables, los compromisos efímeros, los proyectos se establecen a muy corto plazo y se suceden con rapidez, las identidades devienen flexibles y se abren rutas para el nomadismo identitario. En efecto, las perspectivas de la migración entre profesiones, por una parte, y entre lugares de trabajo, por otra, alimentan un imaginario donde la estabilidad de las identidades, y, especialmente, de las identidades configuradas en base a la profesión, deja de tener sentido. Hoy, la fluidez generalizada deviene consigna y se trata menos de desarrollar dispositivos anti nomádicos para impedir flujos y fijar poblaciones, que de promover un nomadismo controlado, fomentando grandes desplazamientos que hay que rentabilizar. No son solo las empresas las que fluyen de punta a punta del planeta buscando abaratar costos de producción, también se propician grandes flujos controlados de mano de obra, a la vez que se orquestan grandes desplazamientos impulsados por una industria del ocio que ha conseguido, gracias a la tercera edad, generalizar la movilidad a gran escala a todos los periodos del año.

Los cambios que se producen en el mundo del trabajo, con las constantes deslocalizaciones, con el ciclo de vida cada vez más corto de las competencias exigidas a los trabajadores, con la desregularización de las relaciones laborales, y con la precarización de la vida laboral, alimentan el sentimiento de la inseguridad del presente debido a la impredictibilidad del futuro, y ya se sabe que la creación de un sentimiento de inseguridad es uno de los procedimientos más eficaces para conseguir que la gente haga sin protestar lo que se le dice que debe hacer. Esta inseguridad se alimenta también en la idea de que no tenemos control sobre la sociedad, debido a su apabullante complejidad, y ni siquiera sobre los objetos más usuales debido a la creciente opacidad de las mediaciones entre nuestros actos, por ejemplo pulsar un botón, y los efectos producidos. En consecuencia la sociedad se nos presenta cada vez más como algo que sobrepasa nuestras capacidades de raciocinio y que funciona con total independencia de la voluntad de sus miembros, fomentando así la convicción de que no hay otra salida que la de acomodarnos lo mejor posible a una situación que, aparentemente, no podemos cambiar.

5-. Actualización de las resistencias

Las resistencias contra las nuevas formas de dominación ya no hablan de la revolución, por lo menos en el sentido que se le daba hasta hace unas pocas décadas, ni sueñan con la toma del poder o con su radical destrucción, ni tampoco participan ya del gran y entrañable mito de la huelga general insurreccional. Algunos analistas, como por ejemplo Miguel Benasayag, nos recuerdan que los referentes clásicos del antagonismo social, tanto teóricos como organizacionales, parecen haber alcanzado ya su fecha de caducidad.

De hecho, parece que las luchas contemporáneas ya no requieren necesariamente un horizonte emancipatorio claramente definido, ni presuponen la posibilidad de una transformación global. No es solo que se puede luchar de forma radical sin disponer de un modelo de transformación social y sin tener un proyecto alternativo de sociedad, es, además, que se valora precisamente la ausencia de un modelo preestablecido como algo que permite experimentar nuevas modalidades de lucha y que ayuda a multiplicar y a diseminar los focos de resistencia.

Desde esta perspectiva se tiende a mirar con recelo cualquier lucha contra el sistema instituido que pretenda ser global o totalizante, porque se piensa que, antes o después, esta quedaría fatalmente atrapada en la estructura misma del sistema que combate. En efecto, si bien el capitalismo y los mecanismos de control social necesitan imperativamente ser coextensivos con la totalidad de la sociedad, las resistencias, sin embargo, no pueden mantener una óptica emancipadora y hacer suya, al mismo tiempo la pretensión de incidir sobre toda la sociedad, o de moldear la totalidad social. Su planteamiento debe ceñirse a atacar de forma siempre local los aspectos globales de la explotación y de la dominación, renunciando a enfrentarlos en un plano más general que requeriría unos recursos de parecida magnitud, y de similar naturaleza, a los que utiliza el propio sistema. En definitiva, aunque el deseo de una sociedad distinta sirva de permanente acicate, no se lucha tanto por hacer advenir una sociedad precisa, como contra unas injusticias, unas imposiciones y unas discriminaciones, bien concretas y claramente situadas, tanto si acontecen en el ámbito laboral como si se producen en la vida cotidiana.

Tampoco se lucha ya a partir de la lógica del enfrentamiento como se hacía en los tiempos en los cuales el capitalismo tenía que ceder algunas veces ante la enorme fuerza que representaba el movimiento obrero. En consecuencia, y aunque siempre se procure aglutinar tantos esfuerzos y congregar tantas voluntades como sea posible, ya no se pretende construir potentes y masivas organizaciones, al contrario, se vela por la fluidez de las redes que se constituyen, y se evita que cristalicen unas coordinaciones demasiado fuertes y estables que solo tienen la apariencia de la eficacia y que siempre acaban por esterilizar las luchas contra las nuevas formas de dominación.

Está claro que las nuevas luchas ya no aceptan algunos de los planteamientos de las luchas clásicas pero, más allá de esos desmarques en negativo sus señas de identidad no son de fácil aprehensión. Quizás podamos intuirlas acudiendo junto con Benasayag, de quien retomamos aquí algunas ideas, a la expresión Deleuze según la cual Resistir es Crear. En efecto, luchar ya no es sólo oponerse y enfrentarse, es también crear aquí y ahora unas prácticas distintas, capaces de transformar realidades, de forma parcial pero radical, poniendo además todo el cuerpo en esas transformaciones que también transforman profundamente a quienes se implican en ellas.

Claro que se sigue luchando para construir una alternativa a la mercantilización del mundo y de la vida, pero esa lucha debe producir resultados aquí y ahora sin dejar que la esperanza y la espera, es decir la fe en el futuro, orienten las luchas y las hipotequen. Se trata de crear vínculos sociales distintos, construir redes y lazos de resistencia, establecer relaciones solidarias que rompan el aislamiento y que dibujen, en la práctica y en el presente, una vida diferente, otra vida. Como se dice en la revista francesa Tiqqun: se trata de establecer modos de vida que sean en sí mismos modos de lucha. Unos modos de lucha que diluyan identidades, que ayuden a politizar la existencia, y, sobre todo, que alumbren nuevas subjetividades radicalmente insumisas.

La forma de conseguirlo pasa por arrancar espacios al sistema, y apropiarse de ellos para desarrollar en su seno experiencias comunitarias de carácter transformador. Esto no significa necesariamente adueñarse de unos espacios físicos donde convivir, sino que se trata de ocupar fragmentos de realidades sociales en diversos campos arrancados al sistema, en los ámbitos de la salud, de la economía alternativa o de la educación y desarrollar en esos campos procesos concretos de luchas y de actividades transformadoras. Solo cuando una actividad transforma realmente y radicalmente la realidad, aunque sea de de forma momentánea y parcial, se establecen las bases para ir mas allá de una simple (aunque necesaria) oposición al sistema y crear una alternativa factual que desafíe su aplastante presencia. De hecho, esto no es ninguna novedad. La experiencia del movimiento obrero nos recuerda la tremenda diferencia entre una huelga de quedarse en casa e ir a una manifestación, y una huelga con ocupación del recinto laboral, donde se organizan actividades, se articulan solidaridades, se crean vínculos sociales distintos, se gestiona colectivamente un espacio de vida que transforma en profundidad, y a veces para siempre, las subjetividades.

6-. Para no concluir: abriendo interrogantes más que esbozando respuestas

Son muchos los problemas, las dudas y los retos a los que se confrontan las nuevas resistencias, pero tan solo mencionare aquí dos de estos problemas.

El primero tiene que ver con las simetrías que parecen darse entre las formas adoptadas por las nuevas resistencias y los rasgos definidores de nuestras sociedades, aunque, en verdad, estas semejanzas no deberían sorprendernos si recordamos que las luchas responden siempre a determinadas formas de dominación que las suscitan. Así por ejemplo, mientras que la sociedad actual privilegia los flujos, las conexiones, el consumo del instante, la precariedad de las situaciones, las identidades nómadas y cambiantes, la ausencia de proyectos globales y de largo alcance, dejando planear sobre el futuro un espeso manto de incertidumbres que incita a centrarse sobre el presente más inmediato, resulta que, por su parte, los nuevos movimientos antagonistas se niegan ellos también a supeditar el presente a cualquier proyecto de futuro, rechazan las estrictas definiciones identitarias, huyen de la estabilidad procurando estar en perpetuo movimiento, reivindican la precariedad y la volatilidad de las posiciones de enfrentamiento, así como la ausencia de puntos fijos y duraderos donde anclar las luchas. Es la misma velocidad que el capitalismo impone a la rotación de los objetos de consumo la que también se traslada al constante cambio de los escenarios de lucha en los que se movilizan las nuevas resistencias.

Por supuesto, cuando uno se detiene a pensar sobre estas simetrías resulta difícil no lamentar que la dispersión de las luchas, su carácter segmentado y fragmentado, parezcan condenarlas a una atomización que impide las confluencias y las sinergias. No es que las luchas no consigan conectar entre sí y cristalizar por momentos en grandes manifestaciones y eventos políticos, pero estas confluencias siempre son efímeras y nunca perduran en el tiempo. Podemos lamentarlo y soñar con que las innumerables guerrillas se conviertan algún día en un potente ejército que nos conduzca hacia la victoria final, sin embargo, este lamento, y el sueño de una potente organización combativa, no deberían enmascarar el hecho de que las nuevas formas de dominación exigen, precisamente, el tipo de respuesta que las nuevas resistencias están proporcionando, y que otras formas de lucha solo son válidas para combatir unas formas de dominación diferentes, que siguen ampliamente presentes, especialmente en el ámbito laboral, pero que son de corte más tradicional.

El segundo problema tiene que ver con la voluntad de cambiar la sociedad en su totalidad y para todos. Esta voluntad se enfrenta con serios problemas, no solo prácticos, las dificultades para conseguir ese objetivo son suficientemente obvias a lo largo de la historia, sino también teóricos porque todo parece indicar que el camino que habría que recorrer para conseguirlo así como el resultado que se alcanzaría distarían mucho de satisfacer los principios que impulsan las luchas emancipativas. Parecería por lo tanto que la estrategia de arrancar espacios concretos al sistema y transformarlos radicalmente, en el presente y localmente, constituya la opción más razonable El problema, claro está, es que no hay exterioridad posible con relación al sistema social instituido, el cual no puede sino desarrollar una lógica totalizante. Esto significa que si no se cambia el sistema en su totalidad este seguirá condicionando buena parte de las prácticas que se desarrollen en los espacios que hayan sido transformados. Es en esta aguda tensión entre, por una parte, las consecuencias de pretender cambiar todo el sistema, y las consecuencias de no pretender hacerlo, donde radica uno de los dilemas más acuciantes de las luchas radicales.