Participar, compartir, autogestionar
Social,
Preguntas básicamente complicadas: ¿por qué participar? ¿para qué? ¿en qué? ¿cómo? ¿participar siempre, sin descanso? ¿en lo que me concierne sólo o en lo que afecta al conjunto? y… ¿si no participo? ¿estoy obligado a participar necesariamente?… y ¿qué tiene que ver esto con la autogestión? ¿y con lo público y lo privado? ¿y con el poder -de los poderosos-? ¿y con las relaciones de poder -de los pudientes -? ¿participar para poder o para contra-poder? Y una afirmación cansina por repetida: «es que la mayoría no participa…»
Demasiadas preguntas, seguro, pero es lo que tiene un verbo tan elástico y comodín como es el de «participar». Y sin embargo, en su elasticidad sensible al contexto está probablemente su mayor virtud, del mismo modo que en su carácter de «comodín» (adverbial y calificativo) está la mayor de sus ruinas. Si nos ponemos a la moda ideológica de la «democracia participativa», o de los «presupuestos participativos» o de una «gestión participativa»… malo, malo, hay que sospechar rápidamente que algo no funciona – séase la democracia, los presupuestos o la gestión- como debiera o quizás funciona sin cumplir función real (social) alguna. Si observamos otras realidades en las que el «participar» se da sobreentendido, o incluso como en el zapatismo se torna en metáfora, en poesía descriptiva (los de abajo, el mal gobierno, mandar obedeciendo, ….), cuando la realidad al escribirse se describe y evoca… entonces, sólo entonces, «participar» es ese algo vivo que no necesita ser explicitado, sólo descrito, sólo sugerido.
Participar, a fin de cuentas no es más que «ser parte», «formar parte», «tomar una parte» y «recibir una parte» y por extensión también es «dar una parte»; es lo que tiene que ver con «compartir» un algo con un alguien, tener en común lo que se parte y se reparte; supone «tomar partido» por esto o aquello, por este o aquel; y, por último, y no menos fundamental, participar es «dar parte», comunicar el parte, hacerse entender por la otra parte, por los otros que son parte, y están de mi parte o contra mi parte. Vayamos, pues, por partes.
Formamos parte por que sí, ¿o no?
Es una obviedad, seguro que sí: somos parte, trocito de un algo más grande, siempre. No queda más remedio, del mismo modo que por nuestra inscrita finitud, dejamos de ser parte, o nos convertimos en otra parte o partes de otro algo, siempre siendo parte de algo. Pero es una obviedad altamente problemática: por que no somos partes sin más -eso quisieran los tecnócratas y los patronos que calculan sus beneficios quitando y poniendo personas como partes de su engranaje productivo. No, no somos abstractas o concretas partes de una artilugio mecánico, de un sistema cerrado, de una construcción matemática, más bien somos parte por que los demás también son parte, parte de mí, y ni ellos ni yo podemos evitar que unos y otros seamos parte de otros y de unos.
Participamos necesariamente de tradiciones, historia, lenguaje, valores, creencias heredadas, caldo de palabras y cadáveres, de ruinas y construcciones… Esto sí que sí que no lo decidimos, así es de inevitable. Y cada grupo humano, pues somos humanos o humanes como decía uno por evitar sesgos de género, se constituye y construye históricamente con sus particulares concepciones sobre la naturaleza, la vida en común, y la muerte individual de cada cual. Este es sin duda nuestro primer «participar», un participar imperativo, impuesto, educativo, socializado, nunca inevitable, pero sí insoslayable. No podemos sustraernos a su influencia, estamos anclados a tal «participar», aunque sí podemos y debemos ponerlo en cuestión, responderlo, debatirlo e incluso deconstruirlo. Podemos imaginar, y crear, otra historia, otro lenguaje, otros valores y creencias, sin duda, pero serán siempre en relación con este nuestro primer «participar» insoslayable y no participativo.
Vemos, pues, que se participa sin más, como sin querer, participando de lo dado, lo tenido, lo mamado, lo vivido, y no exige casi ningún esfuerzo, más que dejarse llevar por los vaivenes de la fortuna. ¿Y quién dice que ésto no es «participar»? Diría que es el participar primigenio, un participar por antonomasia, y ello es así, por que a pesar de ser «recibido», aprendido e interiorizado, es el que en primera instancia nos constituye como humanos. De la tradición, de la herencia, de la memoria parte el discurso y la acción, y esto también es insoslayable. Acción y discurso que, sin embargo, no sin esfuerzo y conflicto, modifican, alteran y cambian -a veces transforman- lo dado, lo heredado, lo instituido (la propiedad privada por ejemplo). No hay que minusvalorar nunca este primer participar, pues es condición de lo humano, y condición de su pensar. Cualquier otro «participar» no procede si no de este otro primero y primitivo: una sopa, más o menos homogénea hace unos siglos y bastante más fragmentaria ahora, de la que surge arte, literatura, tiranías, guerras y luchas.
Compartimos lo que es de común-parte
Participar es compartir, sea lo que sea lo que se comparta: propiedades, bienes, inmuebles, servicios, materias primas, agua, aire, bonos del tesoro, o participaciones en bolsa. Así de dura es la vida: quien más participa es quien más tiene, quien más tiene es quien más comparte -con sus iguales que también tienen de más-, quien más comparte -intereses similares- más participa. Así es la vida de dura: el resto, quien poco tiene o tiene nada, poco o nada tienen que compartir y, por lo tanto, en nada o poco participan, pues la miseria no es parte común que se comparta, la miseria sencillamente se sobrelleva, se soporta, se subvive, pero ni es materia o parte que pueda compartirse ni mucho menos participarse. Y esto para desgracia de quienes com-partimos una visión igualitario-libertaria del mundo, bien lo saben quienes sí comparten el poder consigo-mismos y en su beneficio.
Compartir visión, ideas, valores, material intangible del afecto y del discurso, no es igual que compartir cosas económico-jurídicas, que se acumulan, se disfrutan, se enseñan con orgullo, se compran y se venden. En absoluto son iguales, y además son disjuntos. El capitalista es pluralista por necesidad: que ayune en el Ramadán, que celebre la pascua, la fiesta de la luz, o la navidad, poco importa, siempre y cuando lo compartido tenga el acuerdo de ser intercambiado, especulado, producido, vendido, comprado. Los humanos capitalistas no comparten ideas ni visones profundas del mundo, cada cual puede acomodarse a la que considere, pues ello no es materia compartida ni participada. Lo que sí comparten los humanos capitalista es saber, tecnología, ciencia, ingeniería, judicatura y cualquier otro conocimiento susceptible de producir acumulación y beneficios. Que el petróleo se acaba, se promueve el biodiésel, que éste no da suficientes dividendos, las pilas de litio parece que pueden darlo… Funcionan de un modo simple pero muy efectivo.
Mientras, el resto de los humanos a penas nos queda qué compartir, más allá de sueños, ilusiones, teleseries, algo de sexo y coches. No hay nada tangible ni concreto, más allá de cosificarnos en fuerza de trabajo o en energía de consumo, apenas partículas subsociales para que los que lo tienen todo o mucho puedan seguir generando su riqueza. Pues es «su» riqueza, y eso es lo que comparten, y hasta que no se consiga arrebatársela no podremos hablar de compartir y participar de la riqueza común, de todos los humanos.
Entonces, ¿por qué tanto empeño en que participemos?, ¿quién me manda a mi ponerme a participar y a convencer a otros para que participen?. ¿No es acaso un ejercicio fútil y banal? Pues no, no lo es, por que participar es en realidad lo único que podemos hacer para poder llegar a compartir lo que sólo ellos tienen: su riqueza medrada y arrebatada al resto de seres humanos y a la Tierra toda. Y además podemos y debemos participar por que será de la única manera que consigamos recuperar para el común sus riquezas, despojarles de sus bienes, desnudarles de sus transacciones, ser altamente improductivos, desmercadear nuestra vidas y relaciones, y descosificarnos de ser mano de obra o torso desempleado o cabeza publicitaria o consumista cuerpo compulsivo.
De hecho, la sociedad capitalista globalizada está consiguiendo algo prodigioso: que en todo el orbe la mayoría humana podamos anhelar una única y misma cosa, lo que precisamente no-com-partimos por que no es común-parte, si no privada-parte-común de unos pocos. Esto significa «tomar partido».
«Tomar partido» para re-partir
Ante todo no confundir «tomar partido» con «partido político» o «partido de fútbol», aunque los tres compartan sentido etimológico, y los tres tengan en común lo «partido», lo que está dividido en partes para que el conjunto sea manejable, o manipulable o jugable. Tomar partido en este sentido hace referencia a «jugar una partida» y a realizar «una partida» para localizar y detener al forajido. Es asumir reglas de juego compartidas, para poder iniciar una «partida».
Pongamos por caso una partida de mus, en el que se reparten la cartas de la baraja llamada española, a partes iguales entre cuatro jugadores, emparejados-compartiendo juego quienes están frente a frente, contra los que están a sus lados que igualmente comparten juego contra los primeros, y se juegan un número determinado de «piedras» o «amarracos». En el mus ciertos gestos y alguna mímica es la comunicación básica entre las parejas que se enfrentan, y suele ganar quien combina osadía con prudencia, y de los fules saca piedras para sí del total que está puesto sobre la mesa. Pero además, en el mus, ante un órdago la pareja que lo recibe debe «tomar partido» en función de las piedras que quedan en la mesa, de las cartas que se hayan visto y de las que tienen en común y se han sabido comunicar, para compartir y tomar la decisión acertada, para ganar y no perder el órdago, que es el todo o nada de la partida. En fin, no pretendo asemejar la revolución social a una partida de mus, pero sí aprender del mus y no sólo del ajedrez o de los juegos de estrategia para hacer la futurible revolución social.
Si de tomar partido se trata, no hay mejor enseñanza que el de las muchas derrotas acumuladas en la historia rebelde. De órdagos imprudentes, o echados a destiempo, o aceptados sin reflexión suficiente, o sin la participación de todos los jugadores, están llenas las derrotas de las clases populares. Por que tomar partido significa que todas las partes no propietarias de nada -abrumadora mayoría- formen parte de la misma lucha (con diversas caras y matices, prismática), compartir poder para repartirlo por igual entre quienes padecen y luchan. Tomar partido es repartir poder, el verdadero poder de decir y hacer, de actuar contra quienes detentan el poder de sus riquezas, de sus estados, de sus ejércitos.
Re-partir es la clave de cualquier participar desde abajo, desde el horizonte des-poseído y explotado. Tomar partido para repartir el poder de decisión primero, para repartir la riqueza después, para decidir lo que es común y com-partido y lo que es bien común para bien vivir. Eso es tomar partido, que todos y todas digan y piensen en alto para acordar lo común, no la miseria que tenemos, si no la riqueza que no tenemos, no la obediencia ni el autoritarismo, si no el poder decir y hacer arrebatado a quienes lo detentan para su provecho y el de sus amos.
Sin embargo, tomar partido es siempre lo más complicado, lo más cansado, lo menos claro, por que implica siempre una ética del tesón, de la responsabilidad, de la búsqueda constante de la coherencia. No hay diseminación de la participación si no hay constancia en la lucha, ni transparencia en los medios, ni claridad en los fines. El único partido susceptible de aglutinar fuerzas sociales que tambaleen el sistema es el de la coherencia entre medios y fines, lo que no significa anclarse improductivamente en un programa de máximos, sino todo lo contrario, hacer que toda propuesta sea una programa de mínimos, concretos, tangibles, materiales, contra el estado actual de las cosas, empezando por cada uno de nosotros. Convertir lo mínimo en paradigma de lo máximo, hacer que cada debate en el bar del barrio sea un parlamento de altura, hasta conseguir que la sociedad entera, todas las sociedades hablen entre sí en múltiples esferas y foros de lo realmente importante: la vida, la creatividad, el bien común y el bien vivir en el planeta tierra.
«Dar parte» es autogestión
Comunicar es algo más que mero decir, es dar una parte de ti a los demás, la parte que cada cual puede generosamente ofrecer de si por sí mismo: su saber y su saber hacer, que no es suyo, que es de todos quienes le enseñan y enseñaron. Dar parte para que los demás sepan, y sabiendo poder deliberar y decidir. Dar parte de las responsabilidades asumidas, dar parte de lo que se solicita dar parte. Es transparencia comunicativa, creatividad y creación libre. Cultura sin restricciones ni ideológicas ni de mercado. Construcción individual y colectiva. Es autogestión, por que la autogestión es en primera instancia comunicación, y en última instancia creación colectiva. Dar parte es dar cuenta de lo común. Y en la autogestión sobra participar, y sobra el verbo, pues eso – participar- está tan en la dinámica propia del proyecto autogestionario, que está de más el mencionarlo. La autogestión presupone la participación – y no al contrario-, por que si no simplemente no sería autogestión. Es más, cada modelo autogestionario se distingue precisamente por cómo se articula la participación de las personas implicadas e interesadas en ese proyecto. Aún más, todo proyecto de autogestión es siempre un proyecto avanzado de participación.
Pero no cualquier forma de participación es autogestionaria, ni tiene por qué serlo además. Participar en sí, sólo implica compartir, pero ni lo que se comparte ni cómo se comparte, indica que tenga que ser autogestionado. Participar es compartir de una común-parte, y por eso la autogestión lo presupone. Pero se participa de formas diversas de cosas distintas. Quien tiene el afán por aparecer en la televisión, puede participar de varios tipos de programas para ello, según sean sus complejos, sus apetencias y saberes. Y no por ello está implicado en la autogestión de la emisora o productora de televisión, ni delibera ni decide sobre la naturaleza, metodología y realización del programa, al cual sólo desea participar.
Lo que sí tiene que ver y mucho con la autogestión, es el hecho de «dar parte», ofrecerse uno todo a los demás en la misma medida que los demás, pues se comparte un proyecto, que se tiene como común-parte a proteger y repartir. Este ser un proyecto es la nota distintiva de lo que es la autogestión. Exige una planificación, unos objetivos, una evaluación de su recorrido, una modificación del proyecto en algún punto o en el conjunto. Y ello no deliberado ni decidido uno a uno, o por uno sólo, o por una élite profesional de gerentes y encargados, si no muchas personas con muchas personas, en distintas esferas y niveles, dependiendo de la dimensión del proyecto compartido.
Lo común, lo que contribuye a la igualdad y a la justicia de las clases desposeídas, es susceptible de ser organizado y proyectado autogestionariamente. En marcar las políticas de lo común, se participa -poco pero se participa- sin embargo en el modelo de democracia parlamentaria que tan buenos servicios está dando al capitalismo globalizado, se participa con el voto, se participa si tus intereses y dineros te lo permiten en agrupaciones corporativas o empresariales, se participa incluso si tienes la fortuna de ser un periodista oficial de renombre. Participamos del engranaje mediático, de la mecánica electoral, pero no practicamos ni reivindicamos ni difundimos la autogestión como alternativa. Para ello, para promover una participación activa en lo común, y para dar credibilidad a la autogestión como proyecto hay que generar movimiento, propaganda, conflicto, e ideas susceptibles de ser tenidas en cuenta por sectores cada vez más amplios de la sociedad.
Es necesario «dar parte» de lo que es y puede ser la autogestión, para generar prácticas y debates que abran caminos a otros modos de producir, de subsistir y de vivir, a otras formas de organizar lo común, los servicios, los derechos, y la riqueza; a otras manera de trabajar y relacionarnos. Hasta que no asumamos la tarea de plantearnos cómo se podría autogestionar un servicio público concreto en un contexto social dado, no estaremos más que dando tímidos pasos en las prerrogativas de las ideas, pero sin creación de alternativas que hagan pensar a los de abajo que hay formas más justas, igualitarias y participativas de ser libres y de vivir dignamente.