Editorial LP 63
Crisis, Editoriales, Sindicalismo, Social,
Sin exageraciones podríamos calificar el 2009 como año horrible. Si los inicios de la crisis parecían abrir la posibilidad, aunque sólo fuera la posibilidad, de una puesta en cuestión que obligase a cambios en el modelo de desarrollo y pudimos abrigar alguna confianza en una recuperación de la contestación social que los impulsase, ha ocurrido todo lo contrario. Si en esos inicios los detentadores de los poderes económicos y políticos parecían acobardados por la situación que ellos mismos habían provocado, decían buscar cambios reguladores y prometían que nunca se volvería a una situación similar, poco a poco, en tiempo breve, ante la falta de movilización social, olvidaron los cambios y nos han conducido a una situación que, efectivamente, no es similar a la anterior sino notablemente peor. En la actualidad vuelven a sacar pecho, airean sin ningún pudor el crecimiento de sus beneficios y plantean sin rubor viejas y nuevas exigencias. Ellos son los vencedores, han conseguido que la crisis la paguemos nosotros (y dentro de ese nosotros de forma muy especial los más desfavorecidos) y están dispuestos a seguir incrementando el precio.
El resultado es que las desigualdades, siempre crecientes, se han agigantado; que los ricos son mucho más ricos, los pobres mucho más pobres, y en el medio estamos una nauseabunda mayoría social que, entre acobardados y agradecidos, asistimos pasivamente a lo que debiera sernos un espectáculo insoportable. No hace falta manejar datos, la reducción de la realidad a datos es factor de acostumbramiento y falta de reacción frente a ella, basta tener los ojos abiertos, ver la saturación de los centros de asistencialismo, los millones de parados, la cantidad de jóvenes (y no tan jóvenes) echando en ETTs currículos en los que el mayor mérito es su disponibilidad a trabajar en lo que sea, como sea y al precio que sea, la cantidad de trabajos eventuales y en condiciones contractuales y laborales degradantes, los numerosos puestos de trabajo que hasta hace poco se consideraban fijos y seguros y ahora están amenazados de EREs y despidos, y un largo etcétera de situaciones similares todas ellas en constante aumento y endurecimiento.
No son situaciones que pasan a formar parte de la estadística o de la sociología, son vidas precarizadas, recortadas y faltas de autonomía que, además, se dan en una sociedad enormemente rica y despilfarradora, tan rica como desigual, en la que existen condiciones materiales para otra formas de vivir más satisfactorias.
Una de las características de esa sociedad es la permanente incitación a un consumo sin límite, a la que respondemos entusiastamente pese a que ese consumismo al que se nos invita no está en relación al incremento del bienestar de los individuos sino al de los beneficios. Un consumo cada vez más inducido, cada vez más alejado de la respuesta a necesidades, cada vez más inmediatista y empobrecido, cada vez más a la carta y a la medida de todas las economías, aun de aquellas que no alcanzan a la satisfacción de las necesidades reales. Y ese consumismo, que nos llena de baratijas y nos impide ver lo mucho de lo que carecemos, junto con el deterioro de las condiciones laborales y de las garantías sociales, es factor de precarización, de recorte vital, de pérdida de autonomía, de ausencia de capacidad de decisión. La precarización de las vidas nos alcanza a todos, incluso, aunque sea en otras formas menos duras, a quienes la tienen o tenemos económicamente resuelta.
Ese consumismo genera también falsos elementos aparentemente igualadores. La persona precaria a tope y a la que no le alcanza para una existencia autónoma, tiene acceso a un móvil de última generación que no le envidia al más pintado, y coche o moto, acude al cotillón de la noche de fin de año, se mueve en los bares y en las grandes superficies comerciales, accede al campo de futbol o al concierto o a la discoteca, viaja los fines de semana, tiene televisión de plasma con múltiples canales… No va a tener acceso a una formación seria ni a un trabajo en condiciones ni a una vivienda propia, pero en todos esos consumos infras e inmediatistas es tanto como el que más, no se siente diferente sino igual. Tiene algo que perder, y si ese algo es aquello en lo que está atrapado, siente que tiene mucho que perder.
Es un consumismo, además, en sí mismo individualizado y fomentador de individualismo, por eso -frente a lo que ocurrió en otros tiempos con la explotación, que fue capaz de colectivizarse y ser factor de socialización- la precariedad se vive individualmente, aisladamente, incluso competitivamente. No sólo no genera respuesta social, sino que trabaja en su contra y a favor de las dinámicas del sistema; tanto más cuanto de forma más dura y agresiva está planteada.
Y esa sociedad que, pese a sus desigualdades abismales, más que sociedad parece una especie de magma sin discontinuidades, homogeneizada por lo menor, movilizada siempre por propuestas (ofertas) que le vienen dadas, absorbida en lo que le viene impuesto y perfectamente dentro de las dinámicas imperantes… es la sociedad en la que queremos hacer un trabajo social, que la convierta en sujeto protagonista de sus decisiones en la dirección de una mayor igualdad y justicia social.
Algo terriblemente difícil, algo que debemos intentar. Pero intentarlo supone afrontar esas dificultades, tenerlas en cuenta y hacerles frente. Tenerlas en cuenta es algo más que saber que existen, es vivirlas doliente o sufrientemente; hacerles frente es ponerlas en primer plano de nuestra preocupación, como condicionante primero de nuestra búsqueda en las formas y los métodos y los contenidos de nuestra actuación.
Una primera constatación es la de que el sindicalismo -el sindicalismo real, el existente- no sirve. No sólo no sirve en cuanto insuficiente, no sirve por perjudicial, por cumplir un papel -destacado, además- dentro de ese juego, por ser agente activo de esas dinámicas, por haber renunciado a convertirse en agente de reparto y por dejarse reducir a lo reivindicativo económico muy dentro de esos consumos inferiores.
Una segunda constatación mucho más dolorosa es la de que nuestro sindicalismo no es capaz de romper ese juego. Cierto que en muchas ocasiones se lo plantea y cumple un papel estimulante y positivo, pero cierto también que lo consigue en muy escasa medida, sin ser capaz de hacer variar la tendencia. Y, en la medida en que no es capaz de romperlo, queda atrapado en él. Al margen de nuestras voluntades e intenciones; en este plano de consideración, cuando la realidad ha adquirido un grado de espesor o pesantez que la hace definirse y reproducirse a sí misma, la intencionalidad, siendo condición imprescindible, es insuficiente. Es necesario, además, mantener siempre presente la situación a la que tenemos que hacer frente: el consumismo precario o la precariedad consumista, y plasmar esa intencionalidad en propuestas que traten de romper ese círculo en el que el sindicalismo ha quedado atrapado, recuperando su papel de agente de reparto e igualitario, y volviendo a dar la primacía a la garantía en la respuesta a las necesidades reales, avanzando así hacia la salida del fetichismo del consumo y la puesta en valor de otros criterios de calidad de vida de contenido más realizador.
En el dossier de este número de Libre Pensamiento intentamos abordar el tema de la negociación colectiva y el sindicalismo. Es un tratamiento muy limitado y parcial, nada brillante y que ha quedado por debajo de lo planificado; pero, con sus carencias, las aportaciones de los compañeros que las escriben hacen un honrado esfuerzo de búsqueda, de arriesgar propuestas e iniciativas que, además, se corresponden con planes y proyectos que están tratando de poner en práctica. No hacen ningún descubrimiento ni dan ninguna solución -nadie puede darlas, es más, todas serían falsas y servirían más para eludir los problemas que para encararlos- pero inician el trabajo de la puesta en primer plano de las dificultades, de la búsqueda de caminos que las afronten, del intento de no quedar atrapados en rutinas y acomodaciones. Esa actitud supone una invitación que cada uno de nosotros tenemos que aceptar con urgencia.