Antonio Rivera
En 1958, la Ley de Convenios Colectivos terminó con la situación anterior de absoluta subordinación de los trabajadores que se había vivido en España desde el final de la guerra civil. No constituía el maná, lógicamente, sino que se inscribía en el proceso de adaptación capitalista y de incremento de la productividad que vivió el franquismo a partir de los últimos años cincuenta, de la mano del Plan de Estabilización de 1959. En todo caso, instituía –o restituía- la negociación colectiva de las condiciones de trabajo entre las dos partes, obreros y empresarios, aunque en el férreo marco del sindicato oficial y único, la OSE, y bajo la tutela permanente del Estado de dictadura.
 Del “laissez faire”…
La conformación de un sistema legal de relaciones laborales y, dentro de él, la regulación de la negociación colectiva en nuestro país tiene una prehistoria harto precaria desde la perspectiva obrera. Aunque España se inscribe en la tradición de los países con claro intervencionismo del Estado, el punto de partida inicial es de un “abstencionismo normativo” por parte de éste: las relaciones de trabajo se interpretaban en términos de compra-venta de un producto, y ahí la administración estatal no debía interferir en la autonomía de las partes… por muy desiguales que fueran éstas. Era el “laissez faire” al completo.
Esa tradición se fue limitando de manera muy lenta y a base de grandes confrontaciones y conflictos. En 1887 se promulgó una ley de Asociaciones que, al menos, recogía la legalidad de todas ellas, incluidas las obreras y de resistencia, aunque nada decía de las condiciones de su actividad[1]. En 1902, una Circular del Tribunal Supremo justificaba la legalidad de la acción de esas sociedades de resistencia e incluso el recurso final a la huelga, en el marco de las relaciones de oferta-demanda del precio del trabajo. En 1908 y 1909 se emitieron sendas leyes sobre Consejos de Conciliación y de Arbitraje Industrial, y sobre Huelgas, que, sin embargo, no tuvieron ninguna realidad práctica.
 Bien puede afirmarse que hasta llegar a la dictadura de Primo de Rivera no existió en España un sistema de relaciones laborales medianamente aceptado por (parte de) las partes y legalizado por el Estado. Hasta entonces, la ley sólo reconocía la negociación colectiva de facto como una avenencia en situaciones de conflicto. Se dejaba hacer. La ley y el legislador no reconocían la negociación colectiva como procedimiento habitual entre partes, y solo venía a reconocer el acuerdo entre ellas –ni siquiera en términos de legalidad: no había manera de denunciar su incumplimiento- para evitar males mayores. En realidad, el “laissez faire” característico de la Restauración obligó al acuerdo directo entre partes, no legalizado; en definitiva, a la acción directa y a la negociación directa, visto de un lado, sin intervención estatal, y a la “mano dura” y al principio de autoridad, visto desde el otro. De ese modo, los conflictos laborales terminaban con la victoria o la derrota completa de una de las partes –normalmente, la obrera-, y no con un pacto o acuerdo intermedio (y, mucho menos, mediado). Ello explica en parte la gran conflictividad social entre 1917 y 1923.
 Hay dos modelos en relación a la negociación colectiva: el “voluntarista” o “liberal-colectivo” y el corporativo. Uno y otro se relacionan con tradiciones históricas y culturales diferentes –los anglosajones, por tradición liberal, sostuvieron el primero, mientras que los continentales, con estados más intervencionistas, implantaron el segundo-, más incluso que con situaciones políticas concretas: el modelo corporativo español, de intervención estatal, se desarrolló en el marco de una dictadura como la de Primo de Rivera y, con grandes similitudes en lo formal, en el de una democracia como la Segunda República.
Antes de llegar a ese instante corporativo, existieron los fracasados Consejos de Conciliación de 1908, donde una entidad pública que acogía representaciones obrera y patronal se atribuía competencias en materia de relaciones de trabajo. Pero su operatividad, como se ha dicho, fue nula. Hasta llegar a los Comités Paritarios de la Dictadura o a los Jurados Mixtos de la República, se ensayaron fórmulas de urgencia, como fueron las Comisiones de Trabajo de Cataluña, de 1919, llamadas a resolver los conflictos laborales que dominaban esa región y el clima de crisis social y política existente. Ese modelo de urgencia se extendió a otros lugares del país cuando se hizo necesario.
 … al corporatismo
 En 1926 fue el ministro de la Dictadura, Eduardo Aunós, el que con un Decreto-ley instauró la Organización Corporativa-nacional, con sus Comités Paritarios, sus Comisiones Mixtas y sus Corporaciones, inspirada en la experiencia corporatista del fascismo italiano. Ello no suponía ausencia de cierta inspiración sindicalista, de reconocimiento –aunque fuera en aras de la “paz social” de una dictadura- de la existencia de intereses encontrados, como demostró el debate entablado entonces dentro de la CNT entre Pestaña y Peiró, por ejemplo; o el hecho de que la República –bien que inspirada en la Constitución alemana de Weimar y en una estrategia legal democrática: en la “revolución jurídica” de Largo Caballero- reprodujera casi al completo la fórmula de representación de las partes de los Paritarios en sus nuevos Jurados Mixtos.
 En lo referido a la negociación colectiva, Comités y Jurados se atribuían la capacidad de elaborar y suscribir unas “bases de trabajo” o condiciones mínimas que regulaban los contratos de trabajo de un sector. Obreros y empresarios llegaban a un acuerdo al que daba legalidad el Comité Paritario (o luego el Jurado Mixto del sector) –esto es, al ser legal podía ser recurrido ante los jueces si se incumplía, no como antes- o, en su defecto, el presidente del propio Paritario hacía de árbitro y establecía, si la realidad se lo permitía, un acuerdo que forzaba a suscribir a las partes de ese Comité (o Jurado). Todo hay que verlo, lógicamente, en términos dialécticos y dinámicos: con ley o sin ley, las fuerzas sociales se mueven, aunque sea de diferente manera.
 Pero con ser el rimbombante Código del Trabajo de 1926 el inicio práctico de la codificación –“compilación parcial”, más bien- de la legislación laboral en España, no fue capaz de pasar con determinación de la contratación laboral vista tradicionalmente como contrato de arrendamiento de servicios –en su origen, se reguló, y hasta tarde, por el Código de Comercio de 1829- a lo que era (y es) en puridad la relación entre colectivos con intereses encontrados y/o contrapuestos. Solo la práctica de los Comités Paritarios desde 1926 fue poniendo, con sus bases acordadas, algunos ladrillos en lo que sería una lenta conformación de una legislación obrera en nuestro país: los acuerdos legalizados por el sistema corporativo de los Paritarios establecían derechos que poco a poco se iban extendiendo a un mayor número de asalariados.
 El proyecto republicano de Largo Caballero
El gran cambio se produjo en la Segunda República, cuando aquel Ministerio de Trabajo creado (solo) en 1920 asumió con gran voluntad funciones jurisdiccionales en la solución de conflictos laborales, en la presidencia de una (ahora sí) extendida red de Jurados Mixtos y en el desarrollo a todas las localidades de una administración pública con funciones cada vez mayores.
 La Ley de Contrato de Trabajo de noviembre de 1931 marca un antes y un después en todo el proceso de creación de un sistema legal de relaciones laborales en España. La Ley reconocía tanto la subordinación de facto del trabajador en la relación laboral, su desigualdad o la desproporción de la hipotética libertad contractual, como, en el otro lado, el derecho del patrón a organizar la actividad. De lo primero devenía una serie de derechos mínimos e inalienables para el trabajador. Un tercer bloque de legalidad se refería a los procedimientos de negociación colectiva, donde se reconocían tanto las bases de trabajo como los pactos y los contratos colectivos. Ahí se reconocían también las huelgas y los cierres patronales como expresiones de la relación entre partes (aunque desde una perspectiva muy restrictiva y vigilada por el Estado).
 Las bases de trabajo resultaban de la negociación en el marco de los Jurados Mixtos. Conscientes de la falta de legitimidad y extensión de ese marco legal entre todos los sectores obreros, se reconocían también los pactos acordados fuera de ellos e incluso también acuerdos “de eficacia limitada” –los llamaríamos ahora- a los que podían incorporarse después los no firmantes. Todo ello fue creando una jurisprudencia abundante, toda vez que al acuerdo entre partes se sumaban las sentencias futuras de los Jurados cuando un obrero o un patrón individual o en grupo denunciaban algún incumplimiento de lo pactado.
 Las bases de trabajo: más allá del mito
 Durante los años de la Transición española y en los posteriores de democracia, en ocasiones se ha acudido a las bases de trabajo para enfrentar un presunto modelo de acción directa al sistema mediatizado por el Estado de los convenios colectivos que conocemos. Como en casi todo, un acercamiento a la realidad histórica nos lleva a una realidad un tanto más compleja.
 De entrada hay que decir que “bases de trabajo” era el nombre que solían recibir tanto lo que hoy llamaríamos “plataforma reivindicativa” como el resultado de la negociación, lo que llamaríamos finalmente “convenio”. Esto era así antes incluso de la República; era una denominación coloquial y legal, tradicional, aunque encerraba cuestiones diferentes.
Las bases de trabajo, tanto en términos de demanda como de resultado de la negociación, recogían de manera más sintética que nuestros convenios una serie de sentencias básicas que hacían referencia a salario, jornada y, en general, condiciones del trabajo. Conforme se fue especializando la negociación colectiva –legalizada o no, es indiferente el asunto ahora-, las bases se fueran haciendo más extensas en su redacción y más complejas. Las que presentaron los obreros de la construcción sevillana en 1936, por ejemplo, tenían veinticinco puntos y, por detallar, describían incluso los límites del término municipal de la ciudad[2].
Pero, y esto es lo que interesa, las bases eran también el resultado final de la negociación. En este punto hay que decir que el asunto principal de si eran expresión de la acción directa o si contemplaban la intervención de la administración del Estado dependía de la correlación de fuerzas del lugar o sector. Es decir, el resultado final solía ser en todos los casos la “legalización” del acuerdo en forma de bases publicadas por la sección o departamento local correspondiente del Ministerio de Trabajo o, de forma más habitual, por el Jurado Mixto afectado. Esa “legalización” podía ser el resultado de una negociación desarrollada a través del Jurado o podía haberlo sido al margen de él, aunque éste la hacía suya en todos los casos mediante su elevación a acuerdo legal. El asunto es historiográficamente bastante complejo porque, de un lado, la administración del Estado no estaba lo suficientemente rodada en este punto como para publicar todos los acuerdos de trabajo. De hecho, sí que existe un compendio de las bases acordadas dentro de los Jurados Mixtos, pero no es ése el caso cuando el Jurado venía a sancionar lo hecho fuera de él (pactos y contratos colectivos). De otra parte, cuando estudiamos conflictos de trabajo a nivel local no solemos reparar en el procedimiento legal de aplicación del acuerdo final tanto como en el acuerdo mismo y en la peripecia que llevó a él. Pero, a cambio, no cabe duda de que la otra función de los Jurados, la de resolver en su seno las denuncias particulares o colectivas por incumplimiento de lo acordado, fue ampliándose a lo largo de los años republicanos, y de hecho se paralizó esa progresión durante el “bienio negro” de gobierno de la derecha, poco interesada en la legalización e institucionalización de las relaciones laborales.
En definitiva, la acción directa fue tanto el resultado de la determinación de un sindicato de influencia anarquista como era la CNT como la consecuencia obligada de un sistema de relaciones laborales inexistente hasta muy tarde dentro de la legalidad del Estado. Fue éste el que eligió desde el principio –con arreglo a las tradiciones liberales que tanto convenían a los más fuertes, los patronos- el “abstencionismo normativo”. Después, cuando al cabo de los años se fue estableciendo la institucionalización, la intervención del Estado en la relación entre partes, esa nueva realidad presentaba una doble cara. De una parte, es evidente, mejoraban las condiciones de los sectores más débiles: la fijación del derecho en referencia establecida es siempre más benéfica para el más subordinado que su inexistencia, porque aunque limitada o quebrantable, pone límites y coto a la capacidad del más fuerte. Aquello de que “la mejor ley es la que no existe” es algo que no va con los más débiles; puede beneficiar a los más activos, pero solo eso. Basta ver el nulo interés –más bien lo contrario- de los patronos de la época por la extensión de esa legalización e intervención estatal a sectores distintos del industrial, más activo sindicalmente, o del de los trabajadores públicos. Pero, al contrario, también es evidente que la intervención del Estado tiene sus consecuencias. Igual en 1931 que en 1958, con la ley de Contrato de Trabajo republicano o con la de Convenios Colectivos franquista, el objeto era incrementar la producción mediante un estímulo de la productividad obrera y la legalización a cambio del control patronal de la organización del trabajo. Los dos eran procesos de “modernización” productiva. Del mismo modo, incluso en una democracia como la República, el Estado intervenía apoyando a unos, la UGT, en perjuicio de otros, la CNT, como está harto demostrado. Finalmente, todo ello entra dentro de una lógica de predominio del Estado en las relaciones sociales, que encaja bien en las fórmulas socialdemócratas tradicionales. No es casual que el sistema de negociación colectiva y de codificación laboral republicano español estuviera directamente influido por un teórico socialdemócrata alemán, el jurista y economista Hans Potthoff.
Las bases de trabajo, como se ve, han quedado atrapadas en una aureola mítica que tiene que ver básicamente con dos aspectos: lo mucho que se ignora sobre las mismas –basta probar en Google… para no encontrar nada- y lo poco que los historiadores dedicamos a conocer el resultado de las pugnas sociales en el día a día gobernado por la legalidad; y el que solo recordemos o reiteremos los logros asociados a las mismas, pero siempre o casi siempre alcanzados en los previos del alzamiento fascista de julio de 1936, esto es, cuando buena parte de los patronos estaban o arrinconados ante una presión social inédita o, si acaso, preparando su particular respuesta en forma de golpe de Estado.


[1] Es muy recomendable la lectura del estudio preliminar de Antonio Martín Valverde a la compilación legislativa titulada La legislación social en la historia de España. De la revolución liberal a 1936, Madrid, 1987. De hecho, este artículo se apoya en esos comentarios.
[2] A.M. Bernal, M.R. Alarcón y J.L. Gutiérrez, La jornada de seis horas, Sevilla, 2001, pp. 75 y ss.