Estamos celebrando el centenario de la fundación de la C. N. T., organización de la que nos consideramos herederos y de la que quisiéramos ser dignos. Difícil tarea.

La C. N. T. fue una organización encomiable, quizá única, capaz de revitalizar y rejuvenecer su momento histórico y la sociedad de su tiempo, alumbrándola de posibilidades. Hay, entre otros, tres aspectos de la histórica C. N. T. que la convierten en paradigma que, en momentos de oscuridad como el actual, no pueden mirarse sino con envidia, como objetivo y meta deseada. Y lejana.

El primero de ellos es su capacidad de conectar con el ansia transformadora y la rebeldía individual y colectiva de su tiempo, dotándola de finalidad y objetivo. La C.N.T. estuvo a las puertas de emprender una transformación social revolucionaria. Nosotros estamos a una distancia infinita de esa posibilidad.

El segundo aspecto fascinante es su tarea cultural. Basta releer el dossier sobre Pedagogía Libertaria del nº 64 de Libre Pensamiento, o la trascripción de la charla de Martinet del nº 58, para darse cuenta de la envergadura y la amplitud de miras del esfuerzo realizado en ese campo. Un entorno en el que eso pudiera ser dicho y esa tarea intentada ya es, en sí mismo, una realización que, vista desde el actual páramo en que nos desenvolvemos, aparece como imposible, como si no hubiera podido existir.

El tercer aspecto revelador de lo que fue la CNT viene dado por las personalidades de las mujeres y hombres que de ella formaron parte. Hasta nosotros han llegado los ecos biográficos y los retazos del pensamiento de aquellas personalidades que alcanzaron un mayor protagonismo, fueron las puntas de un iceberg que se asentaba en una cantidad mucho mayor de personas con un grado de desarrollo nada común y unas valías sobresalientes que, vistas desde la actual reducción a rebaño, nos parecen inaccesibles.

Pero no se trata de hacer una loa por muy merecida que sea. Hay que intentar algo más. Toda organización que pretende cambiar una situación tiene que hacer un gesto de acercamiento a ella, adecuarse. Y esa adecuación a una situación que ha creado el enemigo al que se quiere combatir requiere unas renuncias y supone una homologación. Necesaria, si se quiere, y dolorosa, pero renuncia al fin.

Previo al congreso fundacional, en 1910, existe una larga trayectoria de resistencias a la instauración del capitalismo y sus efectos sobre el trabajo y la estructuración de la sociedad. La C. N. T. nace como sindicato o asociación de trabajadores con una condición consolidada y asumida de asalariados, es ya fruto de una primera derrota, la de la resistencia a la instauración del capitalismo y la mercantilización. Lo explica Miquel Amorós en su artículo mejor de lo que aquí pudiéramos hacerlo.

Asalariado es el trabajador que requiere que otro le contrate, para lo que necesita ofertarse como mercancía-fuerza de trabajo. Formar una organización de asalariados es, con respecto a la etapa anterior, una adaptación precedida de una renuncia, en la que se asume que el productor ha perdido el control sobre su trabajo y la posibilidad de estructurar en torno suyo la sociedad. Otros pasos en esa dirección se darán en la estructuración organizativa al abandonar los sindicatos de oficio para adoptar los únicos y, posteriormente, las federaciones de industria, cambios muy controvertidos y que encontrarán numerosas resistencias en el seno de la organización.

De todos esos cambios sale una organización más adaptada a la realidad y más contundente y capaz de influir en ella, pero existe una renuncia: a la defensa de la profesionalidad y a la autonomía.

En esos cambios en la estructura organizativa subyacían cambios más profundos. Si en la primera etapa, digámosle presindicalista, se discute el capitalismo en cuanto modelo de sociedad, mercantilista y productivista, el sindicalismo asume ese modelo y pasa a luchar por el sujeto que ha de gestionarlo. Creen que los trabajadores tienen más capacidad y merecimientos para ser quienes deben y mejor pueden gestionarlo, pero deja de cuestionarse el modelo fabril, mercantil y productivista.

Otro aspecto de esa misma homologación fue la adopción por los trabajadores y sus organizaciones del progresismo. La anterior sociedad era estamental y estable, y los cambios suscitaban prevención y resistencia. En la sociedad capitalista, ya avanzada y consolidada como la que vivió la C. N. T., cambio o novedad era sinónimo de avance y así era percibido por los trabajadores y sus organizaciones. Se manifiesta ese progresismo en la confianza optimista de que el desarrollo científico y técnico era en sí liberador.

 Cabe preguntarse qué hubiera pasado si la CNT hubiera consolidado la revolución iniciada en el 36. Es cierto que su componente libertario contenía numerosos elementos que hubieran entrado en contradicción con la concepción que el modelo capitalista a heredar irradiaba e imponía; también hubiera habido resistencias a la tentación progresista a fiar a un futuro «desarrollado» los componentes liberadores que debieran ser sacrificados parcialmente (¿parcialmente?) en lo inmediato en aras de ese futuro desarrollado que se prometía en sí liberador. ¿Hubiera continuado la cadena de adaptaciones y renuncias? Es imposible predecir qué hubiera ocurrido en un futuro que no fue.

Sí es posible, y necesario, tratar de ver a la luz del pasado nuestro presente, sabiendo que desde entonces ha llovido mucho, que las derrotas, adaptaciones y renuncias han sido mucho mayores que las descritas, y que el capitalismo, pese a sus debilidades, se ha desarrollado y consolidado hasta casi el infinito.

Con un capitalismo sin sujeto, convertido en totalidad y totalitario en sus exigencias; con la irrupción del problema ecológico que anuncia que estamos sobrepasando los límites del planeta; con el desarrollo tecnológico que además de supeditar al trabajador puede permitirse y se permite prescindir de él; con unos mecanismos de adormecimiento, control y dominación social que parecen imposibles de contrarrestar; con una sociedad absolutamente dependiente de que esto siga funcionando para cubrir hasta sus necesidades más básicas y, por tanto, sin ninguna capacidad de autonomía y decisión real… ¿qué es lo que puede hacer una organización que se quiere transformadora y aspira a la justicia y a la libertad o, por lo menos, a aminorar sus opuestos?, ¿qué nuevos movimientos de adaptación y renuncia deberemos emprender para poder ser operativos en la situación actual? O, por el contrario, ¿lo que necesitamos son elementos de recuperación? En cualquiera de los dos casos, ¿en qué dirección y con qué métodos vamos a intentarlo? Muchas preguntas que nuestra práctica y nuestra reflexión deben plantearse.