Iñaki García

Durante las dos últimas décadas, y hasta que la crisis actual ha venido a cambiar las cosas, españa ha recibido a muchos inmigrantes, la mayoría de ellos trabajadores/ as han ido asentándose en este país solos o acompañados por sus familias. en general, los diferentes gobiernos centrales y autonómicos, los grandes partidos políticos y la sociedad española en su conjunto, han aceptado de buena gana ese fenómeno porque esos inmigrantes aceptaban los trabajo más duros, más precarios y peor pagados, esos que ningún español quería hacer en esas condiciones.

Tanto es así que buena parte del crecimiento económico del país, sobre todo durante la última década, se ha apoyado sobre los frágiles hombros de esos trabajadores que, sin apenas derechos laborales o con derechos muy menguados, aceptaban esa hiper-explotación porque les permitía enviar dinero a sus familias, muchas de las cuales esperaban en su país de origen al momento de ser reagrupadas en españa. en las obras de construcción, en los invernaderos agrícolas, e incluso en las casas de sus empleadores españoles (limpiándolas o cuidando de ancianos o niños) los inmigrantes han sacado adelante a sus familias con unos ingresos siempre por debajo de la media de los de los trabajadores/as españoles.

Con los años, muchos de esos inmigrantes se han asentado, han tenido hijos o los han traído para que crezcan y vayan a la escuela en españa. esos hijos de inmigrantes son lo que algunos sociólogos/as llaman «la segunda generación», hablando de ellos como si también fueran inmigrantes, cuando –como acabo de decir– muchos de ellos han nacido en este país o han venido a él siendo tan pequeños que seguramente dentro de unos años ya no recordarán que vivieron los primeros años de su vida en un país distinto. con el tiempo, la gran mayoría de ellas/os obtendrá la nacionalidad española y se encontrará en una situación muy distinta de la de sus padres, pues mientras que estos llegaron siendo adultos, y tuvieron que abrirse camino superando un sinfín de barreras de todo tipo – empezando por los obstáculos legales para conseguir los permisos de residencia y trabajo, y para mantenerlos–, sus hijos habrán crecido en este país, hablarán el idioma mayoritario en su lugar de residencia y sabrán desenvolverse en su entorno con la misma facilidad que los otros chavales de su misma edad cuyos padres nunca migraron de un país a otro. ellos ya no serán inmigrantes, sino españoles de origen migrante.

¿Significa eso que tendrán los mismos derechos que los españoles de origen no-migrante? sí y no: en principio sí pero en la práctica no tanto, porque no todo el mundo que tiene un dni español o un pasaporte europeo disfruta de los mismos derechos, diga lo que diga la constitución.

Más allá de las discriminaciones legales que sufrieron sus padres hay otras discriminaciones más sutiles, pero no menos reales, sufridas por personas a las que, por rasgos como el color de la piel, el acento o el apellido se les puede reconocer como de origen inmigrante. son ellos y ellas quienes en los próximos años van a formar las nuevas minorías étnicas de este país (nuevas porque hace siglos que hay en él otra minoría étnica discriminada: la de los gitanos), mostrando que la españa «multiculti» que nos muestran las páginas satinadas del país semanal no va a ser sólo una españa de la diversidad, sino también de la desigualdad, de la discriminación, y tal vez del racismo.

Discriminación indirecta

Pero, ¿a qué discriminación me refiero? No sólo a la discriminación directa, que es más reconocible porque suele manifestarse acompañada de arbitrariedad, de estereotipos y prejuicios irracionales (conscientes o inconscientes). También existe una discriminación indirecta, que es más difícil de reconocer, pues puede tener lugar objetivamente, en los hechos y las consecuencias, aunque no haya intención de discriminar, estereotipos ni prejuicios. La discriminación indirecta se produce independientemente de que quien toma la decisión discriminatoria actúe de forma más o menos racional. Imaginemos un ejemplo del mundo laboral: una empresa quiere empezar a vender sus productos por Internet, para lo cual buscan un informático/a que diseñe y mantenga un sitio web adecuado para ello. Al puesto se presentan varios candidatos con currículos muy parecidos. Uno de ellos es rechazado por ser miembro de una minoría étnica, algo que por supuesto la jefa de personal de la empresa, que es quien toma la decisión, no reconoce ante sus colegas (puede que ni siquiera se lo reconozca a sí misma, al no ser consciente de ello). Es un caso claro de discriminación directa: los prejuicios están cortocircuitando la lógica empresarial, porque ese candidato rechazado podría ser el más adecuado para la labor a realizar. Otra candidata que también se queda fuera es la madre de un niño pequeño, porque la jefa de personal teme que el cuidado de ese hijo la pueda distraer de su trabajo, impedirle hacer horas extras cuando haga falta, e incluso obligarle a ausentarse cuando el niño se ponga malo. La jefa de personal no tiene nada contra las madres trabajadoras –puede que ella misma acabe de tener un hijo–, está a favor de las medidas de conciliación de la vida laboral y familiar, defiende la extensión de las bajas de maternidad y paternidad y las ayudas públicas a las familias, pero a la hora de seleccionar a una candidata deja de lado su experiencia personal y sus convicciones y piensa en los intereses de la empresa (que le paga para eso). Podría comentar con sus colegas esta decisión con la certeza de que la entenderían, argumentándoles que ha sido la correcta (lo que no pasa con su decisión de rechazar al miembro de una minoría étnica) porque cualquiera puede entender que no quiera arriesgarse a que la maternidad de esa candidata interfiera en la puesta en marcha de la venta por Internet.

La discriminación indirecta funciona de una forma que cuesta reconocerla en la vida cotidiana, y sólo puede identificarse claramente cuando nos fijamos en sus efectos a largo plazo, sobre el conjunto de la sociedad y en particular sobre la vida de las personas que la sufren, que quedan en desventaja frente a las demás. Por eso en un informe sobre el racismo que hizo una comisión nombrada por el gobierno británico para analizar el tema se definía la discriminación indirecta como un trato «equitativo desde el punto de vista formal, pero que resulta discriminatorio en sus efectos».

Las madres de niños pequeños no forman un grupo social ni una minoría encerrada en estereotipos (lo que sí pasa en cambio con las minorías étnicas, sexuales, etc.), pero están objetivamente en desventaja en el mercado laboral español. Para darse cuenta de ello, basta con fijarse en las dificultades que encuentran muchas mujeres para hacer compatibles sus proyectos profesionales y sus proyectos de maternidad. Y para encontrar las causas de esa discriminación hay que pensar cómo se mezclan grandes factores económicos, políticos y culturales: las relaciones laborales, las políticas sociales, los recursos de las familias y los roles de género… Por eso hablo de discriminación indirecta, porque para entenderla bien hay que dar un rodeo por todos esos factores. Y por eso se dice de ella que es una discriminación estructural, para dejar claro que el peso recae más en un conjunto de factores socio-económicos que en la persona que toma la decisión con efectos discriminatorios (la jefa de personal del ejemplo que he puesto).

La mayoría de las personas de origen inmigrante sufren a mayor o menor nivel los dos tipos de discriminación, la directa y la indirecta. Las instituciones públicas (empezando por la Comisión Europea) se ocupan de la primera, sobre la que hacen campañas y recomendaciones, pero casi no prestan atención a la segunda. ¿Cómo funciona esta última? Algo que la diferencia claramente de la discriminación directa es que no se juega en pequeños encuentros entre personas en situaciones del día a día, sino en la acumulación de grandes factores sociales (económicos, políticos y culturales) que se combinan y provocan efectos discriminatorios a medio y largo plazo.

Volviendo al ejemplo de la joven madre informática que no consiguió ese puesto porque fue discriminada: si al día siguiente se presenta a otra entrevista y consigue un empleo estable, o si empieza a trabajar en la administración pública (donde no hay entrevistas de trabajo, sino concursos de méritos), habrá superado el momento crítico de criar a su hijo sin quedarse fuera del mercado laboral. Pero si es rechazada en todas las entrevistas a las que se presenta tendrá que cambiar de estrategia, buscar un trabajo que pueda hacer desde casa o depender del sueldo de su pareja –si la tiene– durante una temporada, tomando una decisión que afectará de una forma u otra a su trayectoria profesional, y que a medio o largo plazo podría traducirse en un hándicap. Por ejemplo, si trabaja en casa puede perder el contacto cotidiano con otros informáticos con los que intercambiar información sobre nuevas aplicaciones y técnicas, y quedarse aislada y con conocimientos anticuados. Y si deja de trabajar una temporada luego le costará ponerse al día y en su currículo habrá un vacío; y si depende económicamente de su pareja perderá autonomía respecto a ella.

Volvamos al tema de los hijos de inmigrantes: el sociólogo Lorenzo Cachón escribió que estos jóvenes son «los más obreros de la clase trabajadora», es decir, los jóvenes peor situados en el mercado laboral español. Esa condición social proletaria les separa de los jóvenes cuyos padres no son inmigrantes, reduciendo las posibilidades de los de origen inmigrante de establecer relaciones de afinidad, de amistad o de pareja con ellos, mejor situados que ellos en todos los sentidos. Y al verse así apartados, los jóvenes de origen inmigrante son vistos como si formasen un grupo social particular, y pueden ser fácilmente señalados con el dedo y discriminados de forma directa. Así es como actúa la discriminación indirecta: sin que nadie lo busque intencionadamente ni elabore un plan para que sea así, la combinación de elementos estructurales desfavorables sienta las bases para que se llegue a una situación de desigualdad objetiva de oportunidades. La discriminación indirecta precede a la discriminación directa, y hace que cuando ésta tiene lugar sea muy difícil de combatir, porque para entonces las cartas ya están echadas.

La discriminación puede combatirse

La situación desfavorable en que se encuentra buena parte de la población de origen inmigrante en España no va a mejorar sola por el mero paso del tiempo. Si las instituciones públicas no toman las medidas necesarias –medidas sociales, educativas, de vivienda… o sea, medidas políticas de todo tipo– para evitar que eso suceda, los jóvenes migrantes no podrán superar los muchos hándicaps y las dificultades que se les ponen cada día por delante, por mucha esfuerzo que hagan ellos y sus padres, y por mucha capacidad de adaptación que desplieguen (y a menudo muestran más capacidad de adaptación que los españoles no-migrantes de su misma edad, pues la necesitan para hacer frente a las adversidades). Pedirles que lo hagan sin ninguna ayuda sería en primer lugar profundamente injusto, pues significaría que son quienes se encuentran en la peor situación quienes deben hacer todo el esfuerzo por su cuenta. Pero sería además de una gran ingenuidad, algo así como olvidar todo lo que sabemos sobre cómo funcionan la discriminación indirecta y las desigualdades sociales. Conociendo ambas cosas, podemos prever que un buen número de jóvenes de origen inmigrante corren el riesgo, a pesar de toda su voluntad y su esfuerzo por evitarlo, de quedar arrinconados en las cunetas de la sociedad del bienestar. Ahora es el momento de evitar que eso suceda, cuando aún no han cristalizado los procesos de segregación entre los españoles de origen «autóctono» y los de origen inmigrante, ni se ha producido todavía una desintegración social. Utilizo este último término en un doble sentido: por un lado me refiero a la existencia de personas no integradas en el conjunto de la ciudadanía, pero además, me refiero a la fragmentación de la población en grupos sociales que coexisten, pero que pertenecen a mundos sociales ajenos y alejados entre sí (como pasa, por ejemplo, en un país cuya historia misma es la historia de sucesivas generaciones de inmigrantes: los EE. UU). Como dice otra socióloga, Claudia Pedone, «de continuar las actuales condiciones socioeconómicas y jurídicas, la sociedad de destino desplazará irremediablemente a los hijos de inmigrantes a nichos laborales etnoestratificados, precarios e inestables, asegurándoles que su condición de extranjero/as les impedirá disfrutar de los derechos que posee todo ciudadano de primera». Si algo tiene que quedar claro es lo siguiente: la segmentación social no se debe a que coexistan grupos etno-culturales diferenciados, porque esa coexistencia no provoca por sí sola desintegración social, a menos que se combine con otros factores. Entre ellos, el racismo y las grandes desigualdades en la distribución de la riqueza social. Estas desigualdades hacen que el principio de igualdad de oportunidades que debe regir –y que se nos dice que rige– en las sociedades «democráticas» no sea más que un mito ideológico escrito en papel mojado.