Antonio Pérez Collado

A una democracia que elude e impide la participación, le corresponde un sindicalismo de corte similar.
Desde los inicios de la transición el sindicalismo se ha dejado llevar a un papel institucional en el que la voluntad de los trabajadores cuenta poco. La burocracia sindical, como la política, gana su libertad (su margen de maniobra) anulando la participación. Libertad que entrega al poder establecido.
Su doble juego, sus amagos de confrontación y sus apariencias de negociación forman parte de la representación. Su papel es sólo uno.

En los últimos años de la Dictadura este país vivió una corta etapa de luchas, ilusiones y proyectos utópicos, donde todo parecía posible y las ganas de cambiar suplían sobradamente las carencias de medios y arrinconaban el temor a los efectos de la represión. Tras la esperada muerte de Franco se produjo una eclosión de iniciativas y de sueños, pero también llegaron los oportunistas de la política, que desde hacía años se preparaban para ser los nuevos dirigentes de la actividad social, económica, cultural y sindical de aquel pueblo recién llegado al mundo de las democracias formales.

En ese sentido hay que reconocerle a la Transición el mérito de haber sido una operación perfecta para que se cambiaran las formas sin tocar el fondo. Las fuerzas políticas y los poderes económicos tenían perfectamente pactado el cambio de régimen, en unos términos en que se aceptaba la monarquía y se garantizaba que los poderes judicial, empresarial, militar, policial y eclesiástico seguirían gozando de sus privilegios -aunque se someterían a pequeños retoques de imagen-, a pesar de que muchos de sus miembros eran responsables de prácticas consideradas delitos graves en las democracias a las que se nos quería homologar.

A cambio de renunciar a la restauración del régimen legal interrumpido por el golpe militar del 18 de Julio y a juzgar a los responsables de la represión ejercida por la dictadura entre 1936 y 1975, los partidos mayoritarios de la izquierda (el PSOE y en menor medida el PCE) eran aceptados en el juego electoral y podrían compartir las mieles del poder, sus privilegios y placeres.

Con el taimado objetivo de introducir progresivamente ese cambio de línea, las cúpulas de estas organizaciones -aplicando eso tan odioso para los libertarios de la disciplina de partido- diseñaron un plan para neutralizar cualquier movimiento autónomo, lucha asamblearia o plataforma horizontal que dificultara su control en exclusiva de la vida social y política de los ciudadanos, ya fuera en el barrio (donde destruyeron las asociaciones de vecinos), en la fábrica (desterrando las asambleas) o las aulas (dedicándose a captar a los estudiantes más activos para convertirlos en futuros profesionales de la política).

Objetivo: acabar con el protagonismo obrero

Centrándonos ahora en el terreno laboral, hay que recordar que la negra travesía del franquismo se había engullido la herencia de las luchas sindicales del primer tercio del siglo XX. Tanto las conquistas de los trabajadores como las enseñanzas que aquellas luchas obreras habían propiciado, se perdieron con la represión, el exilio y el miedo impuestos por el fascismo durante esos cuarenta largos años.

Todas las experiencias autogestionarias, las prácticas de solidaridad y lucha llevadas a cabo por el anarcosindicalismo no pudieron mantenerse, a pesar de que durante años los sindicatos lograron funcionar clandestinamente.
El franquismo creó un sindicato del régimen (la CNS) al que todo el mundo era obligado a afiliarse, y en el que obreros y patronos estaban juntos para demostrar que los fachas habían superado la lucha de clases, culpable –según la propaganda del régimen- de todos los males de España.

Al final de la odiosa dictadura, cuando la represión ya no era tan intensa, se aprovecharon los resquicios que dejaba la CNS para ir creando otros espacios de organizativos, que coexistían con los enlaces y jurados del sindicato vertical. De esa forma se fue logrando el reconocimiento oficioso de muchos delegados surgidos de las asambleas para negociar, así como las coordinadoras de algunos sectores para arrancar mejoras en los convenios.


Esto permitió que los sindicatos clásicos fueran renaciendo (ELA, CNT y UGT) y que surgieran otros nuevos (USO y HOAC).
Aunque interesadamente se ha pretendido falsear la historia, CCOO no nace como un sindicato. En un principio son comisiones de trabajadores que se van formando en las minas de Asturias y que posteriormente se extienden a otros ramos, sin una estructura formal y con un funcionamiento asambleario. En más de un lugar incluso los libertarios participan en estas originarias Comisiones Obreras. A partir del auge de este movimiento el PCE decide hacerse con el control del mismo, formalizando sindicatos y copando los militantes comunistas todos los cargos. Tan evidente es la maniobra que otros partidos, como los maoístas PTE y ORT -que también se disputaban con el PCE la dirección del nuevo sindicato- al verse marginados se salen de CCOO y montan la CSUT y el SU, respectivamente.

Legalización dirigida y manipuladora

En 1977 son legalizados los sindicatos históricos, con lo que el panorama sindical queda fraccionado entre los nacionalistas de ELA-STV, los socialistas de UGT, los anarcosindicalistas de la CNT, los comunistas de CCOO y sus sucesivas escisiones y los de influencia cristiana como USO y alguno más. Luego estaban toda una serie de organizaciones sectoriales o montajes claramente amarillos en comercio, enseñanza, sanidad, etc.

Mientras las asambleas tuvieron fuerza y los sindicatos no habían entrado en las estructuras del sistema, las luchas se fueron desarrollando de forma positiva y se lograron éxitos significativos, con huelgas muy importantes.
Pero a partir de los Pactos de la Moncloa, los sindicatos UGT y CCOO son elegidos por la patronal y los sucesivos gobiernos como los interlocutores ideales par afianzar un modelo de relaciones laborales donde los trabajadores cada día van a contar menos y serán sometidos a nuevos y mayores sacrificios.

A cambio de actuar como freno de la espontaneidad y la radicalidad de las luchas obreras, estos dos sindicatos serán recompensados con toda una serie de privilegios que en pocos años les supondrán la hegemonía en afiliación y también en representatividad, según los resultados de las nuevas elecciones sindicales que patronal y gobierno acuerdan en beneficio del sindicalismo acomodado. Las sucesivas leyes van perfilando la entrada de UGT y CCOO en multitud de organismos estatales consultivos de importantes áreas (estadística, precios, medio ambiente, formación, pensiones, patrimonio sindical) y son elevados por los medios de comunicación a la categoría de los únicos sindicatos existentes, ya que el resto va dejando de aparecer en sus noticias. Al mismo tiempo, y para bordar la jugada, ponen las trabas legales necesarias a otras organizaciones sindicales para lograr la exclusividad de ambas centrales como negociadores de convenios, promotores de elecciones sindicales, convocantes de huelgas, etc.

Para que la maniobra fuera perfecta sólo faltaba que no hubiera voces discordantes, que no creciera un tipo de sindicalismo que se ganara el respaldo de los trabajadores con sus propuestas y sus luchas. Evidentemente entre esas posibles y molestas alternativas estaba el anarcosindicalismo, la vieja pero emergente CNT de los setenta.

Insistir en que la clave del frenazo al sindicalismo libertario fueron las maniobras de Martín Villa y la campaña de desprestigio promovida por el Estado tras el montaje del caso Scala, sería descargar las culpas de quienes se empeñaron en una lucha absurda y fraticida por controlar las esencias y el legado histórico de la Confederación. Con un poco de cordura, de respeto, de renovación y de tolerancia no les hubiera sido tan fácil a los esbirros del sistema acallar la única voz que empezaba a gritar con fuerza contra la traición de las supuestas izquierdas.

Durante unos años UGT y especialmente CCOO aplicaron un doble juego en su labor de control sindical; por un lado no cesaron en sus políticas de moderación y connivencia con patronal y gobierno, pero por el otro tampoco se olvidaron de aparentar una combatividad y un mensaje obrerista que en nada se correspondía con sus actuaciones concretas en los centros de trabajo y en las mesas de negociación.

Permitieron que se siguieran haciendo asambleas de fábrica o sector (eso sí, bien controladas por sus sindicalistas profesionales) pero la elaboración de las plataformas reivindicativas, el peso de la negociación y la decisión de firmar o no los convenios, se fue convirtiendo en asunto de las ejecutivas. No faltaron casos sonados en que dichos aparatos se cargaban una sección sindical o una federación de ámbito inferior por no haber acatado las indicaciones de los ya poderosos dirigentes del aparato central.

Sindicalismo verticalizado

UGT tenía mucho más claro desde el principio que su modelo sindical era el de la socialdemocracia alemana; una organización fuerte, con una boyante economía y con gran poder dentro de las empresas, compartiendo incluso con éstas determinadas parcelas de gestión: contratos, formación, viviendas sociales, centros de vacaciones, etc. Para ellos las elecciones sindicales y los comités de empresa eran simplemente una forma de hacerse con el control de la representación de los trabajadores, para ir luego vaciando de contenido los órganos colectivos y actuando directamente como sindicato, sin consultar a los trabajadores y sin someter a su aprobación la mayoría de los temas de negociación. A lo sumo un simulacro de asamblea (o más bien un mitin de los líderes sindicales) al final de cada proceso o un referéndum donde todo estuviera preparado para que, casi siempre, saliera lo que decían los popes del sindicato.

En el caso de CCOO la evolución ha sido más tardía y compleja. En primer lugar porque su composición era mucho más heterogénea y politizada que la de su actual socio en el reparto de subvenciones. También porque no tenía detrás el bagaje histórico e ideológico del sindicato socialista, que en los primeros años pesaba lo suyo en la UGT, no en vano los presidentes del gobierno y muchos ministros del PSOE siempre han presumido de su carné de ugetistas.

A pesar de que el PCE se hizo muy pronto con la dirección política de CCOO, dicho control nunca fue absoluto ni estuvo exento de fuertes luchas internas por cuestiones de poder o discrepancias con las líneas de actuación impuestas por la mayoría de la casta burocrática. Durante mucho tiempo convivieron en Comisiones Obreras la línea oficial y el llamado sector crítico, que incluso llegó a conquistar un porcentaje de participación en todos los órganos de dirección del sindicato. Pero el citado sector crítico, cada vez ha ido siendo menos crítico y con menor peso en las estructuras. Muchos de sus miembros más destacados han terminado por salirse de CCOO y han montado sindicatos en el ámbito de sus empresas o sectores, a la espera de un difícil proceso de confluencia en una nueva organización que pueda competir con los dos grandes del sindicalismo oficial. Sin embargo, la ansiada unidad se augura complicada por el fuerte personalismo de los promotores de estas escisiones y por la carga partidista que imprimen a su actuación sindical.

En cuanto a la línea que está siguiendo este sindicato, hace tiempo que el PCE dejó de marcar las pautas y de imponer su peso para la elección de los cargos importantes.

Las sucesivas debacles electorales de los comunistas, así como sus luchas internas y escisiones, han motivado que su espacio en la dirección de CCOO lo hayan copado una serie de burócratas sin otra ideario que el de medrar personalmente y llevar a la organización por el camino del reformismo más absoluto.

Fueron todos aquellos personajes muy politizados, junto a muchos militantes honrados (que los hay en todos los sitios, por supuesto) los que han permitido que CCOO haya tenido una gran presencia y un importante protagonismo en los movimientos sociales: ecología, inmigración, mujer, solidaridad, etc. Pero la salida de la mayoría de estos activistas sociales y la adopción por el sindicato de una línea de total apoyo el sistema le ha ido restando esa imagen de sindicato moderado en lo laboral, pero que aún mantenía intacto su compromiso social.

Hoy su papel es idéntico al de UGT, y los activistas de los movimientos sociales o recelan del sindicalismo en general o han buscado otras referencias, que en muchos casos han acabado por encontrar en la CGT y en el sindicalismo de corte nacionalista que ha surgido en algunos territorios históricos de la península.

Agentes institucionales

Actualmente, sin ninguna máscara (porque ya no la necesitan) estos dos sindicatos aparecen sin pudor ante la clase trabajadora como los mejores gestores de sus intereses: ellos igual negocian el convenio que te hacen un seguro para el piso; lo mismo te buscan un contrato temporal que te facilitan un curso de formación; deciden y firman por todos sin consultar ni tan siquiera a su propia afiliación. Los ejemplos de cómo aplican sus métodos son tan numerosos que resulta imposible relatarlos, pero todo el mundo ha podido enterarse de algunas prácticas que incluso han terminado por saltar el cerco de silencio y secretismo con que rodean sus actuaciones más deplorables.

Hay casos de cobros, en dinero u otros favores, por negociar expedientes o despidos como en Citibank; de firma de pésimos convenios (para los trabajadores) a cambio de liberaciones (para sus delegados) como en Telemarketing; de pasteleos con las empresas para controlar los contratos, confeccionar listas de despidos e imponer la afiliación obligatoria bajo sus siglas, como en Ford o SEAT… ¡Todo muy nauseabundo, pero real! Lo que fueran las genuinas organizaciones de los trabajadores, sus herramientas de lucha y de liberación: sus revolucionarios sindicatos de clase, lo han transformado en pésimas agencias de representación, puesto que no llegan ni a defender lo ya conquistado por otras generaciones.

La situación de crisis y las antisociales medias adoptadas por todos los gobiernos occidentales pueden ser una buena ocasión para que muchos trabajadores se cuestionen el papel que están jugando esos agentes sociales que, en la empresa o en la televisión, dicen siempre lo mismo que la patronal y nos exigen los mismos sacrificios que nuestros explotadoras. El tiempo dirá si se puede recuperar la imagen del sindicalismo o si esta gente la ha hundido del todo. Como anarcosindicalistas creemos que todavía nuestro modelo tiene mucho camino por delante.