Orígenes de la cuestión social en la península
Social,
Publicado en LP 65, año
Debido al lento desarrollo de la industrialización capitalista en la península, la clase obrera pudo conservar las tradiciones precapitalistas que regían el mundo del trabajo. Así pues, su formación dio lugar a una sociedad convivencial comparable al colectivismo agrario que había perdurado en el campo hasta la venta de las tierras comunales. A dicha sociedad, la Asociación Internacional de Trabajadores proporcionó conciencia de clase específica, portadora de ideales universales de emancipación. La proletarización posterior debida a la maquinización, a la desaparición de los oficios y a la constitución de un mercado nacional, hubiera acabado con la fraternidad y el sentido comunitario del medio obrero a no ser por las tácticas del sindicalismo revolucionario, que supieron conservar el espíritu de clase y apartar al proletariado de la servidumbre política de la socialdemocracia.
Si los historiadores burgueses han querido encontrar el hilo de la historia contemporánea en el proceso de industrialización española, nosotros lo hallamos en el periodo de aparición y formación de la clase obrera. Para eso hemos de remontarnos al antiguo régimen y prestar atención a la situación de los trabajadores bajo el absolutismo monárquico. En el siglo XVIII transcurren los primeros intentos, desde el aparato de Estado, de modernizar España, es decir, de fomentar una economía mercantil basada en el comercio, la manufactura y el desarrollo de la agricultura: de producir para consumir a producir para exportar. Las primeras grandes factorías son obra del Estado absolutista. Pero la elite ilustrada de nobles, clérigos y funcionarios estatales no disponían de poder suficiente para superar las barreras señoriales y eclesiásticas, desmantelar la organización gremial del trabajo y aniquilar el colectivismo agrario tradicional. Fueron las guerras, que, al arruinar el Estado, empujaron a la desamortización de las tierras de las órdenes religiosas y de las instituciones seculares de protección social, y, asimismo, suprimieron las aduanas interiores, disolvieron los gremios y desencadenaron la proletarización de la población rural y urbana. El programa ilustrado era adoptado por los liberales, los representantes de una clase en formación. La legislación liberal por un lado preparaba el advenimiento de la burguesía, y por el otro, desorganizaba la sociedad estamental, en perjuicio del clero, pero sobre todo a costa del pueblo campesino y trabajador, al que se le despojaba de sus instrumentos de trabajo y se le convertía en asalariado. Pero la clase triunfadora en las revueltas liberales no fue la burguesía industrial, minoritaria, sino la aristocracia, que, lejos de ser expropiada como la iglesia, pudo cercar y transformar sus propiedades en capital. La nobleza devino burguesía terrateniente gracias a la fusión con los financieros compradores de tierras.
Los amigos de Ludd
La cuestión social fue principalmente agraria. En las ciudades, los gremios empezaban a perder el control del trabajo porque los intereses de los maestros chocaban con los de los mancebos, oficiales y aprendices, que desde épocas tempranas se organizaban en cofradías y hermandades segregadas, el precedente más antiguo del sindicalismo. Finalmente, y bien antes de que se introdujera el maquinismo, los dirigentes liberales, con el fin de favorecer a los fabricantes, en 1834 decretaron la libertad de comercio e industria y en 1835 abolieron los gremios y las hermandades «por limitar la concurrencia indefinida del trabajo y de los capitales». Un decreto subsiguiente declarará «libre» el trabajo y la contratación. Ello suponía el fin de la «economía moral» que regulaba la vida laboral en las ciudades y la entronización de la rentabilidad como condición única de cualquier actividad productiva. Los trabajadores de todas las clases, operarios y jornaleros, sufrieron la prohibición de realizar huelgas, de organizar sociedades de resistencia y de reunirse con fines asociativos. La cuestión social nacía en el campo en torno a la nueva propiedad de la tierra, pero en la ciudad, aparecía como defensa del oficio, control de los lugares de trabajo y lucha por la libertad de asociación, programa de una especie de sindicalismo clandestino llevado a cabo por comisiones de trabajadores. El sistema industrial fue introducido a finales del siglo XVIII para controlar a los trabajadores con vistas a evitar la sustracción de materia prima (en 1803 trabajaban en el sector manufacturero únicamente 260.000 personas). Sólo estaba presente de forma extensa en Cataluña, y allí encontraba fuertes resistencias. Hasta entonces el trabajo se realizaba en pequeños talleres o en casas particulares. Pero la fábrica, al imponer vigilancia y disciplina en el trabajo, hizo posible su centralización, intensificación, división y finalmente mecanización, con jornadas de doce horas y salarios a la baja, causa de las primeras manifestaciones ludditas en la península. En 1802 fue incendiada una fábrica de hilaturas en Tarrasa por la introducción de máquinas. En 1823 tuvo lugar un caso parecido en Camprodón. En 1820 los obreros de Barcelona decidieron asaltar las tiendas que tuvieran tejidos importados y les prendieron fuego. En 1821 ardieron varias fábricas en Alcoi, pero esta vez la causa fue la propia fábrica, que acababa con el sistema de trabajo independiente y a domicilio. Los abusos que acompañaban a su existencia, tales como el alargamiento de las tiras como rebaja encubierta del jornal o los despidos unilaterales, ocasionaron las primeras quejas de tejedores barceloneses en 1820, repetidas en 1827, 1830, 1831 y 1833. Por ese mismo motivo sucedieron huelgas y amagos de motín en octubre de 1835 y julio de 1839. El sistema fabril, las máquinas y el libre comercio constituían un frente que amenazaba las relaciones tradicionales obreras, arrebataba a los operarios el control de las condiciones de trabajo, ponía en peligro los oficios y generaba paro. La respuesta obrera «preindustrial» fueron tanto la algarada reivindicativa como la formación de comisiones mediadoras. En 1832 se instaló la primera máquina de vapor de Barcelona, en la fábrica Bonaplata, lo que permitiría la aparición de telares mecánicos y la eliminación de puestos de trabajo. La fábrica fue incendiada tres años más tarde por este motivo. El periodo luddita en la península no se cerró hasta el verano de 1854, cuando el boicot e incendio de selfactinas en Barcelona y la quema por los tartaneros valencianos del puente de madera del ferrocarril. En el campo siguió manifestándose en forma de criminalidad, motines, ataques a la propiedad e incendios de cosechas durante mucho más tiempo. En general, los historiadores consideran este periodo como «primitivo», pero bien es cierto que la respuesta popular por violenta que fuera estaba lejos de igualar a la agresión que la «modernidad» infligía a las clases jornaleras; la máquina significaba miseria, la industria era la guerra. Los mismos tratan de oponer una clase obrera cualificada y moderada a un lumpen miserable propenso a amotinarse. Sin embargo, tal como demuestran las detenciones, quienes realmente tenían interés en frenar la introducción de máquinas eran la gente cuyo oficio, métodos y aprendizaje resultaban dañados por ellas. Es más, esos actos supuestamente primitivos, coexisten en el tiempo con otros supuestamente más avanzados, como las demandas salariales y la defensa del empleo.
Prolegómenos de la resistencia
En realidad no hubo periodo primitivo en el movimiento obrero hispano, sino que existió continuidad entre las cofradías de oficiales, el entramado gremial y las primeras organizaciones obreras con fines reivindicativos que, evidentemente, se plasmaron al comienzo como resistencia a la proletarización. Por eso el luddismo fue episódico, nunca fruto de un movimiento o una sublevación sostenida. Los mismos oficios que crearon hermandades y que organizaron posteriormente sociedades de socorros mutuos o «montepíos» para cubrir el hueco de la asistencia pública, llegaron a tener secciones en la Internacional mucho más tarde. La AIT no supuso pues un giro radical en la tradición societaria y luchadora. Por consiguiente, el movimiento obrero no apareció con la organización del primer sindicato conocido, en mayo de 1840, la Sociedad de Mutua Protección de los tejedores de algodón de Barcelona, una sociedad creada con el fin expreso de mejorar los salarios y las condiciones de trabajo de sus afiliados, sino que ésta no fue más que un peldaño de un proceso que hundía sus raíces en el siglo XVIII. La formación del mercado laboral proyectada ya entonces, gracias a la ayuda de las máquinas, fue realizándose a expensas del mundo del trabajo, derogando sus barreras protectoras y desarticulando su funcionamiento tradicional. La resistencia nacerá en el marco del antiguo régimen dando lugar a una tradición organizativa, y seguirá sin grandes cambios perceptibles en el régimen capitalista liberal que le sucederá definitivamente a partir de 1835.
Los años cuarenta del siglo XIX constituyen el periodo del esfuerzo industrializador, con el arranque de la mecanización, la proliferación de máquinas de vapor y telares mecánicos en Cataluña y Valencia, con el desarrollo de la minería asturiana y con el inicio de la industria siderúrgica en Málaga y Vizcaya. La península es sin embargo un mundo rural salpicado de unos pocos islotes industriales. La clase dominante, la burguesía terrateniente, ha de crear un marco jurídico propicio al mercado de la tierra y la exportación de productos agrícolas, controlando las grietas sociales que ha provocado su entronización: la guerra civil carlista, la rebelión de las empobrecidas masas rurales y la protesta de la plebe desposeída de las ciudades. Solucionado el primer problema, queda el de la desagregación de la sociedad campesina, para el que se creará el primer cuerpo policial militarizado, la guardia civil. Los trabajos de contención en el campo serán completados con una ley contra la vagancia, cuyo objetivo es impedir la emigración a las ciudades, demasiado poco industrializadas para absorber el potencial migratorio campesino. Por «vago» se entendía a la persona sin trabajo estable ni oficio concreto, aunque tuviera domicilio fijo y empleo, es decir, el obrero eventual, temporero, a menudo de origen rural. Para acabar, quedaba la cuestión obrera, pero era un asunto menor, casi circunscrito a una sola región, que afectaba a unas pocas decenas de miles de personas. Los intereses de la burguesía industrial prácticamente no contaban. En la ciudad la mayoría de la producción seguía siendo artesanal e incluso las fábricas no ocupaban más que a una media de cincuenta trabajadores. Así las cosas, el carácter gremial del trabajo se mantuvo en convivencia con la máquina. La proletarización se veía frenada por las tradiciones y costumbres del taller. Los obreros no seguían horarios estrictos; discutían, leían o cantaban durante el trabajo y no se privaban de parar para beber o fumar. No había relojes regulando las entradas y salidas; en 1843, una medida como el cierre de puertas y el sonido de una campana para abrirlas «como en los conventos», tomada en una fábrica de Barcelona, escandalizó muchísimo a los operarios. Los obreros cuidaban de las herramientas, pues eran usufructuarios de ellas, y dirigían el aprendizaje de los oficios. Respetaban el santo lunes y celebraban un montón de fiestas no oficiales. Los contratos eran verbales pero sagrados. El trabajo se repartía para evitar despidos en periodos de «calma» (crisis), se daba prioridad a los obreros viejos y se guardaba el puesto a los enfermos. Se disponía de cierta autonomía para organizar el trabajo y en parte se controlaba la calidad del producto. En fin, leyes no escritas y prácticas establecidas desde hacía tiempo regían las relaciones laborales. El trabajo no se entendía aún como una mercancía que tenía su precio, sino que formaba parte de una economía moral que se regía por criterios de dignidad, trabajo «justo» y remuneración conveniente, no por pautas marcadas por el mercado. En ese contexto el compañerismo era una religión y el individualismo un comportamiento reprobable. La palabra «esquirol» data de esa época, así como la denominación de clases «menesterosas», «útiles», «jornaleras» o «proletarias». Los obreros practicaban un sindicalismo especial, aunque la palabra empleada era la de «resistencia», pues «sindicato», de origen francés, no empezaría a formar parte del vocabulario proletario hasta los primeros años del siglo XX. Combinaban la legalidad, es decir, la formación de comisiones paritarias con patronos y la reunión con autoridades, con formas de presión declaradas ilegales, como las huelgas. Éstas eran largas y no excluían la violencia, pero bien organizadas, lo que requería piquetes, coaliciones fuertes y una extensa solidaridad. Aunque los obreros estaban excluidos de la política, al no figurar en el censo electoral por no ser propietarios ni poseer rentas, apoyaron al partido progresista cuando éste autorizó las asociaciones en 1840. Había obreros en las sociedades «patrióticas» y en las milicias ciudadanas. Por motivos opuestos, por ejemplo, el proteccionismo y la prohibición de sociedades de resistencia, los fabricantes apoyaban al partido moderado. La política era cosa de clases medias y altas, muy enfangada por la corrupción y el fraude, algo que repelía profundamente a los trabajadores, que ni se molestaban en pedir el sufragio universal. La idea dominante entre sus filas, la primera idea «de clase», era la de que la solución a los problemas sociales dependía más de la organización obrera que de la política. Dadas las condiciones de la época, la única libertad que podía interesar a los obreros era la que garantizaba el derecho a la asociación. Amparadas en la ley de asociaciones, aparecieron sociedades obreras en varios lugares del Estado a lo largo del año; el 1 de enero de 1841 se puso en funcionamiento la primera confederación de sociedades de diferentes oficios, la Asociación de Trabajadores de Barcelona, y la organización con mayor capacidad de movilización del momento. Esa alianza coyuntural de los obreros con la burguesía progresista se reveló inestable. Igual que había sucedido en 1835 con el incendio de las fábricas de Bonaplata y Vilaregut, y al año siguiente con los enfrentamientos entre batallones de la milicia nacional burgueses y proletarios, en 1842 los obreros catalanes obedecieron a sus propios intereses y siguieron sus propios derroteros, sosteniendo la revuelta contra el jefe de gobierno progresista, Espartero. Con la subida al poder de los moderados en 1843 las asociaciones obreras fueron prohibidas y perseguidas, pero a juzgar por las sucesivas disposiciones y diferentes bandos en su contra, así como a los diversos conatos de huelga, deducimos que muchas sobrevivieron en la clandestinidad, a veces camufladas como asociaciones de socorros mutuos. La Compañía Fabril de Trabajadores no se disolvió hasta 1848, año en que se promulgó el primer código penal. Todavía en 1853 una ley de turno las prohibía «en todo el Estado», señal que la virtud asociativa caracterizaba los primeros pasos de lo que podemos llamar con pleno derecho, clase obrera.
Asociación o muerte
El retorno del partido progresista al poder en 1854 relanzó el proceso asociacionista; en Barcelona surgiría una nueva confederación de sociedades obreras, la Unión de Clases, según el esquema organizativo de abajo arriba: sección de oficios, federación de secciones, federación local y, todavía sin realizarse, federación regional. Durante ese breve periodo surgieron cooperativas de producción y vio la luz en Madrid el primer órgano proletario de prensa, «El Eco de la Clase Obrera». Los principales problemas provenían de la mecanización de la hilatura de algodón, lana y lino, con la consecuente degradación de los oficios relacionados, por lo que una Comisión de los Trabajadores de las Fábricas de Hilados de Barcelona decretará el boicot a las selfactinas el mismo verano del 54, lo que desembocará en incendios. No obstante el clima de lucha de clases, las comisiones de trabajadores acordaron con los fabricantes convenios colectivos relativos al salario y a la duración de la jornada, pero la enésima orden de disolución de las sociedades obreras provocará la primera huelga general, la del 2 de julio de 1855, a la que acompañarán disturbios en el campo andaluz y castellano. La multitudinaria manifestación que recorrerá las calles de Barcelona enarbolará una pancarta con la consigna «asociación o muerte». En efecto, el derecho a la asociación, la institución de comisiones mixtas y el ingreso en la milicia serán los tres pilares del programa obrero. El golpe de Estado que concluyó el bienio progresista será nefasto para los trabajadores, que verán prohibir desde las reuniones hasta los montepíos, lo cual les encaminaría hacia la política de forma más determinada. El partido demócrata, representante político de las clases medias radicalizadas, abrió sus puertas a los dirigentes obreros, mientras la cárcel y deportación perseguía a muchos de ellos por celebrar reuniones y promover huelgas. En 1857, una autodenominada Sociedad de Obreros confeccionó un «Catecismo Democrático». La represión del partido moderado condujo a la pequeña burguesía republicana hacia el obrerismo y a la elite proletaria hacia la política republicana, confluencia a la que la Internacional pondrá fin. Desde 1856 la política obedecerá a los intereses de la burguesía cerealista y olivarera, o sea, los de los caciques agrarios castellanos y andaluces, ajenos a las preocupaciones proteccionistas de los industriales catalanes. A esos intereses se sumarían los del capital extranjero, que buscaba beneficios en la construcción de ferrocarriles, la explotación de minas y la compra de deuda, y los de los propietarios de tierras y especuladores inmobiliarios, beneficiados por el derribo de murallas y conventos, el adoquinado de calles y los ensanches de las ciudades. La generalización de la sociedad burguesa parecía irreversible, pero sin embargo, fallaba el elemento principal, la revolución industrial. La mecanización se hallaba lejos de realizarse: en 1864,150.000 obreros de fábrica y 26.000 mineros coexistían con 600.000 obreros artesanos, mientras que el campo albergaba a dos millones y medio de jornaleros y campesinos pobres. Las fuerzas sociales presentes estaban desigualmente repartidas, la burguesía industrial catalana carecía de peso político en el Estado pero los obreros era la fuerza de mayor dinamismo. En plena represión fundaron con la ayuda de los republicanos federales el Ateneo Catalán de la Clase Obrera, que en 1864 publica «El Obrero», en la línea mutualista, proteccionista y negociadora. En 1866 los cooperativistas editan «La Asociación», más apolítico y pactista, influido por las ideas de Owen y el movimiento cooperativo británico. En «La Discusión», periódico madrileño fundado por Pi y Margall, será debatida igualmente la cuestión social. Durante esos años los obreros andaluces y catalanes fundarían casinos y reorganizarían sus sociedades a pesar de las leyes en contra: cuarenta de ellas se reunieron en diciembre de 1865 en el Primer Congreso Obrero de Barcelona para, entre otras cosas, proclamar la autonomía de las sociedades dentro de la federación, corrigiendo la tendencia centralista anterior. Las sociedades mandarán un delegado al Congreso de Bruselas de la AIT, aquél que consagró el mutualismo y las cooperativas, aunque advirtiendo del peligro de una reconversión capitalista. El abrupto final del reinado de Isabel II hizo nuevamente posible la libertad de asociación, punto central del programa republicano. Al primer congreso obrero sucedería en diciembre de 1868 un segundo, donde estaban presentes muchos futuros internacionalistas, todavía bajo el paraguas federal. Éste señalaba la obligación de votar por la República y declaraba al sistema cooperativo como la única alternativa emancipadora, o sea, lo que un año después será estigmatizado por los internacionalistas como «socialismo de la clase media». El congreso dio lugar al periódico «La Federación», heredero de los dos anteriores, reformista y político. Las palabras «burgués» y «burguesía», que designaban respectivamente al propietario y a la clase poseedora de la riqueza social, son neologismos que rápidamente participarán del léxico obrero.
Arriba parias de la tierra
La línea societaria, republicana y cooperativista del proletariado catalán parecía demasiado moderada en lo social, pero los acontecimientos se precipitaban; un enviado de la AIT, el italiano Fanelli, llegó en octubre de 1868 a Barcelona con un mensaje a los trabajadores españoles bajo el brazo. En enero de 1869 fundó en Madrid el primer núcleo de la Internacional. En febrero de 1869 la Dirección Central de las Sociedades Obreras, haciéndose eco de las nuevas tendencias proletarias, cambiaba su nombre por el de Centro Federal de Sociedades Obreras, contando con treinta y cuatro sociedades, entre ellas el potente sindicato «Las Tres Clases de Vapor». En mayo se constituyó en Barcelona la sección española de la AIT. En septiembre de 1869, Farga Pellicer, secretario del Centro Federal, y el médico Gaspar Sentiñón, acudieron como delegados al Congreso de Basilea de la AIT, donde trabarán contacto con Bakunin. El viaje a Basilea es crucial para la historia del movimiento obrero, pues significa un giro radical en la trayectoria del proletariado ibérico, que discurriendo por el societarismo moderado y oportunista, acaba en el colectivismo revolucionario. El 18 de junio de 1870, en el Teatro Circo de Barcelona, inició sus sesiones el primer Congreso Obrero Español, que al terminar dejará fundada la Federación Regional Española de la AIT. La importancia del congreso no sólo residía en la conexión entre los obreros urbanos y los jornaleros del campo, sino en la separación entre el proletariado y la clase media, lo que suponía un cuestionamiento de la política republicana y la elaboración de un programa específicamente obrero. La pequeña burguesía había perdido su momento; era la hora del proletariado, la del socialismo radical, colectivista y universal. El primer tema del Congreso fue la «resistencia», que hoy llamaríamos «acción sindical». La lucha contra el capital se enmarcaba en el camino de «la completa emancipación de los trabajadores.» Era el arma obrera por excelencia. La minoría opuso la «cooperación» a la huelga. El segundo punto concernía a las cooperativas, medio de alivio ante la miseria, pero jamás medio emancipatorio. El tercer punto se refería a la organización de los trabajadores, que había de ser descentralizada, federal, tal como la practicaban entonces las sociedades obreras catalanas, y embrión de la sociedad futura fundamentada en el trabajo. Se criticaba la creación de bancos «obreros» y el recurso al Estado, medidas propugnadas por el partido republicano federal y la minoría cooperativista. El cuarto punto, relativo a la política, sería el más polémico, pues implicaba la revocación de una práctica colaboracionista arraigada en buena parte de los dirigentes catalanes. Los delegados rechazaron la acción política de la clase media porque estabilizaba el poder de la burguesía. Por mayoría, recomendaban renunciar a cualquier acción que persiguiese el cambio social a través de reformas políticas; por lo tanto, aconsejaban la abstención electoral. La transformación social había de ser revolucionaria. El rechazo de la política burguesa conducía al del Estado, pues el socialismo colectivista significaba la propiedad colectiva no estatal de los medios de producción y la tierra. En un régimen basado en la libre asociación de federaciones libres no cabía ese engendro burocrático feudal-burgués, el Estado. La tendencia societaria reformista y colaboracionista, dominante en el movimiento obrero catalán hasta ese momento, salía completamente derrotada. Aprovechando un momento de libertad que no podía durar, el movimiento obrero emprendía una nueva andadura con una política propia, confiando sólo en sus propias fuerzas.
Negras tormentas
Las diversas facciones de la clase dominante dejaron de lado sus diferencias y abandonaron los experimentos políticos republicanos, restaurando la monarquía y reforzando el aparato de Estado. El movimiento obrero internacionalista se debatió durante dos décadas entre la represión y la estrategia a seguir frente a ella. Mientras tanto, la mecanización de la producción fue completada, lo que permitió la generalización del trabajo femenino e infantil. Como consecuencia, las condiciones de trabajo empeoraron, los oficios quedaron degradados y desaparecieron las tradiciones obreras vigentes en buena parte de la industria. A principios del siglo XX había concluido la proletarización y la producción para el mercado nacional era un hecho. Fin del derecho laboral consuetudinario. Separación total entre el trabajador y el utillaje. Conversión completa del trabajo en mercancía. Por otro lado, las ciudades crecían de forma acelerada. La movilidad, estimulada por el ferrocarril, fue una de las peculiaridades de la nueva condición obrera emanada de las leyes del mercado. A pesar del inconveniente de la Ley de Vagos y Maleantes, la actividad económica de las ciudades empezaba a absorber mano de obra de procedencia rural, principalmente en el sector de la construcción, mientras la burguesía se mudaba a los ensanches. Por primera vez aparecerían barriadas obreras segregadas y grandes bulevares para facilitar la circulación, sobre todo la circulación de tropas. La ciudad, reordenada según la separación espacial de clases y la hausmanización, se aburguesó; los nuevos edificios proclamaron el triunfo de la burguesía: ayuntamientos, gobernación, estaciones, hospitales, bancos, mercados, teatros, correos, cuarteles, cárceles «modelo», comisarías… Todo ello no era más que el reflejo urbano del establecimiento de un nuevo modelo de relación entre capital y trabajo mucho más favorable al primero. Todos los intentos de restaurar el viejo modelo societario fracasarían porque éste había perdido su base social, el obrero de oficio, y porque los patronos no aceptaban de ningún modo la tutela de comisiones mixtas. El trabajador sin cualidades, el peón de fábrica, el obrero del tajo, serían cada vez más mayoritarios. Pero el proceso no era lo suficientemente rápido como para que el proletariado quedara sin memoria a merced de una burocracia obrerista cualquiera. La solidaridad seguirá siendo durante mucho tiempo el requisito imprescindible de la supervivencia para los obreros, y por eso se convertirá en el cemento de la clase y de su mundo: «Solidaridad Obrera» será el nombre que adopte la primera organización propiamente sindicalista. A fin de enderezar la situación nacerá un nuevo tipo de organización que recogiendo las enseñanzas de la antigua aportará mejores soluciones de clase a los nuevos problemas de clase: sindicatos únicos, acción directa, solidaridad, boicot, sabotaje, huelga general, grupos de defensa, cultura obrera, antipoliticismo…. Se trata del sindicalismo revolucionario, cuya más alta expresión histórica fue la CNT. Pero eso es ya harina de otro costal.