Miquel Amorós

 

«La primera cuestión que debemos proponernos es ésta: ¿Cuál es el objeto de nuestra ciencia? Y la respuesta más sencilla y clara es que este objeto es la verdad.»

(Hegel, Enciclopedia)

El ser social del proletariado no se corresponde con su conciencia

Cansados de contemplar cómo las contradicciones de la dominación no se corresponden con progresos en la conciencia de los oprimidos, cada vez que planea en el horizonte o que sucede una confrontación social de mayor o menor intensidad se entona el cántico de la lucha de clases, del retorno del proletariado y del drama final, sin tener en cuenta las condiciones presentes y los antecedentes que puedan explicar el conflicto a fin de desvelar sus límites y posibilidades. Es como si la historia se hubiese parado en algún momento significativo del pasado y no le quedara otra opción que repetirse en permanencia al azar de fortuitos momentos subversivos: un estallido en Grecia, un manifestación de estudiantes en Londres, una huelga contra el deterioro del sistema de pensiones en Francia, una revuelta masiva como la de Túnez o Egipto… La evolución teórica de la protesta social parece haber culminado con los ideales de la socialdemocracia, el anarcosindicalismo, el estalinismo o el situacionismo y, en buena lógica, estos acontecimientos ofrecen la mejor ocasión para vestir lo nuevo con ropa vieja acoplando las consignas previsibles y los lugares comunes de las ideologías. El dolor del ánimo y la tristeza intelectual ya no acompañan a la impotencia de la razón, puesto que el análisis superficial y tópico ha elevado esa impotencia a doctrina. Gracias a la confusa herencia de éstas la historia regresa, se repite, pero la repetición en realidad no refleja más que una falta absoluta de marco conceptual con el que identificar las líneas del proceso histórico ordenada y coherentemente, de forma que los hechos adquieran un significado real e inteligible. Así pues, tampoco hay fin ni retorno de la historia; lo que hay es ausencia de conciencia histórica, y en su lugar, fetichismo ideológico, parálisis teórica y obscurecimiento de la experiencia. Son los resultados del triunfo del capitalismo, de sus formas correspondientes de sociedad y Estado, de la mentalidad, la cultura y estilo de vida que le son propios, de donde salen las trompetas y emanan los argumentos de su falsa contestación.

Si aspiramos a lo que Hegel llamaría «un conocimiento racional de la verdad» y queremos orientar nuestra obra sin perdernos en tópicos y trampas ideológicas, no podemos quedarnos en el registro de lo contingente y aparente, ignorando el lado interior de los hechos, particularmente los recientes, los últimos partes de guerra. Un periodo donde las fuerzas sociales históricas han sido vencidas constituye la oscura prehistoria que ha incubado el periodo siguiente. El escenario social ha sufrido profundas alteraciones con la derrota y la mayoría de los conceptos y experiencias se han vaciado, ya no significan lo mismo ni conducen al mismo lugar. La derrota marca tanto el fin de los avances teórico-prácticos de las clases oprimidas como la degradación de su proyecto. El no reconocimiento de sus fatales consecuencias equivale a abandonar «el rudo trabajo de la inteligencia», circunstancia que alimenta la nostalgia de la oposición antisistema actual, cuyos miembros vuelven «a las arenosas playas de las cosas de este mundo» (Hegel dixit) sin haberlas nunca abandonado, incapaces de enfrentarse a la utopía capitalista vencedora con otras armas que las prehistóricas. El capitalismo los tiene en su terreno: podrá resentirse con las múltiples catástrofes que provoca, pero no tiene nada que temer de las armas de juguete, de las modas contestatarias o de los apocalipsis literarios. Con tales complementos se puede llegar a ser hábil y adquirir la rutina de una profesión, sea la de dirigente político o la de revolucionario, pero muy otra cosa es modelar un pensamiento realmente subversivo y practicarlo de forma coherente.

Dos fenómenos igual de lamentables se repiten en todos los conflictos sociales contemporáneos: primero, sus protagonistas nunca cuestionan completamente a sus enemigos –el Estado, la burguesía, los sindicatos, los partidos— pues parten de problemas muy concretos cuya solución cae dentro del sistema y además carecen de proyecto alternativo. Ya parece que sea normal vender su tiempo y esfuerzo o que otros negocien la venta; a nadie sorprende que las finanzas dominen las necesidades y los deseos.

Segundo, cualesquiera que sean los resultados de la lucha, al finalizar ésta todo vuelve a estar como antes. La experiencia no se acumula. Este cuadro no es intemporal, surge durante el reflujo de las luchas obreras que prendieron al final del fordismo y se generaliza con la reestructuración capitalista posterior –años setenta y ochenta–, por lo que no conviene ignorarlo, como si siempre hubiera estado ahí, a fin de no nadar en las aguas turbias de la ideología: conviene regresar a los debates suscitados por el desvanecimiento de las perspectivas revolucionarias en Europa y América durante aquella época tan prometedora. En resumen, reexaminar el fracaso de lo que dio en llamarse el segundo asalto a la sociedad de clases.

El aborto de un periodo revolucionario y sus resultados

Los movimientos huelguísticos acaecidos entre Mayo del 68 y Polonia del 81 no instauraron un control obrero de la producción ni llevaron a la formación de consejos obreros.

En los lugares donde aparecieron formas consejistas –asambleas, comités, piquetes, comisiones representativas o coordinadoras de delegados— éstas no rebasaron jamás las funciones que ejercían los sindicatos; su existencia estuvo marcada por la inestabilidad y su duración fue siempre escasa. No fueron jamás órganos de poder paralelo ni instrumentos de expropiación o de reordenación de la vida cotidiana en el medio obrero. La excepción polaca fue relativa: la central obrera Solidarnosc devino efectivamente poder alternativo, pero su fuerza fue empleada en la demolición controlada del régimen estalinista, de modo que en lugar de emancipar a los trabajadores, modernizó la dominación. En España, con la intención de paliar los efectos negativos del exceso de espontaneidad y desorden de las asambleas de huelga, así como para protegerlas de la represión y la manipulación de los sindicalistas reformistas, hubo quienes defendieron la necesidad de una central sindical no burocrática, asentada en bases asambleistas, con principios, métodos y fines libertarios. Ese fue el argumento más honorable de la reconstrucción de la CNT, aunque hubo otros que lo fueron menos. El problema, sin embargo, no radicaba solamente en la forma idónea de la lucha de clases, asambleas o sindicatos, sino en su contenido.

No era suficiente la autoorganización del proletariado, había de especificarse su autoabolición. La lucha de clases implicaba a la vez, autoafirmación y desclasamiento.

La autonegación del proletariado tenía que manifestarse en la práctica diaria junto a la autorrealización, no quedar anclada en un futuro brumoso como improbable objetivo de un programa o tema de un dictamen congresual. Pero dicha práctica, tal como se manifestaba en el absentismo o el turn over, en la deserción de la fábrica, en la insumisión, en la lucha antinuclear, en la liberación de la sensibilidad y el deseo, en la sexualidad libre y la comuna, en la convergencia entre rebelión y arte…, entraba en contradicción con la lucha cotidiana por las condiciones de trabajo, el salario y el empleo. La sustracción de la existencia al mercado no se llevaba bien con la compra cotidiana en dicho mercado de la propia existencia. Las reivindicaciones laborales ya no cuestionaban como antaño la esencia del sistema dominante puesto que eran perfectamente asumibles, y eso a pesar de que la crisis de la organización laboral fordista diera pábulo a ilusiones al desencadenar procedimientos expeditivos inaceptables para el poder establecido: solidaridad, huelgas salvajes, ocupaciones, sabotajes, enfrentamientos, etc. La lucha por el trabajo en los setenta hubiera tenido que ir estrechamente asociada a una revuelta contra el trabajo, pero los pactos sociales, las reformas y la policía sindical lo impidieron. Tanto las estructuras asamblearias subsistentes como las organizaciones que no aceptaron el Estatuto de los Trabajadores, hubieron de amoldarse a esa realidad y escoger entre la transformación en lumpen o en sindicatos vulgares, presentando candidaturas y, en tanto que mediadores en el mercado laboral, ateniéndose a las constricciones de la economía capitalista.

El proletariado había sido capaz de subvertir la sociedad de clases, pero sin poner otra en su lugar, ya que quedaba prisionero de la lógica productivista. No concebía una producción diferente, sino una gestión diferente, pero el capitalismo es un modo de producción y la gestión obrera de esa producción, llámese autogestión, colectivización o socialismo, no va más allá de un capitalismo sin patronos.

Tampoco imaginaba un hábitat diferente, por lo que su «socialismo» corría parejo a la urbanización. Bajo el punto de vista obrerista la tarea fundamental de la revolución proletaria no sería otra cosa que la corrección de los aspectos negativos del capitalismo (injusticia, desigualdad, privilegios, chabolismo), conservando otros (organización fabril, tecnología, salario, moneda, suburbios). El reino de la necesidad seguiría subsistiendo en un régimen «socialista», y a la libertad le tocaría el turno solamente al sonar la sirena anunciando el fin de la jornada laboral.

El viejo proyecto revolucionario del proletariado había quedado obsoleto porque se fundaba en la preservación y generalización de la condición obrera, no en su superación.

Además, para un proletariado absorbido por sus problemas cotidianos todos las grandes cuestiones -la destrucción del Estado, del dinero, de las relaciones de mercado y del trabajo asalariado, y por supuesto, de las metrópolis- no eran más que una meta, un destino indatable, el punto final de un camino que comenzaba y recomenzaba del modo más realista con las reivindicaciones laborales. La lucha reivindicativa desde luego no apuntaba en la dirección adecuada, resaltando aún más la contradicción entre medios y fines. Los intereses inmediatos obscurecían los intereses generales. A fin de superar tantos escollos, voces radicales propugnaron soslayar las reivindicaciones y partir de la subversión inmediata del sistema capitalista, es decir, no detenerse en la defensa de la condición obrera y combatir directamente por su abolición. Eso podían hacerlo un puñado de irregulares, pero la clase en sí era incapaz, y después del fulgor de las primeras huelgas incontroladas y de la lucha por la autonomía, las explosiones de rebeldía y los organismos de base abundaron cada vez menos, hasta desaparecer en los albores de la mundialización. La clase dominante había sabido integrar al enemigo en su mundo; la lucha de clases había acarreado finalmente un refuerzo de la economía global. El enroque sectario de los guardianes de la verdad impoluta, el activismo desconectado de toda reflexión o el refugio en la especulación teórica desligada de cualquier praxis, son variantes del exilio interior de los vencidos que reivindican la herencia proletaria.

Escapismo ante las cuestiones que la derrota del segundo asalto planteó de manera ineludible: ¿continuaba siendo el proletariado una clase revolucionaria? ¿cuál era el contenido actual de la revolución? ¿cómo ir en su dirección?

La cuestión social no es principalmente laboral sino ecológica

La clase que ya no era subjetivamente revolucionaria, había dejado de serlo objetivamente. Después de la reestructuración industrial, la suburbanización general, las innovaciones tecnológicas y la terciarización de la economía –en suma, después de la modernización- la clase obrera había perdido su posición estratégica en el proceso productivo, y por lo tanto, era un factor social pasivo, sin influencia en el desarrollo capitalista ni papel significativo en las crisis económicas. Aquella posición podía haberse recuperado en la esfera de la circulación si la clase hubiera conservado su solidez y no se hubiera dejado colonizar y disolver. Pero el conglomerado de trabajadores casi todos del sector terciario, intelectuales, empleados, pensionistas y funcionarios, resultante del desarrollismo, un agregado dependiente, atomizado y recluido en la vida privada, no mantenía en su seno relaciones directas, o en otras palabras, no constituía una clase. No era cuestión de ponerse a buscarla en las tinieblas de la especulación, inventando una naturaleza proletaria negativa y abstracta enfrentada a un ser real y afirmativo, o dicho de otra manera, imaginando un proletariado «comunizador» celeste dentro de una resignada clase terrestre. Concluyendo: el proletariado no poseía un carácter revolucionario intrínseco, y mucho menos estaba imbuido de una misión histórica cualquiera. Cierto que existía un antagonismo entre explotados y explotadores, o entre dirigidos y dirigentes, pero éste no desbordaba los cauces de la explotación y, por tanto, no conducía a un proceso revolucionario.

Las luchas reivindicativas no contribuían a la destrucción del capitalismo sino a su modernización, pues el proletario no podía ser al mismo tiempo defensor y destructor del trabajo. Pero había más; llegado el momento en que el impacto nocivo de la actividad económica sobre la salud y el medio era peligroso, en que la cantidad de recursos que se destruían duplicaba al montante de lo que se regeneraba, la defensa del trabajo era injustificable desde el interés general, y por lo tanto, moralmente inasumible.

Cuando el síndrome del capitalismo tardío se manifestaba con claridad, esto es, cuando la irracionalidad plasmada en la unidad inseparable de la producción y la destrucción se mostraba como «huella ecológica», no se podía mantener una posición neutral ante los productos del trabajo, cada vez más perniciosos y contaminantes, y por consiguiente, no gestionables. La putrefacción de estas contradicciones sentenció las aspiraciones revolucionarias y legitimó de nuevo a los enemigos de clase desenmascarados en el pasado. Los sindicatos ya no podían considerarse excrecencias burocráticas exteriores al proletariado, organismos de la burguesía y del Estado, sino que, tal como demostraron las seudohuelgas generales desde 1987, eran la expresión orgánica más genuina de la defensa del trabajo esclavo bajo el capitalismo renovado –incluido el trabajo tóxico y socialmente dañino-, la forma organizada de la existencia económica de los trabajadores bajo el capital, del mismo modo que los partidos autodenominados obreros y socialistas eran la forma de su existencia política.

Los sindicatos y partidos representaban realmente a los trabajadores tal como eran, o sea, objetos domesticados y manipulables, clase para el capital. En efecto, la recobrada influencia sindical oficialista demostraba que los asalariados habían elegido la servidumbre voluntaria en vez de la libertad; habían escogido su afirmación alienada como fuerza de trabajo en lugar de tomar partido por su propia negación. Mejorar las condiciones de existencia, pero no cambiar la sociedad en su conjunto. Fin de las teorías obreristas, y con ellas, de la idea de la revolución como acto de afirmación proletaria, democrático o dictatorial, o sea, como una toma del poder por parte de sus organizaciones, sindicatos, consejos o partidos, en el terreno económico o en el político. Los obreros no harían nunca esa revolución, puesto que se conformaban con los convenios y pactos sociales, renunciando incluso a gestionar directamente lo existente; ni tampoco la otra, la que se confundía con su autodisolución: nunca pelearían por el comunismo libertario ni por ninguna otra clase de comunismo.

Comunidad rural antidesarrollista o sociedad de masas urbanas

El abandono teórico del obrerismo sin recurrir a sucedáneos como la ciudadanía, el pueblo, la nación, las redes sociales, los cibernautas o la multitud, tenía que concretarse en una secesión práctica de las estructuras capitalistas, que bien podía debutar con la huida del lugar de trabajo, el rechazo del consumismo, la búsqueda de un modo de vida solidario, la recuperación de viejos saberes artesanales, el descubrimiento de la agricultura tradicional, etc., es decir, con algo opuesto a la idea de progreso y en la línea del socialismo utópico y del colectivismo libertario. Dos concepciones existenciales se hacían entonces patentes: la comunidad, el reino de la Kultur, y la sociedad, el reino de la Zivilisation. El mundo de la ética y el mundo de la economía, el dominio del valor de uso y el del valor de cambio; en resumen, el territorio y la urbe. No obstante buscar las respuestas lejos de las fábricas y de las aglomeraciones urbanas, no había que perderlas de vista si no se quería parar en situaciones marginales completamente inofensivas. Cuestiones como la subjetividad autónoma, el sujeto revolucionario, el papel de la técnica y del urbanismo, las luchas anticapitalistas o el contenido de la revolución, tampoco podían plantearse seriamente en el marco de una autoexclusión voluntarista que despreciara los movimientos urbanos generados en las crisis de la dominación.

Para la elaboración de una nueva teoría de la revolución y el ejercicio de una nueva praxis hacía falta un espacio público apropiado, un particular terreno de combate, un escenario verdaderamente anticapitalista donde pudiera forjarse una sensibilidad ajena al cemento y desarrollarse una nueva comunidad subversiva. Pues bien, dicho espacio se articula en torno a la defensa del territorio, pero no es solamente rural, ni deja de ser urbano. La explotación del territorio es el recurso último del capitalismo, para lo que necesita ingentes obras de adaptación. La resistencia a la transformación del territorio impuesta por políticas hidráulicas y energéticas, por la construcción de infraestructuras y por el fomento del turismo, que es una resistencia al modo de vida industrial y urbano, ocupa involuntariamente el centro de la protesta social, puesto que apunta al corazón del sistema. La defensa del territorio es la verdadera lucha anticapitalista, porque de un lado cuestiona radicalmente la naturaleza del capital, y porque del otro, los antagonismos que suscita al trabar su circulación alientan una superación emancipadora.

Algunos hechos no se habían tenido suficientemente en cuenta. El desarrollo económico ilimitado implica la proletarización casi total de la población, la generalización de las relaciones capitalistas, la mercantilización absoluta de las relaciones sociales. La desagregación de las estructuras de clase, la artificialización de la vida y la urbanización general del territorio son una consecuencia necesaria. El capitalismo crea y organiza su propio espacio, aquél donde el mundo de la mercancía y del progreso tecnológico puede desplegarse sin trabas: la conurbación es la forma espacial que mejor conviene a la dominación. La forma en donde el tiempo le pertenece. Las conurbaciones, áreas metropolitanas y sistemas urbanos, funcionan como fábricas gigantescas en donde la vida, motorizada, inmersa en un entorno tecnológico y recluida en el ámbito privado, se confunde con el trabajo. El nuevo sujeto de la historia podría definirse provisionalmente así: proletario es todo aquél que vive en un territorio-fábrica y es consciente de ello. El espacio público ha sido reemplazado por un espacio de flujos, de no-lugares, donde la mutilación de la vida se acelera hasta alcanzar un umbral en la alienación que vuelve imposible cualquier forma generalizada de conciencia, y por lo tanto, cualquier forma coherente de rebeldía. El capitalismo ha resuelto el problema de la revolución yendo por delante, bloqueando así la emergencia de un sujeto disolvente. Para escapar a las tenazas de los mercados hay que luchar contra la mal llamada ciudad y procurar instalarse o al menos establecer lazos con el espacio suburbano, al que ya no se puede llamar campo, donde pueden reconstruirse relaciones solidarias directas y formularse las preguntas esenciales sin demasiados lastres ideológicos que las embrollen. Este nuevo eje de lucha deja a la conurbación en la retaguardia y traslada el frente al territorio, pero no abandona una por el otro, sino que se sirve de ambos. El contenido de la revolución -y si nos apuran, el de la poesía- replanteado de esta manera es antidesarrollista y desurbanizador. La conurbación, es territorio aniquilado, historia borrada, cultura muerta. Su abolición equivale a la de la fábrica: fin del trabajo y fin de la vida como trabajo. Por consiguiente, una sociedad comunista libertaria, orientada hacia la satisfacción en libertad de necesidades y deseos, ha de ser una sociedad predominante pero no absolutamente rural, de carácter municipalista. Es una sociedad donde la integración de la ciudad y el campo en el territorio superará la contradicción entre lo urbano y lo rural. Los bienes comunales, el trabajo colectivo y el municipio, son las herramientas sociales de esa superación.

La lucha decisiva es en defensa del territorio

La ciudad descoyuntada, como hemos apuntado, es el peor sitio para la conciencia, pues se trata de un espacio esencialmente capitalista donde los conflictos son neutralizados y la vida cotidiana sometida a los imperativos del consumo y la motorización. Es el territorio per se del desarraigo y de la desposesión. Habrá que luchar contra su expansión, al fin y al cabo expansión de ese mismo desarraigo y esa misma desposesión, y el combate podría efectuarse mejor desde fuera, puesto que el ritmo de vida campesino facilita los encuentros y permite un uso relajado del tiempo y del espacio. Pero no exclusivamente; también se combate contra la conurbación desde dentro, pues mientras la segregación sea mínima y no afecte al mercado de trabajo, o mejor, mientras las comunidades de lucha más numerosas permanezcan de grado o por fuerza en la urbe, no hay otra posibilidad. Conviene remarcar que el movimiento de segregación no busca retornar al paleolítico o a la Edad Media, sino enfrentarse eficazmente al capitalismo, siendo el campo abandonado por la economía una especie de nuevo laboratorio tanto de la razón como de la imaginación, el horizonte del nuevo sujeto colectivo y de la nueva subjetividad apasionada a constituir por los desertores del mundo urbano y de la agricultura industrializada. La sociedad libre no podrá edificarse sino sobre la ruina de las industrias y las conurbaciones, pero eso simplemente es el final de la civilización burguesa, no el final de cualquier civilización.

El municipio ha sido en la península ibérica la formación social más parecida a la polis griega y también la más contraria al Estado. Su desarrollo entre los siglos XI y XIV tras un largo periodo desurbanizador representó la forma más lograda de sociedad fraternal e igualitaria, al menos en sus primeros momentos, cuando no se producían excedentes o éstos se dilapidaban de modo improductivo en fiestas, edificios públicos o batallas. Las relaciones con un poder territorial al principio sin capacidad coercitiva suficiente se basaban en la reciprocidad y no en la opresión.

Las diferencias estamentales no eran importantes y las decisiones se tomaban en asamblea abierta; el vecindario se regía por normas dictadas por la costumbre y combatía la escasez con el aprovechamiento de tierras comunales.

En tal sociedad sin Estado –o al menos fuera de su alcance—tuvo lugar la síntesis de lo rural y lo urbano que dio forma a una cultura rica e intensa, el primer rostro de nuestra propia civilización, hoy irreconocible. En su seno no se concebía la individualidad como aislamiento y ausencia de obligaciones; el individuo era determinado por la comunidad y no al contrario. Así las cualidades de la conciencia histórica (memoria, tenacidad, lealtad, autodisciplina, compromiso social) se sobreponían a las aptitudes exigidas por una existencia entregada a la satisfacción inmediata de impulsos (narcisismo, hedonismo, ludismo, inconsecuencia), tan típica de nuestros días.

El municipio fue durante mucho tiempo la célula básica y autónoma de la sociedad, el centro ordenador del territorio, la forma de su libertad política y jurídica ganada a pulso en lucha contra la Iglesia, la aristocracia o la realeza, el medio de una identidad mediante la cual sus habitantes pudieron intervenir como sujeto histórico en otros tiempos, que el desarrollo de patriciados, la propia decadencia, el Estado absolutista y la burguesía decimonónica se encargaron de cerrar. Y precisamente hoy, cuando una identidad combativa debe constituirse en la resistencia antidesarrollista y la defensa del territorio, único espacio donde pueden confluir el interés subjetivo y el objetivo, su ejemplaridad puede servirnos de fuente de inspiración, aunque no de coartada para compromisos institucionales de tipo localista. Se trata de reconstruir elementos comunitarios en una perspectiva revolucionaria, no de legitimar el sistema político de la dominación con candidaturas electorales. Importa echar abajo el edificio de la esclavitud política y salarial, no apuntalarlo, por lo que el municipalismo revolucionario no ha de entenderse sino como un retorno antipolítico a lo local en el marco de la defensa radical y universal del territorio.