Rafael Cid – Periodista y analista político . Colaborador del periódico Diagonal, El Digital, Rojo y Negro y Radio Klara

Por su naturaleza antisistema, el anarcosindicalismo ha sufrido una conspiración intelectual a manos de la acción combinada y recurrente de la inteligencia oficial y la industria mediático-cultural, que pretende hacerle visible como una utopía milenarista fundada en la violencia irracional. Lo que en la dictadura era represión y censura, a partir de la transición se ha convertido en una forma de ataque que identifica subliminalmente a lo libertario como una conducta desviada, propia de inadaptados, que pone en riesgo la convivencia. La centralidad de esa campaña de estigmatización reside en una revisión histórica descontextualizada y hecha desde los valores del poder que actúa desde presupuestos de objetividad, rigor y profesionalidad.

«El mapa no es el territorio» (Gregory Bateson)

En la obligación de justificar el título que amigablemente me ha impuesto el equipo editorial, siento la necesidad de afirmar a modo de preámbulo que «la inteligencia oficial», en tiempos de la sociedad del espectáculo y de monopolio del panóptico mediático, semeja a aquel oxímoron de la «música militar» (lo de la «justicia militar» tampoco está mal) o al otro barojiano y xenófobo del «pensamiento navarro». Es como pedir peras al olmo estando en la higuera. De ahí que la visión que la comunidad intelectual afín a la razón de Estado pueda tener sobre un movimiento que se define como antiautoritario, anticapitalista y antiestatista deba estar sometida de entrada al principio de la reserva mental. Lo que lejos de zanjar un problema no hace sino magnificarlo. Y ello porque con ser un pensamiento condicionado es el pensamiento dominante, el paradigma, la obediencia debida. La inteligencia oficial representa hoy el pensamiento único que con sus conocimientos, análisis e interpretaciones nutre a la sociedad en su conjunto de las informaciones y opiniones necesarias para buscar su posición en el mundo. Por tanto, a cuantos nos reclamamos de la tradición anarcosindicalista/libertaria nos compete la misión de recuperar la vida secreta de las palabras. O como dice el poeta Salvador Espriu en Inicio de cántico, «salvar las palabras /para devolver el nombre de cada cosa».

Aun así hay una notable diferencia entre la censura directa y la propaganda descarada con que el franquismo programaba sus campañas difamatorias, auténticos autos de fe, contra las ideologías derrotadas en la guerra (la historia siempre la escriben los vencedores) y el más sutil pregón que se practica en la democracia corporativa nacida a golpe de consenso entre autonombrados representantes de «las dos Españas». Durante la dictadura, los encargados de la narrativa oficial dejaron claro para el espacio público, entonces limitado a prensa, radio y televisión, que el anarcosindicalismo era una anomalía en la tradición del país, cosa de bandoleros, afeminados y quemaconventos. En la línea de la doctrina que avaló Cesar Lombroso, para quien «los anarquistas constituían una clase especial de individuos caracterizados por claros rasgos degenerativos que denuncia –en la mayoría de los casos- su locura, o, en casos más restringidos, su criminalidad innata» (Álvaro Girón Sierra, En la mesa con Darwin, págs. 288-289) Ahora, en la dictablanda, los tiempos ciertamente han cambiado, pero los discursos no tanto. El mantra pertinente se desahoga añadiendo a aquellos añejos discursos denostaciones de «utopía» y «ucronía», juntas y a la vez.

Hoy lo políticamente correcto en cuanto a la inteligencia homologada es examinar el pasado reciente, el que aún deja rastro vinculante en la memoria, bajo el prisma del presentismo, y deslizar mensajes subliminales que armen una versión contrafáctica de historia-ficción. O sea, discurrir los acontecimientos históricos fuera de contexto y sacar así conclusiones que confirmen el atavismo de aquellas prácticas sociales y su negatividad como referentes para la convivencia. El presentismo es a la crítica de la historia lo que el cortoplacismo a la gestión política: formas de enajenación de la sociabilidad. Lo nuevo frente a la costrosa represión y la censura consiste en un neoconductismo basado en políticas de bucle estímulosrespuestas fabricadas en el marco de la ideología-entorno dominante para posibilitar una (pre)determinada percepción de la realidad. En el caso que nos ocupa, la estigmatización y depravación del anarquismo.

Franquistas y posfranquistas

Antaño, gentes como Ricardo de la Cierva, Víctor Fragoso del Toro, Eduardo Comín Colomer, Maximiano García Venero, Ramón Salas Larrazábal y Manuel Aznar, entre otros prohombres del olimpo franquista, controlaban los púlpitos desde los que una tropa de historiadores, periodistas, escritores y académicos adictos construían un imaginario colectivo conforme a los presupuestos del Movimiento Nacional. La inteligencia oficial de la dictadura, que era al mismo tiempo la de «muera la inteligencia», dejaba todo atado y bien atado. No contentos con diezmar a tiros los claustros de la universidad republicana, como se documenta en publicaciones como El atroz desmoche, de Jaume Claret Miranda, y La destrucción de la ciencia en España, de Luis Enrique Otero Carvajal, y someter a una durísima purga al cuerpo de maestros, al de profesores de instituto y universidad por el delito de haber ayudado a una generación a escapar de la ignorancia, el régimen arrasó con cualquier espíritu crítico que pudiera resistir en el alma máter al exigir juramento de fidelidad al Alzamiento parar acceder a la carrera docente.

Todavía la voluminosa enciclopedia España Calpe trae alguna perla representativa de su rancia visión del anarquismo.

En el suplemento anual 1977-1978, página 121, puede leerse, firmado por J.N., al buscar la voz «Durruti» que «elaboró una teoría de la revolución social en la que propugnaba el golpe de Estado mediante grupos de combate, como forma de instaurar el régimen proletario».

Una política de mistificación cultural y pedagógica, enfocada a la colonización mental recreando una historia de España al servicio del poder que ha sido ampliamente denunciada en trabajos como los de Carolyn P.Boyd (Historia Patria), Juan Sisinio Pérez Garzón (La gestión de la memoria) o Fernando Wulff (Las esencias patrias).

Este sometimiento del mundo académico a la razón de Estado es uno de los capítulos más bochornosos de nuestro legado intelectual, que explica en parte la falta de ética y el mandarinismo que han caracterizado a la transición.

Mientras en la Italia mussoliniana, docentes como el anarquista Luigi Fabbri y el economista Piero Sraffa prefirieron el ostracismo del exilio a proclamar su lealtad al fascismo, en España sus equivalentes optaron mayoritariamente por eso que, con pretensiones de decencia sobrevenida, se ha llamado «la resistencia silenciosa». En realidad, una forma de complicidad con el sistema que consistió en tener la boca sellada durante décadas y presentarse a un concurso de méritos como liberales de toda la vida cuando las revueltas de estudiantes, primero, y el ocaso físico del dictador, después, auguraban el recambio hacia la democracia lampedusiana.

En ese contexto no resulta extraño que el único foco de libre pensamiento (al margen de ciertos experimentos crepusculares en prensa para monitorizar el cambio) capaz de recuperar la senda de la historia negada durante casi cuarenta años se constituyera alrededor de la editorial Ruedo Ibérico. Fundada en París por José Martínez, un joven libertario de origen valenciano, esta empresa asumió la tarea de facilitar argumentos para la resistencia a la dictadura publicando textos que mostraban la vigencia de los valores que habían alumbrado la II República y asumido su heroica defensa durante la guerra civil. Pero Ruedo Ibérico, que se había convertido en un punto de encuentro de la disidencia antifranquista, terminó siendo la primera víctima del arreglo que ya mascullaban las cúpulas del régimen y la oposición. El suicidio en Madrid de Martínez cuando buscaba ayuda para promocionar su último libro, las memorias del miembro de la CNT-FAI Juan García Oliver (El eco de los pasos), el que fuera ministro de Justicia en el gobierno de Largo Caballero, fue la señal premonitoria del regreso con todos los honores de una nueva intelectualidad oficial recauchutada ahora con las esencias de la apertura.

Porque el estallido de cultura libertaria que se produjo después, a través de editoriales como Campo Abierto y Júcar, o colecciones como Anatema y Los libertarios, entre otras, careció de auténtica proyección en la agenda intelectual de la época, y prácticamente quedó en simple munición literaria para satisfacer la demanda de una generación que durante los primeros años de la transición (otro corto y cálido verano de la anarquía) buscaba en el inconformismo ácrata respuestas a sus inquietudes vitales. Hubo sí un rescate de clásicos del anarquismo y reediciones teóricas de esquemas periclitados, pero esa producción jamás alcanzó a ser la «dinamita cerebral» que Ruedo Ibérico proveyó como agitador clave de la lucha cultural contra la dictadura sin nostalgias paralizantes.

Al servicio del Poder

Este panorama cambió rotundamente cuando, reconstruida CNT y recrecido el anarquismo a rebufo de los acontecimientos del mayo del 68, la Confederación se opuso a Los Pactos de la Moncloa de 1977 y acto seguido el caso Scala saltó a los medios como oscuro reflejo de esa estirpe violenta tan publicitada por el franquismo para aislar a los que no se habían doblegado. Curiosamente, en el momento en que aquella pretendida revuelta permanente se apagó en favor del posibilismo político que facilitaba el abordaje a los sueldos y cargos que ofrecían los partidos recién instalados, una hornada de flamantes investigadores, que al encumbrarse luego renegarían de sus trabajos pioneros, enriquecían la revisión histórica del anarcosindicalismo con títulos que ya son clásicos en su género, como La ideología política del anarquismo español, de José Álvarez Junco, y los estudios que sobre la FAI y los congresos de la CNT publicó Antonio Elorza en la Revista del Trabajo. A partir de entonces, la espantada provocada por el supuesto terrorismo de baja intensidad endosado al movimiento libertario, los enfrentamientos entre las distintas tendencias dentro del cenetismo y la escisión que originó la aparición de la Confederación General del Trabajo (CGT) abrieron un largo período de silencio que no se quebraría hasta comienzos del siglo XXI. Para que, tras este interregno, el impulso de la vieja escuela terminara institucionalizando a muchos de aquellos intrépidos profesores que nos habían enseñado, siguiendo a Pierre Vilar, a «pensar históricamente». Y las consignas volvieron donde solían. Cuando el ministro del Interior de UCD, Juan José Rosón, tuvo que explicar quiénes eran los extraños asaltantes del Banco Central de Barcelona que habían hecho creer al gobierno que se trataba de otro 23-F, dijo a la antigua usanza: «son sólo chorizos, macarras y anarquistas».

Casi coincidiendo con el setenta aniversario del comienzo del golpe militar, y ya ante una CGT con 23 años de vida y una presencia real en numerosos centros de trabajo de todo el territorio nacional, capaz de relanzar la marca anarcosindicalista en la agenda sindical y social, se producen los primeros síntomas que advierten de la vuelta de la vieja historiografía sobre el movimiento libertario en la saga de académicos y publicistas que cortejan a la socialdemocracia en el poder. Un vaivén que, al margen de su contumaz presentismo, contiene un hecho diferencial a favor de los glosadores que han abrazado el patriotismo constitucional como seña de identidad de la nueva sociedad. Los profesores y periodistas que ahora revisitan la España política y social del siglo XX cuentan en su haber la presunción de objetividad que los escribanos del franquismo no tenían. Y además, factor de gran trascendencia, con que sus trabajos obtengan a menudo amplia cobertura en los medios de comunicación de masas, completando así la difusión que por su propia naturaleza no logra el raquítico corral académico. Estamos ante ese pasamanos de los estereotipos que denunciara en su momento Walter Lippman, un punto de difícil retorno en que la opinión pública se construye mediante la opinión publicada para fomentar consensos, de arriba abajo, y no al revés.

Semejante plus de credibilidad en la perspectiva se reafirma al ser profesionales provenientes de la izquierda comunista, ahora asimilados a la estrategia del PSOE en el gobierno, quienes más madrugan para levantar acta de sospecha sobre el anarcosindicalismo, primero respecto a su actuación en la guerra, y más tarde, al filo de cumplirse el centenario de la fundación de la CNT en 1910, en torno al conjunto de su trayectoria reivindicativa y transformadora.

Inaugura las descalificaciones el periodista e historiador novel Jorge Martínez Reverte con un libro (La caída de Madrid), en el que no sólo se argumenta una exculpación de Santiago Carrillo en relación con la matanza de Paracuellos, ocurrida en noviembre de 1936, siendo el entonces secretario general de las Juventudes Socialistas Unificadas el máximo responsable del orden público en la capital. La iniciativa de Martínez Reverte añade una variante que contradice todo lo que hasta esa fecha se había publicado al respecto al involucrar a destacados elementos de la CNT en los crímenes.

Según un documento hallado por el citado investigador, el anarquista Amor Nuño, en aquellos críticos momentos consejero de Industrias de Guerra en la Junta de Defensa, estuvo entre los conspiradores que verbalizaron las matanzas masivas de presos vinculados al bando nacional. El acta en que Martínez Reverte basa su descubrimiento fue localizada en la Fundación Anselmo Lorenzo adherida a la CNT, la entidad que en la actualidad guarda buena parte de la documentación de la Confederación, lo que acumula consistencia a su trabajo.

Aunque la tesis esgrimida por este autor hasta la fecha no ha sido respaldada más que por su colega Ángel Viñas, el único historiador español que ha gozado del privilegio de acceder a los reservadísimos archivos soviéticos, la revelación de Martínez Reverte, íntimo amigo de Santiago Carrillo y de Fernando Claudín, ambos en la cumbre del departamento de Orden Público de la Junta de Defensa, la revelación abrió una vía de agua en un asunto sancionado por la historiografía de la guerra como de responsabilidad directa del equipo carrillista y los agentes de Stalin, los mismos que al año siguiente secuestraron e hicieron desaparecer a Andrés Nin, dirigente del POUM.

Casar la nueva pista aportada con el hecho cierto, sabido y contrastado de que fuera precisamente el faista Melchor Rodríguez, entonces director general de Prisiones, quien pusiera fin a las sacas extrajudiciales arriesgando su vida en la empresa, será objeto de nuevas y esclarecedoras pesquisas para los historiadores.

Emparentado en la temática y segundo cronológicamente está el libro de Carlos García Alix El honor de las Injurias, publicado en 2006, donde el polifacético pintor y escritor relata la vida de Felipe Sandoval, un pistolero cenetista que se hizo tristemente famoso por su cruel manera de entender el ajuste de cuentas del proletariado, lo que le llevó a ser considerado como el «enemigo público número uno» de la época, el gángster del momento. «El verdugo anarquista», como tituló El País cuando el propio García Alix hizo su versión cinematográfica, un documental que según el diario progubernamental rescataba <las andanzas de Felipe Sandoval, asesino, atracador y libertario>.

A pesar de su excelente factura cinematográfica, el largometraje se erige en testigo de cargo de la peligrosidad ácrata en la figura esperpéntica y desdichada de un sicópata de la revolución. Sobre todo porque la fuente principal utilizada para narrar los desvaríos de Sandoval, alias Doctor Muñiz, fue «la confesión manuscrita» que él mismo hizo ante la Brigada de Investigación Política de la policía franquista. Confesión forzada que García Alix obtuvo en 1998 del archivo de la Causa General, cuando el organismo aún no era público. Curiosamente, el escritor y director de El honor de las injurias, artista que tiene declarada simpatía por el anarquismo y dijo haberse documentado también en el trabajo de Eduardo de Guzmán Nosotros los asesinos, un periodista que compartió cárcel y severos interrogatorios en el centro de detención de la calle Almagro de Madrid, deja a la imaginación del espectador el desenlace de la trama. Sin embargo, basta una rápida ojeada al testimonio que ofrece Guzmán, el último director del órgano regional de la CNT Castilla Libre, para comprobar que Sandoval se suicidó en la celda al no poder aguantar ni las torturas de que era objeto ni el repudio de sus compañeros de cautiverio.

Un salto cualitativo en la visión que del anarcosindicalismo ofrece la inteligencia oficial en la democracia se alcanza con las obras del escritor catalán Miquel Mir, Diario de un pistolero anarquista y El preu de la traïció. La FAI, Tarradellas i l´assasinat de 172 maristes, publicados entre 2006 y 2007, recuperando una veta de gran solera en el franquismo: la persecución religiosa. El primer texto de Mir sigue la huella de otro «verdugo anarquista» a través de las supuestas memorias que dejó inéditas un pistolero de la FAI. En el segundo, calificado por Jordi Amat de «calumnia contra Tarradellas», se dibuja la existencia de una inverosímil organización mafiosa-revolucionaria, en la que estaría implicado el ex presidente de la Generalitat, para perdonar la vida a religiosos a cambio de fuertes sumas de dinero. Con semejantes remakes se entiende mejor la embestida que está emprendiendo un sector de la Iglesia Católica contra la libre expresión de las ideas libertarias.

Y así hemos visto el insólito caso de todo un arzobispado de Toledo tomarse la molestia de denunciar por calumnias a un militante de la CNT por haber mencionado en un acto público el carácter criminal del cristianismo.

La conjura de los sabios

Pero el tema del «terrorismo anarquista» no sólo ha tenido sitio en la prensa y el cine en los últimos años.

También ha sido objeto de análisis en monografías y estudios de fuste, tanto por razón de sus autores como por la importancia de la editorial que asumía su publicación. En esta categoría hay que reseñar el libro Anarquismo y violencia política en la España del siglo XX, de Julián Casanova, y El nacimiento del terrorismo en Occidente, de Juan Avilés y Ángel Herrerín. El primero tiene la singularidad de llevar la firma de uno de los historiadores que más ha indagado en torno al movimiento libertario, y fue publicado en el 2007 bajo un sello de la Diputación de Zaragoza. El de Casanova es un texto que tiene el tratamiento que se le supone a un especialista en la materia, y aunque utiliza algún lugar común sobre la resistencia antiautoritaria (lo que llama «la cara oscura del anarquismo español»), mantiene un tono equilibrado a lo largo de sus 347 páginas. En concreto, habla de la deriva de la «propaganda por el hecho», que de ser un término que significaba insurrección y rebelión contra el ejército y el capitalismo pasó a equivaler a asesinato político, precisando que «floreció en años de decadencia de la organización obrera, de marginación».

De sesgo distinto es el contenido de la obra coordinada por Avilés y Herrerín y compuesta de nueve capítulos a cargo de diferentes autores. En ella se encuentran trabajos rigurosos, como el debido a Rafael Núñez Florencio (La influencia nihilista en el anarquismo español), un historiador que analiza el fenómeno como respuesta puntual al desafío de los pistoleros de la patronal y la brutalidad e intransigencia del poder. Pero también contiene otros más pedestres o de corte panfletario, como el de Lucía Rivas, una profesora de la UNED que se ha asomado el tema del terrorismo anarquista en trabajos patrocinados por la Fundación Policía Española. Tópicos sin matices como, por ejemplo, recordar al García Oliver de los años de plomo que se reivindicaba entre «los mejores terroristas de la clase trabajadora», e ignorar al ministro de Justicia que puso fin al exterminio de presos políticos cuando Madrid se desangraba bajo los bombardeos de la aviación fascista.

Esta conspiración de la inteligencia oficial, saltando por encima de regímenes y gobiernos, para arrinconar al anarcosindicalismo se ha visto refutada por la tronante realidad de un pensamiento libertario vivo y vital, que resurge con nuevos bríos adoptando formas diversas. En organizaciones de perfil tradicional y radical, como CNT; mimetizándose en las nuevas realidades sociales, tipo CGT, o, lo que es más importante, afirmándose como el denominador común de muchos proyectos emancipatorios promovidos por las jóvenes generaciones. Buena prueba de ello ha sido el éxito de los actos organizados por CGT y CNT para conmemorar el centenario del anarcosindicalismo y la explosión de publicaciones, en papel y electrónicas, abiertas bajo su impronta.

Y por encima de todo, la mayor evidencia de la fortaleza del anarcosindicalismo radica precisamente en la obstinación de la democracia por inventariar su lado oscuro. Algo que unas veces logran sus publicistas, como en la exposición de Zaragoza «Tierra y Libertad. 100 años de anarcosindicalismo en España», convertida en una especie de parque temático sobre los «reyes de la pistola obrera».

Y otras se salda con un meritorio fracaso, como cuando se inauguró por suscripción popular un monolito dedicado a Buenaventura Durruti en su León natal, a pesar de la cerril oposición de todas las fuerzas vivas, con el beato presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Divar, al frente de la protesta.

Al respecto, conviene apuntar que el hecho de que en la muestra patrocinada por el gobierno aragonés, con la coordinación técnica del catedrático Julián Casanova, se escenificara con luz y sonido el asesinato de José Canalejas es un síntoma de la perseverancia de nuestra inteligencia oficial en la proscripción de lo libertario. Otro más, porque en un Madrid que aún homenajea al Caudillo y su gloriosa Cruzada por muchas esquinas, persisten muchas huellas de anarcofobia similares. En la céntrica calle Mayor, por ejemplo, ondea una placa recordando el atentado frustrado de Mateo Morral contra Alfonso XIII el día de su boda. Y si se buscan emociones mayores, sólo hay que acercarse al edificio del Senado y contemplar el conjunto monumental dedicado al asesinato de Antonio Cánovas del Castillo por un anarquista italiano para general re-conocimiento.

Concluyamos. Ni el mapa es el territorio ni sólo son recordamos los fallecidos con esquelas en los periódicos.

Tal vez sea el profesor y escritor Carlos Taibo, impulsor del proyecto Por una organización libertaria global, quien mejor ha reflejado la irresoluble contradicción entre las miserias de esa visión cegadora de la inteligencia oficial y su incapacidad para disputar el espacio público al anarcosindicalismo, «un agente vital parara frenar, en julio de 1936, el alzamiento faccioso». Como afirma el autor de Libertari@s. Antología de anarquistas y afines para uso de jóvenes generaciones, saliendo al paso de la crítica al movimiento libertario de moda en los circuitos de poder, «desmitificar siempre es saludable, hacerlo con un objeto que antes fue premeditadamente dejado al olvido constituye una operación llamativa, tanto más cuanto que sus responsables no muestran más interés en liberarse de los lugares comunes demonizatorios que ellos mismos forjaron o, en su caso, heredaron».