Mónica Yuste

 Desde tiempos prehistóricos, el tabaco ha contado con una amplia gama de usos y significados. Además de ser una de las drogas más utilizadas, se ha consumido de las más diversas maneras: fumado –en pipa, en cigarros, en cigarrillos–, aspirado por la nariz, masticado, comido, bebido, untado sobre el cuerpo… Sus aplicaciones han sido sorprendentemente variadas: en ceremonias chamánicas, como panacea médica, como moneda de cambio o formando parte de rituales de iniciación. Se ha utilizado, sobre todo, para establecer y estrechar vínculos sociales mediante su regalo, su intercambio y su consumo en grupo, además de servir para definir y enfatizar posiciones sociales y modos de ser en base a gran variedad de significados mitificados, en la cultura occidental, por la publicidad y el cine.

Sin embargo, en las últimas décadas el hábito de fumar ha sido objeto, en los países más avanzados del planeta, de acciones y discursos institucionales que buscan promover, entre la ciudadanía, una alteración en la valoración y en el ejercicio de lo que venía siendo actividad habitual. Esto abarca tanto la creciente regulación del mundo del tabaco como la construcción de un nuevo sistema ideológico, transmitido a través de campañas diseñadas para caracterizarlo como enemigo social. En estos momentos, la así llamada “cruzada antitabaco” –con toda la carga bélica y religiosa que esta terminología arrastra– se encuentra en su punto álgido en países como España y también, por contraste, las resistencias en contra de algunas de sus medidas más extremas; más en concreto, la prohibición de fumar en todos los espacios públicos cerrados y en algunos al aire libre, que convierte a la legislación de este país en una de las más extremas del mundo.

Sorprende un cambio tan drástico en tan pocos años, pues el consumo de tabaco ha sido, es y sigue siendo enormemente popular. Además, existen tremendas contradicciones, como que el Estado combata el consumo de tabaco mientras se enriquece con su venta mediante un aumento constante de su carga impositiva que pagan, de su bolsillo, los cada vez peor considerados socialmente fumadores.

La utilización de metáforas bélicas para describir las “estrategias” aplicadas por las instancias gubernamentales cuando se decide que ha llegado la hora de “asediar al tabaquismo” implica la construcción de un enemigo temido ante el que hay que actuar sin escatimar medios. Emplear una imaginería militar en actuaciones de tipo sanitario puede tener graves repercusiones, pues legitima el poder autoritario y sugiere la necesidad de la represión y violencia de Estado.

Implícito está tanto un proyecto de modernización que se vale de un control más aparente que real de riesgos y peligros como la existencia de un Estado paternalista que tiene como misión velar por el bienestar de un pueblo del que se pretende que consuma, trabaje y obedezca. Al parecer, y a pesar de la denominación de sociedades avanzadas o seculares, distinguir entre el bien y el mal en términos absolutos, y combatir a este último por todos los medios sigue siendo un imperativo de un proceso de racionalización que implica, entre otras cosas, un creciente control sobre las conductas de las poblaciones con mecanismos como la medicalización de lo que antes eran hábitos, que pasan a ser patologías y que, por tanto, pueden ser objeto de cirugía y exterminio como es, en el caso que nos ocupa, el hábito de fumar tabaco.

Sin embargo, la cruzada en contra del tabaco no ha triunfado plenamente e, incluso, ha generado razones y fuerzas que se oponen a ella, como la proliferación de discursos en defensa del tabaco y de sus cualidades placenteras y terapéuticas, el que no se cumplan las normas de manera estricta, las parodias a los mensajes de las autoridades sanitarias o, simplemente, el que se sigan manteniendo buena parte de las habituales funciones del tabaco, como la de fomentar la sociabilidad, marcar posiciones sociales, subrayar la virilidad, acompañar al ritual amoroso, y asociarse con lo sublime y misterioso; o el que fumadores y no fumadores continúen poniéndose de acuerdo entre ellos, por encima de consideraciones legales. A esto hay que añadir el hecho de que el consumo moderado de tabaco es una tendencia creciente que cuestiona estereotipos como el de la adictividad intrínseca del tabaco.

Vemos así como las formas modernas de control social no son asumidas sin más, lo que revela que la gente de la calle conserva, en gran medida, sus costumbres, su autonomía y su criterio, además de la capacidad de cuestionar la autoridad misma.