José María Portillo Valdés – Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco

 ¿Es un sistema de protecciones y garantías “de la cuna a la tumba” más “útil” que una sociedad impulsada por el mercado, en la que el papel del Estado se mantiene al mínimo?

La respuesta depende de lo que pensemos que significa “útil”: ¿qué tipo de sociedad queremos y qué clase de acuerdos estamos dispuestos a tolerar para instaurarla? Es necesario  replantear la cuestión de la “utilidad”; pero si nos limitamos a los aspectos de eficiencia y de productividad económica, ignorando las consideraciones éticas y toda referencia a unos objetivos sociales más amplios, seremos incapaces de hacerlo.

Tony Judt. “ALGO VA MAL”

Los tiempos recientes nos han permitido comprobar que la política no funciona igual cuando el crecimiento económico es casi del 4% que cuando súbitamente cae casi al menos 4%. Esto ha ocurrido en España en un lapso de tiempo inusitado conllevando, como es bien sabido, la salida forzada y abrupta de un paraíso en el que, si bien existían cosas como el paro y la pobreza, se podían disimular más o menos decentemente con gasto público. Se trataba de un gasto, además, que se podía producir y reproducir en los diferentes ámbitos de poder público del Estado… mientras las cosas iban bien o parecía que iban todo lo estupendamente que la fe inmobiliaria de los distintos gobiernos quería creer.
 Como ahora también sabemos todos, las cosas no iban bien en absoluto. No es sólo que el potente crecimiento de la economía española se estuviera produciendo sobre bases ciertamente inciertas sino que, lo que es más grave a la larga, trajo aparejada una cultura del capitalismo que se está demostrando ahora especialmente perniciosa. El gran historiador y pensador británico Tony Judt, en su ensayo Algo va mal, llamaba justamente la atención del público europeo sobre el cambio profundo de valores que se había producido en el continente desde mediados de los años ochenta y que, en buena medida, contradecía una historia europea post-bélica que había diseñado un ámbito público poco menos que sagrado. Según Judt, la Europa reciente ha ido recorriendo más bien el guión diseñado entre el reaganismo y el tacherismo basado en un adelgazamiento notable del Estado en beneficio de un mercado más desregulado y una sociedad concebida más como conjunto de “agentes” que como ciudadanía. El resultado (y el análisis de Judt tiene el valor de haberse realizado antes de la hecatombe reciente) conduce hacia un modelo en el que lo público pierde el mismo peso que ganan los mercados en un escenario de despolitización creciente de la sociedad.
Mercado y diseño de Estado
Al mismo autor, sin embargo, en su monumental Postguerra, una historia de Europa en contexto mundial desde el final de la II Guerra Mundial, no se le escapaba un hecho que nos interesa muy particularmente para nuestro análisis: antes de esa “revolución” de finales de los ochenta y primeros noventa, en el escenario europeo que terminó con la “guerra fría”, entre mediados de los setenta y de los ochenta en el Mediterráneo se produjo otro no menos relevante cambio de fondo en ese escenario con la transición a la democracia de Grecia, Portugal y España. El tránsito español a la democracia se caracterizó, por un lado, por el peso económico que aportaba a la unión europea que se estaba trabando entonces y, por el otro, por el dinamismo político que la Transición implicó en un período de tiempo relativamente breve. Lo primero pudo verse en el distinto tratamiento que las potencias europeas conductoras del proceso de Unión Europea -sobre todo, por razones obvias, Francia- dieron a España, retrasando notablemente su incorporación (y a remolque la de Portugal). Lo segundo se hizo patente en la conformación de un modelo de organización del Estado que constituyó una nueva declinación del viejo tema europeo centralismo/federalismo y que, en poco tiempo, llevó a un sistema altamente descentralizado y con presencia esencial de partidos nacionalistas en el gobierno de partes significativas del Estado español.
 Pues bien, combinando ambas aportaciones del tristemente desaparecido historiador británico podemos concluir que en España se accedió definitivamente a un modelo de Estado de bienestar en el momento en que en Europa comenzaba su propio cuestionamiento. A Mister Marshall se le dio finalmente la bienvenida en España desde mediados de los ochenta, sólo que no se trató del “amigo americano” sino del europeo que con mano generosa contribuyó a una modernización del país de una intensidad histórica. Nunca antes en la historia contemporánea de España se dio un proceso tan condensado de modernización: desde los transportes al cine y desde las actitudes sociales a la política. Aquel ingente chorro financiero contribuyó notablemente a apuntalar una comprensión del Estado como proveedor de bienestar: ofrecía mejores transportes, una sanidad de calidad y generalización crecientes y una enseñanza que, aunque siempre dejó que desear en cuanto a la calidad, sí incrementó su difusión y extensión (piénsese sólo en el número de universidades creadas en esas décadas). La nota peculiarmente española de este proceso de acceso a la cultura europea del Estado del bienestar se derivó precisamente de la también peculiar transición política, con su resultado constitucional de 1978: el Estado era, en realidad, una estructura compleja en la que los territorios acabarían controlando una buen parte del poder público. Nada más alejado de mi planteamiento que hacer coro a declaraciones agónicas sobre el Estado en España (del tipo “el Estado ha dejado de existir” o “el Estado no cumple sus funciones primarias”). Al contrario, entiendo que Estado hay tanto como el que tendríamos con una  constitución centralista, sólo que lo tenemos dispuesto de otro modo. La cuestión que hay que considerar es si es ésta la manera en que es más conveniente organizarlo.
Sin embargo, creo no equivocarme al afirmar que la mayor parte de las intervenciones críticas con el diseño actual del Estado han provenido de quienes más han animado precisamente la idea de una vacuidad del Estado en España y promovido la perentoria necesidad de que el poder central recupere capacidades que, dicen, nunca debió renunciar. Parecería que el Estado de las autonomías fuera un buen invento sólo para época de vacas gordas, pero no para tiempos de estrecheces, lo que demuestra como ningún otro indicio lo lejos que está este modelo del federalismo. En buena parte de los casos los mismos gobiernos autónomos que hace cuatro años reclamaban del gobierno central mayores competencias (con su correspondiente tajada de la tarta fiscal) ahora están tratando ni más ni menos que de devolver al Estado aquellas competencias (eso sí, ya sin una tajada fiscal que no existe). Diríase que el Estado, desde este punto de vista, sigue siendo visto como una suerte de padrinazgo al que recurrir en las duras y al que pedir en las maduras. Esto puede también hacerse de manera más sutil, como, por ejemplo, pedir al gobierno central (eso es “el Estado” en nuestra jerga política) que dé la cara ante una muy vigilante Unión Europea (léase aquí la nueva gendarmería europea organizada por Alemania y Francia en estrecha colaboración con el Fondo Monetario Internacional, no casualmente dirigido por una francesa) mientras los gobiernos autonómicos se dan un cómodo plazo para regularizar sus cuentas. El Estado de las autonomías parece, en fin, que puede permitir jugar al dispendio en época de billetera llena y esconder la cabeza y mirar para otro lado en momento en que casi no hay ni billetera. Es como si, en fin, se fuera muy Estado para gastar pero muy poco para decir a los ciudadanos y votantes en qué no se va a poder gastar ya.
Sociedad, política y economía
La cuestión que creo debemos plantearnos es si es esta la única posibilidad: renunciar a la autonomía en momentos de muy estrecha estrechez como la actual para volver a ensancharla cuando haya más recursos fiscales. Pienso que no, que justamente el momento presente nos debe hacer ver hasta qué punto un país que no puede ser centralista como el nuestro debe apuntar hacia salidas más federales. Esto no se deriva sólo (y diría que ni principalmente) de la situación económica que vivimos sino de las consecuencias de orden social y ciudadano que esta situación origina. Nada mejor para despertar conciencias que el añadido de un horizonte de desempleo e insolvencia económica asegurada para hacer frente a hipotecas y proyectos personales. El movimiento 15-M es una reacción puramente social (es decir, no inducida por partidos u organizaciones sindicales, ni siquiera los más antisistema) a un problema económico nacional de enorme magnitud generado en buena medida en la política. Lo interesante de este movimiento es que está mostrando que el calado de la crisis puede alterar la relación de prioridad entre sociedad, política y economía al plantear abiertamente (en la plaza del Sol de Madrid, a unos metros de la sede de la soberanía nacional) que si el gobierno, como casi todos los demás gobiernos, cedió a la presión de “los mercados” porque “los agentes” valoraban positivamente que se adoptaran determinadas medidas (como bajar el sueldo de los funcionarios, congelar pensiones o recortar beneficios sociales varios), tenía desde ese quince de marzo enfrente también a una sociedad decidida a recuperar cotas de ciudadanía y, por tanto, también con algo que decir al respecto al gobierno, al parlamento y, sobre todo, a “los mercados” y a “los agentes”. Es la actitud que prendió primero en Islandia con la negativa rotunda y por duplicado de los islandeses a pagar la factura de la ambición financiera, fuera esta islandesa, inglesa u holandesa. Aunque incomparable en términos cuantitativos, lo ocurrido a los especuladores ingleses y holandeses en el paraíso perdido islandés es muy similar al caso que protagonizó la empresa española Forum Filatélico: promesas de importantes rendimientos combinadas con apoyos públicos y una muy estudiada campaña de marketing y publicidad mientras, en realidad, se estaba deliberadamente sobrevalorando exageradamente el activo propio: en un caso fueron hedge funds y en el otro sellos. Lo relevante es, a mi juicio, que los islandeses decidieran muy democráticamente que el desaguisado lo pagara quien lo había provocado, aunque ello implicara que ávidos inversionistas europeos se quedaran con cara de tontos.
La lección parece clara desde el punto de vista de la política: del mismo modo que cotidianamente se prestan oídos y se obedece a esos entes de razón llamados “mercados” o “agentes”, los gobiernos deberían hacer lo propio con sus ciudadanías respectivas. Si los mercados tienen formas de hacerse visibles y audibles y de influir tan poderosamente en la política desde espacios tan en absoluto políticos como un parqué de bolsa, la ciudadanía cuenta hoy con mecanismos de sociabilidad casi inmediata que dejan sin justificación el viejo argumento de la impracticabilidad de un referéndum cotidiano. Es, por desgracia, lo contrario de lo que decidieron hacer los gobiernos europeos, empezando por Grecia y terminando (de momento) por España e Italia. Antes de apelar a la voluntad ciudadana para dar respuesta a un desafío de envergadura como pocos, han preferido plegarse (aquí da ya igual la orientación ideológica de los dirigentes) a “los mercados”. Obedientemente primero dieron con suma largueza fondos a los bancos para luego, cuando “los mercados” (en buena medida esos mismos bancos) les afearon el poco dinero que les había quedado, empezar a recortar a tijeretazo limpio el Estado de bienestar. En todo ello, como digo, ni la más leve apelación a la voluntad de sus ciudadanos. Al parecer, la más que posible quiebra financiera de un Estado es menos relevante que ingresar o no en la OTAN. Sin embargo, tenemos paradójicamente muchos más medios ahora que en 1982 de participar democrática y federalmente en decisiones que nos atañen tan directamente. Como se ha demostrado recientemente en varios escenarios -el norte de África es un ejemplo-, la sociabilidad política puede ser ya  técnicamente permanente. Ahí es donde, a mi juicio, debemos resituar las virtualidades de la autonomía y del federalismo.
 
La aguda observación de Toni Judt que mencionábamos antes acerca de la adopción de unos valores tremendamente individualistas y, a la vez, vocacionalmente antipolíticos se ha hecho realidad sobre todo en el ámbito europeo. Quien recuerde aquellos años de fervor europeísta que van desde nuestro ingreso en la CEE (1986) hasta anteayer tendrá bien presente que todo parecía apuntar en un principio a una federación política europea. Después de Maastricht (1992) entendíamos que aquella unión proyectada sobre la base de un espacio económico y monetario común debería lógicamente derivar en una suerte de constitución europea tendente a crear una efectiva federación de Estados europeos. Hubo trabajos adelantados al respecto, ciertamente decepcionantes, y todo acabó, no hace tanto, con José Luis Rodríguez Zapatero ya en la presidencia del gobierno, en una escena de opereta en la que los españoles votamos afirmativamente un texto de, al menos, pre-constitución europea que… ¿quién se acuerda de él? No sirvió absolutamente para nada. Todo se quedó estancado en términos constitucionales al tiempo que la Unión Europea seguía funcionando en términos económicos. El resultado final es éste: elegimos un parlamento europeo que no puede siquiera residenciar el gobierno de Europa, que no es otra cosa que un acuerdo más o menos formal entre jefes de gobierno y básicamente entre dos, Alemania y Francia… es decir: en cuestiones determinantes para nuestras vidas estamos gobernados, en realidad, por unos líderes del poder ejecutivo de dos Estados en los que la mayor parte de los europeos (y todos los españoles entre ellos) no tenemos la más mínima intervención. Casi veinte años después de Maastricht Europa se parece mucho más al decimonónico Zollverein (unión aduanera) alemán liderado por Prusia que a cualquier forma de federación. Al igual que el Zollverein tuvo su tálero (la moneda prusiana) y el gobierno de los Hohenzollern mandaba sin necesidad de una unidad política efectiva, nosotros tenemos un euro que se parece a un marco como dos gotas de agua y nuestra política pasa hilos muy gruesos por Berlín en vez de hacerlo por instituciones democráticas en Estrasburgo y Bruselas.
Federalismo: participación y autonomía
Este diagnóstico se revela estremecedoramente veraz en la situación de desamparo político que está viviendo Europa en la crisis presente. ¿Puede alguien señalar la más mínima iniciativa parlamentaria europea? ¿Se conoce alguna acción positiva de gobierno en el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, o del presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, fuera de alertar sobre incendios y catástrofes? De hecho, ni la prensa suele prestarles mayor atención, acercando a cambio micrófonos y cámaras a lo que hagan o digan los gobiernos de Alemania y de Francia. Estas preguntas resultan especialmente inquietantes en la medida en que lo que sí existe es una moneda común: la economía se sobrepone a la política y lo que acabamos teniendo en Europa en términos muy propiamente de cultura política europea es un gobierno o, como gusta el léxico moderno decir, una “gobernanza” europea que se asemeja más finalmente al despotismo que a la democracia. Afirmo esto muy conscientemente: la filosofía política europea desde la Ilustración temió justamente que existieran poderes políticos europeos no sometidos a control social, lo que significaba una capacidad de decisión sobre el crédito público, la moneda, la deuda o los presupuestos por parte de ejecutivos sin control de poderes representativos. ¿Reconocemos el escenario? ¿No es exactamente el que tenemos ante nuestros ojos hoy en día? ¿No estamos sometidos al dictado de decisiones personales con nombre y apellido: Angela Merkel y Nicolás Sarkozy, sobre todo de la primera?
No haré la afirmación facilona de que el mercado finalmente se tragó a la política. Al contrario, creo que el problema que tenemos ante nosotros es político antes que económico y que tiene que ver muy estrechamente con el asunto de este escrito, con la autonomía y el federalismo. Y es político ante todo porque la Europa de los mercados se ha creado sobre la base de una consciente decisión política de tener precisamente menos política y más mercado. El problema que esto ha acabado generando es que cuando se deja sola a la mano invisible ésta suele acabar apretando el cuello. En el ensayo de capitalismo salvaje de las décadas centrales del siglo XIX lo hizo hasta el punto de liquidar físicamente (matar de hambre, para entendernos) a buena parte de las clases no propietarias de Europa y hoy lo puede hacer -lo está haciendo ya- con las clases medias tan trabajosamente construidas en la Europa de la posguerra.
 Quién nos iba a decir que íbamos a estar en pleno siglo XXI repitiéndonos para nuestros adentros “al menos nos queda el Estado”. Con el panorama europeo de aguda despolitización y de la mano invisible haciendo de las suyas, no pocas miradas se han vuelto de nuevo al Estado nacional correspondiente buscando ahí las dosis de política que en Europa ni asoman. Lo han hecho casi todos los europeos prácticamente en desbandada y afectando a cuestiones de gobierno que no tienen que ver sólo con sus deudas soberanas y sus particulares -y egoístas- salidas a la crisis, sino también con cosas tan diversas como la política de inmigración o la agraria. Aunque obviamente este retorno al Estado-nación como depósito de confianza no soluciona mucho, es perfectamente comprensible ante las nulas posibilidades políticas que ofrece la Unión Europea.
No obstante no todo ha sido volver la mirada al Estado nacional respectivo para, apegados al más clásico de los guiones políticos, buscar en sus instituciones respuestas y salidas propias. Ha habido también en Europa respuestas sociales que se han dirigido contra el Estado y el modo en que sus instituciones trataban de salvar el pellejo a golpe de recorte. Esto ha sido, por la profundidad de su crisis y de las medidas de recorte social, especialmente visible en Grecia. El paisaje, sin embargo, al menos en principio, no parecía cambiar mucho respecto a lo tradicional: el gobierno (socialista!) tomando medidas al dictado de los bancos y de los tenedores de su deuda, y parte de la sociedad griega montando barricadas y protestando ante el parlamento. Lo habitual: cargas policiales, algo de fuego en las calles y cada uno a lo suyo, el parlamento a legislar recortes y los sindicatos y alternativos en la foto de prensa delante de la barricada. Hasta ahí aguanta y digiere el sistema sin mayor problema. Donde ese paisaje ha cambiado más notoriamente ha sido en Islandia -con el uso sistemático del referéndum para pasmo de bancos ingleses y holandeses y, también aunque con obligación de plegarse, de sus propios dirigentes políticos- y en España -con la manifestación reconvertida en campamento deliberativo. Ambos cambios de escenario son los que, a mi juicio, deben marcar el camino futuro de la política en Europa y sus Estados si no se quiere terminar de entregar la “gobernanza” a “los mercados”.
Tanto Islandia como España muestran dos hechos muy relevantes: que la política sí interesa, y mucho, a la sociedad y que tanto por mecanismos tradicionales como por novedosos, las formas de participación efectiva se pueden activar y reinventar. No creo que sea en absoluto casual el hecho de que estos movimientos sociales vividos intensamente en España desde el 15 de marzo de 2011 por vez primera en muchos años no han estado teñidos hasta la saciedad por el color de la identidad nacional. En Madrid, Barcelona, Valencia o Bilbao el fondo de la protesta ha sido común; y esto es lo relevante: tiene mucho que ver con la autonomía, aunque no esté la misma referida sólo ni principalmente a territorios o naciones sino a individuos. En efecto, la forma de organizar la protesta a través de debates en la plaza pública da mucho más relieve a la autonomía del individuo y a la socialización de su iniciativa política en distintos ámbitos.
No podemos saber en qué terminarán estas nuevas formas de protesta, pero sí detectar que en ellas se está expresando la imaginación política de manera distinta. Sería un escenario muy propicio para, efectivamente, preguntarnos sobre los límites del modelo de Estado que tenemos actualmente en España, pero no para proponer su desmantelamiento en regresión hacia formas más centralistas del Estado-nación sino para apuntar hacia formas más federales de participación ciudadana en la política. No es que se pueda hacer sino que se ha hecho: se ha mostrado cómo puede haber improvisadamente formas de acercamiento a la política que ni se imaginaban hace unos meses. Piénsese sólo en qué podrían traducirse estos ensayos si en vez de en la Puerta del Sol o en Plaça de Catalunya se articularan a través de mecanismos regulares de control ciudadano de la política.
Estamos con ello volviendo a un viejo tema de la teoría política que el liberalismo creyó cerrar hace unos doscientos años al afirmar con Germaine Necker (más conocida por el apellido de su marido, Stael) y Benjamín Constant que la presencia del ciudadano en el ágora era propia de formas antiguas de libertad y que lo moderno era la representación política que proporcionaba al ciudadano la seguridad de la libertad y la libertad del mercado: podía tener representantes en un parlamento que velaran por sus intereses y a la vez dedicarse a enriquecerse, que era de lo que se trataba. Eran los antiguos los que estaban personalmente en el ágora para poder ser libres, no los modernos que habían inventado algo tan útil como el parlamentarismo. El problema es que, finalmente, el parlamentarismo en su versión más deshinibidora de la política ha terminado por conducir a una forma política, la de la Unión Europea, que puede volverse más despótica que libertaria. Y dado que todo parece apuntar a que desde la propia Unión no van a venir los correctivos a esta tendencia, no cabe otra posibilidad que empezar de nuevo a construirlos desde los espacios federales de la misma Unión o, mejor dicho, desde lo que deberían haber sido sus espacios federales y que no son de momento más que segmentos de un mercado ingobernado.
Por supuesto ahí la agenda se abre a un abanico de medidas que la política tradicional va a tener que considerar en el medio plazo y que afecta de lleno a la forma como se ha entendido a sí misma: listas abiertas, distritos representativos (aunque se lleven por delante identidades irredentas), responsabilidad de los representantes, diálogo entre estos y sus representados, vehiculación parlamentaria de demandas sociales, duración de cargos públicos, etc. Pero también tendrá que repensarse la relación entre autonomía individual, federalismo local y territorial, compromiso nacional y -si cambiaran mucho las cosas en Europa- unión continental. Todo ello no es que no tenga sentido sino que no puede siquiera plantearse si previamente no se corrige la sumisión actual de la política al mercado. La mano invisible nos ha demostrado en repetidas ocasiones a los europeos en qué suelen acabar sus correrías cuando hace y deshace a su antojo. La política visible es la única que puede domesticar y controlar esa mano: usémosla.