Nelson Méndez , Profesor Titular de la Universidad Central de Venezuela en Caracas; integrante del Colectivo Editor de El Libertario [1995 – ]

«Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario, ¿para el pasado, para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino algo peor- el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él lo vaporizarían. Solo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?

… [Winston] volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:

Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios… Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:

Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, La Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar… ¡muchas felicidades!»

George Orwell, 1984

La inseguridad ciudadana es un problema que, sin duda, fue heredado por el gobierno de Hugo Chávez, producto entre otras razones de una inmensa deuda social históricamente acumulada con amplios sectores de la población. Pero no es menos cierto que ha venido agravándose bajo este régimen, al punto de ser considerada la mayor calamidad padecida cotidianamente por quienes habitamos en el país.

Las evidencias de la incompetencia gubernamental en la materia son múltiples: mantener el tradicional énfasis en las políticas represivas, la ausencia de una transformación estructural que disminuya significativamente la pobreza, la corrupción de los cuerpos policiales, la impunidad para los delitos cometidos por los poderosos –ya sean de la oligarquía tradicional o de la pujante “boliburguesía”, nacida al amparo de la “revolución” chavista- y un atroz sistema penitenciario destinado a castigar a los más pobres. Pero asimismo, la ambigua respuesta institucional tiene su origen en la instrumentalización estatal de la inseguridad como dispositivo de control de la sociedad. La permanente amenaza de la vulneración de la propia integridad, cierta o improbable, ha destruido los lazos formales e informales que constituyen el tejido social comunitario y han replegado a la gente a su esfera privada, abandonando el espacio público, ese ámbito en donde la transformación de la realidad presupone el acuerdo y la solidaridad con personas diferentes a uno.

La permanente coacción ejercida por la sensación de inseguridad sustituye el compañerismo por la desconfianza, disgregándonos en cotos privados, haciendo más fácil que nos controlen y manipulen. Por ello la relación de los individuos con la política y lo político, otrora ejercida cara a cara en el espacio de lo público, es mediatizada en nuestro caso por las imágenes televisivas y por la simulación de una participación, inocua y vaciada de contenido. Esta forma de política basada en el espectáculo mediático y en los acuerdos entre dirigentes a puerta cerrada, ha sido la que han privilegiado los dos bandos en pugna por ejercer el poder estatal en Venezuela. La polarización, construida y mantenida entre esas élites, ha permitido que unos pocos continúen decidiendo y oprimiendo a una mayoría, encerrada en sus hogares y temerosa de salir para exigir, defender y conquistar sus derechos. Mientras la policía y los delincuentes de todo pelaje – entre ellos los políticos profesionales – continúen gobernando la calle, para hombres y mujeres de abajo será mucho más difícil combatir miserias y desigualdades. El resultante toque de queda autoimpuesto sugiere la validez de la noción de que para controlar las mentes es necesario, a su vez, controlar los cuerpos.

Frente a la tolerancia oficial sobre los crecientes niveles de violencia criminal, y su uso como herramienta disuasiva de la libre organización, contrasta que el Estado venezolano ha incrementado sus políticas tendentes tanto a la concentración de poder como a preservar su propia seguridad. La creciente compra de armamentos, la legalización de milicias paraestatales, la ampliación de potestades de los comandos militares regionales en menoscabo de las autoridades civiles, son iniciativas destinadas a mantener y asegurar el orden interno frente a cualquier descontento popular. En igual dirección se inscribe la cesión de funciones policiales a consejos comunales y redes sociales, trabajo de vigilancia y delación que hay que rechazar y denunciar enérgicamente. De esta manera el gobierno bolivariano refuerza la tendencia global: a mayor seguridad de Estado, menor seguridad personal.

Desmitificar y comprender

Pese a la magnitud alcanzada por el problema de la inseguridad personal, al revisar la literatura disponible así como los discursos de los diferentes actores políticos se revela otra realidad: la absoluta incomprensión del fenómeno. Un extraño consenso afirma que deben enfatizarse los esfuerzos en incrementar el tamaño y los recursos de los cuerpos represivos. Esta orfandad de visión y discurso es aún más clara en sectores bolivarianos, quienes proclaman que si el problema se hace tan visible es por las malintencionadas campañas mediáticas de sus adversarios políticos. En cambio, la violencia criminal sufrida por el país desnuda nuestra crisis como sociedad y el desgaste total del modelo económico y cultural basado en la renta petrolera. Un entendimiento de sus diferentes dimensiones permitiría, entonces, allanar los diferentes caminos para revertirla. En tal sentido, estimamos que el informe presentado a finales del año 2007 por el Observatorio Venezolano de Violencia [O.V.V. 2007], iniciativa coordinada por el Laboratorio de Ciencias Sociales (LACSO) de la Universidad Central de Venezuela, es el esfuerzo más rigoroso en entender su génesis y presentar cifras acerca de su realidad.

En primer lugar, como bien lo hace patente el estudio, la violencia urbana es un problema de alcance mundial, por lo que se ha convertido en un objeto de investigación para diferentes organismos multilaterales y nacionales. El modelo utilizado por el LACSO para explicar la violencia en América Latina, válido para Venezuela, posee tres niveles. El primero es de tipo estructural, referido a procesos sociales de carácter macro y de larga duración, siendo considerado como el que aloja los factores originarios de la violencia. En este gran nivel se encuentran seis factores: el aumento de la desigualdad urbana, de la educación y del desempleo, así como el incremento de las aspiraciones, los cambios experimentados en el núcleo familiar y la pérdida de vigor de la religión católica como factor de control social.

En la década de 1980, y vinculado a la aplicación del recetario de políticas neoliberales, ocurrió un especial incremento de la pobreza en las zonas urbanas del continente. Estas mismas ciudades han ofrecido un mayor acceso a la educación que las zonas rurales, por lo que a pesar de las limitaciones, los números para las grandes ciudades latinoamericanas indicaban que un 86% de los jóvenes habían finalizado su educación primaria. Pero esta mejora educativa no ha representado mejores oportunidades para conseguir empleo ni para aumentar sus niveles de vida. La imprecisa e inadecuada inserción en la sociedad de esta masa de adolescentes semi-escolarizados, ha sido una fuente importante de violencia en la región. Estos jóvenes que se encuentran fuera del mercado formal de trabajo no tienen menos expectativas que los demás. A diferencia de las generaciones anteriores, cuyo origen rural fue transformado por la migración a las ciudades, los adolescentes actuales – principales víctimas y agentes de la violencia – crecieron en un mundo en el que la cultura de masas les impuso metas de consumo. Por ello, en los diferentes estratos sociales existen similares expectativas pero diferentes posibilidades de cumplirlas. La familia, por su parte, ha perdido fuerza en su función de control social por las transformaciones que ha sufrido, como por ejemplo el aumento de hogares con un solo responsable (por lo regular la madre), y el hecho de que los jefes de familia deban cumplir jornada laboral lejos del hogar. Una de las consecuencias de esta situación es que los jóvenes deban crecer en la calle, a disposición de los delincuentes profesionales. Por último, la religión ha dejado de ser una fuerza inhibidora de la violencia, y el retroceso de su influencia no ha sido sustituida por una moral laica que disuada los comportamientos criminales.

El segundo nivel del modelo explicativo es uno de tipo medio en la estructura de la sociedad, con una raíz estructural menor que el anterior y en donde las situaciones específicas contribuyen al incremento de la violencia por impulsar comportamientos que la agravan. Estas situaciones son la segregación y densidad urbana, el narcotráfico y la cultura patriarcal del machismo.

Las ciudades latinoamericanas en general crecieron lentamente durante los primeros años del siglo XX. La vertiginosa urbanización no planificada posterior generó una alta densidad en las ciudades, motivando conflictos y agresiones por la falta de espacio para el desarrollo de la vida y consolidando territorios de arquitectura tortuosa, escenario propicio para el crecimiento de las bandas criminales. A nivel regional, los hombres sufren una tasa cinco veces mayor de homicidios que las mujeres. La cultura de la masculinidad extendida en el continente ha favorecido las actuaciones violentas y la exposición a la violencia. Esta ideología machista adquiere dimensiones especiales durante la adolescencia, período en el que se construye la identidad de quienes no desean ser objeto de burlas y desprestigio social por mostrar comportamientos “inapropiados”. Así, la cultura del reconocimiento de la virilidad por parte de sus pares, adquiere relevancia, por lo que la característica de “ser violento” es un modo de crecer y tener reconocimiento en su contexto. En última instancia, el mercado de la droga –mucho más que su propio consumo- ha demostrado ser un gran catalizador de la violencia. El control territorial de los espacios de venta, por parte de los vendedores, es fuente de centenares de víctimas en el continente. Por otra parte, estos mercados originan otra baja colateral: la cadena de justicia institucional, que es corrompida y neutralizada por los narcotraficantes, promoviendo la impunidad a todos los niveles.

La tercera franja de la violencia son los factores microsociales, encontrados en el individuo, y que facilitan los comportamientos violentos, haciéndolos más dañinos y letales, posibilitándolos y potenciándolos. El primero es el incremento de la posesión de armas de fuego en la población, estimándose en América Latina la existencia de entre 45 y 89 millones de armas en manos de la población civil. En segundo lugar el consumo excesivo de alcohol, el cual actúa como un desinhibidor, reduciendo las barreras y represiones que la cultura ha internalizado en el individuo. En último lugar un factor más subjetivo: la incapacidad de la expresión verbal de los sentimientos. Quienes no pueden expresar su molestia con palabras, una debilidad según el imaginario machista latinoamericano, la expresan con actos. De esta manera se ha impuesto un mecanismo sustitutivo de sus sentimientos y deseos.

El caso venezolano

La violencia no fue problema importante de salud pública en Venezuela hasta fines del siglo XX. Durante décadas la tasa de homicidio osciló entre seis y diez muertes por cada cien mil habitantes, ocupando por ello un discreto lugar en el ranking de la violencia en el continente. La mayor parte del siglo XX venezolano fue tiempo de movilidad social ascendente y mejora de las condiciones de salud de la población, en donde el papel dominante en la economía era protagonizado por la creciente renta petrolera, situación revertida a comienzos del decenio de 1980, cuando arranca una crisis económico-social extendida hasta el día de hoy. A partir de entonces la sociedad en su conjunto se volvió más pobre, inestable y violenta. En dos décadas los homicidios se multiplicaron por diez. Para principios de los años ochenta los homicidios casi alcanzaban a 1.300 muertos anuales. Veinte años después la cifra remontaba a los 13.000 asesinados. Para el informe que glosamos, este período es el de la incubación de la violencia.

Para la campaña electoral presidencial de 1988 hubo un debate simbólico que pretendía revivir los años de la abundancia. Por ello el contraste entre la imagen de un candidato – Carlos Andrés Pérez – que se ofertó como populista y distribucionista, y lo que hizo una vez electo gobernante, tomando medidas económicas de corte neoliberal, tuvo mucho que ver con la revuelta social del 27 de febrero de 1989, el “Caracazo”. Luego, otras rupturas importantes del pacto social como fueron los intentos de golpe de Estado de 1992, influyen en el aumento de la violencia delincuencial. Entre los golpes de 1992 y el inicio del gobierno de Rafael Caldera en 1994, casi se duplicaron los homicidios en el país, con lo que su tasa llegó hasta las 22 víctimas por cada cien mil personas. Cuando, en este tiempo, se supera la barrera de los cuatro mil homicidios anuales en el país, Venezuela es incluida en los estudios de la Oficina Panamericana de Salud sobre violencia.

En 1998, año de comicios presidenciales, en Venezuela se cometieron 4.550 homicidios. Seis años después la cifra era tres veces más, 13.288 homicidios. De 22 víctimas por cada mil personas se pasó a 55, un aumento que no puede calificarse como parte de una tendencia “normal” o una casualidad. Para los investigadores de LACSO, la crisis política de los últimos años ha empujado a la violencia y, por otra parte, el gobierno ha sido ambiguo en atacar la problemática. Por un lado, el discurso del propio Chávez ha sugerido justificaciones para ciertos delitos, como el robo por necesidad, pero a la hora de ejecutar políticas su gobierno da prioridad al aspecto represivo. A esto hay que sumar el empeño gubernamental en minimizar el problema y maquillar las estadísticas, a pesar de lo cual encontramos que el principal vocero del LACSO y el OVV, en declaraciones de prensa al final del 2010, hacía pública la estimación de unos 17.600 homicidios para ese año [O.V.V. 2010].

En un contexto de violencia política –simbólica, verbal y real- y de polarización, la violencia de las bandas delictivas, y de la propia policía, tenderá a incrementarse. Sin embargo, la desarticulación de la misma debe atender sus orígenes sociales y entender que su principal caldo de cultivo es la pobreza y desigualdad de la población. Para vivir en paz y acabar con la violencia haría falta una verdadera revolución.

Remedios que fortalecen la enfermedad

El fracaso de los gobiernos venezolanos de las tres décadas recientes al enfrentar el tema de la violencia criminal, se vincula con que no han procurado seriamente –porque no lo han creído posible- la reducción del crimen, sino que sólo buscan “aminorar la sensación de inseguridad”, entonces los “operativos” y “planes” no se ejecutan donde están los criminales… sino donde se encuentran los ciudadanos cuya opinión se quiere impactar. [Uzcátegui 2010]. Es así como los controles policiales con sus conos fosforescentes y sus efectivos revisando vehículos y solicitando documentación, son instalados en las avenidas principales, en las urbanizaciones, plazas y redomas, bien lejos del área de actuación principal del hampa. Cuando extrañamente se realiza un operativo donde están los hampones es una movilización excepcional, con despliegue de cobertura por los medios de difusión masiva, porque –al igual que el “operativo” en la avenida principal- tal incursión no busca combatir y mantener limpia de crimen una zona, sino crear un impacto de opinión. Desde una óptica convencional el sector de la población que más genera opinión, que más acceso tiene a los medios de difusión, son las capas medias. Para tratar de cambiar la opinión de ese sector sobre el desastre de la inseguridad, los gobernantes del patio han desarrollado una “política” que en realidad se reduce a las alcabalas en las avenidas y a fugaces incursiones televisadas en los barrios.

Es una estupidez mayúscula encarar un problema allí donde no está. Lo primero que hay que hacer es ubicar en qué espacio, en qué área, en qué lugar está ocurriendo lo que hay que enfrentar. Todos los estudios de victimización que existen indican que siete de cada diez víctimas del hampa desbordada caen en los barrios. En consecuencia, una política de seguridad que en vez de hacerse “buena prensa” busque salvar vidas tendría que tener a los barrios como escenario preferente de sus esfuerzos.

Ahora bien, ubicados los barrios como el espacio preferente para el combate contra el hampa, ¿qué hacer allí? Cuando la policía va a los barrios, generalmente lanzan redadas indiscriminadas. Paradas de autobuses, camionetas y rústicos que cubren rutas troncales se ven asediadas por funcionarios exigiendo documentos de identidad y sometiendo a pasajeros y transeúntes a requisas, muchas veces humillantes. La gente del barrio es tratada como criminales, mientras los auténticos delincuentes disfrutan del espectáculo desde la seguridad de sus guaridas. Las pocas, poquísimas veces que la fuerza pública se aproxima a los escondites de los criminales lo hacen con las luces de las “cocteleras” encendidas y las sirenas a todo volumen, como diciendo “aquí vamos, escóndanse o váyanse, no los queremos encontrar…”

Si el mal es el delito y el terreno son los barrios, lo que supuestamente no debe hacerse es hostigar a toda la población, irrespetando a quienes merecen protección en vez de nuevas agresiones. Lo que procedería es ubicar los focos. Y en los barrios tales sitios son bien conocidos: los lugares en que se vende piedra, crack, cocaína y hasta heroína; las “conchas” en las que se suele guardar y repartir el botín de robos y asaltos; los lugares para “enfriar” vehículos robados, los “deshuesaderos” para tales vehículos cuando son destinados a la venta de repuestos e incluso los lugares para la quema de aquellos que son utilizados para cometer otros crímenes; todos esos núcleos de la actividad criminal son más que conocidos por cualquiera que viva o visite el barrio, con la curiosa excepción de los atolondrados integrantes de la fuerza pública.

Ese sospechoso despiste policial debe tenerse en cuenta al considerar la relación de violencia criminal con narcotráfico y armamentismo. Es claro según las estadísticas, que un enorme porcentaje de los caídos son víctimas de armas de fuego, y que en la inmensa mayoría de los casos los victimarios se encuentran bajo efecto de las drogas (o están protegiendo o intentando agrandar el área en que controlan su tráfico y distribución). Pero  lo cierto es que el desarme (como política de Estado, no como “operativo” ejecutado para las cámaras y por cortos períodos) y la real destrucción de circuitos mayores del narcotráfico, tropiezan con el insuperable obstáculo de las múltiples complicidades y relaciones simbióticas entre organizaciones delictivas y quienes hipotéticamente deben combatirlas [ver Hernández Parra 2010]. De seguidas, veamos este tema con algo más de detalle.

Corrupción e impunidad policial en el “Socialismo del Siglo XXI”

La Comisión de Política Interior de la Asamblea Nacional que debatió en mayo de 2010 el tema de la inseguridad (ver nota de prensa en http://www.guia.com.ve/noticias/?id=61818), concluyó que: “bandas enquistadas en los cuerpos de seguridad del Estado, dirigidas por funcionarios de alto nivel, están detrás de la ola de secuestros que sacude el país”. Un diputado del partido de gobierno, fue categórico y preciso, cuando acusó “…a elementos de las policías de los estados Guárico y Anzoátegui, del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) y de la Guardia Nacional de orquestar los raptos. …Los cuerpos de investigación están infiltrados por el hampa y no hacen su trabajo bien para que los secuestradores salgan libres”. Para evidenciar los beneficios de esa actividad ilícita, otro diputado oficialista describió la realidad muy notoria del nivel de vida ostentoso: “Hay funcionarios que tienen grandes camionetas, apartamentos playeros, lanchas y motos de agua”.

Las fechorías cometidas por los cuerpos policiales del país, incluida la Guardia Nacional Bolivariana (fuerza militar con funciones policíaco-represivas), fueron reconocidas por el Fiscal General de la República en su informe del 2008 [F.G.R. 2008], donde reportó que “se cometieron 33.259 (100%) casos de violación de derechos humanos por lesiones, violación de domicilio, privación de libertad, acoso u hostigamiento, tortura, desaparición forzada, denunciados ante las fiscalías del país en el periodo 2000 – noviembre 2007. En estos delitos estuvieron involucrados 18.313 funcionarios policiales y militares con saldo de 33.252 víctimas”. Del total de esos delitos contra los DD.HH., 18.106 (54,5%) correspondieron precisamente a tropelías relacionadas con la “industria de la siembra de delitos”, que describiremos más adelante. Como puede verse, estas cifras comprenden solo los casos conocidos por la Fiscalía, pero no incluyen las llamadas cifras negras del delito, que son la “cantidad de incidencias no denunciadas ante un ente público”, que a juicio de los propios investigadores elevarían el doble de las cifras denunciadas.

El modus operandi de la siembra de delitos es bien conocido, tanto por víctimas como por fiscales. En la primera fase se crea un “colchón delictual” a una persona ya seleccionada con base a sus ingresos, algún antecedente penal y/o disputa previa; luego en un punto de control o una alcabala, una comisión policial detiene al ciudadano bajo cualquier pretexto y se dispone a extorsionarlo bajo amenaza de sembrarle drogas, armas o llevárselo preso si no accede a las peticiones financieras de los funcionarios y a la advertencia de no denunciar. El allanamiento sin orden judicial, el secuestro exprés y hasta el supuesto “enfrentamiento” (hacer armas contra la policía), son algunos de los mecanismos de siembra más utilizados. Basta que cualquier ciudadano de este país, especialmente joven, sea detenido y se le abra un expediente que engorda con posteriores detenciones por cualquier motivo, y así van armándole un “colchón delictual”,  conocido en lenguaje jurídico como antecedentes penales o policiales, que salen a relucir en boca de funcionarios policiales y periodistas asociados para justificar la siembra del delito o la muerte del “peligroso delincuente abatido cuando enfrentó a la comisión policial”.

El verdadero “autoabastecimiento agrícola”

Entre julio del 2008 y julio de 2009, la Vicepresidencia de la Republica bajo el mando del mismo ex-Ministro de Agricultura Elías Jaua que prometió, y fracasó, con el autoabastecimiento agrícola, realizó la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Ciudadana 2009 [ENVPSC 2009]. Este informe fue publicado en mayo del 2010, y las cifras que arroja pueden asombrarnos ante el desmesurado auge de una “agricultura” que siembra delitos y violencia policial en todos los estados de Venezuela.

Según esa encuesta, referida sólo al período de un año, en el país se registraron 2.364.452 delitos, incluyendo las cifras negras (delitos no denunciados), con 1.826.718 (100%) reportados oficialmente. En 1.184.499 (64%) de los casos en que se le preguntó a las víctimas “si la persona que cometió el delito era policía o Guardia Nacional”, “ésta no sabía o no respondió”; pero en los 642.219 (100%) casos donde las victimas identificaron al autor del delito en 219.202 o sea en el 33,13 %, señalaron a la policía, Guardia Nacional u otros cuerpos policiales como autores del hecho. De estos casos, 55.506 son por amenazas y 1.639 de extorsión –las fechorías asociadas más directamente a la “siembra”-. Esto permite concluir que al menos uno de cada cuatro delitos es perpetrado directamente por funcionarios de los cuerpos represivos.

Estos guarismos son la prueba más contundente de cómo el delito en Venezuela tiene su principal protección y amparo en el Estado, con estrecha participación de fiscalías, jueces y tribunales que en última instancia son los encargados de dar cubierta legal a la siembra y la impunidad. No se debe olvidar que la mayoría de los jueces y fiscales, incluido el Tribunal Supremo de Justicia, son designados directamente por el Presidente y la camarilla político-militar dirigente del PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela), con la aprobación sumisa de la Asamblea Nacional.

La floreciente industria de la siembra de delitos es una de las formas modernas de redistribución de la riqueza nacional, permitida, protegida y estimulada por el Estado. En cierto modo, el funcionario público civil o militar en su radio de acción especifico “recauda” directamente de la población la parte del botín que le es permitida. Esta complicidad estatal tiene una doble finalidad muy clara. De un lado, pone a su disposición una amplia banda de forajidos pagados por quienes son sus víctimas. Esos “ingresos extras” que perciben los funcionarios delincuentes contribuyen a disminuir presiones derivadas de reclamos policiales por aumento salarial. Por otro lado, el Estado establece una complicidad solapada con quienes realizarán el trabajo sucio en el momento que así se requiera, como ha sucedido a lo largo de la historia del país. Y si a esto se une la impunidad en tantos casos de homicidios y secuestros cometidos por policías y funcionarios, pareciera que estamos ante un modelo de Estado delincuente dispuesto a arremeter contra todo, y contra todos, en su misión básica de garantizar la “paz y seguridad” del orden interno necesarias para la “normalidad” de la opresión y la explotación.

¿Y si todos fuésemos policías?

Intentando dar contenido a las autodefiniciones de este régimen como “socialista e impulsor de la participación protagónica del pueblo”, no han faltado personeros del gobierno asegurando que resolver el problema de la inseguridad pasa por unir al ciudadano común con los cuerpos policiales del país, a través de la promoción de iniciativas como la “inteligencia social” o la “policía comunal”. Ahora bien, ¿Cuál es el resultado real de involucrar a las colectividades en los planes de seguridad ciudadana? ¿Es ésta una tarea de las comunidades?, ¿Qué consecuencias adicionales conlleva delegar en ellas funciones policiales?

Dos investigadoras de la Universidad Central de Venezuela han realizado un estudio sobre el terreno [N. Pérez y G. Núñez 2008], con la finalidad de “caracterizar la participación comunitaria como estrategia de prevención del delito y la violencia mediante la identificación de sus beneficios, limitaciones y riesgos”. La pesquisa toma la experiencia del barrio La Bombilla, en Caracas, donde fue aplicado por primera vez el Plan Integral Nacional de Seguridad Ciudadana, de octubre de 2004 hasta diciembre de 2006. Dicho plan consistía, como lo relatan los resultados, en la colocación de un punto de control en el sector, a cargo de funcionarios de la Guardia Nacional. Además, se promocionaba la realización de denuncias anónimas sobre personas o hechos irregulares, la organización de Jornadas de Prevención Integral, y diversas actividades generadas entre los cuerpos de seguridad y los habitantes del sector.

Las investigadoras detallan los hallazgos negativos que resultaron de su indagación, a saber:

– Planes y estrategias de tipo transitorio: se interviene por un período determinado, sin perdurabilidad en el tiempo, en zonas donde se registra una alta incidencia de delitos violentos.

– Dependencia y centralización: por un lado, las experiencias desarrolladas suponen una alta subordinación por parte de la comunidad hacia las instituciones estatales, pues al detenerse el plan los habitantes no tienen la posibilidad de mantener los programas tendientes a reducir el delito. Por otro lado, es una política planificada y dirigida desde el gobierno central, contradiciendo los postulados de la participación ciudadana.

– Debilidad en los nexos establecidos y falta de reciprocidad: al finalizar la aplicación del plan no se solidificaron los lazos ni se establecieron redes sólidas de comunicación y relación entre los miembros de la comunidad.

– Participación comunitaria centrada en la transmisión de información: la participación comunitaria se limitaba a notificar a los organismos represivos sobre las situaciones o personas consideradas peligrosas en el sector, básicamente a través de las llamadas actividades de inteligencia social, eufemismo que designa a la delación o “sapeo”.

– Poca sistematización de la estrategia: Los planes desarrollados no respondían a una estrategia nacional, ni contaban con una planificación a medio y largo plazo. No se acordaron compromisos, tareas y metas entre los diversos actores involucrados. Tampoco se contaron con indicadores claros que revelaran la eficiencia o no de la gestión.

– Militarización de los espacios de socialización: mediante la instalación masiva del componente militar en las zonas populares se pretende reducir las oportunidades para la ocurrencia del delito. Esto supone la intromisión de lo militar en lo social a través del uso (o amenaza de uso) de la represión ejercida por este componente armado.

– Énfasis de la prevención en la inteligencia social: se le otorga una gran importancia a las redes de inteligencia social como mecanismo en el que la ciudadanía transmite información a los funcionarios. Esto supone la manipulación discrecional de datos de algunos sectores para la satisfacción de sus propios intereses, y por otro lado, la puesta en peligro de la vida e integridad de quienes suministran la información, sumando tensiones sociales a las ya existentes.

Pérez y Núñez concluyen que la implementación del plan desvirtuó el sentido de la participación ciudadana, limitando la prevención del delito a cumplir la función de “sapeo”. Se debe impulsar “la conformación de redes sociales que respondan a imperativos éticos basados en la promoción de la convivencia y la solidaridad, muy distintas a las actuales redes basadas en la delación y la desconfianza (redes de inteligencia social) que facilitan las labores (represivas) de los cuerpos de seguridad policial (…) mientras se continúe acudiendo a la eficacia simbólica del despliegue militar en los espacios comunitarios, sería ingenuo pensar – al menos en un contexto democrático – que la prevención del delito y la violencia es posible”.

Un par de reflexiones finales

1.- El Estado venezolano, aún cuando se proclame «socialista» y expresión del «poder popular», ante el problema de la inseguridad reproduce la respuesta política esencialmente represiva propia del capitalismo, «solución» centrada en la policía, en el control social autoritario y en el aparato carcelario. Lo primero es sin duda un absurdo, pues de los datos disponibles se concluye que en Venezuela es más probable la comisión de un acto criminal por parte de un funcionario policial que de una persona que no lo sea. En cuanto al control social, más atrás hemos asomado cómo la violencia combinada de delincuentes y represores favorece la pasividad política del pueblo llano, al que se busca mantener en la inacción por el miedo y el despojo de los espacios públicos. Y si de cárceles se trata, no hay duda que, a pesar de tantas anuncios de reforma penal y promesas de «humanizar» las prisiones, las bárbaras cárceles venezolanas (como las de cualquier lugar del mundo) sólo sirven para degradar aún más a casi todos los que pasan por allí, incrementando y perfeccionando sus habilidades delictivas y su sociopatía [ver Montes de Oca 2010].

2.- Una lapidaria sentencia de Domingo Alberto Rangel nos recuerda que «cuando el capitalismo no puede resolver un problema, lo convierte en negocio», y de ello hemos sido testigos en el tema de la inseguridad, pues vemos como ante la agudización de su incidencia florece una panoplia de empresas que lucran con la oferta de equipos, servicios y/o personal para la salvaguarda de personas y bienes, atendiendo a un mercado que se ha extendido sin pausa de arriba a abajo en la escala social, filón prospero a más no poder en Venezuela tras 12 años de «socialismo del Siglo XXI». Esta mercantilización del enfoque represivo ha servido también para reforzar su preeminencia en la sociedad, inclusive en los sectores populares, por lo que tantas voces de todos los niveles de la colectividad se han convencido en que no hay otra salida que incrementar esa misma represión y control social por el Estado que está en el origen del problema.

En conclusión, la «solución» represiva -aplicada tanto en el capitalismo liberal como en esa versión “ingenua” de capitalismo burocrático que padecemos en Venezuela- es del todo inadecuada en tanto no resuelve los problemas reales y aún los acentúa hasta lo grotesco. Reforzar instancias de poder estatal que desde sus raíces están imbricadas al fenómeno delictivo solo servirá para agravar un problema que los investigadores apenas empiezan a comprender, ante el cual desde las perspectivas radicales de cambio social debemos ir construyendo respuestas concretas que apuesten a las cartas de acción directa, autogestión y solidaridad de oprimid@s y explotad@s.

Referencias:

El Libertario [1995- ]. Caracas, (64 ediciones impresas hasta septiembre de 2011, la mayoría de las cuales son accesibles en www.nodo50.org/ellibertario).

ENVPSC [2009]. “Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Ciudadana 2009”, en   http://infovenezuela.org/encuesta-INE-inseguridad.pdf

Fiscal General de la República [2008]. “Informe Anual”, en www.ministeriopublico.gob.ve/web/guest/informe-anual-2008

Hernández Parra, Pablo  [2010]. “Impunidad policial en Venezuela 2000-2009”, en www.soberania.org/Archivos/Impunidad_y_violencia_policial_venezuela_2000-2009.pdf

Montes de Oca, Rodolfo [2010]. “Anarquismo y cárceles”, en http://corazondefuegorecs.files.wordpress.com/2010/05/anarquismo-y-carceles_web.pdf

Observatorio Venezolano de Violencia [2007]. Violencia en Venezuela. Caracas, Editores: R. Briceño-León y O. Ávila; LACSO-UCV. 326 p.

Observatorio Venezolano de Violencia [2010] Declaraciones de prensa durante el año, recopiladas en http://informe21.com/observatorio-venezolano-violencia-0

Pérez, Neelie y Gilda Núñez [2008]. “Participación comunitaria en la prevención del delito: Experiencias recientes en el área metropolitana de Caracas”, en www.gumilla.org/biblioteca/bases/biblo/texto/SIC2008702_61-63.pdf

Uzcátegui, Rafael [2010]. Venezuela: La Revolución como espectáculo. Una crítica anarquista al gobierno bolivariano. Caracas – Madrid – Tenerife – Buenos Aires, (varios coeditores), 275 p. (También en www.megaupload.com/?d=53P1QQKZ).