Paco Marcellán

Siria está constituyendo el eslabón más dramático de la primavera árabe, esa cadena de luchas por acabar con regímenes corruptos y autoritarios. El análisis de lo que allí aún sucede se convierte en poderoso elemento de reflexión sobre las fuerzas en presencia no solo a nivel local, sino en el juego de la política y las relaciones internacionales.

De la primavera…

Mediáticamente, las respuestas de los pueblos tunecino y egipcio a la crisis económica y social generadas por el inmovilismo y dependencia de sus gobiernos dictatoriales con fachadas democráticas, que recibían el aval de la Unión Europea y Estados Unidos, en tanto en cuanto muros de contención de las potentes corrientes islamistas sólidamente instaladas en sus respectivos países, se reflejaron en la denominada “primavera árabe”, que generó movimientos similares en Marruecos y algunos países del Golfo con una alta dosis de espontaneidad articulada por la cohesión de organizaciones variopintas de la sociedad civil. La propia duración de la resistencia de los poderes establecidos (más acusada en el caso egipcio por la intervención del ejército para cubrir el “vacío de poder” tras la salida de  Hosni Mubarak) facilitó un proceso de transición “controlada” que ha desembocado en procesos electorales que han confirmado la solidez estructural de los partidos de matriz islamista (de nuevo, más acentuada en el caso egipcio por la tradición de los Hermanos Musulmanes como eje de la oposición).

Marruecos ha asistido al hecho novedoso de la constitución de un gobierno en el que predominan los grupos islamistas, con el aval  de una corrupta monarquía, que hasta la fecha había articulado un simulacro de democracia basado en elecciones en las que participaban partidos homologados en el mundo “occidental” pero que en última instancia acababan acatando el rol de “compañeros de viaje” del poder dominante vinculados a los círculos palaciegos. No obstante, una mayor articulación de la sociedad civil y una capacidad de respuesta por parte de sectores juveniles y profesionales, pese a la dura represión policial, augura que las medidas del nuevo gobierno deberán tener en cuenta las reivindicaciones de mayor libertad y participación de amplias capas de la sociedad marroquí que no se veían representadas por las fuerzas políticas tradicionales.

El caso libio ha sido más acentuado por el papel central de la intervención euro-americana a través de la OTAN, con un protagonismo decisivo de Francia y Reino Unido, ante la perspectiva del aprovechamiento de los ingentes recursos petrolíferos de ese país. La resistencia del régimen de Gadaffi, con unas llamadas y discursos retóricamente anticapitalistas, ha durado lo suficiente para dejar el país exhausto y sometido a una desarticulación tribal que la mano férrea del régimen había paralizado de manera drástica desde sus orígenes. Una auténtica guerra civil, en la que el armamento suministrado por los países “occidentales” con la intermediación de las siempre presentes monarquías del Golfo, ha posibilitado una desestructuración social y la aparición de “fuerzas armadas” paralelas, que han cometido acciones de represalias realmente vergonzantes. Un cambio de larga duración, con una perspectiva impredecible y en la que, de nuevo, los movimientos islamistas están llamados a jugar un papel destacado.

Siria ha constituido el eslabón más dramático de esa cadena de luchas por acabar con regímenes corruptos y autoritarios, y el análisis de lo que allí aún sucede constituye un buen elemento de reflexión sobre las fuerzas en presencia no solo a nivel local, sino en el juego de la política y las relaciones internacionales. La aparente solidez del régimen del partido Baas, personalizada en el Presidente Bachar el Asad -digno heredero de su padre Hafez el Asad, presidente sirio de 1971 a 2000, en una dimensión realmente monárquica de transmisión del poder- y en el que las fuerzas armadas y las de seguridad han sido y constituyen un elemento no desdeñable de soporte del baasismo dominante en el país desde casi sus orígenes, se ve reforzada por el  histórico papel de Siria en el contexto de las encrucijadas políticas en Oriente Medio. Junto a ello, hay que destacar la componente religiosa derivada de la pertenencia de la familia Asad a la rama alauita del chiismo en un país con un importante peso de sunitas y cristianos, estos últimos con un importante protagonismo en la historia política de Siria.

El gendarme sirio

La articulación de la República Árabe Unida, bajo el liderazgo de Gamal Abdel Nasser y el movimiento de oficiales libres en Egipto a mediados de los años cincuenta, se contrapesó con la existencia de un movimiento panárabe que constituía el proyecto político del partido Árabe Socialista Baas (Ba’ath), con fuerte componente antiimperialista y secular, con elementos socialistas y una potente visión identitaria de la nación árabe que fue creado en Damasco en 1947 por Michel Aflaq (cristiano), Salah al-Din al- Bitar (suní) y Zaki-al- Arsuzi (alauita).  El período 1954-1970, en el que Nasser dirige Egipto, constituye un intento de conformar una referencia laica y nacionalista en el mundo árabe con una vocación comprometida con los países neutralistas en el marco bipolar internacional (movimiento de países no alineados) y con un apoyo explícito a las luchas de liberación nacional contra las potencias colonialistas, tanto en el ámbito africano como asiático.  Los dos ejes fundamentales del movimiento baasista se centraron e Irak y Siria, con una cierta influencia en Jordania y Líbano, y sobrevivieron a la descomposición del proyecto egipcio que se tradujo en una primera instancia en el reconocimiento del estado de Israel por Annuar el Sadat, sucesor de Nasser, y que se vio fraguado  tras los diferentes conflictos armados con Israel que concluyeron en los tratados de “paz” de Camp Davis.  Inicialmente, Siria formó parte de la República Árabe Unida, pero el golpe de estado baasista de 1961 en dicho país representó la fractura de ese proyecto político. La división entre la rama militar y la civil del partido Baas tanto en Siria como en Irak facilitó, por una parte, el desarrollo de vías nacionales progresivamente antagonistas en ambos países frente a la visión unitaria y panárabe del movimiento baasista, junto con el reforzamiento de la componente militarista basada en las fuerzas armadas como eje de intervención política. La persecución y destrucción de los potentes partidos comunistas en ambos países por parte de los nuevos poderes contribuyó a la homogeneización y uniformización política, así como a la conformación de redes clientelares asociadas a la explotación de los recursos naturales (petrolíferos en el caso de Irak).

Un segundo vector de análisis lo constituye el conflicto palestino-israelí que, en lugar de posibilitar una unificación de esfuerzos del mundo árabe en el apoyo a la causa palestina, supuso una fragmentación de las estrategias de lucha y en las que la Guerra Fría y la política de bloques jugaron un papel esencial. El papel progresivamente claudicante de Egipto y Arabia Saudí como avales del estado de Israel, a cambio de una importantísima ayuda militar (en el caso egipcio, en la destacada  terna de receptores de material armamentístico norteamericano junto con Israel y Turquía, y en el caso saudí, como contraprestación a su producción petrolífera), generó una lucha por el liderazgo árabe en el que Siria siempre ha intentado desempeñar un papel dominante tras el entreguismo egipcio.

Por una parte, su hinterland libanés, en el que ha apoyado aquellos sectores cristianos opuestos a la OLP y que representaban los sectores más retrógrados de la sociedad libanesa, que pacta  con el gobierno sirio seguridad interna a cambio de ausencia de soberanía, y del que tuvo que salir apresuradamente tras su directa involucración en el asesinato en 2005 del dirigente opositor Rafik Hariri, ex primer ministro del Líbano, y las consecuencias derivadas del rechazo internacional. Por otra, por su apoyo los movimientos palestinos opuestos a las políticas de la OLP, liderada por Arafat, y que conocieron su máxima virulencia tras los acuerdos de Oslo. También, la pugna permanente con el partido Baas de Irak, que le llevó a apoyar activamente la primera invasión de dicho país a comienzos de los años 90 por la coalición internacional liderada por Estados Unidos, como consecuencia del intento de anexión de Kuwait por el régimen de Saddam Hussein. Todo ello, complementado con un enérgico  y retórico discurso antiisraelí, consecuencia del mantenimiento de la ocupación de los Altos del Golam por el ejército israelí, y que constituye un diferendo notable en la perspectiva de una diplomacia de devolución de territorios a cambio de paz con el gobierno israelí, cuya muestra más explícita fue el anteriormente mencionado caso egipcio con la península del Sinaí. Por último, y no menos importante, la evolución de sus relaciones con la República Islámica de Irán, fruto del papel protagonista del movimiento Hezbollah en Líbano pero también como referente básico para sus relaciones internacionales y su papel protagonista en Oriente Medio. El enérgico discurso antinorteamericano y antiisraelí de la república iraní,  fruto de la errática política norteamericana en Oriente Medio, ha convertido a dicho país en un referente político de primer nivel, pese a su dura represión de la disidencia interna y a los estigmas religiosos del chiismo en el seno de una población árabe mayoritariamente sunnita. La guerra irano-iraquí en los años ochenta contribuyó enormemente a la debilitación de la unidad árabe y produjo una importante fractura en las alianzas internacionales de los países árabes.

El invierno ….

La desestructuración de las corrientes opositoras en Siria, fruto de una constante represión tanto de la rama local de los Hermanos Musulmanes como de sectores más a la izquierda del partido Baas (una buena muestra de ello es la descripción del ambiente político sirio en los años sesenta en la  excelente novela del escritor sirio Rafik Schami, El lado oscuro del amor, Editorial Salamandra, 2008), las políticas de nepotismo del poder absoluto y la ausencia de apoyos internacionales intra-árabes a la articulación de alternativas al régimen autoritario de la familia Asad (con fuertes implicaciones en la economía siria), han condicionado en duración temporal la revuelta que cumple un año de vigencia, sin una clara perspectiva de solución.

El papel de baluarte pro-sirio de China y Rusia en el Consejo de Seguridad, tras el fiasco libio, pero también la parálisis de las denominadas “potencias democráticas” ante la incertidumbre que puede generar un cambio de régimen en Siria, en términos de las coordenadas de las agendas israelí e iraní, han llevado a una inacción ante las matanzas de civiles en las ciudades de Homs primero y, posteriormente, Idlib y Deraa, donde el ejército sirio ha utilizado armamento pesado a discreción en un combate casa por casa. Más de 8.000 sirios han muerto en el implacable aplastamiento de su insurrección, otro cuarto de millón de sirios ha huido de sus casas o a países limítrofes (Turquía y Líbano) para escapar de una carnicería que se inscribe en la categoría de crímenes de la humanidad, y que debería traducirse en una enérgica actuación de la Corte de Justicia Penal Internacional contra el dictador Bachar el Asad.

En este contexto que avergüenza, una vez más, y que hace sangrienta la burla patética de la ya celebrada “consulta“ popular para la modificación de la constitución siria y la convocatoria de elecciones parlamentarias el próximo mes de mayo, la misión de Kofi Annan, ex secretario general de Naciones Unidas, con el objetivo de solicitar un alto el fuego y escuchar a la fragmentada oposición, se quedan muy cortas respecto de la exigencia de la propia Liga Árabe, a la que teóricamente también representa,  que a finales de Enero instó a Bachar el Asad al abandono inmediato del poder. Éste y su entorno, fieles a la estrategia de ganar tiempo, mantienen su plan de liquidar a cualquier enemigo y sellar las fronteras contra armamento, combatientes e información, convencidos de que un armisticio implica perder definitivamente el control sobre determinadas zonas del país (la experiencia libia es un buen referente). Saben que la oposición del fragmentado Consejo Nacional es irrelevante en el interior de Siria y que el desorganizado y peor armado Ejército Libre jamás podrá ser rival de sus blindados y su artillería, como han puesto de manifiesto las atroces escenas de la represión armada.

Las sanciones políticas y económicas están haciendo mella en el régimen, pero las condenas internacionales son un arma menor frente al escudo que Rusia y China proporcionan en Naciones Unidas a un gobierno como el sirio, que se ve con fuerzas para resistir una presión internacional escarmentada de las políticas de ingerencia humanitaria y los rotundos fracasos en Irak y Afganistán. Deshojar la margarita de intervención en un conflicto de alcance interno en el que no están en juego recursos energéticos de primer nivel pero sí intereses estratégicos de todo tipo, en un mundo árabe hipersensibilizado ante las políticas de orden y seguridad “occidentales”, causa un escenario previsible en el que un régimen sanguinario, que ha perdido el control de la sociedad, continúe perpetrando atrocidades masivas, en un oscuro invierno mediático (la cerrazón informativa desde el poder, pero también las dificultades de las respuestas en red, a diferencia de los casos tunecino y egipcio) que acentúa el aislamiento del pueblo sirio en su lucha por la libertad. Denunciar la inacción y la ausencia de solidaridad, en un conflicto no tan “publicitado” como otros, la ambigüedad de las instituciones internacionales y el aprovechamiento de la situación por Estados Unidos e Israel en su política agresiva contra la República Islámica de Irán y el callejón sin salida del conflicto palestino, son claves para interpretar el silencio complaciente ante el drama que se vive en Siria.