La Revolución
Anarquismo y anarcosindicalismo,
Tomás Ibáñez – Movimiento Libertario
Reconocer que la vieja concepción de la revolución ya no está presente en las luchas contemporáneas no implica que la idea de revolución haya abandonado el actual imaginario subversivo, simplemente ha sido dotada de un nuevo contenido y de una nueva significación. Más que como un objetivo hacía el cual avanzar la revolución se concibe hoy como una dimensión constitutiva de la propia acción subversiva, y como algo que, abandonando su exclusiva ubicación en el futuro, se vive intensamente en el presente. Así mismo, la crítica de las viejas pretensiones totalizantes emplaza el nuevo imaginario revolucionario a reformular sus planteamientos.
«EN CIERTO MOMENTO DE SU ITINERARIO POLÍTICO EL GRAN PENSADOR MARXISTA CASTORIADIS AFIRMÓ: «HAY QUE ELEGIR ENTRE SER MARXISTA Y SER REVOLUCIONARIO».»
Tengo la impresión de que la cuestión de la Revolución se presta con bastante facilidad a una serie de malentendidos y falsos debates; precisamente para tratar de evitarlos voy a comenzar retomando una célebre frase de Castoriadis y evocando el coloquio sobre La Revolución que tuvo lugar durante el Encuentro Internacional Anarquista celebrado en Venecia en 1984.
En cierto momento de su itinerario político el gran pensador marxista Castoriadis afirmó: «Hay que elegir entre ser marxista y ser revolucionario»; dado que Castoriadis deseaba continuar siendo un revolucionario, abandonó el marxismo.
Parafraseándole, hoy podríamos afirmar que «hay que elegir entre ser anarquista o ser revolucionario». Si queremos seguir siendo anarquistas, debemos abandonar la creencia en la Revolución, puesto que anarquismo y revolución son incompatibles: es preciso elegir.
Desde luego, podríamos contraponer a esta afirmación, sin duda bastante contundente, otra según la cual «el anarquismo no puede renunciar a la revolución sin desnaturalizarse». No se puede ser anarquista y no ser, al tiempo, revolucionario: no hay elección posible.
En definitiva, ¿es o no es necesario elegir? Pues bien, ni lo uno, ni lo otro, ya que expresado en estos términos nos hallaríamos ante el típico falso debate: es lisa y llanamente “indecidible”. Solamente se puede argumentar en un sentido o en otro, e inclinarnos por una de las dos opciones si acordamos previamente qué entendemos por Revolución.
Por mi parte, suscribo por completo la afirmación según la cual anarquismo y Revolución son incompatibles, si por Revolución nos ceñimos a la concepción clásica del término. Por el contrario, si redefinimos la Revolución en términos contemporáneos, estaría de acuerdo con la afirmación contraria, es decir, no se puede ser anarquista sin ser al mismo tiempo revolucionario.
Podemos ilustrar esto mismo a partir de lo sucedido en el Encuentro Internacional de Venecia celebrado hace ya un cuarto de siglo. Una de las intervenciones, la presentada por mí, se titulaba “Adiós a la Revolución”, otra, la de Eduardo Colombo, tenía por título “¡Vayamos a por la Revolución!” y otra más, la de Luciano Lanza, esbozaba de alguna manera una síntesis al proclamar: «La Revolución ha muerto, viva la Revolución».
En cuanto al título de mi ponencia, pretendía ser, ante todo, una provocación para estimular el debate, y carecía de sentido sin el texto que este título encabezaba. En realidad lo que se desprendía de éste texto era que mi Adiós a la Revolución, lejos de ser un epitafio, trataba de ser una exaltación del deseo de Revolución.
En esta misma línea, cuando veinte años antes, en 1964, publicaba un pequeño artículo titulado «La Revolución de papá ha muerto», no es que me declarase de luto por La Revolución sino si acaso por una concepción particular de la misma: la de las personas que nos precedieron, la concepción clásica. En aquél mismo artículo afirmaba literalmente que decir adiós a la Revolución de papá no me impedía seguir siendo plenamente revolucionario.
Si no deseamos encerrarnos en un falso debate es necesario que la pregunta no se plantee en términos de reivindicar o, por el contrario, abandonar, la idea de Revolución.
En efecto, en el seno de los movimientos subversivos actuales, son pocas las personas que siguen reivindicando la idea clásica de Revolución, y sin embargo casi todas participan de un imaginario revolucionario. Desde luego que los jóvenes y menos jóvenes que ya no comparten el antiguo imaginario revolucionario siguen siendo claramente revolucionarios y como tales se definen. Lo que ocurre es, simplemente, que lo son de otra manera.
«EN REALIDAD LO QUE SE DESPRENDÍA DE ÉSTE TEXTO ERA QUE MI ADIÓS A LA REVOLUCIÓN, LEJOS DE SER UN EPITAFIO, TRATABA DE SER UNA EXALTACIÓN DEL DESEO DE REVOLUCIÓN.»
No se trata, por lo tanto, de abandonar o reivindicar la idea de Revolución sino de re-significarla, otorgándole un nuevo contenido. En los hechos, en la práctica, ya se ha iniciado la re-significación de la idea de revolución, ya está en acto en los movimientos subversivos contemporáneos. La realidad de los movimientos actuales que luchan contra el sistema capitalista re-significa de hecho este concepto; es sobre esta re-significación sobre la que me propongo hacer una reflexión.
Algunos compañeros afirman, con aparente objetividad, que la Revolución ha desertado del imaginario contemporáneo. Sin embargo, lo que en realidad ha abandonado el imaginario contemporáneo no es la Revolución sino únicamente su imagen clásica, cosa que por otra parte no representa ninguna novedad. En efecto, Michel Foucault afirmaba, hace ya mucho tiempo, que la política radical abandonó la creencia en la emancipación universal y en la transformación social global. Y añadía que la política radical se consagra hoy en día a luchar contra formas específicas de dominación, es decir, desarrolla luchas parciales y heterogéneas que se sitúan en el terreno concreto de lo local.
Creer que la antigua concepción de la Revolución ha sido borrada del imaginario contemporáneo como resultado de una maniobra neoliberal para persuadir a las gentes de que la suerte está echada y de que cualquier revuelta resulta inútil, supone recurrir a una explicación demasiado simplificadora en la medida en que existen otros factores que han contribuido igualmente a provocar esta deserción.
Eduardo Colombo afirma que para que la Revolución sea posible es necesario, ante todo, creer en la posibilidad de la Revolución, para lo cual ésta debe mantenerse viva en nuestro imaginario. Aunque no comparta su concepción de Revolución, estoy completamente de acuerdo en este aspecto, al que añadiría dos elementos:
El primero es que es necesario, además de creer en la posibilidad de la Revolución, tener el deseo de impulsarla.
El segundo es que para que la Revolución sea posible, no es suficiente con que esté presente en el imaginario, ni tampoco con que la deseemos, pues el deseo es insuficiente si se queda en lo platónico; es necesario actuar para hacer posible la Revolución.
Ser revolucionario no es imaginar que otra sociedad es posible, ni limitarse a desear otra sociedad. Es actuar para transformar la realidad social en un sentido radical, por lo que hay que precisar qué tipo de acción colectiva puede conducir a la revolución.
Y es precisamente, entre otras cosas, en torno a esta acción donde se manifiesta el desacuerdo entre las dos concepciones de la Revolución. Es la naturaleza de esta acción colectiva la que diferencia las prácticas revolucionarias de hoy de las que desarrollaron los viejos revolucionarios.
Antes de examinar estas diferencias, quisiera subrayar los elementos coincidentes con la concepción clásica de la Revolución:
1º) En primer lugar, el reconocimiento de la importancia decisiva que reviste el imaginario. Es evidente que las luchas importantes dejan huellas duraderas en el imaginario, y que éste suscita, por su parte, deseos que impulsan las prácticas revolucionarias. Así por ejemplo, en las grandes movilizaciones estudiantiles del 2010 el alumnado de los institutos franceses no luchaba en realidad contra la prolongación de la edad de la jubilación hasta los 62 o a los 67 años, sino que lo que deseaban, de manera más o menos confusa, era otro mayo del 68. Y de hecho es en parte porque la huella de mayo del 68 sigue viva en el imaginario que una parte de la juventud se echó a la calle por algo que le quedaba tan lejos como la edad de jubilación.
Para que el deseo de luchar se instale de manera duradera en las personas es necesario qué éstas encuentren en los recursos del imaginario elementos que provean a las luchas de una energía, de una razón de ser que vaya más allá de la simple reacción contra una injusticia o una agresión puntual.
2º) En segundo lugar, destacaría el reconocimiento de la importancia que reviste la acción, en este caso la acción intencionada, en el proceso revolucionario.
Hablar de acción supone, como no podría ser de otro modo, hablar de luchas. En este caso, las dos concepciones de la Revolución coinciden en reconocer la importancia que revisten éstas, pues toda práctica revolucionaria presupone la voluntad de luchar y promover las luchas. Estoy también de acuerdo con el hecho de que las luchas requieren un proyecto que les otorgue un sentido y que requieren de una proyección más allá del presente.
3º) Finalmente, en tercer lugar, coincidimos también en reconocer la importancia que revisten los momentos álgidos del conflicto social y los eventuales momentos insurreccionales. No sólo porque se inscriben de manera duradera en el imaginario, sino también porque en estas situaciones a menudo se manifiesta la capacidad de creación colectiva de las personas implicadas. Esta creatividad, que produce en ocasiones situaciones radicalmente novedosas, se manifiesta en particular en momentos en los que se produce un «vacío de poder», pues el hecho de neutralizar el poder instituido, de expulsarlo fuera de un espacio social determinado, desinhibe y libera una imaginación colectiva que deja de estar constreñida y limitada por el poder establecido.
He aquí pues algunos de los puntos en común. A continuación, retomaré cada uno de estos puntos con el fin de señalar las diferencias entre las dos concepciones de la Revolución.
1º) Primer punto: las diferencias sobre la cuestión del imaginario: El antiguo imaginario revolucionario está muy centrado en la creación de una situación revolucionaria entendida como un enfrentamiento social de alta intensidad y ampliamente generalizado, que proporciona la posibilidad de una eventual transformación social global. Dado que es precisamente esta transformación social la que constituye el resultado esperado de la situación insurreccional, esto supone la presencia en el imaginario de una idea, aunque imprecisa o esquemática, del tipo de sociedad que debiera bosquejarse en el curso y en el seno del proceso insurreccional, es decir, una representación, al menos aproximada, de la nueva sociedad.
«DESDE LUEGO QUE LOS JÓVENES Y MENOS JÓVENES QUE YA NO COMPARTEN EL ANTIGUO IMAGINARIO REVOLUCIONARIO SIGUEN SIENDO CLARAMENTE REVOLUCIONARIOS Y COMO TALES SE DEFINEN. LO QUE OCURRE ES, SIMPLEMENTE, QUE LO SON DE OTRA MANERA.
NO SE TRATA, POR LO TANTO, DE ABANDONAR O REIVINDICAR LA IDEA DE REVOLUCIÓN SINO DE RE-SIGNIFICARLA, OTORGÁNDOLE UN NUEVO CONTENIDO.»
«CREER QUE LA ANTIGUA CONCEPCIÓN DE LA REVOLUCIÓN HA SIDO BORRADA DEL IMAGINARIO CONTEMPORÁNEO COMO RESULTADO DE UNA MANIOBRA NEOLIBERAL PARA PERSUADIR A LAS GENTES DE QUE LA SUERTE ESTÁ ECHADA Y DE QUE CUALQUIER REVUELTA RESULTA INÚTIL, SUPONE RECURRIR A UNA EXPLICACIÓN DEMASIADO SIMPLIFICADORA .»
Para este imaginario es precisamente la voluntad de provocar una situación de ruptura generalizada, susceptible de engendrar una sociedad radicalmente diferente, lo que sirve para legitimar y sostener las distintas luchas que libran los revolucionarios en los ámbitos en los que pueden actuar, dotando a dichas luchas de un proyecto que trasciende el presente.
Ante esta concepción que ha prevalecido durante mucho tiempo, lo que ya no tiene vigencia en el imaginario revolucionario actual, lo que ha sido abandonado, es, por una parte, la fijación sobre la insurrección o sobre el enfrentamiento social generalizado, y, por otra, la idea de una transformación social global como objetivo prioritario, como fin a alcanzar por la acción revolucionaria. Lo que ha dejado de estar vigente no son sólo los elementos de contenido del imaginario revolucionario, tales como la representación de la insurrección, sino que también se han dejado de lado ciertas funciones de dicho imaginario, particularmente la que consiste en imprimir una dirección a las prácticas revolucionarias dirigiéndolas hacia el objetivo que les era asignado.
En un caso, el que se corresponde al antiguo imaginario, lo importante es crear una situación social revolucionaria, al margen de la cual todo lo demás se convierte en secundario. En el otro caso, el del nuevo imaginario, lo importante es multiplicar, en el presente, los espacios y las experiencias revolucionarias que rompen con el sistema. Se abandona, por lo tanto, la idea de que los resultados obtenidos por la acción revolucionaria deben ser evaluados en función de su grado de contribución a la creación de una situación insurreccional.
El valor estimulante e sugerente que reviste la insurrección generalizada en el imaginario clásico queda remplazado en el imaginario actual por el atractivo de lo que podríamos llamar la Revolución permanente, o la Revolución continua, es decir, por la consideración de la Revolución como una dimensión constitutiva de la propia acción subversiva.
La Revolución se concibe como algo anclado en el presente y que por lo tanto no es solamente deseada y soñada sino efectivamente vivida.
2º) Segundo punto: las diferencias en torno a la acción y las luchas. En primer lugar, un matiz. Eduardo Colombo afirma que « no es en las subjetividades sino en la acción colectiva donde se hace la Revolución, se trata de una transformación social en acto, y la idea de Revolución es la idea de una transformación social en acto». Puedo estar de acuerdo con la idea de Revolución como transformación social en acto, aunque no me parece correcto pensar que deba actuar sobre la totalidad social. La transformación social en acto puede perfectamente ejercerse sobre fragmentos arrancados al sistema, sobre parcelas de realidad social.
Por el contrario, no estoy en absoluto de acuerdo sobre la cuestión de la subjetividad, y para explicarme quisiera volver por un momento a Castoriadis. En La institución imaginaria de la sociedad Castoriadis señala que no es la lucha de clases lo que constituye lo esencial de la lucha revolucionaria, y precisa que es la subjetividad lo que se convierte en factor decisivo pues la fractura se produce finalmente entre aquéllos y aquéllas que aceptan el sistema y quienes lo rechazan.
Se trata pues de producir una subjetividad política refractaria al tipo de sociedad en la que vivimos, a sus valores, a las relaciones de explotación y dominación que la conforman; por lo tanto, también en la subjetividad se hace la Revolución. En otras palabras, la Revolución es también una transformación subjetiva en acto, y toma cuerpo cuando las luchas colectivas engendran subjetividades revolucionarias.
«HEMOS APRENDIDO QUE SI LAS INSURRECCIONES ESTALLAN, SIEMPRE LO HACEN COMO RESULTADO DE ACCIONES LIMITADAS Y LOCALES QUE SE AMPLIFICAN BRUSCAMENTE. PRECISAMENTE, NOS ORGANIZAMOS PARA LLEVAR A CABO ESAS ACCIONES LOCALES, Y LAS EMPRENDEMOS EN RAZÓN DE LOS CONTENIDOS REVOLUCIONARIOS QUE CONLLEVAN, AL MARGEN DE QUE PUEDAN, O NO, DESENCADENAR UNA INSURRECCIÓN»
En efecto, las luchas no son tan sólo golpes contra el sistema, sino que tienen al tiempo un carácter formativo. Es en las luchas y en el curso de su desarrollo donde nos des-subjetivamos, donde se pone en práctica otro modo de vida, otras relaciones, que realizan, aunque sólo sea en parte, los valores que perseguimos.
La necesidad de dotar a las luchas de una proyección más allá del presente es obvia, sin embargo, el objetivo a alcanzar no debe ser formulado necesariamente en términos de una explosión social generalizada, ni de una sociedad ideal por construir. Esta proyección en el futuro puede consistir, por ejemplo, en el objetivo de multiplicar y diversificar progresivamente las resistencias, en diseminarlas al máximo en el tejido social. O, por citar otro ejemplo, puede consistir también en elaborar estrategias cada vez más eficaces para desbaratar las actuaciones del poder.
Hubo un tiempo en que se consideraba que las luchas llevadas a cabo antes de la generalización de la insurrección popular no eran al fin y al cabo más que gimnasia revolucionaria, es decir, actividades meramente preparatorias que no tenían ningún sentido si no perseguían la insurrección generalizada y la emancipación universal como objetivo final y como resultado posible. Hoy en día esta gimnasia revolucionaria se ha convertido en un fin en sí mismo. La Revolución está contenida en esta gimnasia, y consiste, precisamente, en esta gimnasia, no en aquello para lo que prepara.
3º)- Tercer punto: las diferencias sobre la insurrección. Es evidente que la insurrección implica acciones intencionales, aunque, generalmente, no surge de una acción que tenga la insurrección, por sí misma, como finalidad explícita. En la mayor parte de los casos, arranca de luchas puntuales que cristalizan, que se extienden como una mancha de aceite y que se generalizan, sin que sepamos muy bien el por qué de su éxito o su fracaso.
La segunda precisión se refiere a la relación entre insurrección y Revolución. En efecto, en el curso de la historia se han producido numerosas insurrecciones, la mayoría de las cuales han sido ahogadas en sangre, mientras que no ha habido más que unas pocas Revoluciones, en el sentido clásico, es decir, insurrecciones triunfantes y que han marcado un antes y un después, no sólo en el imaginario como suelen hacerlo las insurrecciones derrotadas sino también en la realidad social, política, económica y cultural. Podemos citar la Revolución francesa, la Revolución bolchevique, la Revolución mexicana, la cubana, la china… Sin embargo ninguna de ellas ha sido una revolución libertaria; y resulta que por nuestra parte no deseamos cualquier revolución, sino por supuesto una Revolución social y libertaria.
El hecho de que ninguna Revolución haya tenido carácter libertario parece arrojar una duda sobre la confianza, de origen bakuniniano, que podemos tener en el llamado «instinto de las masas», y en su acción espontánea. Ahora bien, esta confianza, que la Historia desmiente, es indispensable para sostener la vieja concepción anarquista de la Revolución. En efecto, dado que el anarquismo rechaza toda forma de vanguardismo y rechaza dirigir la Revolución, está obligado a plantear la hipótesis de que si el pueblo está en condiciones de utilizar su autonomía, construirá una sociedad que tienda a la anarquía. En el antiguo imaginario revolucionario anarquista existe la creencia, del todo inverosímil, de que si se le deja actuar por sí mismo, el pueblo no puede sino encontrar espontáneamente los valores que inspiran el anarquismo, o, al menos, adherirse a los mismos si los anarquistas consiguen hacerlos lo suficientemente presentes en la situación.
Hoy en día, los episodios de enfrentamiento generalizado han dejado de ser el telos que orienta la acción revolucionaria, pues ya no nos organizamos en función de dicho objetivo. Hemos aprendido que si las insurrecciones estallan, siempre lo hacen como resultado de acciones limitadas y locales que se amplifican bruscamente. Precisamente, nos organizamos para llevar a cabo esas acciones locales, y las emprendemos en razón de los contenidos revolucionarios que conllevan, al margen de que puedan, o no, desencadenar una insurrección.
«SI NO QUIERE CONTRADECIR EN LA PRÁCTICA LO QUE PROCLAMA EN LA TEORÍA, EL ANARQUISMO DEBE ABANDONAR TODA INTENCIÓN TOTALIZANTE, DEJAR DE PENSAR QUE SUS PROPIAS CONCEPCIONES SON LAS QUE TODAS LAS PERSONAS DEBERÍAN COMPARTIR PORQUE SON LAS MEJORES.»
En el imaginario revolucionario actual las situaciones insurreccionales son vistas como situaciones revolucionarias no porque sean susceptibles de provocar una mutación social global de tipo libertario (de hecho esto no se ha producido jamás), sino porque permiten realizar, a veces, experiencias de tipo libertario como la que tuvo lugar, por ejemplo, en la España de 1936, porque contribuyen poderosamente a la creación de sensibilidades insumisas y finalmente, porque pueden provocar y acelerar ciertos cambios culturales como el que se dio, por ejemplo, en mayo del 68.
Por otra parte, lo que hoy despierta recelos es la voluntad misma de cambiar la sociedad en su totalidad y para todas las personas, es decir, de producir una transformación social radical y global de orientación libertaria. Es precisamente esta postura crítica la que explica, al menos en parte, el rechazo contemporáneo de la concepción clásica de la Revolución.
En efecto, sea cual sea la intensidad de nuestra adhesión a los valores anarquistas debemos aceptar la posibilidad de que una gran parte de nuestros contemporáneos, quizás incluso la mayoría, prefiera realmente elegir otras concepciones de la libertad, de la justicia o de la igualdad que aquéllas por las que ha optado el anarquismo, o prefiera organizar esos mismos valores de distinto modo. Estas preferencias, diferentes de las nuestras, no son necesariamente las de personas más alienadas, menos informadas o más perversas que nosotras y nosotros mismos.
Si no quiere contradecir en la práctica lo que proclama en la teoría, el anarquismo debe abandonar toda intención totalizante, dejar de pensar que sus propias concepciones son las que todas las personas deberían compartir porque son las mejores. No hay ninguna razón para entender que su utopía es la más deseable para todos los seres humanos, ni que la sociedad que pretende sea la más atrayente para la mayoría. Nuestro proyecto no puede serlo para todo el género humano, ni para toda una sociedad en su totalidad, sino sólo para una singularidad constituida por todos los seres humanos que comparten nuestros valores o que estarían dispuestos a compartirlos si los conociesen.
«LAS LUCHAS QUE PRETENDEN SER GLOBALES O TOTALIZADORAS INSPIRAN UNA DESCONFIANZA QUE NO CARECE DE FUNDAMENTO.»
«SE TRATA DE DESARROLLAR PRÁCTICAS QUE, AL TIEMPO QUE TRANSFORMAN DE MANERA REVOLUCIONARIA PARCELAS DE REALIDAD, NOS TRANSFORMEN A NOSOTROS MISMOS Y CAMBIEN NUESTRAS RELACIONES CON LAS DEMÁS PERSONAS.»
El hecho de que la perspectiva de una transformación global que alumbre una nueva sociedad ya no constituya hoy en día el nervio que dinamiza y orienta las luchas, se debe, en parte, a que las luchas que pretenden ser globales o totalizadoras inspiran una desconfianza que no carece de fundamento.
Para concluir, quisiera precisar con algo más de detalle qué significa ser revolucionario hoy, pues, los nuevos rebeldes y nuevas insumisas sin duda lo son pero de otra manera.
Ya no se trata de organizar la militancia, la actividad militante, para avanzar hacia la insurrección generalizada, sino de vivificar y realizar la Revolución hoy, aquí y ahora, en el interior de las prácticas de lucha que desarrollamos colectivamente y en lo cotidiano. Las luchas revolucionarias actuales se refieren al presente y además son no totalizantes. En la medida en que el énfasis se desplaza del futuro al presente, se desplaza también de la globalidad de la sociedad a situaciones que son, ciertamente, parciales pero plenamente concretas.
Ya no es la acción orientada a la transformación global y radical de la sociedad en su conjunto la que dirige y subordina las nuevas prácticas revolucionarias. Lo que ha pasado al primer plano es la voluntad de hacer estallar, hoy, los dispositivos de dominación concretos y localizados, y la acción para crear espacios radicalmente ajenos a los valores del sistema.
Se trata de desarrollar prácticas que, al tiempo que transforman de manera revolucionaria parcelas de realidad, nos transformen a nosotros mismos y cambien nuestras relaciones con las demás personas. Lo que, por otra parte, nos evoca el anarquismo práctico de Colin Ward, el anarquismo creativo y constructivo que no es tanto una visión del futuro sino más bien una manera de vivir y de organizarse en el seno de la cotidianeidad presente, con la idea de extender y contaminar con nuestros valores a sectores sociales cada vez más amplios.
Ser revolucionario es organizarse para conseguir contradecir en los hechos los valores dominantes, para crear otros modos de vida decididamente al margen de aquéllos inducidos por el capitalismo, es actuar colectivamente para bloquear, hoy, el poder en sus múltiples manifestaciones. Si todo ello cristaliza, se amplifica y pone en jaque, el día de mañana, al conjunto del sistema, tanto mejor, pero ello supondrá un resultado colateral, no el objetivo buscado en primera instancia. Este reside en la proliferación de resistencias y en la multiplicación de espacios sustraídos al poder en los cuales sea posible crear una realidad tendente a la anarquía, viviendo el presente de la manera lo más próxima posible a los valores anarquistas.
Algunos compañeros y compañeras replican que no podemos contentarnos con el carácter segmentado, fragmentario y local de las luchas, pues esto nos condena a una atomización que impide confluencias y sinergias. Desde esta perspectiva se sostiene que una política radical requiere de una perspectiva de emancipación universal y colectiva, que sea capaz de proponer una alternativa global al capitalismo, pues ésta es la única manera de construir una fuerza colectiva que nos permita acabar con aquél y vivir sin él. Podríamos responder que es exactamente este tipo de creencia la que ha marcado el imaginario revolucionario durante todo un siglo, y que ciertamente no parece haber funcionado. No es que se lo reprochemos, puesto que si esta creencia ya no tiene cabida en la actualidad es, por una parte porque la sociedad ha cambiado de tal manera desde los inicios del capitalismo que se ha hecho necesario renovar los ingredientes del imaginario que le hace frente y porque, por otra parte, la reflexión crítica ha puesto de manifiesto las implicaciones difícilmente aceptables de esta manera de ver las cosas, y finalmente, porque la realidad de las luchas actuales ha mostrado como esta creencia, lejos de servir para fortalecerlas, no ha hecho más que ponerles trabas.
Desde luego, si lo comparamos con la claridad del antiguo imaginario revolucionario anarquista hay que reconocer que el nuevo imaginario revolucionario es aún impreciso, balbuceante y lleno de incertidumbres. Pero eso no debe sorprendernos pues si el antiguo imaginario se construyó lentamente a partir de las luchas surgidas en el proceso de industrialización, las formas de lucha suscitadas por las características contemporáneas de la sociedad capitalista están aún en fase de gestación. Es pronto para que configuren con nitidez un nuevo imaginario revolucionario.
Para concluir, quisiera regresar a lo que decía al inicio del texto, pero retomando en esta ocasión una frase que creo se atribuye a Nico Berti cuando afirmaba que nos hacía falta un anarquismo capaz de concebirse sin la Revolución.
Desde mi punto de vista, necesitamos, en efecto, un anarquismo capaz de concebirse sin la Revolución, si por tal entendemos la concepción clásica de la misma. Por el contrario, estoy convencido de que el anarquismo requiere absolutamente de la Revolución si por Revolución pensamos en la concepción, todavía imprecisa, que impregna el nuevo imaginario revolucionario.
Traducción del francés: Paloma Monleón