Andrea Breda (Miembro del colectivo de jóvenes libertarios de Milán “A-Sperimenti”)

La evolución cultural tiende a evidenciar la estrechez de los márgenes de libertad permitidos por las instituciones sociales y a fomentar la exigencia de mayores cuotas de libertad. Revolucionaria es aquella persona que obra en contra de las limitaciones impuestas por las instituciones y pugna por transformarlas para que se amplíen los campos de libertad. Sin embargo, para llevar a cabo esta transformación no basta con luchar contra la dominación ejercida por las instituciones sino que hay que liberar espacios físicos y mentales que capaciten a los individuos para categorizar lo existente de manera distinta y crear nuevas relaciones.

Luchamos para vencer una tensión, una tensión alimentada por esa necesidad que llamamos libertad. La contingencia, nuestra propia contingencia, nos ha llevado a llamar a esta lucha, anarquía. En efecto, para nosotros, la anarquía no es la sociedad del futuro, tampoco es un fin ni un medio, es un método, uno entre los posibles, pero el único posible para nuestra forma de vivir el presente. En el momento en que seamos capaces de juntar los extremos de la sociedad y superar la tensión que impulsa nuestra lucha, nos podremos considerar vencedores. Sin embargo, un peligro nos amenaza en el momento de la victoria. En la ilusión de que no hay libertad sin anarquía, en la ilusión de que nuestra anarquía es la Anarquía, podremos caer en la trampa de luchar por ella y no por la libertad. Nos daremos cuenta demasiado tarde de que nos hemos convertido en los nuevos amos, en los garantes de lo instituido.
Vamos a tratar de comprender ahora cómo este escenario nos reconduce hacia una dinámica revolucionaria, tanto en relación con lo instituido como en lo que atañe a la noción clásica de la revolución. En la primera parte vamos a tratar de definir el sujeto revolucionario, mientras que en la segunda precisaremos lo que entendemos por revolución.

El sujeto revolucionario
En primer lugar, debemos tratar de entender qué mecanismos producen la tensión libertaria de la que parte nuestro razonamiento. Podemos avanzar una primera observación de carácter general. Un determinado contexto sociocultural, considerado tanto en términos espaciales como temporales, garantiza a las personas que forman parte de él un cierto grado de libertad. Dependiendo de la cultura y del tipo de sociedad – régimen político, costumbres, tradiciones, etc. – tendremos un mayor o menor grado de libertad.
La primera observación que es importante hacer, se refiere a la condición de los sistemas socioculturales y a la percepción que de esta condición tienen los sujetos que viven en su seno. Un sistema cultural, y por lo tanto la sociedad, nunca puede ser estable, sino que siempre está en incesante transformación. Podemos hablar en este sentido de evolución cultural, pero subrayando que nuestra definición de la evolución cultural está desprovista de cualquier concepción positivista o teleológica. La evolución cultural no avanza hacia ningún objetivo predeterminado y no se encuentra contenida en las condiciones pre-existentes. La evolución cultural no significa un recorrido hacia un sistema cultural que sea cada vez mejor que el anterior. Simplemente se trata de una mezcla continua, una superposición, una recombinación de todas las relaciones que existen dentro de un cuerpo social, con el resultado de determinar a cada vez una cultura diferente. Este movimiento es fluido y continuo, no fragmentado y brusco. Es por eso que lo percibimos más en sus efectos que en sus mecanismos, que siguen siendo en gran parte desconocidos e incognoscibles. En otras palabras, la valoración positiva o negativa de un determinado contexto cultural y de las relaciones que pueden o no desarrollarse en su seno, sólo se podrán formular por quienes viven en dicho contexto, precisamente porque son ellos quienes experimentan sus efectos. Sin embargo, para poder expresar esta valoración de manera adecuada, será fundamental un cuidadoso análisis crítico de los juegos y de las relaciones de poder que han contribuido a la creación del contexto considerado, independientemente de lo laborioso y complicado que resulte ese análisis.

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Una segunda observación clave se refiere al concepto de libertad. Empecemos por formular una especificación. Además de hablar de la libertad garantizada por un determinado contexto sociocultural, también se puede hablar de un grado adicional de libertad buscado por cada individuo. En otras palabras, si la cultura vive una constante evolución, no se puede decir lo mismo de las instituciones, entendidas como grupos sociales legitimados. De hecho, por su naturaleza las instituciones tienden a cristalizar, es decir, tratan de mantenerse vivas tanto como sea posible, incorporando en sus propias normas los elementos socioculturales que les han permitido consolidarse como instituciones. Este movimiento, huelga decirlo, es opuesto al de la evolución cultural, que, como hemos visto, tiende por naturaleza a modificarse de una manera constante y continua. Esto crea una tensión entre el proceso de institucionalización y el de la evolución cultural. Esta tensión se reproduce a nivel individual en base a la necesidad que tienen las personas de acceder a una mayor libertad, la necesidad de ir más allá de la libertad otorgada por el contexto sociocultural y sus instituciones, la necesidad de rebelarse contra lo instituido.
A la luz de esta oposición, y de la tensión que surge de ella, podemos decir que cualquier intento de delimitar la libertad es causa intrínseca de las dinámicas del abuso de poder y de la opresión, de la dominación en último término.
La institución puede adoptar diversas formas, puede encarnarse en una persona o ser representada por un grupo de individuos, pero también puede presentarse como un juego o un ritual y, por tanto, difundirse como tal por todo el cuerpo social. El punto fundamental reside en el hecho de que la institución, ya sea bajo la forma de un individuo, de un juego, o de un ritual, siempre intenta definir un nivel preciso de libertad que sea funcional para su propia supervivencia pero que al ser fijado como absoluto acaba frustrando la necesidad de mayor libertad que tiene el individuo para «adaptarse» a la continua evolución del contexto cultural.
En este sentido, no es posible imaginar una sociedad compuesta de instituciones que permitan un grado de libertad aceptable para todos, y siempre habrá una tensión adicional. Aquello que, en nuestra opinión, es deseable y se puede alcanzar es una sociedad que permita a las personas poder renegociar en todo momento su propio rol formal dentro del cuerpo social. Una sociedad libre es probablemente una utopía, mientras que nos parece mucho más concreta una sociedad que ofrezca en todo momento a los individuos la posibilidad de liberarse. En otras palabras, en cualquier contexto social, los individuos deben negociar su subjetividad con la comunidad, si quieren ser parte de ella. Esta «negociación» puede ser a través de una constante indagación mediante la participación y el debate de las relaciones que cada persona tiene con el resto del mundo, o se puede establecer de una manera externa al cuerpo social por parte de un sujeto que, dando un valor absoluto a los juegos de poder en el seno de la sociedad, va a concretar y a reproducir las relaciones de dominación.
Comienza a ser más clara, en este contexto, la acción revolucionaria.

Revolucionario es aquel que, pese a la presión hacia la homologación ejercida por las instituciones dominantes, busca permanentemente satisfacer la necesidad de más libertad que proviene de la tensión entre la evolución sociocultural y el conservadurismo institucional que asegura la reproducción de la dominación.

La idea de la revolución
En un intento de definir el sujeto revolucionario, hemos utilizado términos tales como dominación y poder en un sentido muy específico; analizar el significado que atribuimos a estos conceptos nos ayudará a entender mejor a qué nos referimos cuando hablamos de la anarquía como un método de lucha. En relación con los conceptos de poder y dominación, analizaremos también el concepto y la práctica de la autogestión, que nos permitirá delimitar de un modo más concreto la acción revolucionaria.

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En la vida cotidiana el poder se percibe como una entidad exterior al cuerpo social. Se percibe como algo que puede ser conquistado por quienes lo anhelan, convencidos de que gracias a él podrán liberarse de la obligación de obedecer y que, finalmente, podrán mandar. Para quienes no les gusta ser mandados, ni tampoco mandar, el poder es el Leviatán a derrotar, el gran palacio a derribar. El mundo se divide, de forma simplista, entre los que luchan por el poder y los que luchan contra el poder. En el medio se encuentran aquellos que aguantan pasivamente el poder, como también aguantan las luchas que lo rodean. Sin embargo, esta es una visión ficticia, es el producto de una determinada cultura, una cultura creada y estructurada por y para la dominación, es el producto de nuestra cultura. Tan pronto como nos apartamos de las clasificaciones y de los esquemas que caracterizan y dan sentido a los conflictos, tal como los percibimos hoy en día, nos damos cuenta que el poder, lejos de ser una entidad malvada y represiva, que oprime a la sociedad, representa una propiedad, una capacidad inherente a todo ser humano que fluye dentro del cuerpo social, no fuera de él. El poder es la capacidad que cada ser humano tiene de contribuir al complejo proceso de estructuración de los sujetos y de las estructuras sociales, mediante la continua y variable instauración de relaciones con otros individuos.

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En este sentido, el poder no es, por supuesto, sólo represivo. Dependiendo de las relaciones que establecemos con otras personas, y por lo tanto, según las definiciones de los roles sociales, nuestro poder podrá ser creativo y funcional para las prácticas de liberación. Sin embargo, tan pronto como el deseo de ver realizado a toda costa nuestro modelo de las relaciones y los roles sociales empieza a sacar ventaja, tratamos de excluir a los demás de este proceso de definición de lo existente. Cuando esta exclusión se ha producido, el poder pasa a ser ejercido por unos pocos individuos que se arrogan el derecho y la posibilidad de definir los roles y las relaciones sociales de todos. De esta manera se materializa la dominación del hombre sobre el hombre, así como del hombre sobre los otros animales y sobre la naturaleza. Esta es la razón por la que se perdió la conciencia de un poder creativo y por la que la percepción cotidiana es la de un poder amenazante y represivo. Este mecanismo también nos proporciona los primeros elementos para entender por qué nuestra anarquía no puede ser la Anarquía, so pena de reproducir las relaciones de opresión.
El verdadero problema es que una definición particular de los roles sociales tenderá a ofrecer una visión particular de la realidad, orientada a mantener estables esos roles. En otras palabras, nuestra sociedad ha consolidado culturalmente el concepto de que el fundamento del vínculo social es la relación de mando/obediencia, es decir, el deber de obediencia: la coerción política. Este concepto fundacional ha creado un espacio del imaginario que se caracteriza por reglas propias y que es, por definición, incompatible con otros imaginarios, otras representaciones culturales que no postulan el deber de obediencia como matriz de las relaciones sociales. Uno de los efectos más inmediatos que este espacio del imaginario produce en nuestras «cabezas» es, por ejemplo, la hipótesis represiva del poder del que hemos partido en nuestro análisis. Pero gran parte de los significados que asignamos a las cosas, a las palabras, a las relaciones que construimos, es el producto de esa representación de la realidad que, como una ameba, trata de ocupar todo el espacio del significante existente.

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Tratemos ahora de comprender cómo las relaciones de dominación actúan sobre los sujetos involucrados en las relaciones. Nuestra reflexión parte del hecho de que no existe ninguna esencia por descubrir. Que no hay una libertad perdida por rencontrar. No hay opresión o represión, por fuerte que sea, que nos impida rebelarnos, es decir, volver a empezar a partir de nosotros mismos. Liberar y liberarse no es una operación hacia atrás, en la sociedad y la historia, en busca de una dimensión perdida y nunca rencontrada, sino que es, como hemos visto, el ejercicio de nosotros mismos en positivo. En esta línea de pensamiento se define la dominación, en su sentido más amplio, como la relación social que roba a los individuos la capacidad de ejercer por sí mismos, en positivo. En otras palabras, es una relación social que extrae energía del cuerpo social, desangrándolo, y la deposita en manos de unos pocos: los individuos se ven privados de la posibilidad de participar en la clasificación formal de los roles sociales. Desde la perspectiva de los que dominan, una relación de dominación sólo se concreta y culmina cuando su existencia misma se ha naturalizado y ha sido interiorizada por los individuos, lo que permite su reproducción en el mito y el ritual.


El engaño de la dominación es, sin embargo, doble. Por un lado engaña a través de su naturalización porque nos convence de su necesidad y, en última instancia, de su rectitud. Por otro lado esta ilusión colectiva, que conduce a la servidumbre voluntaria, encierra otra igualmente insidiosa. La percepción ilusoria de la relación de dominación como algo necesario y natural, empuja la lucha social al combate contra un engaño, una alucinación colectiva. Pocos, en su acción política, se dan cuenta que no es la dominación lo que tienen que atacar directamente. Esta constituye en primer lugar una representación mental de los dominados y sólo, en un segundo lugar, los propios dominados, víctimas de una ilusión, son conducidos a aceptar, consolidar y reproducir las relaciones de dominación, plasmando de esta forma una determinada condición social. De hecho, esta no es otra que la servidumbre voluntaria. La dominación no se combate a ciegas. De este modo, se refuerza gracias a un juego de espejos, gracias a una forma impuesta de antagonismo que no hace nada más que alimentarla. La resistencia a la dominación se traduce en el intento de liberar espacios físicos y mentales que permiten a los individuos recuperar y ejercer su propia capacidad de contribuir a la categorización de lo existente, revolucionando así el imaginario establecido para poder satisfacer su necesidad de una mayor libertad. De lo contrario, los sujetos, inmersos en la alucinación dominante y en la dominación alucinante, ya no distinguen la realidad de la ilusión y luchan contra molinos de viento o en el peor de los casos, renuncian a existir realmente.

Sin nombre
Dentro de este sombrío panorama, las prácticas de autogestión se proponen como una práctica revolucionaria que trata de socavar, a través de prácticas independientes y la consiguiente configuración de un pensamiento autónomo, el espacio del imaginario de la dominación y retomar el poder de contribuir a la clasificación formal de los roles sociales por parte de cada individuo. Se propone descubrir a las personas la verdadera obligación social en contraposición a la obligación política. Se propone recordar la obligación que tiene el ser humano, como animal social, de dotarse de reglas para las relaciones inter-individuales. De esta obligación surge, sin embargo, la libertad específica del hombre. La libertad de poder elegir las normas que rigen las relaciones sociales, de poder definir la clasificación de los roles que mejor se adapten a las exigencias del individuo en una situación dada. Pero también, y sobre todo, la libertad de poner en cuestión y cambiar dichas reglas y clasificaciones. De hecho, es importante recordar siempre que cualquier sistema de clasificación genera un espacio del imaginario dominante, que una vez desarrollado hará posible dar significado a lo existente, con las enormes consecuencias que ello conlleva. Por lo tanto, será esencial no perder de vista la brújula del cambio que se ha operado y poner de relieve en todo momento la conexión entre el sistema de clasificación adoptado y el imaginario dominante, con el fin de determinar en cada ocasión, la forma en la que las relaciones que establecemos y los roles que definimos, influyen en la determinación de los sujetos y de las estructuras sociales que son la cara visible y perceptible de lo real. Lo que tenemos que investigar y combatir, en su caso, son los lazos y las relaciones que el sujeto mantiene con el mundo, las palabras, las cosas y las personas, y dado que el hombre es un animal social, el nivel subjetivo se resuelve irremediablemente en el colectivo. Una sociedad será, entonces, igualitaria cuando todos ejercen su propio poder y libre cuando renuncia a dar una definición universal de la libertad. La libertad del hombre consiste precisamente en ser capaz de buscar siempre una nueva definición de la libertad.
En el marco de estas ideas, que adopta claramente el enfoque relativista, no se determina a priori cuál es la mejor forma de poner en práctica la revolución. Cada estrategia puede ser eficaz, siempre que cuestione lo establecido y cuando cumpla las características que hemos descrito al hablar de la autogestión: la participación, el debate y la acción directa. También la violencia, entendida como resistencia a la represión estatal encuentra aquí su justificación. Los sujetos y las estructuras sociales contemporáneas, al igual que sus análogos en el pasado, aunque con grandes diferencias, son el producto de unas relaciones que en última instancia, se sostienen gracias a la violencia. En el momento de la revolución, de la rebelión, de la fractura de lo instituido tendremos que pasar cuentas, en primer lugar, con aquellos elementos que han incidido más profundamente en el proceso de estructuración. Al igual que otros antes que nosotros, debemos tener siempre en cuenta que el primer paso para rebelarse contra la sociedad es la rebelión contra nosotros mismos. En este acto de rebelión cotidiana que pugna por modificar el sujeto, es decir las relaciones que mantenemos con el mundo, se halla la búsqueda del camino para la transformación cultural y, en última instancia, para la revolución. Actuando sobre nuestras relaciones interferimos en los procesos de configuración de lo real, alimentando el cambio, transformando la cultura y la sociedad y posibilitando nuestra liberación y la de los demás. Como dijo Camus, “me rebelo, luego existimos”.

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Traducción del italiano: Paco Marcellán