José Ángel Moreno, Vicepresidente de Economistas sin Fronteras y profesor asociado de la UNED

Aunque con raíces que se remontan a comienzos del siglo XX, el concepto de capital social se ha convertido desde la década de 1980 en uno de los elementos estelares de las ciencias sociales: no sólo en Sociología (campo que en el que se desarrolla inicialmente), sino también en Ciencia Política y en Economía (1).

 El capital social

Es un concepto multifacético, con muchas interpretaciones (no siempre coincidentes) y con aplicaciones en los niveles individual (micro), de las organizaciones (meso) y de la sociedad (macro).  Desde esta última perspectiva, y pese a la falta de un consenso total, puede sintetizarse como el conjunto de recursos de que dispone una sociedad gracias a la confianza, cohesión y capacidad de cooperación que facilitan las relaciones, interacciones y redes sociales existentes. Confianza, cohesión y capacidad de cooperación que permiten a esa sociedad (y a sus componentes) unos recursos y unas posibilidades de actuación superiores a los disponibles en otras sociedades con similares niveles de riqueza económica, pero menos integradas y con menor capacidad de cooperación. 

 Se trata, por tanto, del reconocimiento de la importancia que tienen las relaciones sociales (primarias o secundarias, informales o institucionalizadas) en la consecución de niveles de calidad de vida mayores: porque la mayor capacidad de libre  cooperación y de coordinación de los componentes de  esa sociedad posibilita el acceso a bienes y servicios que serían inviables o mucho más costosos a través de los mecanismos del mercado o de la oferta pública. Una importancia que puede llegar a traducirse en sociedades con mayor dinamismo económico, mejor funcionamiento del mercado, mayores niveles de prosperidad y bienestar, menos conflictivas (o más capaces de superar los conflictos de forma consensuada), más participativas y con mejor nivel de democracia. En definitiva, el concepto de capital social supone el reconocimiento de la importancia de la vertebración social, de la densidad de la trama cívica y del tejido asociativo, como elementos esenciales para la construcción de sociedades integralmente mejores: es decir, para la consecución de una calidad de vida social inalcanzable para sociedades hiperindividualistas y atomizadas, por muy elevados que sean su nivel de desarrollo económico y sus niveles de ingreso.

 De esta forma, las sociedades más auto-organizadas, más entrelazadas y con miembros más comprometidos en la defensa de intereses colectivos, comunes o grupales (más corresponsables en objetivos no particulares) parecen, desde esta perspectiva, más capaces de superar los problemas y los riesgos que las sociedades con menos vínculos internos: “aquellas sociedades que disponen de mayor solidez y tradición asociativa, que han ido densificando su tejido civil, que han logrado acumular mayor capital social, resultan ser aquellas sociedades que mejor pueden responder a los retos, que mejor pueden responder a las nuevas exigencias y a los nuevos problemas, desde la fortaleza de su tejido comunitario y asociativo” (2).

 2. Capital social y organizaciones sociales

 Naturalmente, las cosas no son tan sencillas, porque no todas las redes sociales tienen la misma capacidad de generar capital social. Éste, ciertamente, será mayor cuanto mayor sea la participación social en redes sociales; pero también lo será cuanto mayor sea la calidad de las redes sociales: cuanto mayores sean las normas de reciprocidad internas y  el potencial de beneficios que puede generar a sus miembros, pero también cuanto mayor sea su capacidad de generar beneficios para el conjunto de la sociedad.

 En efecto, las redes sociales pueden, por una parte, generar capital social interno: beneficios de todo tipo (materiales o inmateriales) posibles para los miembros por su propia pertenencia a la red, por los valores que se comparten en ella y por las posibilidades que ofrece en virtud de su carácter y de su calidad. Pero también pueden generar capital social externo,  en función “… de la eficiencia social de sus actuaciones…, (de) su capacidad para hacer una sociedad mejor” y, en definitiva, de “…la medida en que contribuyen a construir formas de cohesión social”  (3).

 Hasta ahora me he referido genéricamente a redes sociales, que, como antes apuntaba, pueden ser tanto primarias (amigos, familiares, vecinos…) como secundarias (partido político, iglesia, sindicato, asociación de consumidores, club deportivo…), y tanto informales (cualquiera de las primeras) como institucionalizadas (cualquiera de las segundas), que podemos identificar con organizaciones sociales o cívicas de carácter voluntario. Pues bien, hay un fuerte consenso entre los expertos en que el potencial de generación de capital social aumenta con la densidad e importancia de las redes institucionalizadas y con el nivel de participación en ellas: con la maduración y formalización de las redes, se van consolidando criterios, estructuras, procedimientos y funcionamientos más objetivos,  consiguiéndose con ello autonomizarlas en alguna medida de la estricta voluntad de los sujetos individuales y de la consiguiente arbitrariedad que ello puede acarrear. Por eso, un indicador muy utilizado del nivel de capital social consiste precisamente en el número, consistencia y actividad de este tipo de organizaciones sociales y en el grado de participación en ellas. Muy especialmente, de aquellas sin ánimo de lucro y sin finalidad directamente política o religiosa, que constituyen la esencia de lo que suele denominarse “Tercer Sector”: asociaciones y organizaciones de todo tipo, como pueden ser los sindicatos o las organizaciones de consumidores, vecinales, culturales, deportivas o ambientales, entre muchas otras posibles, y las llamadas organizaciones no gubernamentales (ONG), con frecuencia indistinguibles de las primeras.  En adelante, me referiré a todas ellas bajo la denominación de ONL (organizaciones no lucrativas).

 Se trata de organizaciones en las que “la confianza es un elemento básico para su funcionamiento, la cooperación es una necesidad y la generación de redes es un modo de funcionar para ser eficiente socialmente” (4) y que surgen para proveer bienes o servicios a sus miembros o a la colectividad que no están suficientemente cubiertos por el Sector Público, con el que pueden actuar en funciones sustitutivas, complementarias o incluso de confrontación. Organizaciones, por tanto, donde pueden apreciarse dos componentes diferentes (y que pueden ser contradictorios o complementarios): a) la defensa de intereses grupales y b) la orientación hacia la satisfacción de necesidades colectivas y la generación de bienes públicos. En esta medida, su capacidad de generar capital social externo (es decir, útil para el conjunto de la sociedad o para amplios colectivos de ella) dependerá significativamente del carácter de los intereses grupales (puede incluso darse el caso de organizaciones que promuevan un capital social negativo) y, sobre todo, de la importancia que tenga el segundo componente. Algo, a su vez, condicionado, entre otros factores, por la eficiencia de la organización y por su consistencia, en buena medida dependiente del número y grado de participación de integrantes/colaboradores; pero también, ciertamente, por el objeto social (por la misión) de la organización: la contribución de una organización a la generación de capital social “es directamente proporcional a su capacidad para hacer una sociedad mejor” (5).

 3. El caso de las ONL de escrutinio empresarial

 A la vista de todo lo anterior, se centrará la atención en lo que sigue en un tipo específico de ONL: aquellas que  dedican su actividad total o parcialmente a labores de seguimiento, escrutinio y control de las actuaciones empresariales (y muy especialmente, de grandes empresas) con el objetivo de valorarlas, denunciar malas prácticas o defender los intereses de los asociados, de colectivos específicos o de la sociedad de lo que consideran comportamientos abusivos. Organizaciones con diferentes formas jurídicas (asociaciones, fundaciones, organizaciones de otro tipo) e incluso con misiones también diferentes (asociaciones de consumidores, asociaciones vecinales, ONG de desarrollo o de asistencia social…), pero que coinciden en un interés común por la denuncia de los comportamientos empresariales que juzgan irresponsables y por la exigencia de mejores prácticas, tanto en aspectos concretos (la lista es inabarcable: precios, calidad, atención al cliente, relaciones laborales, impacto ambiental, respeto de los derechos humanos, productos nocivos para la salud y la vida, falta de transparencia o distorsión de la información, corrupción, blanqueo de dinero, ingeniería fiscal y paraísos fiscales…, etc.) como en el conjunto de la estrategia empresarial.  Un objetivo de justicia social que muchos consideramos totalmente coherente con el requisito antes señalado de contribución a la construcción de una sociedad mejor como condicionante de la capacidad de creación de capital social por parte de una organización.

 Dentro del muy variado pelaje de ONL que conforman este conjunto, no es posible dejar de diferenciar al menos tres tipos de organizaciones (con límites muchas veces borrosos, sobre todo en los dos primeros grupos):

  1. Las que, rechazando (y denunciando) las malas prácticas empresariales, aceptan desarrollar también estrategias de cooperación con las empresas, suministrando en muchos casos servicios de asesoramiento orientados a mejorar prácticas concretas que afectan al impacto social y ambiental de las empresas: códigos de conducta, políticas ambientales, políticas de derechos humanos, auditorías socio-ambientales a proveedores, políticas de igualdad y no discriminación, mejora de la transparencia informativa, etc..
  2. Las que se decantan por estrategias de presión hacia las empresas, centrándose más decididamente en funciones de escrutinio de los comportamientos y denuncia de malas prácticas, pero con una orientación que ha sido calificada por algunos autores de hostigamiento y presión constructivos: es decir, encaminada a corregir las malas prácticas y a impulsar mejores comportamientos, sin un rechazo global de la institución empresarial y, por lo tanto, sin una voluntad decidida de conflicto (aunque se pueda llegar a situaciones claramente conflictivas en casos de flagrantes malas prácticas que las empresas no quieren corregir ni mitigar).
  3. Las que rechazan claramente a las empresas privadas (y fundamentalmente a las grandes transnacionales) por considerarlas sujetos protagónicos de un sistema intrínsecamente desfavorable para la mayoría de la población y que es necesario cambiar radicalmente: entidades, en consecuencia, con las que sólo cabe mantener una actitud de confrontación directa y explícita. Desde esta perspectiva, son organizaciones que se centran también en la denuncia de (y en ocasiones, en el combate contra) las malas prácticas empresariales, pero no sólo con la voluntad de corregirlas, sino de frenar y erosionar con ellas el poder de las grandes empresas y de contribuir a la difusión del presunto carácter inevitablemente negativo de la función que desempeñan en la sociedad.

 Al margen de la opinión que unas y otras puedan merecer, de sus diferentes posiciones ideológicas y de la distinta eficacia de sus actuaciones (6), la muy notable expansión en el número y en la actividad de estas organizaciones a lo largo de los últimos años refleja una contribución en sí misma sustancial cara a la creación de capital social: tanto a nivel interno como externo. A nivel interno, en la medida en que están generando relaciones sociales útiles en algún grado para sus partícipes y simpatizantes (que parecen crecer moderada, pero significativamente).  A nivel externo, en la medida en que están siendo agentes movilizadores básicos de participación y de activismo social (en una época particularmente individualista y desmovilizadora), que están consiguiendo en muchos casos un prestigio y una confianza crecientes y concitando una apreciable simpatía de amplios sectores sociales, que  están tejiendo redes de organizaciones y de participación que multiplican sus potencialidades y que están desempeñando (aún cuando sea con eficiencia diferente y discutible según los casos) una labor que quien esto firma considera insustituible: de freno, denuncia y resistencia frente a los peores comportamientos empresariales y de impulso de mejores actuaciones. De impulso, en suma, de lo que se ha dado en llamar la responsabilidad social empresarial (RSE) o corporativa (RSC). Y ello aún cuando en ocasiones (como en las organizaciones del tercer grupo) no se pretenda e incluso se combata (con el objetivo de desenmascarar lo que en su opinión no es más que una estrategia de las grandes empresas para frenar las resistencias sociales frente a ellas).

 4. La responsabilidad social empresarial (RSE)

 Resulta obligado en este punto recordar, siquiera sea muy brevemente, de qué hablamos cuando hablamos de RSE.

 Aun cuando hay una evidente falta de unanimidad respecto al concepto y aún cuando se han dado múltiples definiciones de él, hay un consenso relativo en torno a dos definiciones de RSE muy próximas entre sí: la responsabilidad de las empresas por el conjunto de sus impactos en la sociedad; y la decisión de la empresa (autónoma o exigida externamente) por relacionarse lo mejor posible con todos los sectores con los que se relaciona (partes interesadas o grupos de interés): accionistas, empleados, clientes, proveedores, reguladores, comunidades locales en las que operan y (en el caso de grandes empresas) conjunto de la sociedad. Ambas definiciones apuntan a la necesidad de que una empresa responsable no se oriente exclusivamente a maximizar los resultados económicos para sus accionistas, sino a optimizar el valor que aporta a  todas sus partes interesadas y al conjunto de la sociedad y la suma de los impactos (económicos, sociales y ambientales) que genera

 Una necesidad que, para los defensores de este paradigma, puede derivar de múltiples factores:

– Por convencimiento moral del empresario: no descartable en pequeñas empresas; muy improbable (y de difícil materialización) en las grandes empresas cotizadas.

– Por interés estratégico de la empresa: porque -así lo creemos los convencidos- la empresa puede conseguir considerables beneficios a medio y largo plazo (menores conflictos, mejor reputación, mejores relaciones con accionistas, empleados, clientes y proveedores, mayor calidad, mayor innovación, nuevos nichos de mercado, mejor gestión general…) si actúa con mayor responsabilidad integral y si gestiona con eficiencia esa responsabilidad.

– Por mayor presión reguladora: que eleve y extienda crecientemente la regulación y la supervisión hacia ámbitos esenciales en la responsabilidad empresarial.

– Por mayor presión del mercado: porque inversores y clientes (y también analistas, calificadores y auditores) exijan mayores niveles de responsabilidad y prioricen en sus decisiones y valoraciones a las empresas más responsables.

– Por mayor presión de la sociedad civil: una presión que puede (y debe) llegar a las empresas a través de múltiples canales (sindicatos, medios de comunicación, expertos, comunidades locales, organizaciones de todo tipo…), pero en la que están jugando un papel clave las ONL  que se han comentado en el epígrafe anterior.

 Son numerosas y no poco razonables las críticas que desde múltiples frentes se han planteado respecto a este concepto. Al margen de las centradas en su potencialidad de generación de valor para la empresa (que en opinión de quien esto firma no tiene por qué ser nada negativo en principio, sino todo lo contrario), en general, son críticas dirigidas no tanto contra la esencia del concepto, sino contra la imposibilidad material de que las empresas puedan ser realmente responsables (“empresa responsable” sería un oxímoron tan patente como “negra nieve”) y, sobre todo, contra la utilización que de este concepto están haciendo las grandes empresas: como un mero instrumento de imagen que utilizan para enmascarar sus comportamientos reales y para compensar los costes reputacionales que éstos les pueden acarrear (7).

 Pero se han planteado también críticas con mayor carga de profundidad: no sólo a cómo las empresas utilizan en la práctica el concepto, sino a cómo lo conciben en la teoría, desvirtuándolo de sus potencialidades más transformadoras: como una responsabilidad simplemente “estratégica e instrumental”, tras la que la late un modelo de gestión y de empresa en el fondo muy similar al convencional. Un modelo que continúa dando prioridad a la creación de valor económico para los accionistas, aunque, ciertamente, con una perspectiva de mayor plazo y teniendo en cuenta la conveniencia de satisfacer en una medida “razonable”  las demandas de las otras partes interesadas, pero en el que no se discute la primacía de los accionistas, en tanto que las demandas de los restantes grupos son simplemente contempladas como medios o instrumentos convenientes o necesarios para generar un mayor valor para aquellos (8)

 Ahondando en esta línea, se ha sostenido también que toda la teorización sobre la RSE no es sino un andamiaje estratégico construido esencialmente por las grandes transnacionales para contrarrestar las tendencias regularizadoras de sus actividades (una defensa de la “autorregulación responsable”) y para consolidar una nueva forma de legitimación social frente a las crecientes protestas que vienen cosechando muchas de sus actuaciones: “un paradigma que sirve para consolidar la expansión de las corporaciones transnacionales en el momento actual del capitalismo global” (9) y que sólo es concebible en el marco de un modelo socio-económico en el que las grandes empresas tienen una posición dominante (a cuyo mantenimiento la RSE contribuiría). Un paradigma, en este sentido, que, como sintetiza un texto que refleja muy claramente esta posición, “…quita el significado político al concepto de responsabilidad, despojándolo de la idea de cambio social y de conflicto” y que “…neutraliza la presión que las ONG puedan desarrollar a favor de la exigibilidad jurídica de responsabilidades” (10)  

 Se trata, por otra parte, de un escepticismo frente a la RSE que indudablemente se ha agudizado con el escándalo de la crisis económica desatada entre 2007 y 2008. Porque es una crisis generada y extendida en buena medida por grandes empresas que en muchos casos contaban con alabadas políticas y evaluaciones de RSE y porque ha sido una crisis que ha evidenciado (una vez más, pero de forma particularmente rotunda) que  muchos de los aspectos más valorados para calibrar la RSE no son más que elementos (¿ornamentos?) complementarios de importancia secundaria, que pueden ser perfectamente asumidos (y de los que se presume) en medio de comportamientos de una flagrante irresponsabilidad social.

 Con todo, son argumentos que, en mi opinión, no rebaten la utilidad social que, al menos en teoría, podría producir la generalización de una mayor responsabilidad real en las empresas, sino centrados en su instrumentalización o en su falseamiento.

 En primer lugar, porque esa mayor responsabilidad no es sólo una estrategia empresarial. Es, ante todo, y como sostienen las propias organizaciones más críticas, “una exigencia de justicia” (11): porque sin criterios exigentes de responsabilidad será imposible consolidar relaciones de justicia mínimamente aceptable de las empresas (y sobre todo de las grandes) con sus grupos de interés y con la sociedad. 

 De otro lado, y pese realismo de las críticas (incluso de las más radicales), porque parece difícilmente cuestionable que la mejora de las políticas y de las actuaciones de las empresas (criterios y comportamientos más responsables -o menos irresponsables- en toda esa inacabable lista de tropelías que se apuntaba en el epígrafe 3) tiene que ser positiva tanto para todos los colectivos afectados como para la sociedad en general. Las malas prácticas generan costes directos para los afectados, externalidades negativas para el conjunto de la sociedad y destrucción de capital social (en la medida en que provocan desconfianza, pérdida de cohesión social y una clara reducción de la capacidad cooperadora de la comunidad). Por el contrario, la mejora de esas prácticas impulsa la consolidación de empresas mejores (o menos malas, si se prefiere) no sólo en un sentido moral y social (con menores impactos negativos), sino también -como antes apuntaba y como cada vez más avala la evidencia empírica- en un sentido económico (más eficientes, con más calidad, mejor gestionadas, más sostenibles en el tiempo). Empresas con menores externalidades negativas e incluso potencialmente generadoras de externalidades positivas para el conjunto de la sociedad: mayor empleo, mayores ingresos, mejores productos, menor conflictividad laboral y social, mejor medio ambiente, más colaboradoras (o menos dañinas) con la comunidad, etc. Empresas, por todo ello,  menos destructivas y más positivas para las relaciones sociales y para los niveles de cohesión, confianza y capacidad de cooperación de la sociedad. Es decir, empresas con mayor capacidad de fortalecer el capital social. Y ello, incluso, al margen de las razones por las que las empresas tengan que asumir esas mejoras y aunque se considere que las mayores y más poderosas sean actores de resultados netos negativos para la sociedad. 

 5. La necesidad de ONL que exijan e impulsen comportamientos empresariales más responsables

 Todo lo cual parece avalar el convencimiento de que los hipotéticos avances hacia un modelo de gestión empresarial realmente más responsable pueden ser socialmente positivos desde muchos puntos de vista. El problema no está en la teoría, sino en la práctica: en lo débil, cosmética, instrumental y engañosamente con que las empresas  están asumiendo esta filosofía.

 Por eso es tan importante ese último factor de impulso de la RSE que antes comentaba: la presión y la exigencia de la sociedad civil (12). Y por eso es también tan importante que la sociedad se dote de la mayor capacidad posible para esa exigencia. Algo que, entre otros factores, depende  decisivamente del nivel de organización social, de la calidad y densidad de su tejido cívico, de su grado de vertebración: de la existencia de plataformas adecuadas para consolidar y consensuar esa exigencia, para representar a todos los sectores y para canalizar sus demandas de forma eficaz. En definitiva, de la calidad y densidad de su capacidad asociativa, que tan decisiva es -como hemos visto- para la generación de capital social. Porque detrás de la RSE -como detrás de toda cuestión social y como bien saben los sindicatos- laten inevitablemente relaciones de poder. Y en este contexto, es básico para la sociedad dotarse de poderes compensadores firmes frente a las empresas. Desde la convicción de que la responsabilidad social puede ser decididamente positiva para las empresas, y por ello perfectamente factible. Pero desde el paralelo convencimiento de que es la sociedad quien tiene que imponer las condiciones para que no pueda ser de otra forma (penalizando duramente la irresponsabilidad) y quien tiene que mostrar el camino recto que a las empresas tanto cuesta descubrir por sí solas.  Aunque también, sin duda, desde la certeza realista de las enormes dificultades que supone esa labor fiscalizadora de minúsculos davides frente a colosales goliaths, amparados además en exigencias legales de transparencia muy inferiores a las necesarias y con un evidente trato de favor por parte de los organismos reguladores (cuando no con una ausencia casi total de regulación).

 Es en este ámbito en el que, entre otros agentes (como, muy especialmente, los sindicatos), cumplen una misión básica las múltiples modalidades de organizaciones cívicas antes comentadas que se dedican total o parcialmente a canalizar esa exigencia social de responsabilidad empresarial o a combatir los comportamientos irresponsables (que, en el fondo,  es lo mismo): ONG de todo tipo, asociaciones de consumidores, organizaciones ecologistas y de defensa de los derechos humanos… Entidades esenciales en la reivindicación “moral” (como exigencia ética y de justicia y no como simple herramienta instrumental) de la responsabilidad empresarial y que resultan imprescindibles para construir mejores empresas, mejores sociedades y también mejores economías: menos desequilibradas, menos desiguales y más justas, pero también más eficientes. Sociedades y economías más avanzadas en las que son imprescindibles agentes con la voluntad y la capacidad de defender frente a las empresas los valores que la sociedad considera prioritarios y de establecer las penalizaciones necesarias para orientarlas hacia comportamientos coherentes con esos valores y, en suma, más decentes (más responsables). Para que  puedan, también,  contribuir más eficazmente a mitigar la destrucción de capital social que la irresponsabilidad empresarial produce y a inducir a las empresas a comportamientos que puedan fortalecer todo lo posible la acumulación de ese recurso crucial para la calidad de vida y el potencial de desarrollo de la sociedad.

 Una batalla enormemente desequilibrada en la que, no lo olvidemos, el avance sólo es posible si las ONL saben trabajar en cooperación con otros agentes con objetivos coincidentes y si, como recuerdan Hernández Zubizarreta, González y Ramiro (13),  saben encauzar su trabajo en el contexto de una más amplia e imprescindible movilización social.

 6. Recordatorio final

 Recordemos para acabar que esa exigencia moral que defienden las ONL preocupadas por la RSE afecta a aspectos en muchos casos tan básicos para una vida digna y justa que -como la mayoría de esas organizaciones demandan- no pueden dejarse al albur de la estricta voluntariedad de las empresas: es una exigencia cuya obligatoriedad debe reclamarse  a los poderes públicos. Cuando menos en algunos ámbitos cruciales (derechos humanos, respeto ambiental, relaciones laborales, integridad, transparencia informativa…),  parece crecientemente imprescindible el establecimiento de unos mínimos niveles de cumplimiento que deben ser requeridos legalmente y, por lo tanto, regulados, verificados y supervisados rigurosamente. Y, claro está, también penalizados los incumplimientos.

 En alguna medida (no, desde luego, en la suficiente) son aspectos relativamente regulados en los países más avanzados: pero -como la propia crisis financiera ha demostrado- es necesario y urgente elevar significativamente el listón regulador. Y más aún lo es  extenderlo a ese inmenso agujero negro de la práctica empresarial que constituye la escena internacional (y muy especialmente la operativa en los países menos desarrollados). Aquí radica el gran desafío de las organizaciones que trabajan contra la irresponsabilidad empresarial: en esa obscura escena en la que demasiadas empresas (incluso muchas de las presuntamente más responsables) actúan con unas pautas y con una impunidad que convierten el trabajo de las mencionadas organizaciones en un auténtica misión humanizadora. Un desafío que exige leyes y controles que amparen a los desfavorecidos de la codicia de los poderosos. Un desafío, en definitiva, de dimensión ineludiblemente política.

 Notas: 

  1. Aportaciones iniciales de referencia son P. Bourdieu, “Le capital social. Notes provisoires”, Actes de la recherche en Sciences Sociales, 3, 1980;  J. Coleman, “Social Capital in the Creation of Human Capital”, American Journal of Sociology, 94, 1988;  y R. Putnam, Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Priceton University Press, Princeton, 1993, y Bowling Alone, Simon and Schuster, Nueva York, 2000.  En castellano, tiene mucho interés F. Herreros y A. de Francisco (comps.)  “Capital social”, número monográfico de Zona Abierta, nº. 94/95, 2001, en el que se recogen los artículos de Bourdieu y Coleman y otro diferente de Putnam.
  2. J. Subirats, “Responsabilidad civil y voluntariado: responsabilidades colectivas y valores públicos en España”, Documentación Social, nº. 122, 2001.
  3. C. Marcuello (coord.), Capital social y organizaciones no lucrativas en España, Fundación BBVA, Bilbao, 2007.
  4. Ibidem.
  5. Ibidem.
  6. Para una crítica muy severa de las posiciones de las ONL cooperadoras con las empresas, vid. los artículos de M. Romero (“Partenariados tóxicos”) y J. Hernández Zubizarreta, E. González y P. Ramiro (“Los movimientos sociales y sindicales ante la RSC: propuestas de intervención frente al poder corporativo”), en J. Hernández Zubizarreta y P. Ramiro (eds.), El negocio de la responsabilidad, Icaria, Barcelona, 2009.
  7. P. Ramiro, “Las multinacionales y la responsabilidad social corporativa: de la ética a la rentabilidad”, en J. Hernández Zubizarreta y P. Ramiro, op. cit.
  8. J. M. Rodríguez ha destacado esta cuestión en diferentes artículos y en El gobierno de la empresa: un enfoque alternativo, Akal, Madrid, 2003.
  9. P. Ramiro, op. cit.
  10. J. Hernández Zubizarreta, E. González y P. Ramiro, op.cit.
  11. Vid. sobre esto, entre otros muchos trabajos suyos,  A. Cortina, “La Responsabilidad Social Corporativa y la ética empresarial”, en L. Vargas (coord.), Mitos y realidades de la Responsabilidad Social Corporativa en España. Un enfoque multidisciplinar, Thomson-Civitas, Cizur Menor (Navarra), 2006.
  12. Recojo aquí ideas expuestas (en algún caso casi literalmente) en J. A. Moreno, “El retorno de la ética: sobre las limitaciones del business case de la RSE”, de próxima publicación en Debats, 2012.
  13. J. Hernández Zubizarreta, E. González y P. Ramiro, op. cit.