Revolución, crisis de los límites y difuminación de los fines
Revolución,
Gérard Imbert, Catedrático de Comunicación audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid
Vivimos una crisis de los límites: ya nada es estable, ni los valores, ni las referencias históricas. ¿Cómo replantear hoy el concepto de revolución, cuando la política está hipotecada por las leyes del mercado, cuando tantas incógnitas pesan sobre el futuro, las instancias de poder se difuminan y las identidades sociales se vuelven informes? Frente a esto surgen nuevas estrategias de “contestación”, dispersas, multiformes, al margen de los partidos y de las identidades de clase.
Esta crisis afecta a la idea de fin como meta que orienta la acción y obliga a redefinir la revolución menos como un horizonte lejano y más como un imperativo presente. Revolucionar el presente, tal podría ser el envite (y la nueva utopía).
La palabra “revolución” no puede tener hoy –sobre todo para los que procedemos de la cultura del 68 y tanto hemos creído en ella– el mismo sentido ni la misma carga, lo que no quiere decir que no sea necesaria ni que haya que descartarla como fin. Lo que ha cambiado es la creencia en su efectividad y los medios políticos para alcanzar el cambio de modelo social. De ahí una serie de dudas que comparten a menudo las nuevas generaciones aunque desde otra experiencia y presupuestos ideológicos diferentes:
¿Es la política (la vida política y los hombres políticos), tal y como funciona en las democracias occidentales, el mejor medio para este cometido? ¿En qué medida los envites actuales no sobrepasan la acción estrictamente política y se juegan más en el terreno económico y en el control de los mercados financieros? ¿No ha variado la localización de lo político? ¿Dónde están los nuevos “enemigos de clase”? ¿Podemos seguir creyendo en el Grand Soir como horizonte radiante, perspectiva de ruptura en que todo es posible? ¿Y qué pensar del desgaste de la palabra “revolución” en la publicidad y en los medios de comunicación o su desvirtuación política como ocurrió en Túnez, Egipto y Siria, con la consagración electoral de los partidos islamistas?
Hemos asistido en las últimas décadas a un desplazamiento y a una relativa difuminación de las instancias de poder, acentuada por la globalización de la economía y, últimamente en Europa, de las decisiones políticas, pendientes de las agencias de valoración. Frente a todo eso, es cada vez más difícil mantener una postura ideológica intacta en el mundo de hoy. Incluso las identidades sociales se han visto cuestionadas en su integridad. Bauman habla de “identidades líquidas”, efímeras y reversibles, afectadas por la inestabilidad, ajenas a la continuidad histórica. Son identidades a la carta, compuestas, variables (identikits, como dice este autor, identidades de quita y pon), mediante las cuales el sujeto elabora su particular proyecto de vida al margen de la comunidad.
Podríamos ver en ello una crisis de los límites: ya nada es estable, ni los conceptos, ni los valores, ni las referencias históricas. “Sociedad informe”1, he llamado a esa sociedad que no tiene claros sus límites, vive en la incertidumbre y se mueve en la ambivalencia (la coexistencia de principios contradictorios), una sociedad cuyas formas evolucionan y cuyos contornos se difuminan. Hoy todo es más difuso, multiforme y, hasta cierto punto, informe.
La sociedad informe es aquella cuyas referencias se diluyen –porque sus sistemas ideológicos se derrumban, ya no orientan las conductas–, cuyos fines se pierden en la nebulosa de incógnitas que pesan sobre el futuro, una sociedad que se repliega en el extremo presente, de acuerdo con ese presenteísmo que han destacado los sociólogos (Maffesoli, entre otros), un presente inmediato, de supervivencia más que de proyección en el futuro, en el que el reconocimiento procede de los medios, de la imagen y de las modas más que de la auténtica construcción personal y de la interacción con el otro.
Esta crisis afecta directamente a la idea de fin como meta que orienta la acción: una acción asentada en una ideología, traducida en medios orientados hacia la consecución de este fin y, en una perspectiva materialista, apoyada en una clase social. Pero la noción misma de clase social se ha diluido en cuanto grupo (la aspiración al consumo borra las identidades de clase), ideología (las “clases obreras” votan cada vez más a la derecha e incluso a la extrema derecha, como ha ocurrido en Francia) y “cultura de clase” (¿sigue vigente la noción de proletariado o habría que hablar –para retomar la jerga marxista pero sin sus connotaciones negativas– de un nuevo lumpenproletariado: inmigrantes, sin techo, parados indefinidos, nuevos pobres que incluyen hoy a fragmentos de la clase media?). Ya nadie está en su sitio, y menos en un sitio definitivo.
¿De dónde puede proceder pues una fuerza revolucionaria (ni siquiera digo un movimiento)? Seguramente más de la periferia del sistema que de sus instancias centrales. Frente al desplazamiento de las instancias de poder, surgen nuevas estrategias de “contestación”, nuevos frentes de crítica. Son dispersos, multiformes, nacen de la urgencia o de la protesta in-mediata (no mediada por los aparatos políticos): algunos son auténticos movimientos ciudadanos, es decir que emanan de una base social, al margen de los partidos y de las identidades de clase. Obviamente pueden coincidir con ellos pero su fuerza es situarse fuera del sistema. Otros tienen menos definición como grupo (grupo cerrado, con conciencia de clase), de ahí su carácter profundamente apolítico, entiéndase sin fe en la política, no porque la ignoren sino porque la rechazan como tal. Lo hemos visto con el 15M, con su impugnación radical de los políticos y de los banqueros, con su capacidad de aglutinación –en especial de una juventud que todos veían como amorfa– hasta levantar el interés y la solidaridad de la opinión pública. Entonces no es de sorprender que en otros países los jóvenes salgan a la calle con los mayores para protestar por el avance de la edad de la jubilación… Lo que está en juego es la defensa de unos derechos sociales conquistados a duras penas en la posguerra y –lo que es más básico aún– los derechos inalienables que reconocen las Constituciones (derecho al trabajo, a la vivienda, a la educación y a la sanidad pública) pero que muchos gobiernos democráticos no aplican, empezando por el presunto modelo norteamericano.
¿Dónde está entonces el envite revolucionario? Menos en lo ideológico-programático y más en lo inmediato existencial, más en lo ético que en lo político, es decir a dos niveles extremos: en la necesidad práctica y en la reivindicación ética. Si tantos se “indignan” es porque vuelve en el debate público una preocupación ética, que no es sino la puesta en relación crítica de los fines con los medios: ¿Para qué sirve la globalización y qué efectos tiene al margen del beneficio económico para los de siempre? ¿Es válido este modelo de sociedad, de expansión y ocupación del territorio? ¿Está la clase (casta) política a la altura de estos retos?
La respuesta (revolucionaria) no puede ser uniforme ni unidimensional. La cuestión del Grand Soir, de las “mañanas que cantan” deja paso a la urgencia del presente pero las preguntas e indignaciones no dejan de ser revolucionarias en la medida en qué cuestionan radicalmente el sistema actual (qué irrisoria ha sido la postura de la derechas que acusaba esa protesta de ser “antisistema”…).
La utilización de las nuevas tecnologías de la comunicación y de las redes sociales se inscribe en este cambio de perspectiva y estrategia: cualquiera, sin formar parte de ninguna organización, puede incidir en el debate público, unirse a un movimiento, llamar a una protesta, incitar al boicot. No está tan alejado de las teorías situacionistas de los 60 ni de la agitprop de la revolución bolchevique… Lo que cambia son las formas, no solo técnicas, sino también estratégicas y simbólicas: la acción ya no está encauzada hacia un fin único, transhistórico (la revolución en el sentido decimonónico) sino que es multiforme, transclasista y a menudo procedentes de sectores excluidos de los beneficios sociales o simplemente del mercado del trabajo. Ha sido el caso para el 15M que representaba básicamente a un sector transversal: la generación ni ni, (ni estudian, ni trabajan, ni PSOE ni PP). Estamos lejos del binomio revolución-clase social…
A la “microfísica del poder” (Foucault) –las manifestaciones del poder en múltiples esferas (más allá de lo directamente político)– responden las multiestrategias de las comunidades virtuales a través de las redes sociales o las acciones más difusas como Anonymous, el ciberactivismo, a espaldas todas de los habituales aparatos de representación política.
El problema es cuando la acción no está orientada hacia la consecución de un fin político que, inevitablemente, tiene que pasar por los cauces establecidos (elecciones, entre otros), de ahí el debate que surgió en torno al 15M. ¿Para qué sirve si no tiene incidencia directa en la vida política? En las últimas elecciones, los políticos de turno no parecen haberlo integrado mucho a su programas y menos a su sensibilidad…
El que no sean grupos homogéneos ni encaminados a la acción política es su debilidad y su fuerza: su debilidad por ser ignorados de la clase política en la medida en que saben que no van a intervenir en el “debate” electoral, su fuerza porque son precisamente informes, al margen de las formas existentes, en particular las formas políticas, sin cabeza visible ni organización vertical, ni oradores exclusivos, a imagen del medio que ha permitido aglutinar a tanta gente (las redes sociales). Además es fundamental la ocupación del espacio público, no solo el físico sino también el simbólico: la toma de palabra con la subsiguiente subversión del lenguaje dominante, que es una manera de repolitizarlo, como lo vimos claramente en los eslóganes del 15M.
Puede que la revolución como concepto mayúsculo, claramente definido y formalizado en términos políticos, encaminado hacia un fin histórico, haya dado paso a las microrevoluciones, a estas manifestaciones informes, esto es sin límites claros (ni en la definición ni en la acción ni en el impacto). En eso son un fenómeno posmoderno, que se puede extender de manera viral, descontrolada –y por consiguiente difícil de controlar por el poder– a otros sectores de la población. Informe, por fin, es lo que evoluciona en el tiempo, no está adscrito a una identidad inalterable, a unos roles inamovibles, es una fuerza negadora que rechaza el presente en nombre de lo posible. Alguna apuesta de futuro habrá en ello y puede incluso que algo revolucionario…
¿Tendremos que concluir que el concepto de revolución ha perdido en historicidad, en proyección de futuro y en cambio ha ganado en urgencia, en necesidad de incidir sobre el presente?
Revolucionar el presente, tal podría ser el envite (y la nueva utopía): ofrecer una fuerza de resistencia al orden de las cosas, a las formas establecidas –desde las formas de gobernar hasta las formas de relacionarse– y hay mil maneras de hacerlo, a través de los “grupos informales”, auto-organizados, constituidos desde la necesidad o el cabreo, desde la ética y no desde el dogma o la consigna, o simplemente en la vida cotidiana.
Notas
1Gérard Imbert: “La sociedad informe. Posmodernidad y juego con los límites”. Icaria, 2010.