Las obras de Chagall forman parte de nuestro imaginario, en particular del amoroso, y sus reproducciones y alusiones se cuelan en nuestro día a día cuando menos se las espera: un póster en una cafetería, un tarjetón de felicitación en una papelería, películas, canciones o novelas. Entre el 14 de febrero y el 20 de mayo de 2012 el Museo Thyssen Bornemisza y la Fundación Caja Madrid han acogido los Chagall “de carne y hueso” que nutren ese imaginario, los de óleo, gouache, grabado, cerámica, escultura y collage que tantas veces se han citado en la gran pantalla: no me resisto a mencionar el caso de Pedro Almodóvar, que convirtió al personaje interpretado por Rosa María Sardá en Todo sobre mi madre (1999) en una experta falsificadora de obras de Chagall – en su estudio aparece una copia de La Virgen de la aldea (1938-1942), cuyo original pertenece a la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza. O la película Notting Hill (1999), en la que la protagonista comenta al ver un póster de La Mariée (1950) que así es como debería de ser estar enamorado: flotar en un cielo azul oscuro, con una cabra tocando el violín.

Reunido entre las dos sedes de Madrid estaba por supuesto el Chagall de los enamorados, pero también el de la revolución, la guerra, las tradiciones judías, la Biblia, el circo, la poesía… A lo largo de sus casi ochenta años de incansable creación el artista indagó en estos temas desde una posición que muchos de sus contemporáneos ignoraban: creando a partir de la realidad psíquica se liberaba de las reglas de la naturaleza y de la razón, sin abandonar nunca la figuración.

 Sus vivencias en el París de las vanguardias, durante la Revolución Rusa, o en torno a la Segunda Guerra Mundial se transforman en sus lienzos en una historia de búsquedas, inquietudes, esperanza y amor, atravesada por sus raíces ruso-judias y sus recuerdos de infancia. Chagall se alimentará durante sus exilios de determinados motivos y personajes (las novias, judíos errantes, ángeles, cabras..) que revisita y reinterpreta, para construir el lenguaje con el que lo identificamos, con el que nos identificamos.

 Este proceso se hizo visible en la exposición, que abarcó desde sus años de formación en Rusia a comienzos del siglo XX, hasta sus últimas creaciones en la década de los setenta. Durante esta extensa trayectoria Chagall mantiene una independencia y libertad que lo hacen inclasificable: no es ni surrealista, ni orfista, ni simbolista, ni expresionista, pero su relevancia para la historia del arte es indudable. Pablo Picasso se refirió a él como gran maestro del color tras la muerte de Henri Matisse. Chagall explica su uso del color como la búsqueda de una química, de una musicalidad. Sus experimentos durante su primera estancia en París, entre 1911 y 1914, obtendrían la admiración de Leon Bakst, su primer maestro, que al ver sus progresos habría exclamado: «¡Ahora tus pinturas cantan!»

 André Breton, que como líder de los surrealistas trató en vano de incluir a Chagall en el grupo, le atribuye a su vez la introducción triunfal de la metáfora en la pintura. El mundo sobrenatural que encontramos en sus obras responde a la realidad psíquica desde la que Chagall crea: los seres híbridos, las figuras con rostros dobles, los ángeles y enamorados que sobrevuelan la ciudad, casi siempre su Vitebsk natal, viven en sus recuerdos, en sus sueños, son parte inseparable de su existencia, y por lo tanto de su manera de explicarse y de explicar lo que le rodea.

 Chagall también desarrolla esta vertiente poética en las numerosas ilustraciones de obras literarias que acomete a partir de los años veinte, entre las que se encuentran clásicos como las Fábulas de Jean de La Fontaine, o libros de escritores contemporáneos y amigos como Et sur la terre… de André Malraux, ambos expuestos en la muestra de Madrid. Pero además se valdría de sus propias palabras para construir poéticas imágenes en Mi vida, la autobiografía que escribió antes de cumplir los 35 años, o en su obra lírica, que fue recopilada y publicada en 1975 bajo el título Poèmes.

 Más allá del reconocimiento por parte de las grandes figuras de la cultura contemporánea, Chagall sigue despertando sinceras manifestaciones de afecto, admiración y aprecio: en algunas de las múltiples entrevistas a visitantes grabadas durante el transcurso de la exposición un señor confesaba que era la tercera vez que recorría la muestra, atraído por unos cuadros “que emocionan, que hay que intuir”; y una niña explicaba que sus pinturas son como de sueños, que tenía una manera mágica de pintar.

 Chagall deja tras de sí una nostalgia poderosa, que se actualiza en cada nueva mirada a sus obras. Y así, atrapados en sus microcosmos, en los detalles íntimos, lúdicos y grotescos, esta retrospectiva nos regaló otros mundos y muchos Chagall. Queda el recuerdo de un paseo irrepetible, que fue posible gracias al viaje de las obras desde todos los rincones del planeta donde han ido recalando: el Museo nacional Marc Chagall de Niza, el Centre Pompidou de París, la Galería Tretyakov de Moscú, el MoMA de Nueva York, la Kunsthaus de Zurich, el Tel Aviv Museum of Art o numerosas colecciones privadas.