Merece la pena reflexionar sobre los sucesos del 25S rodeando o tomando el Congreso, la situación que los provoca y las posibilidades que esa actuación abre.

La democracia no puede ser sino imperfecta en su capacidad de representación, y los sistemas electorales difícilmente pueden reflejar, salvo muy deficientemente, la voluntad de quienes votan y eligen. Siempre, la democracia se adecua francamente mal al significado etimológico de su nombre. Tiene un problema en sí: responde a la comodidad, a la vez que la busca y la agranda. Puede ser medianamente “útil”, por tanto, en sociedades acomodadas y estables, en tiempos rodados en los que todo se sucede con normalidad, sin sobresaltos ni necesidad de decisiones de trascendencia, estableciendo para ello un juego de alternancia de opciones sumamente similares, con divergencias en temas secundarios, pero que en lo esencial garantizan el mantenimiento de esa normalidad adquirida. No otra cosa es el consenso, que abarca cada día un campo más amplio de temas. No está mal, entretiene, da apariencia y permite esa comodidad de vivir cada persona individual su vida particular.

La democracia, que en un primer momento recoge el impulso que la hizo llegar y mantiene cierta viveza, con solo el paso del tiempo agrava sus defectos y juega a la baja en su capacidad de representación, abriendo una distancia cada vez mayor entre representantes y representados, mutuamente indiferentes entre sí. Esa ausencia de relación viene a ser ocupada por grupos de presión al servicio de intereses económicos y por los medios de comunicación a ellos ligados, que acaban decidiendo las elecciones, condicionando la democracia e introduciendo un grado de corrupción siempre alto, en unas ocasiones, sistemático y de acuerdo a lo que la ley permite, y en otras, chapucero y delictivo.

Tampoco la corrupción, ni tan siquiera la segunda, viene a romper esa conviviente indiferencia entre representantes y representados. Forma parte central del modelo económico con el que convivimos amistosamente y de modo gratificante, y la corrupción política no deja de ser más que el lubrificante de su motor, pequeña proporcionalmente en un sistema en sí corrupto, aunque asquerosamente significativa.

Hay cuestiones parciales que empeoran grandemente el funcionamiento democrático: el sistema de partidos, las listas cerradas, la ausencia de cualquier mecanismo de control, la no participación directa en decisiones de importancia… Son aspectos que vienen a empeorar considerablemente un modelo de representación en sí muy imperfecto, basado en esa dejación cómoda, que minusvalora lo colectivo, dejando todo el espacio a lo individual y particular.

La democracia, en una segunda consideración, es el sistema político que en teoría mejor garantiza un estado de libertad(es). Pero la libertad requiere la premisa de la seguridad, de la que el estado democrático tiene también que convertirse en garante. Esa relación entre libertad y seguridad da al poder político unos márgenes de juego enormes, ya que, aunque es cierto que en un estado de inseguridad la libertad disminuye, no pasa a ser cierto su contrario, esto es, que se incremente la libertad en un estado de seguridad.

Dentro de nuestras sociedades desarrolladas (ricas) —no hacia fuera, hacia fuera éramos unas sociedades blindadas frente a un exterior empobrecido— funcionó en su momento un cierto equilibrio ente economía social de mercado y estado democrático, así como entre libertad y seguridad. El modelo económico permitía la existencia de ese juego democrático imperfecto basado en la comodidad y la dejación, y la libertad convivía con una seguridad, resultado de múltiples factores, como los educacionales y las garantías.

Hoy ese equilibrio, que solo era parcial e interno, va saltado por los aires: una economía que necesita y está en proceso de convertirse en agresivamente antisocial va rompiendo toda preocupación por las apariencias democráticas, mientras que la libertad se repliega frente a una seguridad reducida ahora a incrementos de las medidas de control en una sociedad de por sí cada día más insegura.

Hoy nuestros democráticos representantes actúan al dictado férreo en todo lo relativo a políticas económicas, sociales, culturales, sanitarias…, quedando su papel reducido al del incremento del control y las medidas encaminadas a garantizar la seguridad en una sociedad cada día más insegura.

Siempre ha habido mucho de eso, solo que en épocas de bonanza, la adhesión de una mayoría social al modelo económico por medio de un relativamente alto nivel de consumo se correspondía con esa dejación cómoda que aceptaba de hecho una democracia y representación muy imperfectas. Ahora las cosas han cambiado y el malestar social se expresa también como malestar político, haciendo presente la distancia entre representantes y representados. La quiebra del estado de bienestar es también la del modelo democrático.

Somos la sociedad con mayores desigualdades de la Europa. En la medida en que el gasto social disminuye exige el incremento del gasto policial y militar, y la seguridad, reducida a medidas de control y policiales, rompe el equilibrio con la libertad de las personas. Si una sociedad insegura no es el mejor marco para la libertad, una sociedad securitaria lo empeora claramente.

Las imágenes de un congreso “democrático” blindado el 25S o las del despliegue policial en la huelga general del 26 en Euskadi, así como las de la visita de Merkel a Grecia nos dan una idea de la situación a la que estamos llegando. Si anteriormente nuestras sociedades desarrolladas necesitaban blindarse del exterior empobrecido por medio de los ejércitos, hoy, ese exterior empobrecido está dentro y se necesita un ejército interno que blinde las instituciones y a los sectores sociales beneficiarios de la actual situación.

Alguna de esas imágenes mostraban a la policía provocando que la actuación social derivase en formas de enfrentamiento abierto y frontal, lo que indicaría que querían llevarla al terreno que consideran más propicio. De otro lado hay una permanente acomodación de la legalidad para que vaya acotando las formas de movilización, restándoles elementos de presión y perturbación, reduciendo su posible eficacia como forma de presión, restándoles peso y dejándolas en “una más” de las múltiples expresiones sociales de todo tipo con significación menor, por ejemplo, que las elecciones, presentándolas así como una confrontación entre la mayoría “democrática” y la minoría que no lo somos.

La certeza de que ese es un discurso falaz no nos exime de la necesidad de no quedar atrapados en él, sin, por otra parte restar a nuestros métodos de actuación componentes de presión real, de capacidad de dificultar y cortocicuitar lo existente, de expresar el malestar social creciente y de buscar una eficacia, abriendo caminos que puedan resultar atractivos para sectores cada vez más amplios de la población.

Terreno delicado en el que es más fácil saber en qué actuaciones no queremos caer que cuáles son las adecuadas, en el que además, como en casi todo, no existen fórmulas de solución sino que vienen dadas por el momento y la situación. El número, la extensión, la continuidad, el aprovechamiento de la sorpresa, la resistencia no violenta… serán factores que tengamos que combinar con muchas dosis de imaginación y reflexión.