En la cáscara del sistema. Anarcosindicalismo, sindicalismo social y los wobblies del siglo XXI
Anarquismo y anarcosindicalismo, Derechos, Sindicalismo,
Una de las máximas de la IWW (Industrial Workers of the World), el gran sindicato de inspiración anarquista (aunque no únicamente) que creció a principios del siglo XX en los Estados Unidos, era que sus luchas se construían en la cáscara del sistema. Con esta expresión se entendía que los wobblies, los así denominados militantes de la IWW, actuaban en las fronteras del sistema. Pero, sobre todo, a lo que hacía referencia esta expresión era a que su sindicato se organizaba con aquellos sectores laborales más marginales. «La IWW sería la desesperada respuesta del quinto deprimido: los obreros inmigrantes y desarraigados, los inexpertos, los desorganizados y los rechazados, los grupos más pobres y más débiles de los obreros».[1]
También la CNT española siguió un modelo similar. Organizada en torno a los sectores obreros más deprimidos y los desclasados gozó de gran versatilidad y capacidad de movilización. Huelgas de inquilinos, organizaciones de parados y los grupos sociales más marginales dotaron a la CNT de una composición social diversa[2] que iba más allá del asociacionismo obrero de sectores como los de las artes gráficas o las industrias básicas.
Con esto queremos destacar que aquellas estructuras sindicales fueron muy permeables a diversos problemas sociales que no pasaban estrictamente por el hecho laboral. Se abrieron a nuevas perspectivas que les permitieron ir más allá de su propia organización. Y todo ello fue posible porque crecieron -el caso de la CNT es claro en ese sentido-, dentro de un medio ambiente libertario que investigaba y actuaba sobre el conjunto de los problemas sociales. Cuestiones como el urbanismo autogestionario (Martínez Rizo), de sexualidad y eugenesia (Luis Bulfi, Mujeres Libres), el problema de la educación (Ferrer y Guardia, Antonia Maymón) o la medicina naturista (Martí Ibañez, Isaac Puente) fueron algunas de las líneas de trabajo que hicieron que existiese un movimiento libertario que, más allá de la propia CNT, planteó un conjunto de alternativas que excedían con mucho el orden meramente laboral y económico. Así surgió un modelo sindical que en gran medida basó su éxito en la capacidad de organizarse en multitud de espacios y de estar inmerso en un movimiento social, cultural e intelectual propio que hizo posible que la CNT llegase a protagonizar la revolución de 1936.
Como sabemos, este proyecto -iniciado por los movimientos libertarios hispanos a mediados del siglo XIX- quedó truncado en 1939 con la llegada de la dictadura franquista y la fortísima represión que impuso. Ya conocemos las consecuencias: muertes, exilio, encarcelamientos. Trágicos sucesos que llevaron a la desarticulación de todos los movimientos, instituciones y redes sociales tejidas durante décadas en forma de escuelas racionalistas, ateneos, grupos libertarios, sindicatos o colectivos naturistas.
Tras los pasos de un sindicalismo roto. Anarcosindicalismo en la Transición.
Después de varias décadas de descomposición, la llegada de los años sesenta y setenta, brindaron una nueva oportunidad para todo el ámbito libertario. La reorganización de núcleos de inspiración anarcosindicalista y el renacer de una generación que, empapada por la contracultura, recogía algunas de las mejores esencias del movimiento libertario de los años veinte y treinta, permitieron soñar con la reconstrucción de una parte importante de lo que la guerra y la represión se habían llevado.
Así se quiso entender con el Mitin de San Sebastián de los Reyes o el de Montjuic, en 1977, donde decenas de miles de personas se agruparon en torno a la reconstrucción de la CNT, o en las Jornadas Libertarias de Barcelona, momento en el que el anarcosindicalismo y los movimientos contraculturales se encontraron (y desencontraron) en unas jornadas multitudinarias. Sin poder entrar a valorar con más profundidad aquellos años, lo más interesante de aquellos meses centrales de 1976 y 1977 fue que de nuevo se rearmó un movimiento de conjunto, tanto en lo que se refiere al movimiento contracultural-libertario como al anarcosindicalismo.
Aquel proceso tuvo una enorme complejidad, pero finalmente no cuajó en la reconstrucción deseada de todo el movimento, en especial del anarcosindicalista. Normalmente el final de este proceso se ha explicado en torno a distintos marcos de análisis: divisiones internas, represión o montajes policiales. Todas ellos son ciertos, pero ninguno tuvo tanto peso como la propia transformación del modelo productivo español y la transición sindical. La crisis económica global de los años setenta y su gestión política impusieron cambios inasumibles para un movimiento libertario-anarcosindicalista que apenas empezaba a caminar.
Los Pactos de Moncloa, como punta del iceberg de un nuevo sistema de relaciones económicas y laborales, desbarató los mecanismos centrales de la protesta obrera, imponiendo topes salariales y una nueva disciplina al trabajo que segmentaba y precarizaba -por ejemplo- a los sectores juveniles, abriendo el paso a la mayor diversificación de los modelos de contratación. Ante estos pactos, firmados al unísono por todos los sectores políticos, incluido el PCE, el movimiento obrero contestó con miles de huelgas que movilizaron a cerca de cuatro millones de trabajadores en 1978 (en 1976 fueron dos millones y medio), en la mayoría de ocasiones contra los topes salariales. Pero la capacidad de presión del movimiento obrero perdía enteros en unos años (1976-1980) en los que se presentaron más de 40.000 expedientes de regulacion de empleo y el paro pasó del 5% de 1977 al 20% de 1984. Datos que no hacían sino anunciar algunas líneas de descomposición que a día de hoy resultan cruciales para entender los años posteriores.
a. La cuestión sindical. En aquel momento, los grandes sindicatos (CCOO y UGT), de la mano de los intereses de la CEOE, tomaron la determinación de situarse dentro del nuevo marco económico como actores centrales del buen gobierno capitalista. Para ello generaron todo un sistema de pactos sociales (1977-1982) que dieron poder absoluto de representación laboral y social a las grandes centrales, acaparando así la representatividad, la legitimidad y los recursos. Esto llevó a que cualquier otra opción sindical o no sindical de organización de los y las trabajadoras quedase relegada e incluso ilegalizada. Asambleas de trabajadores y gran parte de las opciones sindicales más pequeñas, quedaron arrinconadas por una legislación laboral y de representación sindical destinada a formar «mayorías representativas» y a crear grandes interlocutores políticos en el ámbito sindical.
El estrechamiento de los canales de representación y, por lo tanto, de reivindicación, tumbaron las dos máximas del movimiento obrero anterior a 1977, el unitarismo y el asamblearismo, que sin llegar a ser perfectos, eran el modelo habitual y más efectivo de organización. Estas características, reivindicativas y organizativas, ofrecían mayores oportunidades a las organizaciones asamblearias y a los modelos anarcosindicalistas, por contar con mayor democracia interna. En ese momento, sin embargo, quedaron impotentes. En este contexto, el V Congreso de la CNT (1979) no fue sino la expresión del callejón sin salida en el que habían situado los pactos sociales a las opciones anarcosindicalistas. La misma legalidad que permitía la existencia del anarcosindicalismo estrangulaba muchos de los cauces naturales que permitían su desarrollo, dejando casi como única alternativa para no acabar en la marginalidad absoluta, la participación en los tramposos canales que habilitaba la ley para las relaciones laborales y sindicales.
b. Los nuevos movimientos sociales. Como segunda cuestión debemos señalar que, además, el ámbito anarcosindicalista sufrió una importante fractura que no sólo venía provocada por la reordenación del ambito sindical. Los debates en torno a la estrategia sindical, su densidad y su enconamiento, hicieron que el ámbito libertario y contracultural, aquel que históricamente garantizó la flexibilidad y permeabilidad del anarcosindicalismo hispano, fuese disgregándose en las distintas líneas de especialización que hoy conocemos como nuevos movimientos sociales.
Podría parecer que esta aparición de los movimientos feministas, ecologistas, antimilitaristas, contraculturales, de ateneos, entre otros, venían simplemente a sumarse en una lucha común, pero lo cierto es que, a pesar de que cada uno de ellos por separado tuvieron gran dinamismo y riqueza, también sucumbieron a la especialización, a la separación y en algunos casos a la institucionalización. Entre ellos también el anarcosindicalismo, que tras múltiples divisiones internas pasó a ser uno más de los muchos movimientos de corte alternativo que lucharon en la década de los ochenta.
No debemos entender estas valoraciones como un juicio, sino como la constatación de un proceso complejo. La aparición de todos estos movimientos sociales no fue más que la respuesta a una necesidad concreta de ampliación de las luchas y de crítica a la sociedad desde muchos más planos que los que manejaban los movimientos clásicos de la izquierda, como fue el movimiento obrero. Por otro lado, no se puede enjuiciar el trabajo de los movimientos anarcosindicalistas de los setenta sin entender que fueron reconstruidos en un contexto político, social y de luchas que en apenas dos años cambió radicalmente, con un escenario laboral y legislativo nuevo. Lo que sí debe ser motivo de reflexión es que mientras estas disputas internas se sucedían y los debates de reafirmación de una identidad anarcosindicalista en uno u otro sentido copaban las reflexiones, se produjo una seria desactualización con respecto a los cambios profundos que se sucederían en el ámbito económico, social, político y, por lo tanto, laboral, dejando al anarcosindicalismo en una mala posición de partida para afrontar los años centrales de la democracia.
Transformaciones sociales y económicas de los noventa y dosmil
Los ochenta supusieron crisis y desencanto político; un paro nunca visto metía en el cuerpo el miedo al desempleo, mientras la entrada en democracia desmovilizaba a otros tantos. Para los jóvenes, el paro era más acuciante[3] y al desencanto se sumó también la heroína, símbolos de una derrota. El ataque a los sectores clásicos del sector naval, metalúrgico o minero fueron un buen ejemplo de lo que sucedía en aquellos años en los que la crisis, el paro y la reconversión ahogaban la antigua potencia del movimiento obrero.
Llegada la década de los noventa, con la disminución del tejido industrial y el ascenso de los servicios en un contexto de creciente precariedad y fragmentación de las condiciones laborales (firmadas por los sindicatos mayoritarios), muchas de las ideas sobre el mundo del trabajo y muchas de las posibilidades materiales de solidaridad fueron desapareciendo. Algunos hijos e hijas de obreros estudiaban y muchos se iban a vivir a otros barrios; ya no trabajaban en fábricas sino en tiendas, oficinas, transportes o servicios públicos, y era difícil mantenerse en el mismo puesto varios años. Mejorar dejó de parecer un sinónimo de enfrentarse con el capital, que a su vez se diluía en capas de superiores asalariados y en sucursales y matrices a lo largo del estado y el mundo. «La tarta debe crecer para repartir»: la izquierda en el poder ya no hablaba de arrebatar el control de la riqueza, sino de un espíritu corporativo nacional y empresarial que debía permitir el acceso de los hijos de los obreros al bienestar.
Pero nunca hubo reparto de la riqueza. El modelo de crecimiento español se asentó en la privatización de las grandes empresas estatales, que pasaron a ser multinacionales de gran poder gracias a la reconquista de América Latina; y en la negación y mercantilización del derecho constitucional a la vivienda, en una gigantesca burbuja patrimonial que colonizó con sus dinámicas financieras y especulativas a todos los poderes privados y públicos.[4] El acceso a la vivienda, objetos de consumo e incluso a la educación superior se basó en el endeudamiento bancario e hipotecario. Los poderes públicos no hacían sino destruir su capacidad de acción, ya que dejaron tomar la iniciativa a los poderes financieros y a todos los mecanismos de endeudamiento masivo que conllevan, mientras dejaban caer los ingresos por vía fiscal en decenas de miles de millones anuales.[5]
Visto de un modo supeficial esta situación parecía aceptable. El empleo aumentaba aunque fuera de mierda; la gente accedía a bienes y servivios. Pero era terriblemente dependiente del crecimiento continuo la burbuja especulativa y, por supuesto, el mercado laboral debía seguir cumpliendo unos altos estándares de flexibilidad, inseguridad y desprotección, pues todo este proceso se basaba en una constante pérdida de poder adquisitvo real de las clases trabajadoras que animara su endeudamiento. Este proceso de precarización laboral y social se asentó sobre tres pilares fundamentales.
El primero fue -tal y como ya hemos analizado- la conformación de un bloque sindical mayoritario encargado de avalar como consenso (pacto social) el grueso de las reformas laborales de la democracia.
El segundo pilar fue la institucionalización en el mercado laboral español de al menos ocho millones de puestos de trabajo caracterizados por la falta de continuidad en el empleo, la multiplicación de las figuras laborales y pseudo-laborales (becas, prácticas) o la subcontratación en cadena de empresas privadas. Modelos de contratación precaria o incluso de no contratación (inmigrantes sin papeles, servicio doméstico, etc.) que encarnaron el verdadero soporte del crecimiento español en los sectores productivos centrales, como son los cuidados, la construcción o los servicios.
El tercer pilar fueron los estatutos atípicos de los sectores incorporados. Estos sectores, fundamentalmente jóvenes, mujeres y migrantes, no sólo estaban atravesados por modelos de contratación novedosos, como señalamos más arriba, sino que estaban atravesados por estatutos laborales y sociales muy diversos. La Ley de Extranjería marcaba quién podía tener contrato legal y quién no, qué modelo de renovación y cotización se debía tener para permanecer legal. Como también el estatuto singular del trabajo doméstico imponía un modelo laboral propio (si esa relación laboral estaba regularizada).
En definitiva, durante más de dos décadas hemos asistido a una multiplicación de los modelos de contratación que han desvirtuado la esencia de lo que debe ser un contrato. Lejos de formalizarse una relación de derechos y deberes iguales para la mayoría, se han ido construyendo relaciones de derechos y deberes específicas para cada sector de la población, siendo directamente proporcional la disminución de derechos a la indefensión del sujeto «contratado».
A nadie se le escapa que el sindicalismo heredado de la Transición fue diseñado para un sistema de relaciones laborales muy determinado, con las reglas más claras. Un estrecho marco que fue disuelto por las sucesivas reformas laborales y sociales que impidieron que las estructuras sindicales se pudieran reciclar a la misma velocidad. En cualquier caso, la pregunta que debemos hacernos es: ¿qué hueco tiene en este contexto el anarcosindicalismo?¿Se puede pensar en modelos de organización sindical que resuelvan algunas de las cuestiones que se han planteado en los últimos años?¿Cómo es posible además afrontar estas tareas en la fase de crisis?
Lo social y lo sindical. Los retos de la actualidad.
El primer reto que se debe afrontar es el de intervenir sobre la composición social señalada, deshaciendo la división sindical-social. No se puede intervenir sobre el trabajo doméstico si no se tratan cuestiones sociales como las relaciones de género, la familia o el reparto de los cuidados; ni se puede intervenir sobre el trabajo migrante si no se contemplan los condicionantes raciales (racismo, xenofobia, etc.) o el chantaje de la Ley de Extranjería, pues son estas cuestiones culturales y legales las que imprimen sobre la relación laboral la diversidad y estratificaciones sociales existentes. Como tampoco se puede enfrentar un despido con la losa de la hipoteca y la amenaza del desahucio encima. En definitiva, no se puede luchar en la precariedad con las mismas herramientas que en plantillas estables y homogeneas, como sucede (cada vez con menos frecuencia) en algunos sectores productivos clásicos.
Al principio de nuestro texto hemos recordado a algunas organizaciones anarcosindicalistas históricas que luchaban desde el binomino social-sindical casi indistintamente. También hemos señalado como ese binomio se trató de reconfigurar en la década de los setenta al reflotarse el movimiento libertario. Y por último hemos repasado como la propia composición del movimiento obrero en los setenta y el proceso de transición sindical construyeron un poder sindical en democracia que, por sus prebendas, su poder y sus formas legales encerraron al ámbito sindical en los sectores tradicionales del movimiento obrero. A esto se sumó una cierta escisión por especialización, por separación o por falta de entendimiento que llevó a que el clásico movimiento libertario que siempre dotó al anarcosindicalismo de un sustrato cultural e intelectual propio se diluyera y tomara formas diversas.
A día de hoy no podemos negar que dentro de la escasa afiliación sindical que existe en el Estado español, se reconocen mayoritariamente las figuras tradicionales del trabajo. Son esos sectores (Administración Pública, Banca, Industria, Metal, Transportes, etc.) los que han marcado la pauta del quehacer sindical. Luchas, huelgas y batallas en las empresas que han construido un modelo de intervención donde lo social, aquel contexto que hizo posible al anarcosindicalismo histórico, ha quedado separado en labores específicas de las áreas de lo social del sindicato.
El segundo gran reto es como construir estructuras sindicales que sirvan de referencia para amplias mayorías sociales, donde los sectores precarios (migrantes, jóvenes, informales, mujeres o ilegales) encuentren un punto de referencia. Se trata de inventar modelos de intervención sindical que, apoyados en nuevas alianzas sociales, sean capaces de identificar y engancharse con sus áreas naturales de proliferación, los sectores periféricos e incluso marginados del sistema laboral. Cuando el empleo formal se convierte en tránsito, el anarcosindicalismo no puede quedarse encerrado en el lugar de trabajo. Debe hacer alianzas con otros movimientos sociales, mezclarse en las movilizaciones de migrantes, por la vivienda o por el derecho a decidir de las mujeres. Debe transitar las figuras que componen los centros de trabajo, unir sectores diversos, buscar nuevas formas de conflictividad social junto a sectores de trabajadores atípicos.
Algunas de estas cuestiones han salido en el último año con la llegada del movimiento 15M, donde la gran baza del anarcosindicalismo se ha jugado en torno a la huelga general. Sin duda, esta opción es una herramienta básica, pero de minorias. ¿Cómo hace huelga un migrante sin papeles, un becario o un free-lance? ¿Y un precario al que no van a renovar su contrato o una trabajadora doméstica? ¿Cómo se hace huelga frente al sector financiero, donde la Bolsa, los mercados interbancarios, nunca se detienen y sabiendo que es allí donde obtienen sus beneficios las grandes corporaciones? Las huelgas generales son básicas, porque en su imaginario conservan lo mejor de las tradiciones revolucionarias, pero su funcionamiento depende siempre de los sectores tradicionales del mundo del trabajo.
Este doble reto al que hacemos referencia nos remite a un modelo de organización anarcosindicalista que sale al encuentro de nuevas mayorias dentro del trabajo atípico y que reconoce lo anómalo del territorio donde se mueve. Pero también nos remite a un entorno de alianzas que no es el clásico del movimiento libertario, donde lo libertario se encuentra en lugares imprevistos. Quizás como fueron aquellos movimientos por la regeneración humana, el racionalismo pedagógico o el urbanismo orgánico crecidos desde finales del siglo XIX y que tanto aportaron al anarcosindicalismo.
Probablemente estas alianzas se encuentren en las plazas tomadas, en la primera fila de lucha ante el Congreso, en la efervescencia política del presente en sociedades diversas donde no es sencillo reconocer a los aliados. Pero esa tarea es crucial, pues el anarcosindicalismo tiene mucho que aportar. Cuando se tambalea la legitimidad parlamentaria y se derrumban las condiciones de vida es un buen momento para trascender la lucha sindical como un medio para alcanzar fines mayores: otro reparto de la riqueza. Este desafío lo debemos afrontar entre todos y todas, enganchando luchas y diversos sectores sociales para construir un nuevo horizonte de luchas contra la democracia secuestrada por los mercados. Estamos seguros de que esto es posible.
[5]Sólo con la supresión desde 2007-2008 de los impuestos de patrimonio, sucesiones y donaciones se han perdido cerca de 6.000 millones de ingresos anuales. Además el tipo de retención a las rentas más altas en concepto de IRPF ha bajado un 20%. Todo ello sin tomar en consideración los beneficios que tiene todo el entramado financiero y el fraude fiscal que se calcula asciende a 80.000 millones euros.