Félix García Moriyón – Profesor de filosofía jubilado. Militante del Sindicato de Enseñanza de la Confederación de Madrid Castilla la Mancha de la CGT

No cabe la menor duda de que estamos en unos momentos muy difíciles, sobre todo para la clase obrera y también para la clase media. Ciertos rasgos generales de esta crítica situación son ya de sobra conocidos, pero no viene mal resumirlos brevemente para dar paso a algunas reflexiones que nos ayuden a mirar hacia delante.

Conviene, no obstante, comenzar con una matización de la primera frase, para no alimentar un cierto pesimismo que lleva a abandonar la tarea que nos ocupa. En la historia del sindicalismo, que se inicia a mediados del siglo XIX, ha habido etapas de mucha mayor dificultad que la presente. Desde luego, la etapa de sus inicios, cuando las condiciones de vida y trabajo de los obreros y campesinos eran mucho más duras que las actuales y lograr la organización de los trabajadores en sociedades de apoyo mutuo y defensa era una ardua tarea para la que no existían precedentes. O la etapa de los brutales enfrentamientos con la burguesía en las primeras décadas del siglo XX, con episodios tan lamentables como la represión sin contemplaciones orquestada por la patronal. Aquellos momentos difíciles se superaron con constancia, coraje y capacidad de innovación, afrontando las dificultades con un profundo sentido del apoyo mutuo y con unas metas muy claras. Nos tocan ahora nuestros propios problemas y quizá solo el hecho de que sean los nuestros los convierte en más graves que los anteriores.

Puede haber influido en cierta percepción derrotista justo la historia reciente. El gran pacto social acordado tras la sangrienta II Guerra Mundial, con el recuerdo de las dos terribles décadas tras la Gran Depresión de 1929 y con el telón de fondo del ejemplo proporcionado por la Revolución Rusa, hizo que en los países europeos se instalara un modelo “humano” de relaciones sociales de producción capitalista, en el que el reparto de los beneficios era más justo, las desigualdades disminuían y se mejoraban sensiblemente las condiciones materiales de existencia de la clase obrera, lo que daba lugar a la aparición y consolidación de las clases medias. Ese conjunto de circunstancias hizo creer a muchas personas que la lucha de clases en su sentido más fuerte, estaba ya superada. No se ponía en absoluto en cuestión las relaciones sociales de producción propias del capitalismo, pero se ofrecía la versión más amable y soportable del mismo: la enorme capacidad productiva del sistema proporcionaba bienes materiales a casi todos y además, sobre todo en la década de los sesenta, se profundizaba en la democracia haciendo que fuera más inclusiva y participativa.

Una crisis que comenzó hace tiempo

A partir de los años setenta, empezó a ser duramente cuestionado ese modelo desde las élites que controlaban los medios de producción buscando un reparto más favorable a sus intereses. Se inició entonces una lucha social a largo plazo que está en estos momentos en una fase importante en la que los objetivos principales de esas  élites se están cumpliendo de manera muy satisfactoria para ellas. Podemos resumir las líneas maestras de la ofensiva de esas élites en tres lemas: el sector público es ineficaz y anula la libertad de las personas con su obsesión por redistribuir la riqueza; la mejor manera de alcanzar una sociedad más justa es dejar absoluta libertad a los mercados y a la iniciativa privada; las exigencias democráticas, en especial la exigencia de demasiados derechos hace imposible la gobernanza y lleva a las sociedades a un completo colapso. Está en un momento crítico, por tanto, el llamado estado del bienestar o estado social de derechos y también el pacto social en el que se basaba.

No es esa la única crisis a la que tenemos que hacer frente, sino que la humanidad afronta otras crisis de enorme calado que están provocando una profunda reconfiguración del orden social, político y económico internacional. Empezaron también a percibirse en la década de los sesenta y los setenta: la exigencia de los países dependientes de lograr un mayor protagonismo en el control de sus vidas; la percepción clara de que el crecimiento económico basado en el uso abusivo de los recursos naturales tenía unos límites; el bum demográfico que planteaba un reto muy difícil de resolver. Cuatro décadas después, los países dependientes empiezan a tener mayor presencia real, pero no cómo soñaron los países no alineados, pues se han sumado al modelo capitalista de manera plena, un capitalismo financiero que ha reforzado la codicia depredadora e incrementado el consumo a través del endeudamiento masivo de la población Los límites del crecimiento se han recrudecido, espoleados por ese consumismo sin freno, y se concreta la amenaza para la supervivencia de la humanidad en un calentamiento global y en la escasez no sólo de los recursos energéticos, sino también del agua y de los alimentos básicos. Por último, existe una profunda crisis demográfica, especialmente visible en el envejecimiento acelerado de la población en los países del anterior centro del mundo y en los fuertes movimientos migratorios que pueden terminar provocando hondas convulsiones sociales.

Pues bien, en ese marco de crisis global en que los diversos actores sociales están jugando sus bazas para lograr una posición mejor que la que tenían en el período anterior, los sindicatos han sido pillados en gran parte con el pie cambiado  y pueden ser uno de los sectores que más pierdan durante este proceso de cambio. Aunque no está del todo claro que los llamados treinta gloriosos en Europa (de 1945 a 1975) fueran una consecuencia de la acción sindical, está claro que los sindicatos más poderosos desempeñaron un papel importante y se sentaron en casi todas las mesas de negociación para diseñar el Estado de Bienestar. En España, también, aunque con diferencias peculiares; lo más parecido a lo ocurrido en Europa se da desde 1978 hasta 1992, con Pactos de la Moncloa incluidos. Y también está claro que desde el inicio del ataque de las élites, a comienzos de los años setenta, los sindicatos se convirtieron en uno de los enemigos sociales a batir. En aquellos años aparecieron además otros movimientos sociales que contribuyeron a incrementar la calidad democrática de las sociedades; esa fue la gran aportación del feminismo, el pacifismo y el ecologismo, junto con la lucha por los derechos sociales.

Las élites vieron en los sindicatos un estorbo para su proyecto de una sociedad neoliberal, guiada por el libre mercado. Dos combates fueron simbólicos en aquellos primeros años: la derrota de los controladores aéreos por Ronald Reagan y la derrota de los mineros por Margaret Thatcher. Desde entonces no han faltado los enfrentamientos duros ni las pequeñas escaramuzas, pero el declive de la capacidad de los sindicatos no ha cesado. Es más, si utilizamos una metáfora deportiva para describir lo que está pasando justo en estos momentos, verano de 2012, podemos decir que las élites van ganando el partido a los sindicatos por 6 a 0. Queda mucho partido por delante, pero muy mal están las cosas para nosotros y para todos aquellos que, sin formar parte del sindicalismo, están igualmente en el lado de los perdedores.

provocando una cierta impotencia

¿Cómo hemos llegado a esta impotencia, a esta falta de capacidad de respuesta en defensa de unas condiciones de vida y de trabajo que comenzaban a ser bastante satisfactorias? Son muchos los factores que inciden en esta situación y no es posible analizarlos todos, aunque es posible señalar algunos de ellos que podemos considerar como los más significativos. En el caso específico de España, puede que el principal problema haya sido la consolidación a partir de la restauración democrática de un sindicalismo de negociación, convirtiéndose los dos grandes sindicatos en organismos no gubernamentales, con presupuesto en gran parte a cargo del Estado, a los que se reconoce la tarea de negociar con la patronal y el gobierno las condiciones de trabajo. Comisiones Obreras partía de una experiencia previa de lucha durante la dictadura que capitalizó algo fraudulentamente a su favor, mientras que UGT se creó casi de nuevo, al amparo del PSOE. El anarcosindilismo se reconstruía casi desde la nada, aunque contando a su favor con las simpatías por el movimiento libertario generadas por los movimientos sociales de la década anterior. Los dos grandes sindicatos se apoyaron desde entonces en una potente superestructura, bien financiada por dinero público y mucho menos por las cuotas de sus afiliados. Su tarea entonces, abusando del reconocimiento legal como entidades más representativas, consistió en sentarse en todas las mesas de negociación para obtener mejores condiciones laborales; solo muy de vez en cuando recurrían a las movilizaciones de los trabajadores para contar con más fuerza en el momento de negociar. Por su parte, los trabajadores empezaron a ver en el sindicato sobre todo una gestora de servicios, en especial de servicios jurídicos, y las elecciones sindicales introdujeron en la vida sindical muchos de los males de la democracia representativa que ahora se critican con dureza. La militancia decayó con fuerza y la afiliación también disminuyó sensiblemente. La burocracia sindical empezó a tener intereses parcialmente distintos a los de los trabajadores a los que representaban. En cierto sentido, los grandes sindicatos pasaron a ser parte de los problemas que ahora tenemos y no debe extrañarnos el descrédito que se refleja en las sucesivas encuestas de opinión, muy cercano al descrédito que padecen los políticos.

El sindicalismo de negociación quizá pueda servir en tiempos de bonanza en los que las élites están dispuestas a repartir y se difunde la falsa creencia de que los intereses de ambas partes pueden llegar a puntos de acuerdo de suma cero, sin perdedores ni ganadores. Cuando vuelve a manifestarse el lado duro del capitalismo, cuando empieza a estar claro que los intereses son contradictorios y no solo contrarios, negociar ya no es la estrategia más adecuada, sobre todo si esa negociación no está precedida por movilizaciones sociales y por una acción directa que haga ver a las élites económicas y políticas que no se está dispuesto a tolerar un reparto injusto y una economía basada en la explotación y opresión de los trabajadores, excluidos completamente de la participación activa en la gestión de las políticas sociales y económicas, tanto dentro de la empresa como en el país en general.

Que nos llevó a una situación de postración

Si el diagnóstico es correcto, el tratamiento necesario para salir de esta situación de debilidad es relativamente claro. Es necesario reconstruir un sindicalismo más combativo apoyado en lo que siempre fue su mayor fuerza: la acción solidaria de los trabajadores que mediante la acción directa y el apoyo mutuo, hacen frente a la patronal y a sus socios políticos y reclaman no solo un reparto más equitativo de la riqueza generada en el proceso productivo. Eso implica reforzar los niveles de militancia dentro de la propia organización, apoyarse mucho más en las cuotas de los afiliados sin ponerse en manos del Estado que, al controlar los fondos económicos, yugula el caudal de la lucha reivindicativa y narcotiza el deseo de una real transformación social. Eso exige igualmente el incremento de la afiliación, conectando más directamente con los intereses de los trabajadores para que lleguen a percibir el sindicalismo como su genuina asociación de apoyo mutuo y cambio social. Y eso implica también comenzar por una potente labor de formación interna que profundice en una acertada comprensión de cuáles son los males que deterioran la vida de los trabajadores y cuáles son los medios más adecuados para remediar esos males.

Cierto es que la tarea no es nada sencilla. En gran parte eso se debe a un segundo aspecto de la situación actual que tiene una incidencia devastadora en las posibilidades de una acción sindical efectiva. Las élites en el poder llevan orquestando una campaña ideológica muy eficaz desde los inicios de los años setenta, que ha resumido muy bien Naomi Klein con su reflexión sobre la doctrina del choque: de manera sistemática, recurriendo a lemas muy sencillos pero contundentes, la derecha ha conseguido inducir el miedo, convenciendo a toda la ciudadanía de que la situación es muy grave y de que son necesarias medidas muy dolorosas que restauren una economía en crisis y un Estado del bienestar superado por demandas que ni puede ni debe satisfacer.  Aplastan con contundencia los intentos de rebelión incluso cuando son fuertes, como ha ocurrido en Grecia, y aprovechan la situación para imponer su programa, ya sea a través de gobiernos elegidos (caso de España o Inglaterra) ya sea a través de tecnócratas salidos de sus filas (como en el caso de Italia o de Grecia). Logran de ese modo inocular el pesimismo en la clase obrera y en la ciudadanía en general, que agobiadas por el miedo provocado por el discurso apocalíptico de los dirigentes, terminan aceptando resignadas la servidumbre voluntaria de quienes piensan que nada puede ser hecho.

A la que hay que encontrar soluciones

También en este caso, si el diagnóstico es certero, parecen estar claras las pistas de solución que deben orientar nuestra práctica sindical y social. Se impone en primer lugar librar con intensidad la batalla ideológica, contrarrestando los lemas falaces de las élites dominantes con un discurso alternativo que ponga de manifiesto la estrategia de ocultación de la realidad y de imposición de un durísimo programa de recuperación de la extracción de plusvalía y del control autoritario de la vida social y política. Chomsky es un buen referente que ofrece, además de su ejemplo personal, algunas pistas para llevar adelante esa tarea. Debemos recuperar el lenguaje de crítica radical del desorden establecido y volver a plantear los grandes objetivos de emancipación y transformación radical de la sociedad que constituyeron la bandera de movilización de las luchas obreras, sociales y políticas desde los orígenes del sistema social contemporáneo.

Del mismo modo es necesario replantearse las tácticas de lucha social para lograr una mayor eficacia. Estamos lejos de poder organizar con mínimas posibilidades de éxito acciones de enfrentamiento global, como es la huelga general revolucionaria. No está claro que haya tenido eficacia en algún momento de la historia de las luchas obreras, pero en estos momentos la correlación de fuerzas es demasiado desfavorable y apostar por esos instrumentos de lucha puede conducir a incrementar el pesimismo tras la experiencia de la derrota. Pero no son imposibles otras tácticas de enfrentamiento radical que, con logros parciales, restituyan la confianza de los trabajadores en su fuerza y en la capacidad de provocar cambios reales en las relaciones sociales de explotación y dominación. Para el diseño de acciones directas concretas, es necesario recuperar y reelaborar las propuestas de desobediencia civil y de no violencia activa que forman parte de un sector significativo de la tradición anarquista, menos visible para la historia oficial que sigue identificando el anarquismo con el uso ciego y desmedido de la violencia, e incluso para la historia oficial anarquista que no le da la importancia debida, pero de gran calado y capacidad transformadora.

Hay un tercer aspecto que tiene un impacto decisivo. La fase actual del capitalismo financiero de gran capacidad depredadora ha sido potenciada exponencialmente por la globalización. El mercado de valores en tiempo real, que se extiende a todo el mundo con una gran capacidad manipuladora y especulativa, ha conferido a la élite dominante una fuerza superior a la que tenía hasta el momento. El mismo hecho de que la noticia fundamental y primera en los grandes informativos sea el mercado de valores, con la prima de riesgo como protagonista decisiva, deja bien claro dónde se sitúa en estos momentos el epicentro del poder. Para la élite hegemónica es sencillo coordinar sus actuaciones depredadoras en servicio propio, estando eficazmente presente en el mundo económico y financiero y también en los gobiernos y los organismos internacionales. Se ha apropiado del internacionalismo que había sido marca distintiva del movimiento obrero clásico y, apoyados incluso en círculos eficaces de coordinación como lo fue en su momento la trilateral o lo es ahora el club Bildenberg, imponen sus leyes, mejorando su posición de privilegio.

No se ha dado una capacidad de coordinación similar entre los trabajadores de todos los países y tampoco entre toda la ciudadanía. Cierto es que las redes sociales ─en el caso español es significativo el movimiento del 15-M─ están logrando una apreciable capacidad de movilización globalizadora, que tiene indudable impacto, pero no se pude decir lo mismo de las internacionales sindicales, mucho menos de la OIT, un organismo que adolece de los mismos problemas que afectan a nuestros grandes sindicatos. Hace falta, por tanto, profundizar en la acción coordinada y solidaria de los trabajadores de todo el mundo, recurriendo a las enormes posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Hay que evitar, por ejemplo,  que las élites puedan utilizar las duras condiciones laborales de los trabajadores de otros países, como China o India, o como los inmigrantes ilegales, para cambiar a la baja las condiciones laborales de los trabajadores europeos. La coordinación es igualmente necesaria para evitar que, hábilmente manipulados como ya ocurriera en las dos grandes guerras del siglo pasado, los trabajadores colaboren con las maniobras pseudonacionalistas de acentuación de la competencia, una de las claves del modelo insolidario de relaciones solidarias en el que nos movemos en la actualidad.

Termino mis reflexiones llamando la atención sobre otro aspecto de gran importancia. Las reivindicaciones que orientan las luchas de los sindicatos han perdido calado y alcance. En gran parte se han limitado al gestionar el reparto de lo que hay, pero parece que han dado por bueno que el ideal socialista (sea autoritario o libertario utilizando la antigua terminología) se reduzca a la consolidación del Estado del bienestar, un Estado sin duda mejor que los anteriores, pero que no cumple los ideales centrales de una sociedad sin opresión ni explotación, una sociedad en la que la igualdad, la libertad y la solidaridad no sean palabras retóricas con escasa incidencia en la configuración real de la sociedad. Sin grandes ideales, sustentados por un sólido optimismo que es consciente de las dificultades pero no se arredra ante ellas, poco se puede hacer. Si reducimos drásticamente nuestras exigencias y nuestras expectativas, hemos empezado la lucha por el reconocimiento admitiendo la derrota final incluso en el supuesto de que consigamos ser escuchados.

Tenemos que recuperar el realismo de pedir lo imposible, pues para pedir sólo la miseria de lo posible ya están quienes nos imponen sus objetivos. Para ello, además, el anarcosindicalismo debe recuperar el ideal de transformación radical de la sociedad, lo que incluye vincular las luchas estrictamente sindicales a todas las demás luchas sociales empeñadas en hacer presente una manera completamente distinta de articular las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Sólo siendo algo más que un puro sindicato de lucha centrada en la vida laboral de los seres humanos podremos dotar a nuestro esfuerzo de una capacidad de impacto transformador de la realidad social que haga que merezca la pena. Es irrelevante en estos momentos apostar por la implantación definitiva de una sociedad justa en un futuro más o menos lejano; es igualmente irrelevante pensar que el futuro que se nos viene encima es un mundo apocalíptico con unas condiciones de existencia completamente degradadas. Lo que es totalmente importante, lo que es crucial y marca una diferencia es estar convencidos de que aquí y ahora es posible hacer ya presente un modo de vida alternativo. Y luchar por su generalización a todos los ámbitos de la sociedad.