“Muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos en realidad, y es que hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo habría que vivir, que el que no se ocupa de lo que se hace para preocuparse de lo que habría que hacer, aprende antes a fracasar que a sobrevivir”

                          Nicolás Maquiavelo. El Príncipe.

Algunas viejas buenas ideas que no funcionan

 La izquierda precisa poner en orden una herencia confusa, una mezcla de tradiciones, de inercias y de maneras de hacer, que cada vez con más claridad parecen poco efectivas. Somos los hijos de las generaciones que vivieron en el convencimiento de que otro mundo era posible y de que una serie de medidas y acciones acertadas harían más justa e igualitaria nuestra sociedad. Una generación que vivió el auge de cierto asamblearismo y una creencia en la colectividad que sin embargo se ha disuelto como azucarillo en el presente. Ciertamente hay quienes hoy en día plantean tales cosas, quienes creen firmemente en ellas y las practican con encomiable coherencia. Sin embargo y a pesar de su testimonio, nuestra sociedad, hija de aquellos anhelos y de aquellas ideologías ha girado en dirección contraria. A pesar de este evidente cambio la izquierda parece empecinada en repetir pautas de comportamiento ya ensayadas, cuyo éxito ha sido sobredimensionado con inconsciente imprudencia.

 Parece evidente que hoy el liberalismo más pujante, partidario de una desregulación amplia y de limitar la actividad económica del estado a su mínima expresión, lleva hoy la iniciativa ideológica. Las medidas liberalizadoras que con creciente unanimidad toman los gobiernos occidentales, son amparadas por un aparato mediático y académico que las hace pasar no ya como una opción ideológica y por tanto una elección política, sino como la respuesta “técnica” que debe adoptarse. Ante estas medidas, que atacan buena parte de un patrimonio ideológico que la izquierda reclama como suyo, la respuesta de los partidos y los sindicatos de izquierdas aparece constantemente a la defensiva. Ya no conquistamos….., defendemos. Y ese cambio de estrategia tiene una importancia mayúscula.

 El sociólogo Manuel Castells, en “La era de la información”, hizo uno de los más juiciosos análisis sobre el cambio de paradigma que vivimos y que se ha operado en los últimos años. Castells analiza cómo el peso que la globalización y la relación entre los diferentes espacios geográficos al ampliado el mundo y lo ha convertido en algo completamente distinto a ese espacio compartimentado sobre el que estaba fundada nuestra sociedad. Una transformación que ha modificado  las reglas del juego del capitalismo, que ha afectado a nuestra percepción de la realidad, a nuestros usos sociales y evidentemente a las relaciones económicas. El análisis de Castells ha sido completado por otras perspectivas que completan este universo nuevo de relaciones y reglas. Sobre los cambios que ha sufrido el mundo del trabajo y la mentalidad de los trabajadores resulta muy revelador el trabajo de Richard Sennett, quien analiza en la “Corrosión del carácter” tal y como recoge el subtítulo,  las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. La flexibilidad, animada por la rapidez que nuestra sociedad ha impreso no sólo a las comunicaciones, ha hecho saltar algunos de los tradicionales acuerdos de nuestras sociedades. Zygmunt Bauman, a partir de estas consideraciones, utilizó el feliz concepto de “modernidad líquida”, construido precisamente a partir de una realidad percibida como fundamentalmente cambiante y flexible ante la cual los individuos se encuentran como náufragos de sus propias vidas.

 Las estrategias que la izquierda no parecen haberse adaptado a este nuevo escenario, empeñadas como están en reclamar una vuelta al marco de relaciones laborales previo. La nostalgia de los “trente glorieuses” franceses o la defensa del modelo económico y social de la segunda mitad del siglo XX trata de contener inercias poderosas sobre unas bases sociales e ideológicas radicalmente diferentes a las que lo hicieron posible.

 Llama la atención que si bien durante las últimas décadas la izquierda ha analizado la realidad con notable agudeza, las propuestas para transformarla o ejecutar las reformas pretendidas ha sido mucho menos brillante. La izquierda parece haber pedido la batalla más esencial, la del sentido común, la capacidad de convencer a la mayor parte de la población de que no se están tomando las medidas más adecuadas para el bienestar de la mayoría. Podemos aducir que este programa ideológico ha estado defendido por unos u otros adalides, colectivos, partidos y sindicatos sensibles a estas cuestiones, sin embargo los resultados electorales han reforzado el discurso contrario, o al menos un discurso confuso en el que se mezclaban rimbombantes principios “progresistas” y prácticas que conducían irremisiblemente al extremo opuesto.

 Ni la socialdemocracia ha acertado en su pretendida apuesta por lo público, abrazando con mayor o menor descaro el discurso hegemónico, ni la izquierda más escorada a babor ha estado acertada en su retórica antisistema, capaz de convencer exclusivamente a sus propias bases y ensimismada en sus propia convicciones. Por su lado la derecha europea, ha abandonado  los senderos paternalistas y proteccionistas que fueron parte de su idiosincrasia, y que han quedado como patrimonio de la ultraderecha nacionalista. El resultado es que cuando se habla de economía, el acuerdo sobre las medidas a tomar está en manos de la derecha liberal.

 A la defensiva, enrocándonos en posiciones que lejos de abrir un espacio nuevo se empeñan en añorar un pasado perdido, parece claro que tenemos un problema muy serio de estrategia y de imagen. Necesitamos romper con algunas de nuestras más queridas rutinas mentales. Incluso organizativamente tenemos que transformarnos, ni nuestros mensajes ni nuestras maneras pueden parecerse tanto a la de los años de la Transición (por poner un horizonte del pasado reciente, aunque podemos irnos al siglo XIX con facilidad o a la II República Española), no podemos seguir pendientes de iconografías y hagiografías de antaño. La imagen de la izquierda no puede ser tan previsible, quizás convenga revisar el uso que reiteradamente hacemos de ese catálogo de imágenes y banderas que recorren todas las derrotas del pasado. No podemos aspirar a un mundo nuevo vestidos con trajes de época.

La construcción de un imaginario. Las discutibles virtudes de las viejas palabras

 La historia nos engaña. Creemos ser herederos del pasado cuando en realidad convertimos al pasado en consecuencia de nuestro presente. Ocurre tantas veces, con tan machacona insistencia que apenas nos es perceptible. Si la historia de anticuario, esa que se entretiene de manera diletante en las glorias pasadas nos enfada y deprime, no menos fastidiosa resulta la historia heroica que pretende encontrar en los sucesos de un pretendido pasado glorioso, la inspiración de un futuro mejor o la justificación del presente.

 Conviene por ello poner en cuarentena todos los relatos heroicos, todas las visiones magnificadas sobre el ayer, y especialmente las propias, esas en las que a menudo nos engolosinamos. El relato mítico suele olvidar que la historia se teje a partir de la vida de seres humanos y que cuando escribimos historia sobre grandes ideales y absolutos, solemos perder de vista la escala, solemos olvidar al sujeto que sostiene todo el edificio. La izquierda es heredera – quizás a su pesar – de la esperanza religiosa en un paraíso futuro. Ese porvenir ha sido encarnado en la “revolución”, concepto que ha sido utilizado en procesos históricos paradójicamente dudosamente transformadores y resueltos tras largos periodos de tiempo. Nos hemos acostumbrado al término “revolución” y a asociarla de manera inmediata a una venturosa transformación; una serie de manifestaciones en la calle, más o menos mantenidas durante semanas reciben el nombre de “revolución”, por más que muchas de esas experiencias acaben en involuciones. La sola esperanza de un cambio rápido y provocado por un golpe de efecto, inflama muchas conciencias. Sorprendentemente y a pesar de la propaganda, pocas veces la solución revolucionaria funcionó, o no pudo perpetuarse en el tiempo o, cuando lo hizo, acabó siendo una caricatura de sus originales objetivos. Conviene despertar ya de esa magia “revolucionaria”. Nunca las cosas cambiaron en poco tiempo y cuando lo han hecho ha sido con un coste tan alto en vidas humanas que la transformación, perdió por completo su sentido. El hombre moderno ha matado por ideas en mucha mayor medida que muerto por ellas.

 ¿Podemos aspirar a una cambio de sistema?. ¿Podemos creer que “otro mundo es posible”, entendiendo como posibilidad un cambio radical de modelo?. Si la experiencia nos demuestra que el cambio revolucionario es poco probable e incluso poco deseable y si la mínima transformación nos lleva décadas o generaciones, acompasemos el paso. No podemos esperar un cambio cercano y quizás el convencimiento de este tiempo lento nos pueda sosegar un poco.  Parece necesario evitar que un exceso de ruido y furia nos aboque, como tantas veces ha pasado, a descomponer las ilusiones pretendidas. Cuando nos dolemos de la falta de reacción, de indignación o de participación de la ciudadanía, cabe preguntarnos si esta desafección es el resultado de una voluntad de las élites por adormecer a la población o la consecuencia de unos errores de estrategia manifiestos. Pocos desean cambios excepcionales y sin embargo muchos pretenden una sociedad más justa o una mejora razonable de las condiciones de vida. La sociedad desconfía de los maximalismos.

Crisis. ¿Qué crisis?

 “… todos viven con la obsesión de la crisis y las voces más discordes se escuchan a todas horas, desde la más pesimista a la más ingenuamente optimista. /../ Las polémicas se suceden, pero la crisis perdura, el malestar se acrecienta, la desesperación de los que sufren va subiendo de tono, las panaceas se escuchan cada día con más escepticismo y hasta en los espíritus más indiferentes y reacios va penetrando la idea y la convicción de que asistimos a una época terminal de la Historia,  a la caída de un mundo deslumbrante de oropeles, corroído por sus contradicciones criminales y su inhumanidad.” Abad de Santillán, Valencia, 1933

 Las crisis parecen una ruptura de la lógica del progreso. La idea de que el futuro será necesariamente mejor está tan asumido que el escenario mas terrible que la humanidad contempla y que la literatura del siglo XX se ha encargado de ilustrar en numerosos ejemplos, es la de un futuro peor. La distopía ha sucedido en nuestro imaginario a la utopía. En el Renacimiento el presente soportaba la desigualdad, la perversidad, el dolor y la muerte,(pon .) La utopía encarnaba el sueño de una sociedad perfecta, el cumplimiento cabal de los principios de una ciudad cristiana en otro espacio aunque en el mismo tiempo. En el mundo contemporáneo, la distopía ha sustituido a la utopía y encarna el miedo absoluto, las pesadillas tecnológicas, químicas, nucleares, biológicas o sociales, son la materialización de nuestro temor a que el sueño del progreso se rompa. Nuestro convencimiento en que el futuro debe ser mejor es tan intenso que la pesadilla más terrible es imaginar que el futuro pueda ser más siniestro que el presente.

 Casi ochenta años han pasado desde la que Abad de Santillán presentaba como “La crisis definitiva del sistema”. Los apocalípticos de toda índole acostumbran a plantear que estamos ante “épocas terminales” y amparados en tan opresivas impresiones de finitud suelen presentar la esperanza de un cambio fundamentado en algún absoluto salvífico. Tanto los Apocalipsis como las Salvaciones varían en su carácter, las hay económicas, políticas, ecológicas, sociales y morales. Sin embargo el mundo no se acaba pero sí lo hacen muchas de las categorías en las que las sociedades occidentales se han basado durante los últimos cincuenta años. La humana necesidad de categorizar y sistematizar la realidad nos conduce al error de pensar que la ruptura de una categoría, de un concepto o la modificación de un marco de pensamiento, conlleva el fin del mundo.

 Hoy de nuevo nos encontramos ante muchas voces que nos anuncian otro fin del mundo. Quizás como ocurre con los hipocondríacos a fuerza de preveer la inminente muerte haya una última ocasión en la que acertemos y efectivamente muramos. Vicente Verdú hablaba en su “Capitalismo funeral” de esa sensación de desmoronamiento que domina la perspectiva sobre el presente. Hay una cierta sensación de derrota y pérdida, nada se entiende, nada parece obedecer al manual de instrucciones que nos dieron. Escasean las certezas y el posmodernismo filosófico nos empuja a adaptarnos a una realidad cambiante que tiene en su definición mucho de retórica; el tiempo siempre ha sido cambiante, por más que una vez pasado se convierta en una foto fija. Hoy parece que esa modernidad líquida que en feliz concepto planteara Bauman, aleja la posibilidad de acogernos a las estructuras sistemáticas de explicación de nuestro mundo. Las crisis provocan cambios, promueven transformaciones y sobre todo rompen con esos marcos de referencia en los que buscamos sentido las sociedades. Visitar una librería de viejo nos retrae a esa perspectiva, cuando uno hojea los antiguos ensayos políticos, contempla los éxitos editoriales de un tiempo pasado que hoy nada explican y no sirven más que a la curiosidad del historiador. Sin duda precisamos de herramientas conceptuales nuevas y adaptadas de manera más definida a nuestra realidad.

 Por otro lado la idea de crisis se extiende también a nuestra concepción de la política. Desde diferentes perspectivas se considera que las instituciones democráticas no atienden hoy de manera adecuada los intereses de la ciudadanía, los “no nos representan”, las llamadas a la abstención o el voto nulo y la utilización de soluciones políticas técnicas de conveniencia inapelable, como en los casos de Italia y Grecia, alejan a la ciudadanía de la política real.

 En este marco de crisis institucional, no sólo los partidos sufren el descrédito de su capacidad de representación, también los sindicatos participan de ese desgaste. A menudo unos y otros son considerados parte importante del problema, élites profesionalizadas alejadas del sentir de la calle que obedecen a sus propias estrategias de supervivencia y reproducción. Por ejemplo, el exquisito cuidado de los movimientos ciudadanos vinculados al 15-M de no aparecer asociados a ninguna sigla no parecen justificarse sólo por la ambición de acoger a la mayor parte de la sociedad en su seno, sino también por no heredar el descrédito de estas organizaciones. La aspiración a una “democracia real” parece por el momento querer alejarse de lo que hoy es la “real democracia”, una democracia representativa en la que partidos y sindicatos ejercen básicamente la tarea de transmisión del sentir popular como órganos de participación  fundamentales. Ese modelo es el que parece hoy abocado a una transformación profunda y el sindicalismo tiene por ello una tarea compleja por delante si no quiere convertirse en una cáscara vacía en los márgenes de la Historia.

 Más democracia y más participación reclama la ciudadanía y a pesar del obsceno alineamiento de los grandes medios de comunicación en torno a banderías ideológicas, la información nunca ha sido tan accesible. Gracias a Internet y al margen de las grandes corporaciones, menudean blogs y medios digitales por donde la información fluye. Las redes sociales, los diferentes foros y las páginas de asociaciones, instituciones y todo tipo de grupos de interés o afinidad han revolucionado la forma en la que nos informamos. El flujo de información, a pesar de las diferencias que puedan señalarse en posibilidades y calidad del acceso, se han democratizado. También lo han hecho nuestras posibilidades de participación. Si antaño las páginas de “cartas al director” de la prensa ejercían ese papel de escaparate de las opiniones del público, hoy Twitter, las cuentas de Facebook o los comentarios abiertos de las publicaciones en la red, desde los propios artículos de la prensa digital a los blogs, han generalizado la intervención de las ciudadanía en los foros de opinión.

 Nunca como hasta ahora nuestra capacidad de participar se ha visto tan amplificada, rompiendo las barreras físicas que toda participación suponía, pero también diluyendo la importancia de la presencia física en los foros sociales. Las manifestaciones callejeras son hoy el resultado de intensas campañas en Internet o la fase final de una convocatoria sostenida durante un tiempo en la Red.  Hay una sed de participación y de democracia a la que las viejas estructuras no están respondiendo de forma adecuada.

Palabras que pesan y espacios de poder

 Por encima de las movilizaciones callejeras o las reacciones puntuales, son los capitales sociales, las redes clientelares y de interés o los distintos espacios de poder, los que terminan por mover los resortes ideológicos de nuestras sociedades hiperinformadas e interconectadas. El dominio de los resortes del poder político o económico, y el control de la producción intelectual y académica, a través de la prensa o el mundo editorial, tienen un peso esencial en la formación de consensos ideológicos que terminan por modificar el pensamiento de toda una sociedad. La Transición Española no podría explicarse sin tener en cuenta toda una generación de PNNs que coparon las aulas universitarias y crearon un discurso de cambio que terminó por contagiar a toda el país. La irrupción de conceptos nuevos sostenidos por el activo capitalismo de los años 60, desmanteló el entramado ideológico del corporativismo económico del primer franquismo y puso a la sociedad española en sintonía con el resto de los países occidentales.

 El dominio del lenguaje y la facultad de dotar de significado a las palabras son una herramienta esencial de cambio. Sobre estos significados organizamos nuestro pensamiento y lo hacemos desde posiciones cercanas al resto de la sociedad. Las palabras son importantes. Desde la democracia radical al socialismo revolucionario pasando por el anarcosindicalismo la izquierda no ha dejado de crecer, ampliando y mezclando conceptos. La dificultad de la izquierda actual es dilucidar, a partir de esta larga tradición, qué términos son más útiles para transformar la realidad, dónde apoyar un proyecto de futuro que rompa las inercias en las que estamos detenidos y qué conceptos deben ser abandonados o transformados.

 Palabras como libertad, público o trabajadores, han sufrido tales cambios de sentido que resulta difícil reconocer qué es lo que nombran. Por ejemplo, la idea de libertad, inspiró a liberales y libertarios tan cercanos en los términos y lejanos en los propósitos. La formulación de lo público, recuperó una concepción cívica abandonada desde la antigüedad o transmutada en la Edad Media y revitalizó la idea de República como el espacio de decisión compartido por todos. Sin embargo, lejos está esa concepción de lo público de la que a menudo se hace desde la izquierda más estatalista. La confusión entre estatal y público ha terminado por limitar los aspectos cívicos del término y enturbiar su reclamación. Por otro lado, el concepto de clase trabajadora, apoyada en el valor de la transformación que aportaba el trabajo, sirvió para distinguir entre quienes tenían esa capacidad de transformación y quienes se aprovechaban de la misma, a partir de la sobrevaloración del capital o de la herencia. Hoy todos estos conceptos se han convertido en barricadas, banderas que forman parte de una iconografía que se formula a la defensiva agostando su frescura y su capacidad transformadora y proyectando una imagen de las mismas ruinosa.

 La libertad, concepto esencial en la génesis del mundo contemporáneo, a fuerza de usarse ha perdido su lustre. Poco trecho hay que andar para devenir liberal desde lo libertario, cuando la libertad se entiende como mera realización de la voluntad del individuo. Quizás envenenados por un concepto de liberalismo económico más bien pacato, perdamos de vista una tradición liberal y radical que se inicia en la Ilustración y que reivindica el valor esencial del sujeto. Leídos de manera generosa los principios de libertad, igualdad y fraternidad que entronizara la Revolución Francesa, nos siguen pareciendo un objetivo de justicia que está todavía lejos de alcanzarse.

 Puede aducirse que la idea de libertad que maneja el liberalismo político moderno, no es más que la disimulada pretensión de los privilegiados para desvincular sus obligaciones del mantenimiento de un bien común. Sin embargo y teniendo en cuenta que la mayor parte de la población no tendría especial escrúpulo en aceptar ese programa, conviene reivindicar nuestra cercanía a ese liberalismo radical que pretendía una libertad sostenida no sólo en la libertad de elección, sino, sobre todo, en la independencia de juicio asegurada por unas condiciones de vida decentes. Robespierre se preguntaba en plena Convención cómo podía alguien ser libre si no tenía qué llevarse a la boca. Hoy en día, la depauperada condición de buena parte de la población mundial nos lleva a la misma reflexión. ¿Puede sostenerse una democracia cuando la población es amenazada, como si del precio de un rescate se tratara, por la miseria, la imposibilidad de dirigir un proyecto de vida o verse razonablemente libres de la enfermedad?.

 Desde la perspectiva de la libertad política, la defensa de la representación a partir de la voluntad de los sujetos y de la participación en las decisiones en las que estamos concernidos, forma parte tanto del espíritu del liberalismo más radical como de la propia esencia del movimiento libertario. La necesidad de construir las decisiones políticas a partir del acuerdo de la mayoría de los individuos y la vinculación del bien común sumando el bien de cada uno de los sujetos, no parece un principio lejano a los postulados libertarios. Cuando se encarece el asamblearismo no se hace otra cosa que reclamar la importancia de la democracia directa. Cuando se postula la participación activa como el mejor modo de controlar a quienes luego han de ejecutar las decisiones de la mayoría, se defiende la idea de que la soberanía se puede delegar, pero no puede ser abandonada.  El lenguaje es importante y hay que hacerse entender compartiendo términos y no buscando una terminología iniciática.

 La «lucha» sindical. El agotamiento del sindicalismo pactista de la transición

 La izquierda occidental ha estado vinculada desde sus inicios a los movimientos obreros. La ruptura de las tradicionales salvaguardas gremiales abocaron a los trabajadores a comienzos del siglo XIX a la más descarnada ley de la competencia. La mano de obra sin especializar fue pasto de un esencialismo liberal que olvidó que, más allá de un factor de producción, los trabajadores eran seres humanos.  Que el siglo de las libertades, que cantaba las virtudes de un tiempo nuevo alumbrado a la luz de las declaraciones de derechos y las constituciones, mantuviera a enormes capas de la población en situaciones inicuas y tratara a los seres humanos como herramientas, era un contrasentido que propició la organización de los  trabajadores en aras de mejorar sus condiciones de vida. Indudablemente desde la irrupción del movimiento obrero hasta nuestros días la situación de los trabajadores en occidente ha mejorado. Sin embargo y sin ir más allá en este breve repaso histórico, hoy esas ventajas parecen diluirse en un retroceso paulatino de derechos, que está animado por el ensanchamiento de un mercado de trabajo hoy globalizado y donde la necesidad de reducir costes arrastra los derechos laborales a la baja.

 A pesar de esta situación, que parece que debería animar un sindicalismo más activo, el movimiento sindical parece hundirse, perdido entre sus guiños a la socialdemocracia, una tradición pactista asentada hace décadas y alguna algarada vistosa pero de poco recorrido por parte de las organizaciones minoritarias. A esto se suman los  interesados cantos de la derecha más montaraz que considera a los sindicatos un lastre y parte de un modelo laboral del pasado. Evidentemente esta malintencionada crítica debilita las posibilidades de negociación de los trabajadores, pero a pesar de reconocer su interesada inquina, quizás debamos pararnos a pensar  el porqué de este mensaje está calando en la sociedad. Más allá de la excusa maniquea sobre sus intenciones, habría que atender a hasta que punto las críticas de la derecha son acertadas o al menos, hasta donde plantean debilidades en el propio universo sindical que convendría atender con más cuidado. La pobre participación en las elecciones sindicales, la mínima afiliación a las organizaciones o la paupérrima participación en las mismas, son ejemplo de una crisis que puede ser malintencionada pero que sería absurdo negar y suicida obviar.

 Fijando la mirada en nuestro país, los sindicatos (y entiéndase fundamentalmente los grandes sindicatos), son instituciones casi ministeriales. Sindicatos que funcionan lo mismo como agentes de la agitación social qué como empresas de servicios, que lo mismo organizan manifestaciones de corte político que cursos para desempleados, o realizan trámites administrativos para sus afiliados como si de una gestoría se tratara. Unas tareas que las maquinarias sindicales pueden atender gracias a los presupuestos que manejan y a los poderosos aparatos de gestión sostenidos por la profesionalización de algunas de estas funciones sostenidas por liberados ocupados de las más diversas tareas. Precisamente este tamaño, su profesionalización y su capacidad para ofrecer servicios diversos a los trabajadores les permiten también una notable influencia social y política y mantener una importante capacidad de negociación.  En esta capacidad de representación y de presión que ejercen en nombre de  – los trabajadores – se sustenta su rédito político. Las grandes centrales son capaces de movilizar y desmovilizar con parecida eficacia.

 Sin embargo este viejo sindicalismo está amenazado. La misma imagen del sindicalismo es una imagen cansada. En buena medida porque su discurso sobre “los trabajadores”, ha acabado por  unir al sindicalismo a los grandes partidos de izquierda, con una carga retórica que cada día resulta menos creíble para una importante parte de la ciudadanía. Los sindicatos surgieron como organizaciones encaminadas a defender los intereses de los trabajadores de un sector o de una empresa concreta. No sería hasta tiempos de la Primera Internacional cuando el elemento esencial del sindicalismo fuera la idea de “clase” emparentada con la categoría de “obrero” o “trabajador” (como suele utilizarse hoy en día con más frecuencia), estableciendo ese nexo común entre todos los trabajadores por encima de cualquier nacionalidad. El internacionalismo de las organizaciones de trabajadores se pondría a prueba ya en la división de la misma Internacional aunque su momento más dramático sería el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando más allá de las llamadas de algunos líderes sindicales, los trabajadores de toda Europa se sintieron más cercanos a la idea de “nación” que a la de “clase”.

 A pesar de la evidencia del fracaso de aquel internacionalismo obrero, este se ha mantenido como un anhelo sindical que sigue teniendo espacio entre sus principios básicos. En los Estatutos de la CGT, por ejemplo,  el internacionalismo figura como principio en su art. 1º y por poner el ejemplo de uno de los grandes sindicatos españoles, igualmente aparece como principio en los Estatutos de Comisiones Obreras (Declaración de Principios y art. 1º). Las condiciones abstractas en las que se plantea la defensa de ese internacionalismo, así como la defensa de “los trabajadores” entendidos también como una categoría homogénea, plantea no pocas contradicciones. En primer lugar la consideración misma de la idea de trabajo, que acaba por ser entendido como trabajo asalariado, lo cual deja fuera del concepto a todas aquellas personas que realizan trabajos que no son remunerados, a ese amplísimo sector de nuestra ciudadanía que aspira a tener trabajo y no lo halla, sin olvidar a quienes se están formando o han pasado al retiro de la jubilación. Evidentemente a menudo se hacen salvedades y se introducen enmiendas que incluyen a todos estos amplios colectivos y que acaban por ampliar ese vago concepto de la “clase trabajadora”, unida idealmente en un proyecto común.

 Por otro lado la idea de trabajador asalariado, por ampliar un concepto que originalmente estaba más unido al de trabajador manual, incluye a colectivos muy diferentes no sólo en las condiciones y cuantía del salario que obtienen sino, lo que es mucho más importante, en su capacidad para negociar las condiciones de su salario. Los cuadros más altos de las corporaciones participan de esta categoría de asalariados (por más que completen su salario con otras participaciones), sin embargo poco tienen que ver con las escalas profesionales más bajas de la misma corporación, sin duda sometidas a peores condiciones salariales y sobre todo a una capacidad muy reducida de negociación.

 Frente a esta clase “trabajadora” la tradición ideológica del sindicalismo sitúa al “capital”. El siniestro envés del mundo laboral, el factor de la producción privilegiado por nuestro sistema económico, no en vano denominado “capitalista”. Sin embargo un análisis de ese “capital” nos depara también algunas sorpresas. Las grandes agencias de inversión, uno de los puntales de ese capitalismo, manejan los capitales de formados por la suma de millones de aportaciones, planes de pensiones, participaciones en accionariados y fondos de inversión, que tienen tras de sí, ciertamente, a grandes familias y potentes entramados empresariales, pero también de millones de personas, que participan a través de sus ahorros e inversiones en ellas Evidentemente, en un mundo en el que la regla general es el trabajo por cuenta ajena, buena parte de esos inversores pertenece a la clase trabajadora. Una clase trabajadora que invierte en bonos del estado, compra acciones, firma planes de pensiones privados o contribuye a diferentes mutualidades, sanitarias o de seguros, que se financian en los grandes mercados de capital.

 Puede que las categorías de “capital” y de “clase trabajadora”, puedan resultar interesantes a la hora de explicar muy sintéticamente la forma en la que se organiza económicamente nuestro mundo, pero nos parece que contribuyen poco a dilucidar dónde estamos metidos y sobre todo, qué podemos hacer para salir de este pantanal.  Si buena parte de quienes son trabajadores no se reconocen en esa categoría, si la idea de obrerismo nos retrotrae a las imágenes de “Novecento” pero poco nos dice del mundo de hoy, si las condiciones laborales de los diferentes sectores y de los distintos colectivos de trabajadores son contradictorios y se oponen entre sí. ¿Realmente puede el sindicalismo (cualquiera de ellos) en este marasmo de contradictorias condiciones, internacionales y sectoriales, aspirar a defender a “toda” la clase trabajadora?

 Por otro lado si reparamos en los propósitos finales de la organización sindical, y acudo en esto a los mismos estatutos de la CGT y de CCOO. ¿Puede aspirar una organización sindical a la consecución de estos propósitos: “la supresión de la sociedad capitalista y la construcción de una sociedad socialista democrática” (CCOO) “La emancipación de los trabajadores y trabajadoras, mediante la conquista, por ellos mismos, de los medios de producción, distribución y consumo, y la consecución de una sociedad libertaria” (CGT)? ¿Resulta creíble pensar que estos propósitos se han de alcanzar por el convencimiento progresivo de la sociedad completa? ¿Puede aspirarse, tal como proponen los estatutos de Comisiones Obreras, a la unidad orgánica de todos los sindicatos?

Quizás sobre un poco de desmesura en los propósitos. Puede ser también que, siendo sensatos, entendamos estos objetivos como un horizonte ideal. ¿Qué tipo de pesadilla idealista es esa en la que se postula una especie de “fin de la historia” en la forma de sociedad libertaria o de democracia socialista?. Si la trampa del conservadurismo liberal fue considerar la democracia representativa y el capitalismo como el último estado y definitivo del progreso humano. ¿No resulta una insensatez imitar el modelo mesiánico con la promesa de un paraíso distinto? ….. (Por más que ese paraíso nos pueda resultar más benéfico a priori)

 La sensación que nos produce la lectura de los principios de estos estatutos es de nuevo que las palabras han perdido su valor. En parte porque si se entienden en sentido estricto suponen la asunción de principios abstractos muy alejados de la realidad y en los que la mayor parte de la sociedad no se siente reconocida. En segundo lugar porque conducen a una contradicción esencial. Por un lado son una llamada a toda la clase trabajadora, pero por otra parecen obedecer a una suerte de individuos profundamente ideologizados. En los Estatutos de CCOO, el sindicato “admite a los trabajadores y trabajadoras que desarrollan su actividad en el Estado español con independencia de sus convicciones personales, políticas, éticas o religiosas, de su raza, sexo o edad”. En definitiva, respeta los principios constitucionales de no discriminación y acepta todas las convicciones personales y políticas, lo que pone en entredicho el objetivo de alcanzar una sociedad socialista y democrática, pues cabe la posibilidad de que este objetivo sea completamente ajeno para muchos de sus afiliados. En el caso de los Estatutos de la CGT, no parece que haya una limitación establecida por las convicciones, de nuevo más allá de las propias recogidas en la Constitución, sobre la aceptación de discriminaciones, raciales, sexuales o similares.  ¿Puede, de este modo, aspirarse a un programa tan definido como el de “una sociedad libertaria”?

 El lenguaje sindical está cargado de lugares comunes fraguados en los dos siglos de su historia. Cabe preguntarse si este lenguaje, que mezcla las llamadas a la “clase”, como a la naturaleza de la clase trabajadora, es realmente efectivo y si, sobre todo, tiene la capacidad de transmitir algún valor o establecer una categoría o un proyecto de futuro. Quizás se trate de una cáscara vacía que o bien nadie se toma suficientemente en serio y se obvia con evidente cinismo o sirve para ocultar en ocasiones llamadas a esencialismos estériles. Quizás, también desde el cinismo, cada sindicato, más allá de tan ambiciosas convicciones, se contente con la mejora en lo posible de las condiciones de sus afiliados, en ampliar las posibilidades de negociación de sus condiciones de trabajo y en defender, en lo posible, las mejoras alcanzadas en el pasado. No es poca tarea, todo lo contrario, pero conviene pensar hasta qué punto los altos planteamientos estorban,  enriquecen o resultan inocuas.

 Del mismo modo conceptos como la “lucha” y toda la panoplia que la anima, parecen adolecer de idéntica falta de perspectiva social. Evidentemente no abogamos por un abandono de la resistencia a políticas que entendemos aumentan los márgenes de la injusticia, sino por el abandono de un lenguaje anclado en los años treinta del siglo XX. Cabe pensar que las llamadas a ideales sociedades libertarias o socialistas o a la “lucha” (sea esto lo que fuere) en un mar de banderas y con un catálogo de consignas más cerca de la lírica fanfarrona que de cualquier idea, son entendidas por la mayor parte de la sociedad como parte de una ceremonia grupal, muy alejada de sus propias convicciones y solo apta para los ya convencidos. Mal camino, sin duda, para hacer acopio de voluntades y procurar una base social amplia capaz de transformar la realidad.

 Todos somos trabajadores y esa vinculación al trabajo parece que forma parte esencial de nuestra propia concepción moderna de ciudadanía. Por ello vincular la naturaleza laboral de la ciudanía con una determinada orientación política, como a veces se hace, parece interesada simpleza. Trabajadores son los que sostienen la representatividad de los sindicatos, y también quienes eligen con su voto los gobiernos conservadores que se han sucedido en los gobiernos europeos durante los últimos treinta años. A partir de estos hechos parece evidente que la vinculación de clase que a menudo se enarbola como razón última de su representación social, es cuando menos confusa y de hecho, en la mayor parte de los conflictos, el peso de esta idea de “clase” se desmorona con evidente facilidad. Si todos somos trabajadores, y en nuestras sociedades contemporáneas esto es una evidencia difícil de discutir, buena parte de los conflictos son, más allá de conflictos con los empresarios, posiciones de fuerza entre diferentes grupos de trabajadores. Los convenios colectivos y todas las regulaciones laborales que los acompañan atemperan la conflictividad dentro de los sectores productivos. Sin embargo ponen en evidencia la dificultad de plantear con cierta justicia las diferencias entre trabajadores que se dedican a idénticas funciones o que mantienen diferentes estatutos.

 Abundando en este sentido, los grandes sindicatos, mantienen discursos muy diferentes dentro de su propia organización respecto a cuestiones que a priori pudieran parecer ideológicamente claras. Por ejemplo y por citar un ejemplo conocido, los sindicatos defienden en la calle la enseñanza pública, amenazada por los recortes, al tiempo que han de defender con más ahínco si cabe a los trabajadores de la concertada o la privada, cuya capacidad de negociación y condiciones de trabajo son notablemente peores. En la calle puede reclamarse la desaparición de los conciertos, pero en el hipotético caso de que una sorprendente legislación del Ministerio de Educación decidiera poner fin a los “conciertos”. ¿Quién iría a comunicar la noticia de su despido a los compañeros que trabajan en esos colegios?.

 Dónde nos jugamos los cuartos. La globalización y los nuevos espacios de decisión mundial

 Si la defensa de los derechos de los trabajadores de grupo en grupo y de sector en sector supone un problema importante, otro sin duda mucho más difícil de resolver es el que plantea un mercado de trabajo mundializado. En primer lugar, y como la reciente sociología reconoce, los cambios que se han producido en el capitalismo nos abocan a una sociedad llena de incertidumbres que afectan también a la vida de las personas. Educados en certezas y tiempos largos, nos encontramos con que la realidad se aleja de esos modelos de permanencia. La cultura del riesgo, virtud propiamente juvenil, sostenida en una sociedad que venera la juventud y desconfía de la vejez. Hoy en día parece que ese gusto por el salto hacia delante, por el juego de opciones y de posibilidades o el de una competición más o menos civilizada, es patrimonio de la derecha. La izquierda parece abocada a una defensa a la contra, la conservación del estatuto alcanzado, una suerte de esclerosis que pretende perpetuar trabajos y condiciones en una pretensión que la propia dinámica social niega.

 Conviene no pasar por alto que la mano de obra es un factor de producción. No podemos vivir ajenos al hecho de que nuestro valor como trabajadores está en relación con el resto del mundo y no puede sostenerse a partir de meras barreras «arancelarias», cuando el resto de las barreras han caído. Si resulta difícil plantear una política laboral que no ponga el derecho e unos trabajadores (o aspirantes a trabajadores) sobre otros, la conciliación de las condiciones laborales en el mundo globalizado resultan hoy por hoy difíciles de mantener.

 Quizás sólo la vinculación de los acuerdos comerciales a unos mínimos de dignidad humana y laboral servirían para resolver esta cuestión. Sin embargo estamos muy lejos de esta perspectiva. Los costes laborales que entran en juego en la economía global, forman parte de la misma ecuación que el coste de la extracción de las materias primas, la producción o el transporte de las producciones y está regulado, lamentablemente, por meros condicionamientos económicos.

 Por ello la suerte de los trabajadores occidentales está cada vez más unida a la de los trabajadores del resto del mundo, particularmente aquellos que en un momento dado compiten en parecidas circunstancias por nuestro trabajo. Nunca antes se hizo tan evidente aquella máxima libertaria de que seremos libres sólo cuando el resto de los hombres sean libres.

 La irrupción en este “mercado de las condiciones de trabajo” de las potencias orientales, de sus tradiciones políticas y sociales, no puede plantearse como un mero apunte de geografía. Su influencia está transformando nuestra propias tradiciones y nuestras condiciones, posiblemente en un proceso que habrá de acompasarse, y que deberá resolver sus contradicciones con el tiempo. Las capacidades actuales de negociación sindical están muy vinculadas a este marco ensanchado. Lamentablemente la capacidad de las organizaciones sindicales para establecer estrategias comunes que favorezcan a los trabajadores de todo el mundo no están ni mínimamente establecidas. Quizás este propósito sea en sí mismo una quimera, pues el trabajo está dentro de un proceso de libre concurrencia y competencia que juega generalmente la baza de los costes más bajos y las productividades más altas. Más allá de unas mínimas condiciones vitales, este régimen de competencia no puede resolverse hoy a través de un pacto de condiciones laborales de control de los salarios, y cuando lo hace, suele tener lugar en espacios limitados.

 Puede que la salida pase por dejar de basar toda nuestra estrategia en una defensa del puesto de trabajo. Puede que haya que sortear la condición de trabajador asalariado, que quizás tenga cada día más de circunstancial, de flexible, de interrumpida. Puede que debamos acostumbrarnos a un mundo donde los trabajos, como las empresas, como las condiciones generales están en constante cambio. Quizás por todo ello debamos centrarnos no en el trabajo sino en las personas, en la ciudadanía entera. Cuando hablamos de trabajo, solemos dejar fuera del término la mayor parte del trabajo que realizamos las personas. No sólo voluntariados, sino nuestras propias tareas domésticas o el cuidado de las familias, la atención a enfermos, multitud de tareas que son trabajos en lo que tienen de esfuerzo de transformación y que sin embargo no están correspondidas por un salario y que gozan de poco reconocimiento social, no digamos ya de un reconocimiento material.

 ¿No es una esencial injusticia que la mayor parte del trabajo que realizan los seres humanos no reciba ninguna compensación? ¿No es esta injusticia mucho mayor que cualquier despido o cualquier cierre patronal? Puede que debamos promover el establecimiento de una renta básica ciudadana, y volvamos con ello a la vieja pretensión de libertad de los hombres de la Convención francesa en 1793. Quizás intentar asegurar un mínimo de supervivencia para todo el mundo tenga mucho más sentido que la pretensión de un trabajo seguro para toda la vida, que cualquier subsidio de desempleo o que cualquier subvención, parcial o completa a la contratación de jóvenes, mayores de cuarenta o mujeres, del modo que hasta hoy siguen la mayor parte de los gobiernos.

 Quizás un sindicalismo más abierto al concepto de ciudadanía que al de trabajador, nos ayudara a entender también que el derecho a una vida digna y plena debe extenderse a toda la población. Intentemos contribuir a simplificar legislaciones,  a plantear que el trabajo no es sino el resultado de una necesidad de una determinada producción o de una determinada carencia, y que por lo tanto ni puede ser perenne ni quizás tenga sentido aspirar a que lo sea; y seamos conscientes de que vincular los derechos sociales al trabajo supone limitar los derechos de una parte importante de la sociedad. Esforcémonos en cambiar de paradigma.

Una propuesta. Reivindicar un espacio más ancho.

 El movimiento libertario tiene un problema de imagen muy serio que deberíamos esforzarnos en resolver en primer lugar. A menudo el término anarquista provoca una mirada de conmiseración. La anarquía es una utopía sin ninguna capacidad real de sustanciarse en un proyecto político del más mínimo calado. Una “boutade”, la declaración de un bohemio diletante y solitario o la de un ingenuo joven radical con escrúpulo por adscribirse a algún otro espacio quizás más expuesto o más contradictorio. Sin duda a consecuencia de su propia historia, el anarquismo se asocia a una imagen de alternativismo básico, de cierto nihilismo ochetentero, de guerrilla urbana y algarada callejera, unida a causas perdidas y gestos teatrales. Una visión poco amable, poco glamorosa, muy alejada de la mayor parte de la sociedad. Evidentemente, esta visión exageradamente tópica del movimiento libertario, no es inocente y quizás, con cierta inconsciencia, es alimentada por el propio movimiento.

 A nuestro juicio esa imagen mantiene al movimiento libertario en los márgenes, incapaces de influir, incapaces de aclarar o perfilar nuestro mensaje. Sin duda esa posición nos permite también, desde la lejanía de quienes no estarán llamados a participar, hacer las propuestas más irreales, para algunos las más genuinas o las más puras. Una pureza que posiblemente sea también el banderín de enganche de todos aquellos que no quieren enfangarse en el tráfico de concesiones mutuas, de reconocimientos y de transacciones. Podemos holgarnos por ello de ser más papistas que el papa, y sin embargo esa estrategia contribuye de forma evidente a mantenernos al margen de cualquier posibilidad de influencia y de cambio.

 Creemos que la herencia del anarquismo es lo suficientemente rica, lo suficientemente amplia para abrir nuevas perspectivas. Nos parece que tras el fracaso del socialismo y el estatalismo socialdemócrata, el movimiento libertario encarna lo mejor de la tradición de la democracia radical y su análisis contribuye a la comprensión de los mecanismos de poder. Un análisis que resulta esencial en un momento histórico en el que la irrupción de poderes supranacionales sin control pone en evidencia la necesidad de que los individuos sean dueños de sus propias decisiones. Cuando parece que ni siquiera los gobiernos son capaces de sustraerse al poder de estos poderes internacionales resulta vital recuperar el espacio del individuo, dar salida a esa reclamación de mayor democracia que hace ahora una año se hacía en las calles. Quizás para ello haya que revisar nuestras formas, quizás también haya que construir modelos que parezcan menos hostiles y puedan ser asumidos por la mayor parte de la población.

 Aquella pregunta que se hiciera hace cuatro siglos Etienne de la Boetie sobre qué hace que los hombres obedezcan a quien procura su daño, exige hoy más que nunca una contestación. Seguimos en las mismas.