Félix García Moriyón/ David Seiz Rodrigo

 
Los fundamentos ideológicos de la crítica al Estado
No cabe la menor duda de que nos encontramos ante una crisis sistémica, no una simple crisis cíclica de las que son habituales en el modo de producción capitalista. En las últimas décadas —podemos decir que desde 1973— se ha estado produciendo un enfrentamiento muy duro para modificar las grandes líneas de la política económica diseñadas después de la II Guerra Mundial. No vamos a repetirnos ahora, pero está claro que los liberales, con Hayek y Von Mises como líderes intelectuales, han lanzado un furibundo ataque a los modelos que ponían en el Estado la responsabilidad de garantizar el bienestar social y económico de los ciudadanos. Desde el primer momento han criticado no solo la versión extrema del estatalismo, la Unión Soviética, sino también la versión socialdemócrata impuesta en Europa gracias al gran pacto social posterior a la II Guerra Mundial.
Sus argumentos son dignos de ser tenidos en consideración y hay dos grandes obras que ofrecen el núcleo de su argumentación: Caminos de servidumbre (Hayek) y La acción humana (Von Mises). Su planteamiento tiene antecedentes y seguidores, por lo que podemos decir que la corriente liberal ha gozado de buena salud casi desde los comienzos de la edad contemporánea. Cuando uno contempla estados fallidos, cuando uno observa lo ocurrido en España y Grecia, con estados clientelares, o analiza las relaciones entre mafia y política, por no hablar de los epígonos del socialismo realmente existente, no deja de ver el punto de razón que existe en esas críticas.
No fueron los liberales los únicos que arremetieron contra le peligroso papel del estatalismo. El pensamiento social de la Iglesia Católica, al que podemos sumar el de otras corrientes cristianas, ha sido siempre muy crítico con la estatalización o el control por el Estado de las resortes de la economía y la justicia social. La teoría se ha centrado en el concepto de subsidiaridad, único papel legítimo del Estado, cuya función es estar al  servicio de las personas (no de los individuos) y de las unidades básicas de convivencia social, en especial la familia. Todo ello acompañado de una fuerte moralización de la economía, disciplina teórica y práctica que debe estar regulada por normas morales. Es sugerente la actual variante de la economía del bien común desarrollada por pensadores evangélicos en Austria y con eco en numerosos ambientes. Es la llamada economía del bien común.
Podemos añadir a los anteriores críticos del estatalismo la larga tradición del pensamiento libertario que ha sido igualmente duro con el intento del Estado de controlar la vida de los individuos. Comparte gran parte de las críticas de los liberales decimonónicos y menos las críticas de los neoliberales actuales, tanto ha cambiado el mundo. Sin embargo, su distancia respecto a los mismos es enorme puesto que esta tradición defiende claramente el apoyo mutuo y las colectivizaciones autogestionadas, todas ellas orientadas por un profundo sentido del bien común, proponiendo fórmulas organizativas comunistas o colectivistas. En ese sentido están más cerca de la tradición cristiana y católica.
La historia de la crítica al Estado es larga y condiciona sin duda lo que ahora ocurre. El ataque neoliberal arrecia y lo hace con inusitada virulencia que va creciendo conforme, según creen sus líderes, se acercan a la victoria final, posición premonitoria de lo que va a ser la suerte de los vencidos. Cuando uno vive en Madrid, asiste en primera línea a lo que puede ser defender el neoliberalismo sin fisuras: un deterioro progresivo de los servicios públicos y un crecimiento igualmente progresivo de la presencia de la iniciativa privada en la prestación de dichos servicios que sólo aceptando la versión de Esperanza Aguirre pueden ser considerados servicios públicos. Y para rematar, la presentación de Eurovegas como el gran proyecto de creación de puestos de trabajo para la futura sociedad del conocimiento.
No se puede objetar mucho a la defensa de la libertad que abanderan los neoliberales. Fue uno de los grandes logros del mundo contemporáneo; ahora bien, conviene recordar que «no es liberal todo lo que parece». La «liberal» manera de privilegiar a un empresario que encontramos en las recientes componendas con el inversor americano que trata de situar Móstoles en el Estado de Nevada, o la torticera manera de entregar el capital «público» de la sanidad en manos de determinadas compañías privadas privilegiadas, nos acerca a modelos más propios de las compañías privilegiadas de comercio de la Edad Moderna que a los modelos de libre concurrencia, igualdad y mérito del teórico liberalismo. La defensa de la libertad termina encubriendo pobremente el ánimo depredador de las élites en el poder.
Por otra parte, esa defensa ha solido ir acompañada de la exaltación del espíritu emprendedor y la meritocracia, ocultando que el mérito tiene mucho más de hereditario que de meritorio, y esa defensa de la excelencia individual como criterio de selección social nos acerca de nuevo a paradigmas de reproducción de las escalas sociales y económicas, cercanos a las estructuras políticas, económicas y sociales del mundo señorial.  Con un especial agravante: en la sociedad estamental uno ocupaba una posición social desde su nacimiento y eso estaba justificado por ser el orden natural de las cosas; en la actual sociedad, uno ocupa casi con seguridad la posición social que le corresponde por lo que lo tocó con el nacimiento, y la legitimidad la concede el afirmar que su ascenso social es consecuencia de sus méritos personales. Por otra parte, impuesto ese orden neoliberal, la capacidad de negociación en la permanente lucha por el reconocimiento,  tal y como vemos en el día a día sindical por poner un ejemplo, no ofrecen más alternativa que el desarrollo de un modelo cercano a la revuelta campesina: el señor no pacta, concede y en caso extremos los siervos se rebelan, conscientes de que el fracaso de la rebelión les asegura su marginación de por vida, si no la muerte. Duras huelgas, con variadas fórmulas de enfrentamiento y reivindicación son absolutamente ignoradas por una élites políticas y económicas con capacidad sobrada para imponer coactivamente sus políticas.
Del mismo modo, se ha exaltado la libertad individual y la capacidad de elección como último criterio de evaluación de las decisiones privadas y públicas, acompañada por una defensa a ultranza de la vida privada, del hogar como espacio inviolable en el que los individuos pueden disfrutar de sosiego, lejos del omnímodo y arbitrario poder del Rey en su origen y del Estado en la actualidad. Lo malo es que esa defensa valiosa de la privacidad va acompañada de la privatización, de la fragmentación individualista del espacio social . Los usos privativos de los individuos o las corporaciones se imponen sobre los antiguos espacios públicos. La calle comercial, de naturaleza pública es sustituida por la virtualidad de las calles de los centros comerciales.  Los espacios públicos de ocio son sustituidos por los parques temáticos . La desamortización, puso cercas y puertas en los campos, acabó con las tierras comunales y planteó de un modo parecido al que hoy en día se defiende, el axioma de que sólo la propiedad privada aseguraba el óptimo aprovechamiento económico del suelo.  La idea de la mayor eficiencia económica de la gestión privada sobre la pública obvia las mínimas consideraciones críticas y como recientemente han demostrado las autoridades sanitarias madrileñas, parecen remisa a aceptar cualquier cuantificación que ponga en duda esta  consideración. La  privatización y la lógica del beneficio privado como mejor garantía de los intereses públicos avanza imparable en las sociedades occidentales,  desde la gestión del suelo a la administración de los servicios públicos, que son sometidos en aras de una teórica efectividad al sobrecoste de un beneficio privado.  Desde los ejércitos nacionales, surgidos precisamente en la primeras revoluciones de finales del XVIII como garantía de las libertades recién conquistadas, que hoy vuelven a modelos mercenarios más propios del siglo XVII, a la privatización progresiva, directa o por medio de concesiones parciales de cárceles, hospitales y escuelas.; una pulsión privatizadora que alcanza  incluso a la justicia y la policía, ya parcialmente privatizada en poderosas empresas de seguridad.
La lucha contra el Estado del bienestar
Neoliberales, cristianos, anarquistas…, son tradiciones ideológicas muy distintas que se han opuesto al crecimiento de un Estado controlador y quizá solo secundariamente benefactor. Eso sí, en estos momentos la batuta del ataque la lleva quienes apenas ocultan que el objetivo central es recuperar lo que Marx llamaba la tasa de extracción de plusvalía y también reforzar lo que los anarquistas denunciaron como estructura jerárquica y piramidal del poder. Es decir, recuperar la posición de privilegio ostentada por las élites dominantes durante toda la vida, pero debilitada debido a la dura lucha por el reconocimiento desplegada por los olvidados o condenados de la Tierra desde los años sesenta. Ya en aquellos décadas —quizá demasiado mitificadas por la izquierda “divina”— los centros de estudios asociados al poder plantearon que se estaba produciendo una crisis social causada por el exceso de democracia, lo que ponía en primer plano el problema de la gobernanza y la necesidad de reconducir la situación acallando las demandas de las clases desfavorecidas.
No es fácil hacer una crítica acertada del Estado desde posiciones de izquierda. Está profundamente arraigada en el imaginario colectivo la idea del Estado como árbitro, técnico y objetivo, que ciegamente se organiza a partir de sus burocracias elevadas sobre el mérito y la capacidad, por encima de los intereses de los grupos de poder o los partidos.  No en vano, el Estado es el sujeto fundamental de esta percepción de la «cosa pública» y sigue siendo en el imaginario de mucha gente el único garante de la objetividad. Lamentablemente el sueño weberiano del estado burocrático ha devenido en pesadilla; desde sus orígenes, el estado ha servido para certificar con el marchamo del derecho, situaciones de privilegio, repartos de prebendas y canonjías, investido, para más delito, de la idea de mérito, libre concurrencia y otros aparatajes ideológicos. No sólo las cajas de ahorros, también los contratos millonarios de obras públicas, las sospechosas, cuanto menos, relaciones entre la política y el mundo empresarial, desdicen mucho de lo que damos a menudo por supuesto.
Por eso mismo, la lucha en defensa de lo público esta distorsionada en varios sentidos, lo que hace difícil tomar posición en algunos momentos. La primera distorsión procede de la defensa de un modelo de gestión estatal de la propiedad que ha mostrado en la práctica el acierto de las críticas liberales. El caso de las cajas de ahorro es paradigmático, como también lo es el de las recalificaciones de terrenos. Por no hablar de casos abundantes de prevaricación, malversación y cohecho, que se cometen con elevado nivel de impunidad de los políticos y empresarios implicados a partes iguales en los mismos. El estado ha terminado siendo contagiado por prácticas  clientelares opuestas en sí mismas a la propia lógica de su letimidad (el mérito, la iguadad, la libre concurrencia….) lo que exige una dura operación de cirugía que permita sanear y cauterizar la gangrena. Cierto es que hay estados socialdemócratas que parecen gozar de salud envidiable y que puede seguir siendo referentes, como ya lo fueron en los años sesenta, de la mejor manera de articular el estado del bienestar o estado social de derecho sin poner en cuestión el modo de producción capitalista.
Algo de eso está presente en la aceptación que está teniendo entre el público en general la furibunda y torticera campaña contra los funcionarios orquestada por los medios conservadores, un ataque que  constituye una segunda distorsión. El estatuto del funcionario, cuyo origen se sitúa más bien en la defensa de la independencia y etabilidad de los trabajadores públicos respecto a los poderes políticos cambiantes en democracias representativas, ha derivado en parte hacia un estatuto corporativo en el que la defensa de específicas condiciones laborales se aproxima peligrosamente a la defensa de situaciones de privilegio. Con cierta desmesura en algunas ocasiones, los funcionarios tienden a identificar la defensa de sus condiciones de trabajo con la defensa de lo público, ocultando lo que hay de puramente corporativo en sus luchas y lo que hay de mantenimiento de situaciones de auténtico poder frente a los usuarios de esos servicios públicos que dicen defender. La pura crítica del funcionariado, orquestada por quienes tienen la obligación política de exigir su adecuado cumplimiento del trabajo asignado y de garantizar que están al servicio de los intereses de la ciudadanía no basta. Mucho menos cuando comprobamos que quienes jalean esas críticas luego incrementan el número de asesores nombrados a dedo y ascienden en el escalafón funcionarial a sus propios clientes o afines políticos.
La tercera distorsión procede del dominio cultural impuesto por el actual modelo de capitalismo financiero y consumista. La ideología del «lo veo, lo quiero, lo tengo» ha calado hasta los huesos y la gente busca por encima de todo recuperar la capacidad de consumo a la que se aproximó, sin llegar a disfrutarla del todo pues en gran parte no pasó de un espejismo basado en créditos que no se podían devolver, menos una vez despedidos de sus precarios puestos de trabajo. El individualismo abstracto, tan querido por los liberales, se queda en la exaltación del individuo como consumidor compulsivo que puede acudir a cualquiera de los múltiples centros comerciales a elegir entre decenas de productos idénticos, muchos de ellos con obsolescencia programada y con dudosa capacidad real de satisfacer las necesidades básicas de los seres humanos.
Aceptado inconscientemente —gracias a potentes campañas de configuración de la opinión pública— ese modelo de logro de la felicidad sustentado en el fetichismo de la mercancía, que termina identificando valor con precio, los individuos se convierten en rehenes de quienes les conceden el crédito para pagar los gastos, abocados a un consumismo parcialmente compulsivo. Sin darse cuenta, aceptan una democratización del consumo que, sin negar los posibles componentes revolucionarios implícitos en ese «festín pantagruélico», en realidad consagra la degradación de los procesos de trabajo, que están condicionados a la elevada productividad de los trabajadores que proveen de mercancía a los comercios «chinos » y a los gestionados por las grandes multinacionales, entre otras y sobre todo las del textil y las de la alimentación. Como no podía ser menos, acabamos aceptando que un servicio público es aquel que le sale gratis al ciudadano (feliz definición de Esperanza Aguirre), y para eso se pone la gestión de lo público en manos de la empresa privada, sin darse cuenta de que esta muestra especial eficiencia y eficacia en generar ganancia para sus propietarios y gestores, normalmente a costa de trabajo degradado.
Una cuarta y última distorsión procede de la progresiva erosión de la política del bien común arrasada por la cultura del individualismo radical, de la sociedad articulada como suma de lobos esteparios que regulan las relaciones sociales mediante las leyes del mercado: todo tiene un precio y la acumulación de dinero es lo único que garantiza el estatus social y, por tanto, el ejercicio de las capacidades y la satisfacción de las necesidades. Muchos movimientos críticos han aceptado en sus planteamientos esa ideología mercantil, lo que termina teniendo sus consecuencias: la trivialización del matrimonio, con exigencias de permanencia menores que las de muchas compañías de telefonía móvil, y el servicio militar opcional (a sueldo), que se sitúa en las antípodas del ejército popular o de la defensa civil, serían dos ejemplos perfectos de los daños colaterales que lleva aceptar un modelo utilitarista mercantil de la vida social. Ha adquirido un protagonismo cultural desmesurado el ya antiguo dicho de que «tanto tienes, tanto vales».
La defensa de lo público.
Lo anterior ya indica claramente cuál es el discurso y la práctica que necesitamos articular para defender lo público sin mantener un modelo de Estado del bienestar que  provoca muchos más perjuicios de lo que algunos son capaces de reconocer. Pero al mismo tiempo tenemos que evitar un peligro que puede derivarse de nuestro planteamiento «crítico» sobre lo público: nuestras críticas fácilmente puede acabar siendo utilizadas como munición para este nuevo «estado señorial» que falsamente se viste de liberalismo. Conviene, por tanto, recuperar lo que tiene de «señorial» el modelo liberal y desmontar su «instalache» o «chiringuito», eso que apenas cubre las apariencias y solo busca el máximo beneficio en el menor tiempo. Es el liberalismo radical primigenio que tan cerca está de los postulados anarquistas, vinculando sin solución de continuidad la libertad a la igualdad y la fraternidad. La trampa del liberalismo contemporáneo es precisamente que obvia estos privilegios y se contenta con establecer el principio de un liberalismo económico lastrado por toda una serie de condiciones desiguales de la que la propia ganancia económica es el único beneficiario. Son moneda corriente la deslocalización, el abuso de las condiciones de explotación de los recursos naturales, mineros o energéticos, la imposición de condiciones comerciales desfavorables, las trampas fiscales que permiten evadir impuestos bajo el amparo de empresas pantalla, tratos de favor impositivos o localizaciones beneficiosas: ahí están los casos paradigmáticos de Apple, Facebook, Amazon y otras empresas tecnológicas o la presencia de paraísos fiscales en el corazón de Europa.
El hilo de la cuestión debe ser defender lo público criticando con firmeza a los neoliberales y los estatalistas, ambos con agendas ocultas que marcan el sentido y la limitación de sus luchas. Y para ello, el núcleo de la cuestión debe ser vincularlo plenamente a la reclamación democrática: buscar mucho más poder para el pueblo, para el común de los ciudadanos que necesitan aprender ejerciendo, el duro ejercicio de tomar las riendas de sus propias vidas, y potenciar al mismo tiempo todo aquello que genera comunidad de intereses y de objetivos, sin agostar la capacidad e expresión y creación individuales. No queremos una sociedad de individualistas depredadores apalancados en un pobre «vive y deja vivir» ni tampoco una sociedad de obedientes ciudadanos agradecidos a burocracias ineptas que les procuran magros beneficios sociales.  Queremos un fecundo, pero difícil, equilibro entre la triple exigencia de libertad personal, igualdad social y apoyo mutuo solidario.
Algo fundamental en esta tarea es profundizar en un sistema de equilibrios que asegure la defensa del individuo frente a los grupos de poder, tanto económicos como políticos y culturales.  A los agudos análisis de la capacidad destructiva del poder en el anarquismo clásico, podemos añadir las críticas de Foucault a lo que él llamaba microfísica del poder y biopolítica. Los principios que deben regir esa fragmentación y control del poder están formulados, pero el peso de los poderes sobre las vidas de las personas continúa sin estar corregido. Es más, el Estado benefactor, bajo la promesa de grandes beneficios de bienestar, alimenta la burocratización controladora: nunca antes ha estado la vida de las personas, incluida la vida privada, tan sujeta a mecanismos de control tan sofisticados y potentes como los actuales. Y en general con el libre consentimiento de los propios ciudadanos. Si bien las redes sociales parecen haber abierto algunas puertas a la fragmentación horizontal de determinados mecanismo de control, el riesgo de que acaben sometidas al ojo controlador del Gran Hermano es grande, y la experiencia de lo ocurrido con los medios de comunicación social debiera ponernos sobre aviso de esos riesgos. Entre tanto conviene no perder de vista los mecanismos ya clásicos de control del poder público, algunos muy sugerentes pero poco aplicado como es el caso de la rotación, la rendición de cuentas, la separación de poderes o la transparencia.
Del mismo modo, para defender unos servicios auténticamente públicos, es necesario afrontar el problema de la representatividad. Hoy hay una conciencia muy arraigada, aunque poco articulada, de que nuestros representantes no nos representan, pues han pasado a formar parte de las élites en el poder cuyo único objetivo real es mantener sus posiciones de auténtico privilegio. Las formas e instituciones políticas son a menudo tildadas de poco representativas, precisamente por su opacidad a las influencias que los poderes ejercen sobre ellas y a la poca vinculación entre las decisiones políticas y la voluntad de una ciudadanía muy poco y muy mal representada. El asunto no es en absoluto nuevo, pues también en las formas de organización política medievales e incluso de la sociedad estamental la representatividad era  un asunto primordial, al que se respondía con otros modelos organizativos. Quizá nuestra democracia parlamentaria, con discutible sistema de recuento del voto, agobiantes lisas cerradas y dinámicas de la tarea política ejercida en las Cortes poco sometida a escrutinio público, tenga un problema serio de representatividad que está necesitado de propuestas alternativas, empezando por puras protestas iniciales como las de rodear las sedes parlamentarias. A menudo consideramos que la sociedad no estaba representada en los órganos políticos del antiguo régimen(incluido el franquismo, por ejemplo) y, sin embargo, no reparamos en que lo que ocurría es que la «representatividad» estaba organizada de otro modo.
Lo anterior nos lleva a un último aspecto fundamental para construir unos servicios públicos. Hace falta romper con el enfoque calcado del mundo empresarial que distingue entre los prestatarios de un servicio (los funcionarios y los gestores, públicos o privados de los mismos) y los usuarios o clientes de los mismos. Sin negar la importancia de una adecuada valoración de los costes económicos de los servicios públicos para saber cuáles se pueden llevar a cabo y cuáles no, hay que aplicar más bien el criterio de que esos servicios tienen un valor, no sólo un precio, y que los usuarios no son clientes sino ciudadanos que tienen unos derechos que deben ser atendidos y que deben estar dispuestos a exigir y defender.
Para ese protagonismo activo de los ciudadanos son muy pertinentes las fórmulas autogestionarias de organización porque en ellas se reconoce a todas las partes implicadas el papel de sujetos activos para la definición de los objetivos que deben ser alcanzados y de los medios más adecuados para conseguirlos, así como para la gestión cotidiana de las orientaciones políticas (esto es, relativas a la polis o a la ciudadanía). Eso no consiste en una pura fórmula organizativa, pues al final todo, incluso proyectos políticos muy poco recomendables, puede ser autogestionado. O se puede aceptar la participación efectiva de las personas interesadas sin que eso se traduzca en la práctica en una auténtica participación en la gestión. Basta con ver, por ejemplo, el cansino y al final irrelevante modelo de participación de las familias y los estudiantes en los consejos escolares, fórmula participativa en acelerado proceso de descomposición. Parece evidente que lograr una ley universal pueda considerarse un avance en la búsqueda de equilibrios. Sin embargo mientras la ley no sea universal completamente y deje espacios de interpretación a los estados o los subestados (estados federados, municipios, comunidades), seguiremos avanzando en sentido contrario.
Son, sin duda, ideas reguladoras que pueden ayudar a orientar cuál debe ser nuestra defensa de lo público, pero dejan abiertas las formulaciones concretas sobre cómo se deben articular en la práctica. No tan generales como para no darse cuenta de que defendemos algunas medidas que podrían ser exigidas a corto y medio plazo, pero tampoco tan concretas como para convertirlas en organigramas o algoritmos formales y vacíos realmente de contenido. Retomando una mil veces citadas frase de Durruti, la defensa de unos servicios públicos, vinculada a la defensa de una sociedad genuinamente democrática, implica un profundo y renovado modo de vida, pues es en definitiva una manera distinta de ser, no sólo una manera de organizarse. Implica, por tanto, llevar un mundo nuevo en nuestros corazones, algo que la máquina burocrática del estado del bienestar ha deteriorado profundamente y algo que la mucho más poderosa máquina del bloque hegemónico neoliberal dominante no está en absoluto dispuesto a fomentar o recuperar.