El accidente de Bangladesh, tras el hundimiento de un edificio en el que operaban diversas industrias de la confección, arroja un saldo cercano al millar de muertas y un número similar de heridas. Y en este caso hay que hablar en femenino porque la mayoría de las víctimas eran mujeres, algo normal en una sociedad en la que el género es factor de discriminación y empobrecimiento. Un accidente previsible, resultado de unas condiciones de trabajo por debajo de las para nosotros imaginables, sin derecho alguno, por un salario de entre 30 y 50 dólares mensuales y realizado en unas instalaciones siempre amenazantes; con todo, un trabajo que puede considerarse una suerte en un mundo en el que al año 1.700.000 personas mueren de hambre.

1Aunque se asemeje, no es una situación similar a la vivida en nuestras latitudes en los inicios del S. XIX, tiene un carácter mucho más perverso, cerrado y sin salida. Es el resultado del capitalismo avanzado en el que conviven los escaparates deslumbrantes del más alto nivel de consumo con las zonas oscuras de todas las carencias y de condiciones de vida infrahumanas. Es más, ese capitalismo, terminal más que avanzado, necesita ampliar esas zonas oscuras para poder mantener su espectáculo cada día más deslumbrante pero accesible a menos personas.

Entre los destinatarios de los productos ahí fabricados estaban firmas como El Corte Inglés, Mango, Primark e Inditex, pero podían haber estado cualquiera otra de las marcas que compiten en el mercado del vestido y la moda que, si no se suministraban en el edificio afectado, seguramente lo hacían en otro próximo y similar.

Naturalmente esas firmas nada conocen de lo que allá ocurre, desconocen lo que ellas mismas generan. A lo más dicen saber que “la industria de la confección es compleja”. Demasiadas veces la complejidad vela la realidad. Estas firmas pueden mantener aquí sus códigos éticos respecto a sus clientes e incluso desarrollar magníficas campañas de solidaridad con las causas más nobles y más duras de la injusticia mundial, las mismas que ellas provocan.

Lo cierto es que las explicaciones que se empeñan en encontrar a cuanto ocurre (o en los casos inexplicables como éste, para echar balones fuera) se convierten en justificaciones de una realidad abyecta, y en ello cada vez juega un mayor papel la idea de complejidad, idea real pero utilizada para enmarañar todo y cualquier cosa. “La industria de la confección es compleja”, ciertamente, pero esas firmas, que se pierden en su complejidad a la hora de explicar su papel en ella, en la práctica, se desenvuelven muy bien en esa complejidad para incrementar sus beneficios. La complejidad no impide que el negocio funcione rodado, solo viene a ocultar la ligazón entre las causas y los efectos, escondiendo que esas firmas son las directamente causantes de esa realidad, ellas son las que impulsan esos puestos de trabajo y los mantienen hasta que el edificio se viene abajo. Son ellas las que asesinan en Bangladesh.

El espectáculo de aquí, los edificios rutilantes, la atención exquisita a la clientela, las buenas maneras, el buen gusto, las buenas prácticas a las que se pueden añadir códigos éticos y campañas solidarias… tiene como trastienda esa otra realidad inhumana, son la misma cosa. Bastaría con cruzar una puerta para pasar del lado luminoso al lado oscuro, bastaría con querer hacerlo para desvelar la complejidad, para caer en la cuenta de su lógica inhumana, para recorrer esos pocos miles de kilómetros que las mercancías atraviesan con suma facilidad.

La industria de la confección es compleja, ¿son simples las de la cosmética, el menaje de cocina, la energética o la de la alimentación…? Seguro que no le van a la zaga a la industria de la confección en su complejización, seguro que todas las cadenas de la producción al consumo, toda la industria y los mercados, son complejas, asquerosamente complejas. El mundo es complejo y meridianamente perverso, cada vez más perverso.

En poco tiempo la mayoría de los establecimientos de nuestras ciudades han cambiado de nombre pasando a ser franquicias de estas firmas y, a la vez, se han visto  invadidas por grandes superficies y cadenas comerciales. Son compañías fuertes, oligopolios capaces de imponer los precios a sus  suministradores, tirando de ellos permanentemente a la baja y, a través de esos precios, tiran a la baja de las condiciones laborales y salariales de sus trabajadores. Quizás siempre ha sido así, pero la concentración y la globalización han exacerbado esa realidad. Los beneficios del capital y el nivel de desigualdades se retroalimentan, el beneficio fluye mejor conforme el desnivel es mayor y a la vez lo agranda.

 Ese es el mundo que tenemos, el que nos imponen pero también el mundo del que formamos parte, en el que participamos y al que contribuimos. Es cierto que nos vienen dados, casi impuestos, unos modos de vida, pero también que nos adentramos en ellos con excesiva facilidad, que formamos parte del atrayente lado luminoso, suficientemente cegados para poder darnos cuenta de su lado oscuro.

Situación contradictoria. Por una parte, en cuanto personas consumidoras actuamos contra nosotras mismas en tanto trabajadoras, el deseo de comprar barato para consumir más no puede conseguirse sin la condición de que otras personas trabajen por salarios insuficientes. Por otra parte, el modelo de sociedad no es algo distinto al sistema capitalista y en cuanto no salgamos de ese modelo o lo cambiemos o lo aminoremos difícilmente podemos plantearnos una oposición al sistema.

No es una cuestión solo de actitud personal, esa contradicción lastra todo nuestro quehacer social y sindical. Ocurre la tragedia de Bangladesh y la denunciamos y protestamos. Hay que hacerlo, pero no parece suficiente. El grito de “El Corte Inglés asesina en Bangladesh” denuncia  certeramente una realidad, pero esa no es toda la realidad si oculta que nuestros ritmos de vida y de consumo forman parte de ella. Esa protesta es insuficiente y si no va más allá acaba siendo no verdadera, quedando convertida en marca y apariencia y su insuficiencia la convierte en nulamente operativa. La contribución de las grandes firmas y cadenas de consumo a la injusticia y las desigualdades es una realidad, pero está asentada en unos estilos de vida y en una suma de contribuciones personales y colectivas. Nuestra compra es nuestra decisión.

La totalidad de organizaciones sociales y sindicales que quisiéramos hacer posible otro mundo no somos capaces de romper esa contradicción y quedamos atrapadas en ella, con lo que no pasamos de la protesta, una protesta a la que el sistema le ha pillado la vuelta, de la que sabe su medida y es capaz de reducir a la inoperatividad.

Lo que hay, la realidad es enormemente sólida, cerrada y poderosa, con frecuencia reduce nuestra actuación a la impotencia, tendremos que salvaguardarla por lo menos de la caída en la dejación, sin que nos apliquemos explicaciones por la complejidad y el ocultamiento, recuperando grados de coherencia entre lo que hacemos y defendemos en nuestras actuaciones y nuestros estilos de vida y comportamiento.