Jesús Ángel Sánchez Moreno –  Director I.E.S. La Azucarera y miembro de Fedicaria-Aragón

Ser y actuar en el espacio público. Señalaba Bauman (Bauman, 2007, p. 39) que una de las tareas más urgentes en la educación es la de la reconstrucción de un espacio público que está siendo erosionado de manera extremadamente grave por los sectores neocon en su decidida destrucción del modelo democrático de Estado. El sociólogo polaco definía ese espacio público como <<un espacio en el que hombres y mujeres puedan entablar un diálogo continuo entre lo que es personal y lo que es colectivo, entre los intereses comunes y los particulares, entre los derechos y los deberes>>. Esta idea se relaciona con otra que el mismo autor desarrollaba en una de sus obras más relevantes (Bauman, 2002, p. 117) en la que nos urgía a <<reconstruir el ágora para ponerla en condiciones de cumplir con su tarea>>. Lo primero que deseo afirmar en esta breve contribución es la conciencia cada vez más poderosa de que la escuela ha de afirmar su condición, más que de espacio para la instrucción (en todos los vericuetos de sentido que nacen de esta palabra), de primer espacio público, primera de las ágoras en las que el alumnado se adentra para formarse como sujeto de soberanía y, por ende, ciudadano/a que ha de aprender a ser en y actuar en el espacio público como se pone de relieve un artículo de Paz Gimeno (Gimeno, 2012) donde se recogen las reflexiones de la Teoría Crítica en torno a la sociedad civil entendida como <<un conjunto de ciudadanos, más o menos organizados, que son capaces de articular argumentadamente unas opiniones en un espacio público para reclamar una transformación en las instituciones sociales y en las concepciones del pensamiento dominante>>.

Dos tareas urgentes. Como podrá entender el lector, de lo dicho en el párrafo anterior se infiere ya una línea de actuación y de compromiso que entiende la necesidad imperiosa de retomar el horizonte del fallido Proyecto Moderno de hacer de la educación un puntal en los procesos emancipadores que sólo pueden tener sentido desde la constitución de una ciudadanía crítica que se sitúa en el espacio público para convertirlo en ágora más que en espectáculo-escaparate. Sentir la escuela como el primero de esos espacios públicos, ágora de formación de una ciudadanía que es consciente de su soberanía y hace un uso responsable de ella, no es tarea fácil. A pesar de que en todos los frontispicios de las leyes educativas, incluso en el último borrador de la LOMCE, se afirme como fin de la educación la formación de personas críticas que ejerzan responsablemente la ciudadanía, conseguir que estas palabras se transformen en realidad no resulta sencillo. Ni les interesa a los grupos hegemónicos, esos que siempre entienden poder en clave de dominación, ni, desgraciadamente, le interesa demasiado a una escuela rumiante que sigue anclada en los vicios que denunciara Nietzsche en las postrimerías del XIX: apostar por la tarea absurda de dar vida a <<compendios encarnados o enciclopedias ambulantes>> (Nietzsche, 1999, p. 80)

La dirección de un centro público, un deseo de horizontes lejanos y desgarros cotidianos. Se me habrá de permitir que más que remitirme a modelos teóricos me deje llevar aquí de la experiencia personal, quizá no tan rica en conceptos brillantes, pero sí en las entretelas y desgarros de un puesto que, las más de las veces, es visto con recelo. Ejercer la función directiva te permite vivir en primera persona esa lucha por reconquistar el ágora y por ser y actuar en el espacio público. Y desde el primer momento uno es conocedor del juego y de sus reglas: no estás aquí para crear problemas, has sido nombrado para solucionar(nos) los problemas. 2Eres, pues, gestor y dique. Una especie de vicario en primera línea de esa correa de transmisión que bajo el imperativo de la obediencia hace que se cumplan las instrucciones (De la obediencia, era el encabezamiento de una carta que me dirigió un inspector para hacerme ver que no estaba cumpliendo con el encargo). Desde el primer momento, que nadie se lleve a engaño, la persona que aspira a la dirección de un centro tiene respuestas a todas las preguntas posibles: por qué, para qué, cómo entiende su función… La dirección es una opción, nace de una elección, de ahí que el ejercicio de esta función sea todo menos una sorpresa. Es verdad que los horizontes que mueven el deseo son horizontes lejanos. La aspiración que, por ejemplo en mi caso, me lleva a asumir esta tarea sé que me conduce más a la frustración que al disfrute, pero al mismo tiempo, día a día, compruebo que estar en ese puesto te otorga un micropoder que no ha de ser desdeñado. Puedes actuar. Tal vez poco. Pero puedes.

Tiempos exigentes que fuerzan a posicionamientos claros. Quienes participamos de eso que se ha dado en llamar pensamiento crítico sabemos que éste es situación y ésta es, ante todo, disposición para la acción. Quienes formamos parte de una plataforma de pensamiento crítico como es Fedicaria sabemos también que la tarea de la crítica implica un estar en la teoría y en la práctica. No entre una y otra, sino en ambas a la vez en un proceso de permanente autogeneración del sujeto. La dirección de un centro te posibilita situarte en ambas dimensiones y, sobre todo, poder tomar iniciativas, algo que es extremadamente importante en un cuerpo, el docente, que como señaló Lipovestki (Lipovetski, 1986, p. 38-39), es un cuerpo momificado en sus rutinas e inercias, en esos hábitos ligados al corpus profesional. Y tomar iniciativas en una institución, la escuela, más llamada a conformar, en todos los sentidos de este término, que a estimular el deseo de ser sujetos con voluntad soberana nacida de la responsabilidad democrática. Y, por supuesto, te permite estar en un lugar privilegiado para la acción en un momento histórico como el que estamos viviendo, en el que el desguace de lo público y la privatización de lo social se convierte en una amenaza para las aspiraciones democráticas de un calado similar al que se vivió durante los tiempos de Weimar. Pero es momento de entrar en detalle a señalar que significa ejercer la acción directiva en el marco de lo que acabo de bosquejar.

3La tarea de asumir la responsabilidad de la dirección de un centro educativo público es, ante todo, una decisión personal que no debe quedar como mera anécdota, pues en ella, en gran medida, reside el estilo de acción que se va a desarrollar. La dimensión pública de esa acción es innegable y, por lo tanto, la exigencia de no dejarse llevar exclusivamente por un compromiso con lo que Sennett denominaba <<sus singulares vitales y emocionales particulares>> (Sennett, 2002, p.23) sino por un compromiso con lo público, con la res pública. Así expresado puede sonar grandilocuente, pero mucho me temo que quien piense de esta manera sólo está reproduciendo los esquemas de una sociedad vaciada de contenido público y por ende una sociedad zombie, muerta viviente.

De hecho, una dirección que trabaje en la línea argumental que se sustenta en los principios emanados de la Teoría Crítica no puede confundirse ni conformarse con el trabajo de gestión burocrática o con la, todavía más mezquina, tarea de enviado (un a modo de mini-visir) de la administración en fase de méritos para ascender en el escalafón jerárquico. La dirección de un centro público tiene, de primeras, una responsabilidad traducida en un deber que a su vez se concreta en tareas complejas que se encuadran en un marco preciso: dotar de sentido al concepto mismo de espacio público que es la escuela y al concepto de comunidad. El ya citado Sennett señalaba que <<una res publica se mantiene en general para aquellos vínculos de asociación y compromiso mutuo que existen entre personas que no se encuentran unidas por lazos de familia o de asociación íntima>> (Sennett, 2002, p. 20) O lo que es lo mismo, no existe espacio público, no tiene sentido hablar de una sociedad si no se dan las circunstancias que propicien la presencia de sujetos en una relación de interacción social permanente (en la que, por supuesto, caben las relaciones de -micro- poder, las relaciones de dominio o las relaciones basadas en la pugna entre intereses contrapuestos). La primera tarea de una dirección radica en hacer posible la existencia de esos sujetos, dar cauces para la expresión de esas relaciones sociales y actuar sobre éstas para imponer el primado de lo justo, de la simetría derivada de unos derechos que no sitúan a nadie por encima del otro. La segunda tarea, muy ligada a la anterior, tiene que ver con un control preciso sobre la circulación y confrontación de intereses. En ambos casos, como he señalado, no se trata de deberes abstractos, sino de un compromiso diario con la acción.

Existe una tercera tarea que de modo genérico me gusta denominar la permanente intervención en las texturas de la cotidianeidad. Proximidad. Visibilidad. El día a día es rico en situaciones que exigen de quien ha asumido la responsabilidad de garantizar el funcionamiento de ese espacio público y la viabilidad de un juego de relaciones interpersonales basado en la justicia, actuaciones inmediatas que han de ser, y nunca mejor dicho, extremadamente didácticas. Y es que en todo el juego de tareas que hemos de desarrollar nunca se ha de perder de vista que la mayor parte de los sujetos que coexisten en esa comunidad, esa sociedad concreta, son personas en proceso de formación como ciudadanía democrática. Aprenden a convivir en un sistema de relaciones sociales desde la pura praxis de ese vivir en interacción permanente.

4Un centro, per se, no es una comunidad. Esto no nace de ninguna reflexión teórica sino de la más viva experiencia de casi 30 años moviéndome en los centros a este lado de la tiza. La compartimentación, los particularismos, las jerarquizaciones… son a menudo fuerzas centrífugas que como corrientes subterráneas circulan por los centros educativos conformando modelos sociales que casi parecen un calco modernizado de sociedades feudales. Y no debe de extrañarnos esto, pues en sí es o tiene que ver con la cultura escolar tradicional empapada en academicismo y que, por lo tanto, convierte a los Departamentos Didácticos en señoríos jurisdiccionales que normalmente confunden identidad e intereses y que tienden a afirmarse desde una política de compartimentos estancos y de relaciones jerarquizadas. En muchos centros el reparto de la asignación económica, por ejemplo, se realiza a partir de complejas y extrañas fórmulas matemáticas que tras la coartada de la objetividad y de la proporcionalidad esconden el rostro del primado del feudo. Es complejo, pero no imposible y sí imprescindible ir hacia una práctica que desde un primer momento dé visibilidad y fuerza al sentido de lo público no como un bien compartimentado, ni siquiera repartido desde la justicia matemática, sino como un patrimonio común que se usa no para el disfrute de un sector concreto sino para el enriquecimiento de los procesos que se dan en el centro. Puede parecer una estupidez, pero entiendo que ésta es una de las primeras cosas que desde una dirección firmemente comprometida con los valores democráticos y el sentido de lo público ha de abordarse. Supone lanzar un mensaje claro y dar un paso hacia todo lo que se ha de derivar posteriormente.

Cuestionar las relaciones de poder como fuerzas ancladas en las tradiciones de una educación instructora que inculca obediencia disfrazada de respeto. Otro de los aspectos importantes que ha de establecerse como pauta de actuación en el seno de una comunidad educativa desde la acción de una dirección democrática es establecer un campo de relaciones donde desde la singularidad, ahora sí, de las funciones y roles que cada estamento de esa comunidad tiene se tienda a evitar relaciones de poder establecidas como relaciones de dominación. En este sentido las líneas de actuación suponen un esfuerzo mayor aún que en lo relativo al bien común del que hablaba en el anterior párrafo. No me refiero aquí a anular el conflicto, pues toda relación social que se precie es en y desde el conflicto (un poderoso motor de aprendizaje, por otra parte). Pero sí a luchar, en primer lugar, por construir un marco de relaciones basado en el diálogo muy en la línea de la apuesta de Habermas por la acción comunicativa como base de una cultura democrática. Y esto, como es lógico, implica definir bien los ámbitos, dar cauce a espacios de encuentro entre sectores que, al menos desde el trato que les depare la dirección, se sientan como iguales desde sus diferencias. El terreno de actuación en este caso se sitúa en varios niveles: por un lado reforzar la identidad de los Consejos Escolares como verdaderos órganos de gobierno del centro en el que todos los sectores, desigualmente representados se dirá, y es cierto, contando con la misma información puedan analizar, debatir, y buscar los consensos para tomar decisiones importantes en la vida de esa sociedad que es el centro. Incentivar la participación de las familias y del alumnado, pero también la del Personal de Administración y Servicios y, cómo no, la del propio Ayuntamiento, pasa, en muchos caso, por explicar sin demasiadas palabras y sí con muchos actos que ese foro no es un espacio rutinario investido tan sólo de la desvaída vida que concede lo burocrático.

Suele ser un lugar común muy extendido el señalar que en los centros educativos el alumnado es el sujeto, no el objeto, de una formación en valores cívicos que han de sustentarse desde los principios democráticos. Han de aprender a ser en el espacio público. Digo que es un lugar común no porque considere que no es cierto, sino por entender que no son sólo ellos y ellas quienes tienen que aprender a ser en lo público. Me temo que, situados en las coordenadas históricas concretas que estamos viviendo, somos todos los que hemos de aprender o reaprender a ser en el espacio público. La participación es condición indispensable para la vida de lo público. Sin ella, y como nos recordaba el ya citado Sennett, todos los comportamientos sociales tienden a ritualizarse y, por ende, a desvitalizarse. Y la participación es, en muchas ocasiones, la gran ausente de la vida de los centros que, de esa manera, tienden a convertirse en desiertos donde impera la rutina y la repetición mecánica de unos rituales al servicio de la conformación de seres conformados.

6Un segundo nivel. Reavivar las llamas de un fuego casi extinguido. La tarea de la dirección supone, para quienes seguimos creyendo en la responsabilidad de la educación con la formación de soberanías responsables, un reto que pasa por luchar contracorriente. De alguna manera apelo, aquí, a la recuperación de esa excelente metáfora, el viejo topo, que puede caracterizar el poder de la acción de una dirección comprometida con los valores de la democracia real. Paz Gimeno, en el artículo que vengo citando, recupera una categoría que procede de Hans Joas: la “acción creativa” que se traduce en “buscar las fisuras del sistema (…) (y) favorecer situaciones donde se ensayen acciones críticas, donde los alumnos (pero no sólo ellos) puedan poner en contacto las visiones oficiales o dominantes con perspectivas alternativas” (Paz Gimeno, 2012, p. 51). Buscar fisuras, convertirlas, si es posible, en grietas y desde ellas ir hacia la construcción de situaciones que desde la reflexión compartida, desde el diálogo franco, tracen la cartografía de unos problemas relevantes que desde el ámbito concreto y específico de la cultura y la institución escolar puedan movernos al cuestionamiento de un modelo social y a la afirmación de posibilidades de transformación de dicho modelo. No deseo utilizar aquí el término de liderazgo que tan a menudo se utiliza para definir a las personas que asumen la dirección de un centro y que, al menos en la era del imperio del mercado, suelen esconder las más de las veces apelaciones a funciones muy ligadas a la gestión empresarial. Es otra cosa. Una dirección que asuma el papel que yo le asigno ha de comprometerse con un permanente batallar por hacer aflorar las contradicciones inherentes al sistema social desde el desvelamiento de la trastienda de la cultura escolar y de la institución escuela. Lanzar dardos que de tener éxito moverán a una revitalización de los claustros, a una crisis de la conformidad en la rutina  de un habitus implantado, a un relanzamiento de la crítica creativa que, al estilo de las derivas situacionistas si se quiere, proponga posibilidades de transformación. Es evidente que ni esto permite hacer amigos, ni se acomoda a lo que la Administración desea de un cuerpo de directores que se pretende profesionalizar para atarlo, más aún, a una maquinaria burocrática al servicio de los intereses de los grupos hegemónicos.

Pero claro que es posible. Todo esto es posible, aunque es cierto que requiere de estrategias y de apoyos. En esto, también, la escuela es un microcosmos que reproduce las tensiones que se dan en el espacio social. Hay que tejer redes, fomentar la acción de los sectores más animados a ir al fondo de las fisuras para, sin miedo, convertirlas en esas grietas que, al menos, nos permitan escapar de la quietud quejumbrosa. No desearía haber dado la impresión aquí de que convierto la figura de los cargos directivos de un centro educativo en nada que podamos cifrar bien en la superioridad ética o bien en la casi tarea de héroes. Los cargos directivos son, no lo olvidemos y luchemos porque sigan siéndolo, educadores que proceden, y sería deseable que volvieran tras un período máximo de estancia en el cargo, al propio claustro, a esa comunidad educativa. Docentes. No gestores. Sujetos soberanos animados por el deseo de ser en y desde lo social, en y desde lo público. Las palabras de Roberto Rossellini (Rossellini, 1979, p.55) siguen teniendo vigencia: <<la historia nos enseña que, tradicionalmente, los sistemas educativos que se ha institucionalizado, con más o menos variantes, tuvieron como fin principal el de integrarnos y adaptarnos a las estructuras sociales creadas por nosotros mismos en detrimento de>> la soberanía democrática. La dirección de un centro educativo se sostiene desde el reto de poner en cuestión esas tradiciones, de quebrar el habitus, concepto debido a Bourdieu y que designa a ese conjunto de esquemas estructurantes a partir de los cuales los sujetos acaban conformados en su forma de percibir la realidad y de intervenir en ella. Modelados, automatizados. Agitar, problematizar, cuestionar…, la acción creativa de una dirección que no sea remedo de burocracia o de gestión empresarial no puede sino caminar por esos senderos.

BIBLIOGRAFÍA

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LIPOVETSKY, Gilles. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona. Editorial Anagrama, 1986.

NIETZSCHE, Friedrich: Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida. II Intempestiva. Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 1999.

ROSSELLINI, Roberto: Un espíritu libre no debe aprender como esclavo. Escritos sobre cine y educación. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1979.

SENNETT, Richard: El declive del hombre público. Barcelona: Editorial Península, 2002.