Me contaba un amigo que, con ocasión de un viaje al norte de Somalia, había visitado una gran comunidad agrícola que le recordaba una curiosa fórmula de «comunismo islámico». Después de escuchar una larga exposición acerca de los principios y las estructuras igualitarias de sus anfitriones, el amigo (que tomaba el té tumbado en las alfombras con algunos hombres de la comunidad mientras masticaban semillas de qat) preguntó cuáles eran en ese contexto igualitario las condiciones de las mujeres (que habían servido el té en silencio y humildad muy orientales). Cogido por sorpresa por la insólita pregunta, el líder carismático y religioso le respondió con expresión algo molesta y cómplice de hombre a hombre: «Bueno, ya lo sabemos, lo dice el Profeta, las mujeres son semejantes al hombre, pero no son iguales».
Impulsada por un concepto tan sinceramente expresado, mi intención es partir de esta afirmación para proceder hacia atrás en la historia humana e intentar remontarme a los orígenes de una concepción que desde hace milenios informa las culturas humanas más arraigadas y extendidas, que definiremos aquí con el término colectivo de culturas patriarcales (1).
Antes de pasar a esta complicada tarea debo hacer algunas precisiones preliminares. En primer lugar, una necesaria declaración de modestia. Si al inicio de la investigación me había propuesto con bastante atrevimiento el ambicioso objetivo de remontarme a los orígenes de la desigualdad sexual, durante el transcurso del análisis esa pretensión se ha frustrado. He experimentado una sensación parecida a la que, si se me permite la comparación, debió de sentir el legendario Livingstone cuando, remontando el curso del Nilo, en lugar de llegar a las fuentes, como había esperado, se encontró ante sucesivas bifurcaciones que se perdían en territorios inexplorados. De nuevo se demostró que hay más cosas en el cielo y en la tierra que en nuestro planteamiento. Para hallar las míticas fuentes habrá que organizar aún muchas expediciones, explorar muchos senderos y sufrir muchas desilusiones. Pero la aventura no pierde su atractivo. E igual que en su larga y sufrida búsqueda Livingstone no pudo disfrutar de los fríos y precisos reconocimientos fotográficos de los modernos satélites, tampoco nosotros tenemos a nuestra disposición sofisticados aparatos técnicos, pero debemos aceptar los límites intrínsecos del conocimiento humano. La humanidad está inmersa en su cultura y no puede prescindir de ella para mirarse objetivamente desde las alturas siderales. No nos queda sino afrontar los inconvenientes de una larga investigación provistos de unas pocas certezas y muchos interrogantes.
Una de esas certezas ya está implícita en el enunciado de los objetivos: si se parte al descubrimiento de los orígenes se da por descontado que esos orígenes existen, es decir, que la asimetría sexual no es un elemento natural sino cultural. Sin entrar a concretar esta afirmación, cuya explicación resultará evidente en el curso de la exposición posterior, baste observar que si la asimetría sexual fuera un elemento natural inscrito en la biología humana hoy estaríamos contemplando (y contribuyendo a) una paradoja inexplicable: el rechazo de su condición «natural» por parte de la mujer. Si la subordinación femenina estuviera determinada genéticamente, tendríamos entonces una identificación total e incontestable de la mujer con su naturaleza, una perfecta coincidencia de ser y conciencia. Por el contrario, asistimos hoy (un hoy que se extiende hasta abarcar el nacimiento del movimiento moderno de emancipación femenina a finales del siglo XVIII) al impensable rechazo que la mujer opone a su «naturaleza». En el propio acto de rebelarse, de concebir lo inconcebible, la mujer afirma que la «inferioridad» femenina, lejos de pertenecer al ámbito de la naturaleza es un producto cultural, por lo tanto modificable, por lo tanto generado.
Antes de adentrarnos en la búsqueda de estos orígenes conviene describir brevemente cuáles son las formas asumidas por la asimetría sexual en las sociedades de cultura patriarcal. A saber, sociedades que comparten una estructura social jerárquica, dividida en una esfera pública y en una esfera doméstica en la que la primera determina la segunda; en la que la mujer, relegada a la esfera doméstica, está excluida del poder político, más allá del papel económico que cumple, y se subordina al predominio masculino incluso en el seno de la esfera doméstica; en la que, en definitiva, una cultura no igualitaria ordena alrededor de figuras jerárquicas los significados atribuidos a las actitudes y las actividades masculinas y femeninas. Las sociedades de cultura patriarcal son, pues, sociedades que, si bien diferentes entre ellas, se sitúan todas en el espacio prescrito por el dominio y se caracterizan por dos hendiduras que se cruzan entre sí: la de la esfera pública y los hombres por un lado y la de la esfera doméstica y las mujeres por otro. Se entiende por esfera pública la de las instituciones, actividades y formas de asociación que trascienden las unidades familiares y que constituyen el ámbito en el que se desarrolla y se estructura el dominio sobre cuyo modelo jerárquico se configura toda la sociedad. Este es el ámbito social de competencia masculina. Por esfera doméstica se entienden las «instituciones básicas» que se estructuran alrededor de las unidades sociales de base, o sea, la familia más o menos amplia, cuyo modo de ser está completamente determinado por la esfera pública. Este es el ámbito social de competencia femenina.
Veremos más tarde cómo y por qué se han producido estas grietas. De momento basta con fijar el aspecto general de esta sociedad desarmonizada que empareja con una estructura social jerárquica una cultura totalmente organizada en torno a los conceptos de «superior» e «inferior», obviamente atribuyendo los valores superiores a la esfera dominante masculina y los inferiores a la esfera dominada femenina.
(1) Para evitar malentendidos conviene aclarar que aquí se entiende por «culturas patriarcales» todas las culturas jerárquicas que han asegurado el predominio social masculino, independientemente de las formas específicas que ese predominio ha tenido en las distintas civilizaciones. En particular, no hace falta identificar las «culturas patriarcales» con el patriarcado, que es solo una de las formas asumidas por el predominio social masculino.
 

Según esta ordenación social no igualitaria se deducen dos representaciones antitéticas de los géneros sexuales ampliamente predominantes. Por un lado está el Hombre, elemento central determinante de la sociedad gracias a una supuesta «naturaleza» abstracta, racional, activa y asertiva; todo el poder de decisión reside en sus manos, él es quien elabora por excelencia los valores culturales (incluida la propia definición de mujer); él desempeña los papeles de mayor prestigio social, cualesquiera que sean. Por otro lado está la mujer, elemento periférico marginal del cuerpo social a causa de su supuesta «naturaleza» práctica, impulsiva, pasiva y subordinada, que ejerce papeles de bajo o nulo prestigio social, sean los que sean. Mientras el hombre sujeto social se define según su papel, beneficiándose de la pluralidad de opciones que la sociedad le ofrece, la mujer objeto social se define por la relación de parentesco más directo con el hombre, sufriendo la imposición de un único modelo de vida socialmente aceptado: el matrimonio (o sea, el paso legal de la patria potestad a la potestad del esposo) y la maternidad.

Hay que destacar no obstante que estas representaciones, comunes a las distintas culturas patriarcales precisamente por su carácter general, contienen al menos dos abstracciones determinantes que deben ser subrayadas. La primera es que dentro de la estructura social jerárquica, apropiadamente identificada con la figura geométrica de la pirámide, se ha rebajado por simplificación descriptiva la compleja relación no igualitaria entre los sexos en una polarización abstracta de secciones bien diferenciadas de la pirámide social, de modo que la parte superior queda totalmente ocupada por el género masculino y la inferior por el femenino.

Pero esta simplificación es una exageración teórica que no explica en absoluto la más compleja relación asimétrica existente entre los sexos y en el seno de la sociedad, que ve más bien dos semipirámides, una femenina y otra masculina, deslizadas a lo largo del plano medio vertical, de manera que el vértice y cualquier otro nivel intermedio de la semipirámide femenina quedan descentrados respecto al vértice y los niveles intermedios de la semipirámide masculina. Por lo que, en igualdad de condiciones, el estatus social de la mujer resulta siempre y en cualquier caso inferior al del hombre.


Por esta razón creo preferible emplear el término de «asimetría» sexual para definir esta representación social más compleja, y evitar el término «desigualdad», que remite sobre todo a la visión dicotómica abstracta de la pirámide simple.
La segunda abstracción que se puede observar en las representaciones anteriores, siempre imputable al hecho de que se trata de generalizaciones, de modelos ideales, es que no coinciden exactamente con la realidad dinámica de las distintas culturas patriarcales. En particular, este desajuste es evidente en relación con la sociedad occidental contemporánea, en la que esas representaciones parecen, en parte, clichés superados, versiones radicales que no tienen una identificación exacta con la realidad social. En efecto, sostener que hoy en los países occidentales la mujer es solo un objeto social, marginal e irrelevante nos parece inadmisible.
Si es una verdad indiscutible que hasta hace unos decenios coincidían modelo ideal y realidad social, es igualmente indiscutible que la condición femenina está cambiando de forma rápida y generalizada. Aunque a día de hoy una buena parte o la mayoría de las mujeres occidentales podrían ser incluidas todavía en las definiciones mencionadas, una minoría importante hace parecer esas definiciones felizmente obsoletas. En el mundo occidental se están haciendo cada vez más borrosas las formas de la asimetría sexual y más contestada su existencia, hasta el punto de poder hablar de «crisis» de la cultura patriarcal. Una crisis que forma parte de una alteración más general de todo el sistema de valores en los que se apoya la cultura occidental; un proceso que va más allá del presente estudio por su complejidad. Nos basta afirmar que el problema de la asimetría sexual en la sociedad occidental está afrontado en la actualidad con una lucidez de análisis que barre las groseras simplificaciones que ha padecido. Una lucidez que nos permite asimismo recapacitar sobre una hipótesis fundamental desde el punto de vista libertario: la posibilidad de que la asimetría sexual se pueda modificar y desaparecer totalmente sin cambiar sustancialmente la desigual estructura global de la sociedad.
Volviendo al fondo de la cuestión, el primer dato macroscópico que se impone en una reflexión sobre la asimetría sexual es su presencia, tan generalizada que avala la hipótesis de una universalidad del fenómeno. Y en un primer análisis, sin duda esta presunta universalidad parece confirmarse, como sugiere Michelle Rosaldo [14], tanto en un estudio sincrónico de las sociedades existentes, como en uno diacrónico de las conocidas. Aun reconociendo los mitos y testimonios arqueológicos que probarían una mayor relevancia social de la mujer en algunas culturas prehistóricas, para Rosaldo, y con ella para para buena parte de la antropología, se pueden construir sobre estos mitos y testimonios tan solo interpretaciones altamente especulativas, imposibles de verificar. Tal prudencia parece estar motivada también por el hecho de que quizá sociedades que aparentemente habían invertido la relación hombre/mujer a favor de esta última, revelaban en una investigación más profunda la «clásica» asimetría, al delegar el poder último en manos de un varón de la familia materna en lugar de la paterna.
El panorama de la cultura humana parece, pues, caracterizado por este rasgo homogéneo que se repite en el tiempo y el espacio en sociedades en muchos aspectos muy diferentes entre ellas. Resultan numerosos los mitos transmitidos que explican los orígenes de la relación asimétrica entre sexos, sorprendentemente semejantes entre ellos a pesar de los miles de años o de kilómetros que separan las culturas que los han elaborado (2). De modo que no parecería injustificado proclamar la universalidad de la asimetría sexual como elemento incuestionable de la cultura humana.
Para verificar la validez de esta hipótesis recurriremos a la ayuda involuntaria de Claude Lévi-Strauss, quien asegura: «[…] en efecto, todo lo que es constante entre los hombres escapa necesariamente del dominio de las costumbres, de las técnicas y de las instituciones que diferencian y oponen a los grupos. […] Supongamos entonces que todo lo que es universal en el hombre pertenece al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad, y que todo lo que se somete a una norma pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y lo específico» [11, p. 46]. Si aceptamos esta definición, la supuesta universalidad de la asimetría sexual otorgaría a la dominación hombre/mujer un carácter de inexorabilidad biológica que ya hemos puesto en duda. Por otra parte, el propio Lévi-Strauss afirma que donde está la Regla, el acto social codificado, allí está la cultura. De modo que no resta más que comprobar si la asimetría sexual es constante, uniforme y no codificada, y por lo tanto natural, o bien inconstante, diversificada y codificada, y por lo tanto cultural.
Pero en la aproximación a cualquier civilización resulta evidente que el comportamiento social de los sexos no se deja al azar, no recae en la categoría de la «espontaneidad», sino que, por contra, es objeto de reglamentaciones sociales detalladas. En realidad, una vez establecidas ciertas decisiones biológicas, la naturaleza se retrae y abandona el comportamiento sexual a la arbitrariedad. Un espacio vacío que es inmediatamente ocupado por la cultura, cuyo papel primordial, sigue diciendo Lévi-Strauss, «es asegurar la existencia del grupo en cuanto grupo, y sustituir por la tanto la organización al azar», la cultura, de hecho, «no puede introducir un tipo de categoría donde no existe ninguna» [11, p. 75]. Y que se trata de cultura y no de naturaleza está justamente confirmado por la increíble variedad de comportamientos y papeles sexuales que atraviesa las distintas civilizaciones humanas: si en todas las sociedades existe la división sexual del trabajo social, difieren considerablemente de una sociedad a otra los papeles y comportamientos «femeninos» de los papeles y comportamientos «masculinos»(3). Se trata de una nueva confirmación de que en la actuación social de los dos sexos no se dan decisiones instintivas que impongan modelos universales de comportamiento, sino elaboraciones culturales que difieren enormemente en las diversas sociedades. En definitiva, la asimetría sexual no se explica solo por los mitos (lo que implica la necesidad de su justificación), sino que toda sociedad codifica minuciosamente sus formas específicas asumidas en su propio contexto cultural. Lo cual excluye la hipótesis de que sea uniforme y no codificada. Falta aún aclarar por qué la asimetría sexual aparece a gran parte de la antropología (incluidas las feministas) como un fenómeno universal.
Adelantando brevemente lo que será el tema de las siguientes páginas, podemos asegurar que esta universalidad aparente deriva de una lectura sesgada, ampliamente extendida en antropología, que asume como general un elemento que en cambio es parcial. Un error de perspectiva bastante típico de la cultura occidental que, a causa de su arrogante concepción del mundo, pretende reducirlo «a su imagen y semejanza». Impregnada de su filosofía etnocéntrica, esta proyecta sobre cualquier otra sociedad humana el principio jerárquico que la conforma, reduciendo toda la realidad al modelo de sociedad del dominio que le es propio. De ahí se deriva que la asimetría sexual, como cualquier otro rasgo cultural propio de la sociedad del dominio, se convierte en universal de la misma manera en que el dominio se convierte en universal. Así es como esa realidad parcial que también hemos señalado al definir la cultura patriarcal, es decir, la concomitancia de estructura social jerárquica y de asimetría sexual, se transforma en realidad absoluta, cuando más bien es un rasgo cultural universal de la sociedad del dominio.
Aclarado el origen de esta malentendida universalidad de la asimetría sexual, prometemos explorar más adelante el ámbito poco conocido de las sociedades sin dominio y sin historia (por usar la definición de Pierre Clastres) con el fin de comprobar si la ausencia de dominio comporta por esa misma razón la desaparición de la asimetría sexual.
Antes de proceder a un análisis más profundo de la relación entre poder y asimetría sexual vale la pena detenerse en el problema del etnocentrismo. Clastres señala: «Hace tiempo que el lector habrá reconocido al adversario siempre activo, el obstáculo siempre presente en la investigación antropológica: el etnocentrismo, que interviene en la visión de las diferencias para identificarlas y, por último, abolirlas. […] La etnología pretende situarse de entrada en la universalidad sin percatarse de que en muchos aspectos permanece sólidamente establecida en su particularidad y que su falso discurso científico no tarda en degradarse en auténtica ideología» [6, pp. 16-17]. Acabamos de ver cómo esta perspectiva ha inducido a buena parte de la antropología a asumir como universales la sociedad con poder político coercitivo (siempre en la definición de Clastres) y los rasgos culturales que la caracterizan, como la asimetría sexual. El rechazo de ese planteamiento se ha beneficiado de la aportación crítica de la corriente arraigada en América en los años setenta que llamaremos de antropología «feminista». La mayor contribución de esta corriente ha sido haber identificado un aspecto peculiar del etnocentrismo occidental, fundamental para un análisis de la asimetría sexual: el androcentrismo.
Como dice la propia palabra, se entiende por androcentrismo la visión de la realidad centrada en el hombre que ha caracterizado la antropología occidental. Esta, al describir las demás sociedades, no solo ha forzado sobre ellas una lectura asimétrica de las relaciones entre sexos, sino que a la vez ha marginado el papel social de la mujer, ocultándolo sin diferenciación en el masculino o ignorándolo completamente. La historia de la especie humana se ha convertido así en historia del hombre, mientras el «segundo sexo» se ha sumergido en un mundo difuso, en un escenario de fondo que sirve de marco al «verdadero» protagonista de la aventura humana: el Hombre.
Resulta paradigmática para comprender la posición androcéntrica de la antropología tradicional la afirmación que hace Evans-Pritchard en su clásico y por muchas razones interesante estudio sobre los nuer: «También los nuer, como los demás pueblos, se diferencian en función del sexo. Es una dicotomía de escaso o nulo interés para las relaciones estructurales que constituyen el tema de este libro. Su importancia es más doméstica que política y se le presta poca atención» [8, p. 38, la cursiva es mía]. Así se liquida en dos palabras el problema, la ausencia de la mujer del ámbito político, que ni siquiera parece tal problema, sino un elemento normal, indiscutible, de la realidad de quien describe y de quien es descrito.
Contra este planteamiento androcéntrico surge la corriente feminista que pone bajo acusación el enfoque metodológico de la antropología tradicional, con el declarado objetivo de hacer emerger el mundo social femenino de las profundidades a las que lo ha relegado la cultura androcéntrica. Dos son los problemas más urgentes que se imponen en esta búsqueda: paliar la enorme carencia de datos heredada de la antropología occidental y releer críticamente los datos ya recogidos, de forma que se pueda obtener, de esta historia escrita por los hombres sobre los hombres, una imagen lo más completa y fidedigna de la mujer y, por lo tanto, de la especie humana. Se trata de un objetivo preliminar de todo estudio definitivo sobre la asimetría sexual.
La carga de entusiasmo necesaria para esta difícil tarea procede, como es lógico, del movimiento de liberación de la mujer, cuya positiva influencia en la fijación del desarrollo de la corriente de antropología feminista es innegable. Es en el seno del movimiento de liberación de la mujer donde nace la exigencia de recomponer la identidad ignorada del segundo sexo; exigencia que, al volcarse en la antropología feminista, se transforma en el intento de reescribir una historia de la especie humana liberada de los prejuicios androcéntricos que hasta ahora la han caracterizado. Sin embargo, si es mérito del movimiento feminista haber iniciado este cambio revolucionario de la investigación antropológica, aquel ha derribado algunos de sus límites intrínsecos, o mejor, intrínsecos en su parte más consistente (4).
Ante todo, el movimiento es continuamente víctima de una simplificación analítica que ya hemos identificado en la estratificación horizontal de los sexos representada por la pirámide simple. Ilusión óptico-teórica que reduce la realidad a una falsa dicotomía en la que el elemento femenino está cargado de signos positivos, mientras que el masculino, demonizado, resulta cargado solo de signos negativos. De esto derivan dos representaciones en exceso ideales, abstractas, poco útiles para comprender a fondo la asimetría sexual. En realidad basta fijar mejor la atención sobre estas representaciones para reconocer los rasgos propios de una categoría social e histórica concreta: el hombre y la mujer de la clase media blanca de los países occidentales(5). Y si no se puede negar que estos modelos sociales son modelos líderes de la cultura occidental (o sea, los medios más ampliamente representados en el cuerpo social y decisivos para influir en los modelos culturales de las clases inferiores), así como la cultura occidental es la cultura líder (en el sentido de más influyente) del mundo contemporáneo, es igualmente cierto que en un discurso sobre la asimetría sexual ese modelo específico no se puede proponer como el modelo que recoge todos los caracteres fundamentales de un concepto muy heterogéneo de hombre y mujer.
De naturaleza más esencial es el otro límite analítico del movimiento de liberación de la mujer, estrechamente relacionado con esta representación abstracta de los sexos. En conjunto falta al movimiento un análisis detallado del poder y la estructura jerárquica que se deriva de ella. Pero, obsérvese, no del poder masculino ni de la estructura sexual jerárquica, temas muy conocidos por el movimiento de liberación de la mujer, analizados en sus más recónditos recovecos, en sus más leves matices, sino del poder sin atributos, del poder como categoría absoluta. Básicamente indiscutido, el poder parece un elemento casi «natural» de la sociedad humana que solo se cuestiona a consecuencia de su degeneración en poder masculino. Prisionera de su lógica, la crítica feminista se debate en ese espacio ideológico informado por el principio jerárquico ordenador, sin lograr vincular con ello el rechazo de una asimetría especia con el rechazo global del principio subyacente.
Este límite teórico, heredado de la corriente de antropología feminista, desgraciadamente la devuelve al redil de la antropología tradicional desde el momento en que replantea la sociedad del dominio como la sociedad humana. Esta aceptación del poder como hecho inexorable de la socialización reabre las puertas a la perspectiva etnocéntrica previamente criticada por la antropología feminista: un fantasma continuamente exorcizado y que siempre se vuelve a alzar.
Avanzando más allá en la reflexión sobre la asimetría sexual, nos encontramos aquí en una encrucijada teórica. Por un lado, la reflexión se dirige a la identificación de los mecanismos sociales a través de los cuales se reproduce la asimetría social en la sociedad contemporánea. Por otro, se adentra en la búsqueda de las fuentes míticas.
No hay duda de que el primer camino es más concreto y generoso en resultados, y no sorprende pues que sea también el más trillado. En especial el feminismo ha empujado en esta dirección, convencido de que cualquiera que haya sido el origen de la asimetría sexual, si hoy se pretende modificarla, hay que identificar primero e intervenir después sobre los mecanismos que al reproducirla la perpetúan. Se oculta la hipótesis de que la asimetría sexual, una vez agotada la motivación que la ha establecido, se reproducirá por inercia debido a la persistencia de estos mecanismos.  Remitiendo al respecto a la vasta literatura existente sobre el tema, basta mencionar el «clásico» de Simone de Beauvoir [7], y sin hacer un análisis detallado, nos limitaremos aquí a una rápida identificación de los más importantes.
El primero por orden cronológico y por importancia es seguramente la diferente socialización entre los sexos, que generación tras generación adapta hombres y mujeres al modelo sexual asimétrico desde la primera infancia. Una socialización distinta que incide profundamente a nivel de la psique y contribuye a plasmar la personalidad masculina y femenina según los atributos psicológicos que toda cultura considera «inherentes» a los dos sexos. La rígida división sexual del trabajo social contribuye más tarde a trazar una clara brecha entre el papel social de las mujeres y el de los hombres, delimitando de este modo dos mundos separados que cristalizan gracias a la separación de la sociedad en una esfera pública de signo masculino y en otra esfera privada de signo femenino.
Aun reconociendo validez a este análisis, se le puede objetar que, si es sin duda necesario desactivar los mecanismos que orientan la reproducción de la asimetría, no es suficiente este acto para eliminarla. Si no se identifican y eliminan las causas primeras que la producen, sería verosímil que se activaran paulatinamente otros mecanismos que sustituyesen a los bloqueados para perpetuar de este modo la asimetría sexual.
Además este planteamiento está justificado en virtud de otra consideración que ya hemos indicado, esto es, el carácter demasiado especulativo de tales hipótesis. Se argumenta que precisamente por la imposibilidad de corroborar hipótesis tan distantes se corre el riesgo de proyectar sobre los orígenes los propios deseos, construyendo una auténtica «narración mítica». Ciertamente existe ese riesgo. ¿Pero no es un riesgo inevitable, intrínseco al conocimiento humano? Las explicaciones «racionales», «objetivas» de la realidad y, en particular, de la realidad humana, ¿no están todas impregnadas por los mitos fundacionales de la cultura que fabrica esas explicaciones (sin olvidar el mismo mito de la objetividad y la racionalidad propias de la cultura occidental)? Mito y realidad parecen entrelazados indisolublemente: la trama inevitable sobre la que se teje el conocimiento humano. De acuerdo con estas consideraciones e impulsados por algunos interrogantes cruciales que esperan aún respuesta, nosotros, firmes en nuestro propósito, preferimos emprender el otro camino, aun siendo conscientes de los problemas que comporta esta elección.
Vayamos en primer lugar al terreno de las hipótesis antes formuladas. La primera gran división que lo cruza, ordenando las interpretaciones del origen de la asimetría sexual en campos opuestos, atañe al binomio Naturaleza/Cultura. Se pueden clasificar, por una parte, las teorías que recurren a motivaciones biológicas para explicar la asimetría sexual; por otra, en cambio, se pueden agrupar las teorías que, al considerar a la especie humana como un fenómeno predominantemente cultural, sitúan la asimetría sexual en el ámbito de las decisiones humanas. La segunda gran división, que se superpone parcialmente a la anterior, se establece con respecto al poder, subdividiendo el terreno entre los que reconocen un nexo de causa y efecto, o cuando menos de correlación, entre ambos fenómenos sociales y entre los que no parecen observar nexo alguno entre los dos. En el primer grupo situaremos, pues, todas las hipótesis «naturalistas», que claramente no reconocen en el poder un factor determinante de la asimetría sexual; en el segundo grupo colocaremos las interpretaciones «culturalistas», que diferenciaremos  internamente según la posición asumida con respecto al poder. Se incluyen claramente en el primer grupo todas las teorías, hoy en veloz declive, que como hemos señalado al principio no suponen ningún origen para la asimetría sexual, pues la consideran un elemento natural. Son los teóricos que ven en la «naturaleza» pasiva y subordinada de la mujer, opuesta a la activa y dominante del hombre, un orden jerárquico no pensado por la humanidad pero inexorablemente dictado por determinaciones biológicas. Si hoy este tosco determinismo instintivo (sociobiología aparte) parece perder toda credibilidad, durante milenios ha sido esta la concepción angular de la cultura sexual. Una concepción «naturalista» que, sin embargo, se revela esencial para analizar el discurso eminentemente cultural que sobre las diferencias biológicas ha construido el hombre.
Partiendo de estas diferencias indiscutibles, la cultura patriarcal las interpreta en clave antagonista y las reconduce al binomio fundamental a cuyo alrededor gira la especie humana: Naturaleza y Cultura. Apropiándose de manera exclusiva del ámbito humano por excelencia, la cultura, el hombre relega a la mujer al reino de la naturaleza, casi a un estadio prehumano de la especie. Una asimilación justificada por la presencia invasora que el hecho biológico parece tener en la vida femenina, cuyo carácter cíclico existencial parece vibrar al mismo ritmo que el ciclo natural. Por el contrario, el hombre, al considerarse inmune a las determinaciones biológicas tan evidentes en la mujer, se erige como representante único de la especie capaz de trascender la naturaleza y de encarnar su rasgo peculiar: la capacidad simbólica. Al reservarse el papel de procesador cultural único, el hombre niega esta capacidad a la mujer y la condena a la inmanencia. El mundo femenino, expulsado de la esfera social que por su carácter trascendente intrínseco se convierte en el ámbito preferente de la actividad masculina, queda circunscrito a una esfera doméstica en la que el elemento biológico determina y delimita la relevancia social. «La humanidad es masculina», afirma Simone de Beauvoir, «y el hombre define a la mujer no en cuanto tal sino en relación con él, no la considera un ser autónomo. […] La mujer se determina y se diferencia en relación al hombre, no el hombre en relación a ella; es lo no esencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, el Absoluto: ella es el Otro [7, p. 16]. Al objetivar y alterar a la mujer, el hombre crea los términos de otro binomio indisociable: «Desde el momento en que el sujeto busca afirmarse, le es necesario el otro que lo limita y lo niega; el sujeto no se realiza sino mediante esta extraña realidad» [7, p. 187]. La mujer es pues el objeto que permite al hombre definirse. Por esta razón la definición de mujer transmitida por la cultura patriarcal es sin duda más útil para conocer bien al hombre antes que al objeto de la propia definición.
La razón por la que el hombre lleva a cabo este proceso de expoliación cultural de la mujer, privándola de su capacidad simbólica y condenándola a la intrascendencia, es una pregunta que requiere una reflexión ulterior. En parte se puede aceptar la tesis, no completamente satisfactoria, de que este sentido de desquite del hombre nazca de su envidia de la capacidad reproductora de la mujer. Como afirma Magli, el hombre identifica en esta capacidad procreadora un poder de vida y de muerte que se controla mediante la cultura(6). Al estar excluido por la biología de la mágica cualidad procreadora, el hombre puede afirmar su superioridad frente a la mujer solo apropiándose de la capacidad creadora intelectual y proclamando después la superioridad de la Cultura sobre la Naturaleza y, por lo tanto, del Uno sobre el Otro. En realidad, la declarada incapacidad simbólica de la mujer, que parece encadenarla al mundo natural, no es más que una invención de la cultura patriarcal dirigida a justificar el expolio del que es víctima la mujer. La cultura patriarcal es la que impide a la mujer desarrollar sus capacidades de abstracción, como demuestra Merlin Stone en su interesante libro [17] sobre la cultura religiosa de signo predominantemente femenino, desarrollada durante milenios antes de la llegada de la cultura patriarcal. Una nueva confirmación de que la «naturaleza» femenina propuesta por la cultura asimétrica tiene una clara fecha de nacimiento que confirma su origen cultural.
Siguiendo todavía brevemente en el ámbito de las hipótesis «naturales», una segunda corriente más tendenciosa propone una interpretación más sutil del elemento biológico. En ella la mujer no se considera «naturalmente» inferior, sino subordinada a un «destino biológico» que la constriñe a un papel social marginal que a la larga determina su condición subalterna. La maternidad, la neotenia de la cría humana, la menor fuerza física parecen excluir a la mujer de los actos humanos fundamentales, como la caza, a cuyo alrededor se desarrolla la especie. Evolución en la que la mujer solo puede participar marginalmente, totalmente presa de sus funciones biológicas. Por esta razón la inferioridad social de la mujer ya no está inscrita en la «naturaleza» femenina, pero de todos modos está determinada desde el punto de vista biológico. En tal caso, los orígenes de la socialización vendrían a coincidir con los de la asimetría sexual.
Se trata de una lectura sumamente etnocéntrica de la evolución humana que proyecta sobre situaciones históricas y sociales muy diversas, principalmente las sociedades nómadas de los cazadores-recolectores, la asimetría propia de nuestra cultura jerárquica no igualitaria, y sobrevalora la aportación masculina a la evolución de la especie ignorando o negando toda aportación femenina. Muy interesante en este punto es el ensayo de Sally Slocum [16] que echa por tierra esta tesis al demostrar que los hechos evolutivos antes asociados solo a la caza (es decir, a los hombres) se manifiestan idénticos en la esfera de competencia femenina. Así, la exigencia de una mayor cooperación, que lleva a un desarrollo de la socialización, está presente por igual en la organización masculina de la gran caza y en la organización doméstica de las mujeres; la complejidad del lenguaje, que lleva al desarrollo de la capacidad simbólica, es indispensable tanto para la coordinación de las cacerías como para la socialización de los niños a cargo de las mujeres; la invención de nuevos instrumentos, que conduce al desarrollo de la capacidad tecnológica, es tanto obra del hombre por las armas de caza como de la mujer por todas las herramientas de uso doméstico o destinadas al transporte de alimento.
Una vez puesta al descubierto esta visión descaradamente antropocéntrica de la evolución humana, queda aún preguntarse por qué las funciones biológicas de la mujer, al determinar su papel social, la obligan a una posición subalterna. Ciertamente no está nada claro por qué resultan inferiores en sí la maternidad, la crianza y la socialización de los niños, esenciales para la supervivencia de la especie, y la gestión del ámbito doméstico, esencial para la supervivencia de la comunidad. De igual modo, no se comprende por qué la caza tiene que ser socialmente superior en sí o, ampliando nuestra perspectiva, por qué todas las actividades sociales desempeñadas por los hombres, sean las que sean, resultan siempre socialmente superiores, mientras todas las actividades llevadas a cabo por las mujeres resultan siempre socialmente inferiores. A estas alturas es evidente que no es el valor intrínseco de un específico papel social lo que determina su lugar, sino el género sexual que lo encarna: lo que es masculino es superior, lo que es femenino es inferior. El origen y la explicación de la subordinación de la mujer no se debe buscar pues en su «naturaleza» ni en su «destino biológico», sino en una interpretación cultural de las diferencias sexuales y de los papeles sociales asociados  a ellas.
Margaret Mead asegura que es impresionante la «obra de imaginación que puede realizar una sociedad humana confiriendo un valor especial a un mero hecho biológico» [13, p. 20]. En realidad el elemento biológico es en sí neutro; adopta un valor positivo o negativo en el seno de un sistema de valores definido culturalmente. Con ello no se pretende negar la importancia del hecho biológico, pero este no determina el comportamiento social de los géneros sexuales aunque los diferencie y los caracterice. La interpretación cultural de la asimetría sexual llega incluso a invalidar la conexión de causa y efecto que parecía orientar la relación entre elemento biológico y elemento cultural. Con la formulación del concepto de «plasticidad cultural» se invierte incluso esta relación: es la capacidad cultural del hombre la que elabora el elemento biológico y este el que determina el hecho social. Una cultura, escribe de nuevo Mead, «puede obligar a cualquier individuo nacido en su seno a asumir un tipo de comportamiento para el que ni la edad, ni el sexo, ni las aptitudes específicas constituyen elementos de diferenciación» [13, p. 19]. Esta fuerza del hecho cultural, capaz de constreñir en los modelos propuestos a la mayoría de los seres humanos por encima del temperamento individual, no explica solo la difusión de los caracteres «femeninos» entre las mujeres y de los «masculinos» entre los hombres, sino también por qué los caracteres «femeninos» de algunas culturas se transforman de modo igualmente profuso y «natural» en caracteres «masculinos» en otra cultura.
Parece contradictoria la postura de Claude Lévi-Strauss en relación con el problema de la asimetría sexual, como se puede inferir de la lectura de Las estructuras elementales del parentesco. Aunque este tema no es abordado directamente en la obra, actúa como trasfondo de la teoría sobre la prohibición del incesto que en ella se expone. Como es sabido, Lévi-Strauss plantea que la prohibición del incesto señala el «lugar» exacto del paso de la naturaleza a la cultura, constituyendo el acto fundador de la socialización. El objetivo que pretende esta prohibición es «asegurar la circulación total y permanente de los bienes por excelencia que posee el grupo, que son sus mujeres y sus hijas» [11, p. 614]. Gracias a este intercambio generalizado «el vínculo de afinidad con una familia distinta asegura la conquista de lo social sobre lo biológico, de lo cultural sobre lo natural» [11, p. 614]. Pero las mujeres, definidas como el bien más valioso del grupo, son un raro bien. En efecto, «la marcada tendencia poligámica, que podemos considerar existente en todos los hombres, hace que el número de mujeres disponibles parezca siempre insuficiente» [11, p. 82]. En realidad, la poligamia (o la poliginia, porque de esto se trata), aun siendo inviable desde el punto de vista biológico como hecho universal para el equilibrio demográfico existente entre los sexos, resulta ser un privilegio diferenciador del jefe, «la recompensa del poder» [11, p. 89].
Si el discurso general de Lévi-Strauss es manifiestamente un discurso sobre la preeminencia en la evolución humana de lo cultural sobre lo natural, con respecto al problema subyacente de la asimetría sexual esta preeminencia parece asumir caracteres contradictorios. Una sensación que se basa en la ausencia de una explicación convincente de por qué son las mujeres (y solo ellas) las que deben desplazarse para tejer las estructuras familiares en las que se funda la socialización. En cambio, se tiene la clara impresión de que los grupos que determinan este intercambio recíproco se identifican con su componente masculino, mientras que las mujeres se convierten en objetos que consienten este intercambio generalizado entre hombres. Si la mujer es el bien por excelencia, el hombre aparece como el poseedor de este bien. Y de nuevo no está claro por qué a esta «poliginia tendencial» del hombre no solo no responde una igualmente lógica «poliandria tendencial» de la mujer, sino que incluso a esta no se atribuye ninguna tendencia sexual, subyaciendo en cambio una supuesta pasividad que le permite adaptarse a todas las opciones sexuales efectuadas por la contraparte masculina. Ni se comprende por qué es precisamente la poliginia la que se convierte en señal de reconocimiento del poder. Hecho que además implica no solo la existencia del monopolio del poder en el momento mismo en que se da la socialización, sino que este poder nazca ya caracterizado sexualmente (huelga decirlo: masculino). Nuestra impresión es que la mujer llega a la prohibición del incesto, es decir, al hecho fundacional de la sociedad, o sea, al «lugar» preciso del paso de la naturaleza a la cultura, cargada ya con una serie de significados claramente culturales, paradójicamente anteriores al nacimiento de la cultura. Esto es, que esta condición y este valor social de la mujer, que nos parecen subordinados, no son un elemento de cultura sino de naturaleza, o sea, universales. Pero ya hemos contestado a esto con las palabras del propio Lévi-Strauss.
También pues Lévi-Strauss plantea la existencia del dominio como elemento indiscutible de la socialización humana, asumiendo así una posición muy clara respecto a la segunda gran división que atraviesa el ámbito de las hipótesis acerca del origen de la asimetría sexual. Y esta es en efecto la posición más amplia y tácitamente compartida en antropología, y el hecho no puede sorprendernos. Como hemos mencionado, solo recientemente la corriente de antropología feminista ha impugnado el poder «masculino», pero sin llevar su crítica más allá de esta restringida atribución de género. Hay que esperar la aportación de la que podemos llamar aquí corriente de antropología libertaria para que por fin se empiece a investigar el poder como categoría absoluta, haciéndolo emerger del inconsciente cultural en el que se incrusta, dejando clara su presencia, siempre subyacente pero determinante para etiquetar el espacio ideológico en el que se desenvuelve la indagación cognitiva.
Nos referimos especialmente a la obra pionera del antropólogo francés Pierre Clastres y a la más reciente del ecólogo estadounidense Murray Bookchin. Aun estando todavía lejos de una visión completa y definitiva, sobre todo con respecto al problema de la asimetría sexual, sus ideas han allanado el camino de un análisis lúcidamente libertario de la evolución humana.
La primera dificultad teórica con la que se ha medido la antropología de inspiración libertaria ha sido la necesidad de despejar el terreno de esa visión etnocéntrica tan querida por la cultura occidental que, al proyectar sobre otras sociedades la propia estructura social jerárquica, la eleva a único modelo de sociedad existente y existida. Salir del espacio ideológico del dominio para entender las otras sociedades es el imperativo categórico que ha caracterizado el enfoque metodológico diferente de la antropología libertaria. Gracias a su capacidad de reconocer y analizar la diferencia ha empezado a trazar algunas hipótesis sobre la génesis del fenómeno social que legítimamente aspira hoy a la universalidad: la posesión preferente del poder, o sea, del dominio.
Antes de proceder a un tratamiento más amplio de este punto de vista, debemos cerrar el panorama de las hipótesis antes formuladas acerca del origen de la asimetría sexual abordando un «clásico» del tema, el matriarcado, e intentando responder a la también clásica pregunta: ¿mito o realidad?
La polémica del matriarcado, tema de frecuentes debates en los ámbitos antropológicos, ha sido recientemente reavivada por el renovado interés mostrado por esta hipótesis por el movimiento de liberación de la mujer; terreno en el que esta idea de superioridad femenina ha demostrado toda su carga utópica. Más «científica» ha sido la actitud adoptada por la corriente de antropología feminista al afrontar una temática emocionalmente tan atractiva. Sin embargo, al igual que la antropología tradicional, al responder a la pregunta habitual de si el matriarcado fue un mito o una realidad histórica, la corriente de antropología feminista se dividió en dos campos opuestos. Si por un lado se afirma que no existen pruebas históricas concretas de una ginecocracia arcaica, por otro se responde que existe una serie de evidencias arqueológicas que demuestran una consideración social de la mujer diferente y más elevada, cuyas implicaciones respecto a la estructura social general están todavía por verificarse. Mead aseguraba en 1926 que «[…] en algunas partes del mundo habían existido y existían instituciones matriarcales que conferían libertad de acción a la mujer y le otorgaban una capacidad de decisión no contemplada en la cultura histórica europea» [13, p. 23]. Lejos de proclamar la existencia indiscutible de un régimen matriarcal, se afirma en cambio la certeza de que toda cultura matriarcal arcaica (cuya prueba macroscópica es la religiosidad de signo femenino que hemos indicado con anterioridad) no puede no haber tenido una correspondencia directa con la estructura social en la que se basaba. Hipótesis avalada por el hecho de que, limitando la investigación a las sociedades históricas matrilineales, aunque formen parte de la inmensa categoría de las sociedades asimétricas de predominio masculino, es fácil reconocer que la posición y el valor social de la mujer son por término medio superiores a los de las sociedades patrilineales.
Efectivamente, la existencia misma de numerosos mitos primitivos y arcaicos sobre el matriarcado tendentes a demostrar que del caos y la iniquidad social propios de la dominación femenina se había pasado al orden y la justicia propios de la dominación masculina (desvelando con ello, sin ninguna duda, el género sexual de los desconocidos autores) son otras tantas pruebas de que con el dominio masculino se creó una nueva situación social; situación que necesita una legitimación cultural mediante la elaboración de un mito justificativo.
Se supone así, sin llegar a un análisis más profundo, el nacimiento del «poder masculino» como hecho de la historia humana, opuesto al tema más o menos subyacente común a los que sostienen la interpretación mítica del matriarcado, que la sociedad de predominio masculino es un elemento intemporal. En realidad nos parece más bien que cuantos tienden a considerar un mito el matriarcado son a su vez prisioneros del «mito del patriarcado», de la ilusión teórica de que la cultura patriarcal ha sido la única realidad histórica conocida por la especie humana.
Para la antropóloga italiana Ida Magli [12], que bien puede representar esta tendencia, el matriarcado no solo es un mito, sino un mito machista, útil para comprender las motivaciones profundas de la sociedad que lo ha creado, pero no ciertamente para ampliar el conocimiento histórico. Y con esta afirmación no pretende referirse tanto a los fabricantes de los mitos arcaicos cuanto a los antropólogos, como Bachofen, que han replanteado este mito de nuestra cultura con una clave de lectura claramente patriarcal(7).
Aun reconociendo cierta validez a esta tesis, parece no obstante extremadamente restrictivo liquidar como malvado mito machista una abundancia de evidencias que confluyen para señalar la existencia de una sociedad con una cultura sexual distinta de la nuestra. Si para muchos (y muchas) «distinta» se entiende como un matriarcado que sea la imagen especular del patriarcado, planteando de este modo el dominio como rasgo indiscutible de la socialización, estamos de acuerdo con Bookchin cuando afirma: «Tengo aquí que rebatir el asunto de que ‘el matriarcado’ que implica la dominación de las mujeres sobre los hombres no ha existido nunca en el mundo primitivo por el simple hecho de que la dominación misma no existía» [3, p. 79]. Una afirmación que nos devuelve al fondo de la cuestión.
————
Como desde el principio prometíamos, ya es hora de lidiar con la cuestión del poder, paso obligado si se quiere llegar lo más cerca posible de una explicación de la asimetría sexual. Ya hemos visto cómo las diferencias sexuales han asumido valores asimétricos en una cultura no igualitaria como la de la sociedad jerárquica y cómo, debido a una visión metodológica afectada por el etnocentrismo, esta sociedad, esta cultura y esta asimetría se han convertido en realidades universales.
Es sobre todo en la obra de Clastres donde esta visión sesgada está sometida a una crítica demoledora, que a su vez abre las puertas a un universo desconocido, las sociedades sin dominio: «[…] ante todo tenemos que identificar los elementos que distinguen nuestra cultura de las primitivas o salvajes […]. El principal criterio de clasificación para distinguir entre sociedades primitivas y sociedades históricas es el ESTADO. Sociedades primitivas = sociedades sin Estado. Sociedades históricas = sociedades de Estado. Estos son los términos en los que se debe centrar la especulación»(8) [4, p. 50].
La ausencia de una estructura política formal, organizada y jerárquica había relegado hasta ahora las sociedades primitivas al limbo de las sociedades apolíticas, a un estadio primitivo de la evolución humana, evolución concebida como inevitablemente orientada  a la aparición del Estado, símbolo de la madurez política de la especie humana, del nacimiento de la «civilización». En oposición a esta arrogante concepción evolucionista, Clastres niega el apoliticismo de la sociedad primitiva, demostrando que se trata, por el contrario,  de una diferente concepción política. Mientras que, en realidad, las sociedades estatistas «presentan todas ellas la dimensión demediada desconocida para las otras», en las sociedades sin Estado «el poder no está separado de la sociedad» [5, p. 3]. El poder político, lejos de estar ausente, más bien escapa de la lógica de la coerción propia de la sociedad demediada y recae en manos de la totalidad del cuerpo social(9).
Se deriva de este análisis de la sociedad primitiva una nueva figura política, paradójicamente denominada por Clastres el «jefe sin poder», es decir, un jefe que no manda, cuya palabra no tiene fuerza de ley. Si el cuerpo social es el ámbito del poder real, en él debemos ver el ámbito del poder virtual. Sin apropiárselo, él personifica el poder social en cuanto controlado por el conjunto de la sociedad, consciente del peligro inherente al dominio y la mediación que logra de ella. El afán de prestigio que mueve al jefe sin poder es mantenido a raya por la sociedad mediante una serie de obligaciones, principalmente una generosidad cercana al autoexpolio económico, que representa la «deuda» que el jefe sin poder ha contraído con la sociedad a causa de su especial función. Por lo tanto, el significado político de esta nueva figura no puede comprenderse recurriendo a la categoría de «dominio», sino más bien a la de «prestigio social», idea a la que volveremos más tarde.
Antes de proseguir es preciso detenerse en los términos «poder» y «dominio» (hasta ahora usados con frecuencia como sinónimos) para aclarar su significado intrínseco y evitar la engañosa confusión conceptual y terminológica que los caracteriza. Con este propósito aprovechamos las definiciones propuestas por Amedeo Bertolo en su ensayo Potere, autorità, dominio: una proposta di definizione [2]. El objetivo es disociar la nebulosa poder, concepto cargado de significados diferentes y a menudo contradictorios. Se propone, pues, reservar la palabra poder para la función reguladora social, neutral en sí misma, que constituye el conjunto de procesos conforme a los que la sociedad se regula produciendo normas, aplicándolas y haciéndolas respetar, función «necesaria no solo para la existencia de la sociedad, la cultura y el mismo hombre, sino para el ejercicio de esa libertad como elección entre posibilidades concretas de la que había partido nuestro discurso» [2, p. 61]. Por el contrario, se deben entender como dominio las relaciones sociales jerárquicas caracterizadas por la relación orden/obediencia que distinguen los «sistemas sociales en los que la función reguladora no es ejercida por la colectividad sobre sí misma, sino por una parte de la colectividad (general, pero no necesariamente, por una minoría pequeña) sobre otra (generalmente la gran mayoría); o sea, por sistemas en los que el acceso al poder es monopolio de una porción de la sociedad (individuos, grupos, clases, etc.)» [2, p. 62].
Aplicando esta fundamental distinción conceptual a las sociedades históricas y a las sociedades primitivas identificadas por Clastres, podemos definir las primeras como sociedades del dominio, en las que una parte del cuerpo social se ha asegurado el monopolio del poder, es decir, de la función reguladora social, expropiando a la otra parte y demediando la sociedad. Y podemos definir las segundas, para mejor, como sociedades de la igualdad, en las que el poder está difundido por todo el cuerpo social, que se plantea indiviso. Las unas, sociedades jerárquicas informadas por la relación orden/obediencia; las otras, sociedades igualitarias informadas por la relación de reciprocidad.
Una vez definidas estas sociedades como igualitarias, subyace implícitamente que la asimetría sexual que se manifiesta de forma continua, «universal», en las sociedades del dominio, no es por tanto una característica cultural propia de la sociedad igualitaria. Según Bookchin, además, en estas sociedades que él define como orgánicas «no existen conceptos como ‘igualdad’ y ‘libertad’. Están implícitos en su visión del mundo. Mejor aún, puesto que no se contraponen a los conceptos de ‘desigualdad’ y de ‘falta de libertad’, estas nociones faltan por completo» [3, p. 44]. Existe el concepto de diversidad, pero no se ordena a lo largo de un eje vertical como en la sociedad jerárquica: «Para estas comunidades, los individuos y las cosas no son necesariamente mejores o peores; son simplemente diferentes» [3, p. 44]. Aunque ambas sociedades, las del dominio y las de la igualdad, cumplen con la acción humana por excelencia, en palabras de Mead, «revestir de significados la desnudez de la vida» [13, p. 21], unas adjudican los valores colocándolos a lo largo de líneas jerárquicas; las otras, en cambio, evalúan a todos y a todas las cosas de acuerdo con su unicidad.
Gracias a la reflexión de Bookchin la visión fragmentaria de las sociedades de la igualdad se sitúa en un sistema orgánico y comprensible que posibilita una primera representación global de esas sociedades. En especial, precisamente con respecto a la relación hombre/mujer, lo que estaba implícito en Clastres en Bookchin deviene argumentado y estructurado.
La imagen de sociedad igualitaria de Bookchin (situada por él históricamente en la época de transición desde la concepción nómada de la vida, típica de los grupos de cazadores-recolectores, hasta la sedentaria de las comunidades dedicadas a la horticultura) es la de una sociedad unida por el pacto de sangre de los lazos naturales que se basa en la igualdad absoluta entre individuos, sexos y categorías de edad; en el usufructo y el principio de reciprocidad; en el rechazo de las relaciones sociales basadas en la coerción; y en el «mínimo irreducible», es decir, el derecho de todo individuo a recibir de la comunidad lo que le permita sobrevivir, cualquiera que sea su aportación a la vida y la riqueza comunitaria. Una sociedad que a la concepción de Homo Economicus propia de nuestra cultura opone el ideal de Homo Collectivus. «Casa» y «mundo» coinciden en la visión de la sociedad orgánica, carente de la fatal brecha entre esfera pública y esfera privada cuya aparición marcará el final de la comunidad una e indivisa. Los dos sexos se presentan soberanos, autónomos e independientes en sus respectivas esferas de competencia, establecidas de acuerdo con la fundamental división sexual del trabajo social; división funcional que adquiere un carácter de complementariedad económica exenta de significados positivos o negativos, ya que se adjudica a ambos sexos un papel esencial para la supervivencia de la comunidad. Se configura de este modo una cultura sexualmente igualitaria en la que Bookchin detecta, además, una primacía del elemento femenino, hasta el punto de poder definirla como matricéntrica[i]10). «Con este término no pretendo decir que las mujeres ejercitaran alguna forma de soberanía institucional sobre los hombres o que hubieran asumido la dirección de la gestión social. Quiero decir solo que la comunidad, liberada en parte de su dependencia de la gran caza y los animales migratorios, empezó a desplazar su imaginario social del macho cazador hacia la mujer procreadora, de las hogueras del campo al hogar doméstico, de los rasgos culturales asociados al padre a los asociados a la madre» [3, p. 58]. En conclusión, una cultura ajena a cualquier asimetría social precisamente por ajena al principio ordenador jerárquico que remodela la sociedad en forma piramidal y que transforma la diversidad en desigualdad.
Si se han realizado progresos considerables para explicar cómo se ha impuesto el principio jerárquico, o sea, para describir los fenómenos que han marcado el paso de la sociedad igualitaria a la del dominio, estamos aún lejos de dar una respuesta satisfactoria a por qué se ha generado el dominio. En parte es un terreno aún inexplorado en el que uno se mueve cautelosamente de una hipótesis a otra, de una incertidumbre a otra.
Alentador en este sentido es lo que afirma Bertolo de modo incompleto, quien supone que «el dominio se ha presentado en un momento dado del acontecer humano como ‘mutación cultural’ […], es decir, en nuestro caso como una innovación cultural que en determinadas condiciones se ha revelado ventajosa para los grupos sociales que la adoptaban en términos de supervivencia, por ejemplo para una mayor eficacia militar, por lo que acababa por imponerse como modelo, por conquista o por imitación defensiva» [2, p. 77]. Una mutación cultural que invadirá y condicionará lentamente la psicología, el lenguaje, el propio inconsciente del género humano, reformándolos de acuerdo con su principio de desigualdad. Todo papel, comportamiento, persona o cosa adquirirán un valor que decidirá su ubicación en la escala jerárquica.
Paradójicamente, es en el seno de la sociedad igualitaria donde debemos mirar para rastrear los orígenes del proceso de transformación social que llevará en última estancia a la afirmación del dominio(11). Se pueden identificar al menos cuatro fenómenos que en el curso de los milenios abren nuevas fisuras en la unidad-totalidad de la sociedad igualitaria y logran finalmente resquebrajarla. Todos forman parte del extenso y tormentoso proceso de diferenciación social de la comunidad primigenia una e indivisa de la que surge al final el concepto de individuo opuesto al de colectividad. Un proceso que no lleva necesariamente a la sociedad de la desigualdad, pero que al cruzarse, pongamos por caso, con la «mutación cultural» casual representada por el principio organizativo jerárquico desemboca en la sociedad del dominio que todavía hoy nos caracteriza(12).
El primer fenómeno (sin que se sobrentienda orden cronológico o de prioridad) que se puede destacar es de tipo económico. Debido al aumento demográfico y al incremento de la capacidad productiva se crea la posibilidad de diferentes bienes entre los miembros de la comunidad. El peligro inherente en esta acumulación individual de riqueza es muy claro para la sociedad igualitaria, que busca impedirla conscientemente mediante la práctica del usufructo y del obsequio y el principio de reciprocidad (precisamente es en el seno de esta clara conciencia donde se enmarca y se incluye la «generosidad institucional» del jefe sin poder).
Un segundo fenómeno va modificando poco a poco la sociedad igualitaria: la progresiva rigidez de los papeles sociales. Basados en el sexo, la edad y el linaje, definen la responsabilidad individual hacia la comunidad y forman parte de la división fundamental del trabajo social que parece caracterizar todas las sociedades humanas. Los orígenes de esta división son inciertos(13), pero claramente deriva de la exigencia de organizar racionalmente la vida y el trabajo comunitarios. Ya hemos visto cómo la adjudicación de papeles es totalmente cultural (con las sabidas y discutibles excepciones) y por lo tanto varía enormemente. Sin embargo, en todas las culturas la perpetuación durante eras históricas de una misma división de papeles acaba por fijar a los dos sexos en las respectivas esferas de competencia. Así se desencadena un proceso de diferenciación entre ambas que se institucionaliza y se transmite mediante una socialización diversa. Esa diferenciación llega a afectar a la misma estructura caracterial de los dos sexos, debido a un proceso milenario de selección de los rasgos compatibles con los papeles asignados (sin llegar, sin embargo, a una clonación cultural de los sexos, como demuestra la persistencia de la alteración). Esta materialización de los papeles provoca asimismo la atribución permanente a uno solo de los sexos de ciertas condiciones sociales, como por ejemplo la movilidad, que en épocas posteriores adquirirán una importancia fundamental para establecer la apropiación exclusiva de ámbitos sociales que antes eran comunes.
Un tercer fenómeno fundamental que corroe la unidad de la sociedad igualitaria es la emergencia de una esfera pública distinta de la doméstica. Quizá se trata de la ruptura más dramática que debe afrontar la sociedad orgánica.  El surgimiento en un momento concreto de la evolución de un ámbito público no significa, por supuesto, que falte una dimensión social a la sociedad igualitaria. Realmente la esfera pública no se forma por partenogénesis, sino por escisión de la esfera que solo ahora podemos definir como doméstica. Como ya hemos dicho, en la sociedad igualitaria coinciden «casa» y «mundo», la sociedad es indivisa; con el desarrollo del proceso de diferenciación esta unidad se parte en dos ámbitos que van alejándose lentamente hasta alcanzar el antagonismo y el desequilibrio que caracterizan a ambas esferas en la sociedad del dominio. Así la «casa» se convierte en el ámbito privado de incumbencia femenina, en ámbito de la naturaleza, de la inmanencia, de lo insustancial; por el contrario, el «mundo» se convierte en el ámbito público de incumbencia masculina, en ámbito de la cultura, de la trascendencia, de lo sustancial.
No estamos en el contexto de remitirnos a una reflexión detallada acerca de la concatenación de fenómenos que han llevado a la escisión de lo público y de lo privado. No obstante, es un proceso que debe ser atentamente estudiado si se quiere dar respuesta a ciertas preguntas cruciales sobre el origen de la asimetría sexual que permanecen de momento sin solución. Por ejemplo, ¿por qué se adueñan los hombres del ámbito público? Se puede avanzar la hipótesis de que el tipo de división sexual de los roles manifestado en la sociedad primitiva, que atribuye a las mujeres la mayor parte del trabajo doméstico y la crianza de los hijos, dejara al hombre menos empeñado en actividades cotidianas rutinarias y más libre, pues, de comprometerse en una actividad social específica. Además, condiciones como la mayor movilidad masculina pueden haber favorecido una mayor cantidad de relaciones fuera de la comunidad, más complejas desde el punto de vista social. Pero aún estamos muy lejos de una respuesta exhaustiva y satisfactoria. Y de nuevo, ¿por qué las mujeres han aceptado pasivamente un proceso de diferenciación que las marginaba cada vez más, interiorizando por último una concepción devaluada de sí mismas? Quizá se podría recurrir al concepto de «complicidad» femenina anticipado por De Beauvoir(14), pero ni siquiera este basta para explicar una aquiescencia tan desconcertante. Nos encontramos ante interrogantes complejos que exigen una reflexión más intensa, que, ya lo hemos dicho, solo puede ser fruto de una tarea colectiva.
En definitiva, cuando este proceso de diferenciación social se topa con el dominio, este incorpora a su concepción jerárquica las diferencias que se han ido perfilando en la sociedad igualitaria y las transforma en desigualdades. Cuando el usufructo y la reciprocidad se sustituyan por el intercambio; cuando a los lazos naturales se les contrapongan las relaciones políticas; cuando a la sociedad una e indivisa suceda la sociedad ordenada en torno a los conceptos de superior e inferior, entonces se podrá afirmar que la sociedad igualitaria y su visión globalmente simétrica del mundo habrán muerto. Se desarrollarán en el cuerpo social no una, sino cien, mil asimetrías, algunas ligadas a factores biológicos (el sexo, la edad, las razas…), otras a factores socioeconómicos (artesanado contra agricultura, trabajo intelectual contra trabajo manual, ciudad contra campo…). En definitiva, se irá formando lentamente la sociedad del dominio en cuyo espacio ideológico todavía hoy vivimos y pensamos. Hemos dejado  aparte intencionadamente el último de los cuatro fenómenos que contribuyen a establecer el proceso de diferenciación social recién considerado, ya que reviste una importancia fundamental para comprender el desarrollo de la asimetría sexual. Pretendemos ocuparnos del prestigio social, que expresa bien el deseo de individualidad que está en la base del proceso de diferenciación. Como también ha señalado Clastres, se trata de una categoría que, confundida a menudo con la de dominio, impide la comprensión de las sociedades que se desenvuelven fuera de esta lógica. «Se entiende aquí la confusión común en la literatura etnológica entre los conceptos de poder y prestigio. ¿Qué mueve al big man? ¿Qué propósito? No ya un objetivo de orden, que también puede desear pero que la gente de la tribu se negaría a soportar. Él se dirige hacia un objetivo de prestigio que le permite reflejarse en una comunidad que celebra la gloria de un jefe trabajador y generoso. […] A cambio de su generosidad el big man no obtiene poder, sino prestigio» [4, p. 120].
Se puede definir el prestigio como una valoración distinta y superior atribuida por la sociedad a determinados individuos o determinados roles. Como tal es un «bien posicional», o sea, un privilegio en sí mismo, no conectado sin embargo en la sociedad primitiva y salvaje con otros privilegios sociales (económicos, políticos…). El prestigio individual está ligado a capacidades específicas o dotes personales, mientras que el prestigio de rol conlleva la posesión de las habilidades vinculadas al propio rol. El rasgo principal que permite distinguir con seguridad el dominio del prestigio social es la relación orden/obediencia que informa al primero, pero es ajeno al segundo. Por lo que una asimetría de rol que, siendo informal, implique la relación orden/obediencia pertenece al espacio ideológico del dominio, mientras que toda asimetría de rol que, siendo formal, no implique la relación orden/obediencia pertenece en cambio al espacio ideológico del prestigio social. Refiriéndonos a la mencionada propuesta definitoria de Bertolo, podríamos decir también que el prestigio individual, que se ejerce mediante relaciones personales, se incluye en la categoría de influencia, pero el prestigio ligado al rol, que se ejerce mediante relaciones funcionales, se incluye en la categoría de autoridad (15). Aun siendo diferentes e interactuando de manera diferente con el cuerpo social, el prestigio individual y el de rol son dos momentos sucesivos del mismo proceso de individualización. Sin embargo, mientras el primero, que precede en el tiempo al segundo, no implica la fragmentación del orden social igualitario, el otro, que no comporta la absorción y desaparición del prestigio individual, se presenta como su superación, logrando desplazar el prestigio de la persona a la función e institucionalizando de ese modo la diferencia.
Una vez definido a grandes líneas el concepto de prestigio social, veamos cómo se presenta este respecto al problema de la asimetría sexual. Por muy convincente y aceptable que sea la imagen de sociedad igualitaria aquí descrita, hay un elemento en el que es preciso centrar la atención y que necesita de una mayor profundización: cuando el prestigio individual se transforma en prestigio de rol, esos roles se convierten todos en masculinos. Se perfilan entonces dos hipótesis contrapuestas que deben ser examinadas cuidadosamente: o la exclusión de la mujer de estos roles implica por esa misma razón la existencia del dominio, o bien la asimetría sexual se estructura ya en la sociedad de la igualdad y precede a la consolidación del dominio.
De un análisis de la sociedad igualitaria resulta evidente que con el paso del tiempo la mujer va perdiendo prestigio social, mientras el hombre, al contrario, lo va conquistando de forma paralela. De la sociedad una e indivisa en la que el prestigio estaba repartido equitativamente entre todos los miembros de la comunidad, pero en la que la cultura era de signo predominantemente femenino, se llega a una sociedad diferenciada con una cultura de signo principalmente masculino. Si originariamente los primeros grupos que se «inventan» una posición prestigiosa, como las categorías de edad más alta o los chamanes (16), están compuestos indistintamente por hombres y mujeres, con el tiempo el elemento femenino tiende a desaparecer. Ciertamente no existe un corte limpio en este proceso de lenta marginación de la mujer, tanto que aún hoy en distintas sociedades matricéntricas el prestigio social de las ancianas es todavía destacado, así como se conoce la existencia de chamanas en muchas sociedades primitivas y salvajes. Sin embargo, principalmente en las sociedades anteriores a la del dominio, las mujeres desaparecen de los roles que están más valorados. Las figuras sociales que se asientan, el jefe sin poder, el chamán y el guerrero(17), son de hecho todas masculinas y cuando comience a asentarse la cultura jerárquica la mujer se encontrará excluida ya de esos roles que se apoderarán de modo preferente, respectivamente, del poder político, del poder mágico-religioso y del poder militar. Casi podríamos decir que en tanto el prestigio es sobre todo individual los hombres y las mujeres disfrutan de él indistintamente, pero cuando resulta asociado al papel y se formaliza el reparto sexual se vuelve masculino. No obstante (con lo que se excluye la primera de las hipótesis anticipadas), si se acepta la diferencia principal que distingue el dominio del prestigio, es decir, la presencia o la ausencia de la relación orden/obediencia, hay que admitir que no es esta la clase de relación social que dirige las relaciones entre sexos. Es evidente por otra parte que no nos hallamos frente a una situación de perfecta igualdad. Así pues, la segunda hipótesis parece más verosímil. Volviendo una vez más a las definiciones de Bertolo [2, p. 66], en las sociedades sin dominio se dan asimetrías sociales de autoridad que no pueden ser asimiladas a la categoría de dominio, pero que asimismo niegan la igualdad social. Y nos parece que la asimetría de autoridad hombre/mujer es de esta clase.
Aquí concluye nuestro viaje. Como Livingstone, tampoco nosotros hemos conseguido encontrar las míticas fuentes. Pero aunque muchos interrogantes permanezcan sin resolver, comienza no obstante a dibujarse un mapa, si bien impreciso, de la zona explorada. Al identificar la relación de causa y efecto que transcurre entre el dominio y la asimetría sexual podemos decir que hemos sido conducidos hasta las orillas del lago Victoria; al detectar las asimetrías sociales de autoridad entre los sexos que preceden a la aparición del dominio, nos hemos adentrado suavemente en la corriente del río Kagera, hacia la que se ha señalado formalmente como la fuente del Nilo Blanco. Sin embargo, a diferencia de los geógrafos que han atribuido solo al Kagera el honor de ser proclamado como la fuente del Nilo Blanco, nosotros estamos convencidos de que tal honor corresponde a todos los afluentes que alimentan al lago Victoria. Esto es, para decirlo sin metáforas, no creemos que la asimetría sexual tenga un único origen, sino que sus fuentes son complejas y ramificadas como las del Nilo. La reflexión tiene que dirigirse ahora a la búsqueda de estas numerosas fuentes. Y su descubrimiento contribuirá sobre todo a dibujar un mapa muy importante, todavía hoy enormemente incompleto: el mapa de la génesis del dominio.
Para acabar, permitidme recuperar una lapidaria cita de san Agustín que me ha animado en el curso de este estudio:
La mujer es una bestia, ni firme ni constante.
Notas
(2) Baste citar como ejemplo la extraordinaria similitud entre los mitos elaborados por diversas tribus amerindias como los Yamana-Yaghan o los Selk’nam [1] y el mito babilonio de Tiamat y Marduk [17].
(3) Pocos papeles no parecen intercambiables entre los sexos, pues se definen aparentemente por dos decisiones biológicas, la capacidad de procreación de la mujer y la mayor fuerza física del hombre. La primera parece determinar el papel materno al transformar un hecho biológico en función social. La segunda fija aparentemente los papeles masculinos ligados al uso de la violencia, como la caza y la guerra. Sin embargo creemos que, a pesar de la aparente universalidad de esta adjudicación de papeles, nos encontramos frente a lo que son elaboraciones culturales de sencillos datos biológicos. El hecho biológico de la procreación, por ejemplo, no implica seguramente todas las complejas y prolongadas relaciones sociales, afectivas y económicas que configuran la relación madre-hijo. Del mismo modo, no nos parece seguro en absoluto que la mayor fuerza física media de los hombres implique necesariamente el monopolio de la violencia.
(4) Es abusivo hablar del movimiento de liberación de la mujer como un movimiento de estructura monolítica que comparte un análisis único. Realmente nos encontramos ante un movimiento sumamente polifacético en el que se dan legítimamente posiciones encontradas. Particularmente no se puede ignorar la existencia de una minoría de práctica y análisis libertarios (que se define como corriente anarcofeminista) cuyas posiciones no son asimilables a las que aquí se critican. Pero parece innegable que la mayoría del movimiento feminista encaja en estas posiciones.
(5) Prisionera de esta excesiva simplificación teórica es, por ejemplo, la conocida feminista estadounidense Betty Friedan [10].
(6) Por contra, para otros, como Clastres, el hombre, al atribuirse el uso exclusivo de la violencia, ascenderá en la consideración social en cuanto dispensador de muerte para sí y para los otros, contraponiendo este poder suyo (cultural) de muerte al poder (natural) de vida de la mujer.
(7) Efectivamente, incluso Bachofen, el primero que resucitó la hipótesis del matriarcado, lejos de una interpretación «feminista», lo interpreta como un «estado de naturaleza» al que sucederá el patriarcado identificado con el «estado de cultura», replanteando así en términos modernos la misma explicación de los mitos arcaicos.
(8) Clastres lamenta que estas sociedades se definan en negativo como sociedades sin Estado, sociedades sin economía, como propone cierta antropología por conformarse estas sociedades con un nivel considerado de mera subsistencia, hipótesis contestada brillantemente por Marshall Sahlins [15]. En realidad, esta definición en negativo denota, más que una «carencia» efectiva en las sociedades descritas, un límite intrínseco a la cultura occidental: es decir, el hecho de que no pueda conocer y definir las otras sociedades si no es partiendo de la realidad propia, que es la del dominio. Las formas de lo conocido, de lo existente, determinan inevitablemente los modos del conocimiento. Por eso no debería sorprender la negatividad expresada por el propio término «anarquía». Puesto que esta doctrina de la igualdad y la libertad nace de la realidad cultural del dominio, es lógico que suponga una alternativa que niegue lo presente, lo existente.
(9) Dejamos para una reflexión posterior la valoración de la relación de conjunto que discurre entre poder social y tradición en las sociedades salvajes y primitivas. Este «anhelo de repetición del orden cósmico», por emplear las palabras de Clastres, parece paralizar la capacidad autorreguladora de estas sociedades, obligando a todo el cuerpo social a atenerse pasivamente a papeles y comportamientos que no ha elaborado. Se trata, como dice Bertolo, de «una situación de ‘totalitarismo’ social generalizado» [2], cuya influencia en el problema de la asimetría sexual está aún por investigar.
[i]10) También Clastres está de acuerdo en atribuir un signo principalmente femenino a esta cultura, igualitaria por lo demás: «En las sociedades salvajes, aunque lo masculino sea una señal muy persistente −ver los cultos de la virilidad−, los hombres están en posición de defensa ante las mujeres» [4, p. 192].
(11) Totalmente contrario es Clastres, quien niega que se pueda asegurar una continuidad lógica entre la figura del jefe sin poder y la del jefe con posesión preferente de poder sin caer en una burda lógica evolucionista. Por otro lado, estos parecen haber sido los pasos (quizá no obligados, pero esto está por demostrar) mediante los que la humanidad se ha hallado prisionera de una aciaga invención: el dominio. Si es justo contestar la lógica según la cual lo existente es la única realidad posible, también hace falta escapar de la inversión de esta lógica, según la cual leer en sucesión causal los acontecimientos de la cultura humana es siempre absurdo evolucionismo.
(12) Una consideración al margen de lo dicho. Las sociedades igualitarias primitivas o salvajes no corresponden al ideal anarquista de sociedad igualitaria. No representan una mítica edad dorada, la anarquía original, a la que hay que regresar. Por otra parte, sería impensable volver a plantear hoy la comunidad una e indivisa en la que el individuo volvería a desaparecer. El concepto anarquista de sociedad igualitaria, lejos de borrar milenios de evolución cultural de la especie humana, se propone por el contrario un intento de síntesis armónica, en equilibrio inestable entre conflicto y solidaridad, para el binomio individuo/colectividad, que en la historia humana aparece siempre desequilibrado hacia uno de los dos polos.
(13) Retomando una idea a la que hacía referencia Bertolo [2, p. 77], se puede avanzar la hipótesis, aún por demostrar, de que la división de roles nace por imitación cultural del comportamiento instintivo de los animales sociales más parecidos a la especie humana. Esa imitación explicaría también por qué a la capacidad procreadora de la mujer y a la fuerza física del hombre se han asociado, respectivamente, el papel social de madre y los papeles ligados al empleo monopolístico de la violencia. La sorprendente similitud que se halla entre el llamado «instinto maternal» de la mujer y de las hembras de muchas especies animales y entre el comportamiento agresivo del hombre y de los machos de esas mismas especies, mejor que ser descrito como expresión de un mismo «orden natural», se podría interpretar como resultado de este proceso de imitación. De hecho no es impensable que la humanidad, al tener que inventar ex novo todas las formas culturales, se haya dirigido al mundo natural en busca de modelos que imitar y reproducir.
(14) Según Simone de Beauvoir [7, p. 20], en la subordinación femenina está presente cierta dosis de «complicidad» psicológica. «Negarse a ser el otro, rechazar la complicidad con el hombre, significaría para ellas renunciar a todas las ventajas que conlleva la alianza con la casta superior. El hombre-soberano protegerá materialmente a la mujer-vasalla y pensará en justificar su existencia; eludiendo el riesgo económico ella esquiva el riesgo metafísico de una libertad que tiene que crear sus propios objetivos sin participación de los demás». Visión antipática y tal vez peor de la subordinación femenina que, sin embargo, contiene un fondo de verdad. Pero, como afirma Kathe Ferguson [9], con frecuencia se definen como «femeninos» rasgos que son típicos de la subordinación, que podemos encontrar en todas las categorías sociales dominadas con independencia del sexo. Por consiguiente tenemos que la «complicidad» psicológica ya no debe ser contemplada como una actitud típicamente femenina, sino como una característica psicológica intrínseca de todas las relaciones sociales informadas por la relación orden/obediencia.
(15) Para una definición de «influencia» y «autoridad», véase Amedeo Bertolo [2].
(16) Para un análisis detallado, véase Murray Bookchin [3].
(17) Para un análisis minucioso del surgimiento de la figura social del guerrero, véase Pierre Clastres [4].
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
[1] J. Bamberger, «The Mythe of Matriarchy: Why Men Rule in Primitive Society», en M. Z. Rosaldo y L. Lamphere (a cargo de), Woman, Culture and Society, Stanford University Press, CA, 1974. Hay traducción española en O. Harris y K. Young (compiladores), Antropología y feminismo, Anagrama.
[2] A. Bertolo, «Potere, autorità, dominio: una proposta di definizione», en Volontà, n.º 2, abril-junio, 1983. Hay traducción al español a cargo de Heloísa Castellanos en https://lapeste.org/2013/12/amedeo-bertolo-poder-autoridad-dominio-una-propuesta-de-definicion/
[3] M. Bookchin, The Ecology of Freedom, Cheshire Books, Palo lto, CA, 1982. Hay traducción española, La ecología de la libertad, Editorial Nossa y Jara, Madre Tierra y Colectivo Los Arenalejos, 1999.
[4] P. Clastres, Archeologia della violenza e altri scritti di antropologia politica, La Salamandra, Milano, 1982. Hay traducción española de Luciano Padilla López, Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, FCE, Buenos Aires, 2004.
[5] P. Clastres, «La question du pouvoir dans les sociétés primitives», en Interrogations, n.º 7, junio-julio, 1976. Hay versión española en https://lapeste.org/2019/02/pierre-clastres-la-cuestion-del-poder-en-las-sociedades-primitivas/
[6] P. Clastres, La società contro lo Stato, Feltrinelli, Milano, 1977. Existe traducción española, La sociedad contra el Estado, Monte Ávila Editores, Caracas-Barcelona, 1978.
[7] S. De Beauvoir, Il secondo sesso, il Saggiatore, Milano, 1961. Traducción española: El segundo sexo, Cátedra, 2017.
{8] E. E. Evans-Pritchard, I Nuer: un’anarchia ordinata, Angeli, Milano, 1975. Hay traducción española de Carlos Manzano, Los Nuer, Anagrama, 1977.
[9] K. Ferguson, «La femmnilizzazione del politico», en Volontà, n.º 1, enero-marzo, 1983.
[10] B. Friedan, La mistica della femminilità, Comunità, Milano, 1964. Hay traducción al español de Magalí Martínez Solimán, La mística de la feminidad, Ediciones Cátedra, Madrid, 2009.
[11] C. Lévi-Strauss, Le strutture elementari della parentela, Feltrinelli, Milano, 1978. Traducción española a cargo de Marie Therèse Cevasco, Las estructuras elementales del parentesco, Paidós Ibérica, 1981.
[12] I. Magli, Matriarcato e potere delle donne, Feltrinelli, Milano, 1978.
[13] M. Mead, Sesso e temperamento in tre società primitive, Garzanti, Milano, 1980. Hay traducción española de Marta Pino Moreno et alii, Sexo y temperamento, Paidós Ibérica, 2006.
[14] Z. Rosaldo, «Woman, Culture and Society: A Theoretical Overview», en M. Z. Rosaldo y L. Lamphere,  Woman, Culture and Society, Stanford University Press, Stanford, CA, 1974. Hay traducción española en O. Harris y K. Young (compiladores), Antropología y feminismo, Anagrama.
[15] M. Sahlins, L’economia dell’età della pietra, Bompiani, Milano, 1980. Hay traducción española de Emilio Muñiz y Erna Rosa Fondevila, Economía de la Edad de Piedra, Akal, 1983.
[16] S. Slocum, «Woman The Gatherer: Male Bias in Anthropology», en Rayna R. Reiter (a cargo de), Toward an Anthropology of Women, Monthly Review Press, New York, 1975.
[17] M. Stone, When God was a Woman, Harvest Books, New York, 1978.