Editorial LP 103: De la indignación al mensaje del odio
Editoriales,
La anterior crisis económica en nuestro país, socialmente reconocida como tal, fue en 2008 y estuvo provocada por la burbuja inmobiliaria, representando la réplica de la iniciada en 2007 en Estados Unidos por las hipotecas subprime, la caída de Lehman Brothers o Goldman Sachs.
Aquella debacle del capitalismo financiero tuvo una originaria dimensión, esen-cialmente económica, que luego se tradujo en emergencia social como consecuencia de la política de recortes —ejemplificada en el cambio constitucional del artículo 135—, y la escalada de las enormes desigualdades sociales actualmente existentes. Fue la clase trabajadora la que terminó pagando lo que en su momento se calificó de crisis-estafa.
En el contexto de aquella emergencia económica y social de dimensiones mundiales surgieron movimientos sociales de resistencia, alternativos, estallidos populares como el 15-M en España, Occupy Wall Street en Nueva York o la Primavera Árabe en diferentes países del norte de África.
En aquel ambiente de indignación, bajo el lema No nos representan, el movimiento 15M, como movimiento que recordaba a Mayo del 68, que cuestionaba la realidad para transformarla, que planteaba soluciones colectivas, visibilizó una nueva forma de lucha, significó un revulsivo para amplios sectores sociales —en muchos casos de la juventud aparentemente no politizada—, y que, en cierto sentido, marcó un antes y un después en cómo entender la acción política, social e incluso sindical. El austericidio fue el modelo ideado por el poder para solucionar la crisis.
Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el movimiento de la indignación por sus formas y su contenido tuvo un marcado carácter progresista, renovador, fresco, practicó la democracia directa, la desobediencia civil no violenta,
abarcó la defensa de lo público, lo colectivo, llegó a los barrios en asambleas abiertas para que la población planteara las soluciones de su futuro. En definitiva, fue un movimiento que se califica de izquierdas y, más específicamente, libertario.
En 2020 estamos sufriendo, también en el mundo «rico», una nueva crisis provocada por la pandemia del COVID-19 que ha generado una primera situación de emergencia sanitaria para devenir progresivamente en una extraordinaria hecatombe económica y social que nuevamente están pagando las clases sociales más populares y desfavorecidas, ya sea en forma de muertes directamente (por falta de equipos de protección, drama vivido en las residencias de mayores no medicalizadas) o en forma de despidos y nueva precariedad.
A diferencia de la respuesta de progreso procedente de la indignación que fue capaz de generarse en 2008, en esta nueva crisis está ganando el relato el discurso del odio, el discurso de la extrema derecha. ¿Por qué? ¿En qué ha cambiado la sociedad?
Actualmente, de manera vertiginosa, casi sin darnos cuenta de forma consciente, sobrepasados por la rapidez del desarrollo tecnológico, en tan solo una década, la sociedad ha evolucionado de forma drástica para profundizar en los postulados del autoritarismo y el populismo que ahora interesa al sistema capitalista.
La sociedad está basada en la mediocridad de las mentiras, en las fake news, en la posverdad. Una sociedad que acoge la mentira y, en consecuencia, desconoce, tergiversa, reescribe y manipula la verdadera realidad, es una sociedad que ha perdido, por tanto, todo tipo de referentes. No sabemos de dónde venimos, no hay ADN que rastrear para conocer nuestros orígenes políticos, sociales, históricos, ideológicos… No sabemos el ADN de la noticia que llega a nuestro móvil inteligente porque las redes sociales no construyen esa memoria.
La realidad ha pasado a estar controlada por youtubers (personas y empresas) que convierten lo visceral, emocional e irracional en los parámetros que la determinan. No hay noticias ni comentarios que realizar, no hay conversaciones que atender. En esta realidad en la que todo es virtual, el ruido es ensordecedor. El pensamiento propio, el pensamiento crítico brilla por su ausencia, incluso ha dejado de existir el mismo pensamiento para pasar a convertirse en simple automatismo, mera impulsividad. Esta capacidad de automatizar procesos, constatada por los trabajos de Schneider y Shiffrin en los años 70, está sirviendo para avanzar en la dirección distópica que interesa al poder.
Ya no se discrimina entre el conocimiento y los datos que aportan personas científicas, expertas o pro- fesionales del mundo de la comunicación audiovisual (aunque a veces representen criterios interesados e incluso engañosos o manipuladores que el poder utiliza como justificación para ejercer el control social orwelliano), de las opiniones oportunistas e interesadas de youtubers que mienten, difaman, hacen ruido, pero consiguen crear opinión pública al tener millones de followers. Hoy una persona informada es aquella que sigue a un youtuber y escucha sus insustanciales y personales opiniones. Todo ello envuelto en un halo de horizontalidad mal entendida.
La realidad es que en el funcionamiento y circulación de la información, está habiendo una clara sustitución del conocimiento y los criterios por la opinión, el lema, el eslogan, la consigna. La verdad de los datos objetivos no importa, ni el conocimiento, la reflexión o el análisis. Así el pensamiento que se crea genera una forma de ejercer la política basada en la emoción, la visceralidad.
No es casualidad que algunos de los presidentes de importantes países del mundo sean usuarios de Twitter con pensamientos y actuaciones de extrema derecha (Donald Trump, Jair Bolsonaro, Vladímir Putin, Viktor Orbán…) o que, en conjunto, los partidos de extrema derecha tengan una significación cada vez mayor en democracias consolidadas del viejo continente.
Desde estas concepciones ideológicas, se trata a la población como menor de edad, con actitudes paterna- listas, derivándose y delegando en el Estado y el sistema la gestión de nuestras vidas, vendiéndonos la satisfacción de nuestros deseos en una espiral de búsqueda permanente de una falsa felicidad. El futuro ya no está en nuestras manos, le pertenece al sistema monolítico que lo regula todo.
El problema esencial es definir qué le pasa a la gente. La población simplemente está en el día a día, superviviendo, en una realidad paralela pero sumergida a la emergida desde la oficialidad y lo lamentable es que nos quieren hacer creer que la partida se juega en esa realidad paralela y las personas somos sus protagonistas. Pura ficción. Ya no se detecta un movimiento de personas indignadas como hace diez años, ahora estamos en un movimiento de rabietas.
El movimiento social generado contra esta crisis es muy difuso, ambiguo, transversal, heterogéneo, parcial, atomizado, regulado casi exclusivamente desde las redes sociales, con enormes dosis de individualismo, de sálvese quien pueda, sin importar la lucha por lo común, por lo colectivo. Un movimiento que confía en el Estado, que se sabe policial pero camuflado para, pensando que defiende «los valores de la democracia», defender siempre los intereses del capital. Un movimiento gestionado por la impronta ética y estética de la extrema derecha.
Por otra parte, hay una realidad y es que en 2008 las redes sociales no tenían el nivel de desarrollo técnico y componente ideológico y de inmersión en amplísimas capas de la sociedad mundial globalizada como el que tienen ahora, hasta el punto de que han cambiado las reglas de juego. La red Twitter surgió justo durante la crisis de 2008, es decir, no estaba generalizada ni funcionaba como ahora la conocemos. Facebook, por su parte, se creó unos años antes, en 2004, mientras que su versión en español es de 2008. Por lo tanto, las redes sociales no intervinieron al mismo nivel en que lo están haciendo en esta pandemia de 2020. En la actual crisis planeta- ria, el uso perverso de las redes sociales ha ganado la partida, ha convulsionado la realidad y ello, propiciado sin pudor desde los gobiernos, sin distinción del color político.
Precisamos tener cierta perspectiva histórica para poder valorar lo que está sucediendo aunque esa perspectiva no interesa a nadie y el poder trate de ocultarla.
Hoy la extrema derecha está ganando el relato con el discurso del odio, de la violencia, enarbolando los valores e imaginario del neofascismo, totalitarismo, autoritarismo, machismo, racismo, xenofobia, fronteras, nacionalismo, patriotismo. El discurso supremacista, negacionista, está calando como gangrena entre la población al carecerse de cualquier perspectiva histórica. Hay un cierto nivel de tolerancia hacia este discurso del odio que se va abriendo paso y lo va haciendo en gran medida entre la población más desfavorecida y con menos recursos culturales para combatirlo.
Por otra parte, un mínimo análisis de la crisis actual ocasionada por la pandemia del COVID-19, nos permite descubrir que en ella se produce una extraordinaria interconexión de diferentes elementos también en crisis (cambio climático, colapso energético, sistema capitalista…), hasta el punto de que el coronavirus, que está paralizando el mundo, no ha surgido por azar sino que se ha convertido en un síntoma más de la Gran Crisis Planetaria por la que transitamos como humanidad en este primer tercio del siglo XXI. Estamos ante una trascendente y quizás definitiva encrucijada como especie humana, que afecta al resto de seres vivos y al propio planeta Tierra y que se ha visto agravada por la actual pandemia por COVID-19.
Así, en una reciente entrevista para la Voz de Galicia, el biólogo y profesor de investigación en el CSIC y la Universidad Rey Juan Carlos, Fernando Valladares, haciendo mención a numerosos informes tras treinta años de trabajos científicos, afirma sobre el COVID-19: «La mejor vacuna para evitar las pandemias era un ecosistema que funcionase bien y nos lo hemos cargado» «La culpa no es del murciélago ni del pangolín».
Por su parte, Inger Andersen, directora del programa ambiental de las Naciones Unidas, dice: «Nuestra continua destrucción de espacios naturales nos ha acercado peligrosamente a plantas y animales que transmiten enfermedades que pueden transmitir a los humanos». «Con la COVID-19, el planeta nos ha enviado un mensaje de advertencia muy fuerte: la humanidad tiene que reinventar su relación con la naturaleza»
El profesor Andrew Cunningham, de la Sociedad Zoológica de Londres, está de acuerdo con muchos científicos en que «a menos que cambiemos nuestro comportamiento, el futuro deparará más pandemias. El Covid-19 es simplemente un paso adelante de las enfermedades promovidas por el comportamiento nocivo de la humanidad contra la Tierra».
Aunque envuelta en cierta polémica, en esta misma dirección y con una mirada más amplia, la colapsología, como ejercicio transdisciplinario, nacida a principios de siglo XXI de la mano de Pablo Servigne y Raphaël Stevens, referida al estudio del colapso de la civilización industrial y de lo que podría suceder con ella, estima que dicho colapso podría provenir de la interconexión de diferentes crisis: medioambiental, energética, económica, geopolítica, democrática…
El dossier que prosigue trata de hacer una primera aproximación a la comprensión de lo que está pasando.
Como bien señala García Moriyón en su artículo Crisis, Al margen nº 112 de 2019, la crisis actual va mucho más allá de la propia emergencia climática, siendo muy dispares las amenazas que existen. El sistema capitalista financiero y globalizado —extractivista, desarrollista, crecentista, productivista, pseudoesclavista—; el modelo de consumo y despilfarro en el que vive el primer mundo; el cambio climático que sufrimos por la deforestación, la contaminación, el efecto invernadero, la pérdida de biodiversidad, la extinción de especies, la desertización; la crisis energética como consecuencia del fin de las energías fósiles; los efectos, ya perceptibles, de las nuevas tecnologías y el proceso de robotización, junto a otras amenazas existenciales como la pérdida de identidad que suponen las migraciones… todo ello no es ajeno a la aparición de la pandemia del COVID-19, cuyos efectos añade nuevas amenazas como la emergencia sanitaria, el derrumbe de la economía y el miedo.