Revolución – LibrePensamiento https://archivo.librepensamiento.org Pensar para ser libre Sat, 13 Mar 2021 11:07:40 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.6.1 Apuntes de hibridación libertaria https://archivo.librepensamiento.org/2012/06/21/apuntes-de-hibridacion-libertaria/ https://archivo.librepensamiento.org/2012/06/21/apuntes-de-hibridacion-libertaria/#respond Thu, 21 Jun 2012 14:00:40 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3758 En el presenta artículo se reflexiona sobre la propuesta de hibridación de las luchas sociales y sindicales, conjunción muchas veces esbozada e incluso acordada, pero pocas veces llevada a cabo de un modo coherente y sostenido. Se apuesta por una hibridación comprometida con la transformación social, que asuma la organización como una herramienta flexible y modificable , y que estudie, promueva y difunda la autogestión en todas las esferas de la vida social en consonancia con el papel del anarcosindicalismo en un escenario de creciente conflictividad socia y de clases.

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Antonio J. Carretero

 

  1. El proyecto de “hibridación”

En “El anarcosindicalismo frente al reto de su necesaria transformación“, el compañero Tomás Ibáñez propone un sugerente programa de reformulación y revitalización del anarcosindicalismo:

“El anarcosindicalismo deberá mezclarse con las variadas formas de resistencia que se encuentran esparcidas por todo el tejido social para inventar conjuntamente nuevas formas de lucha.”
“… hace falta imprimir a nuestro modo de luchar y de organizarnos el sello de una perspectiva global que interconecte los diversos frentes de lucha.”
“… nuestra lucha contra el capitalismo debe trascender, ella también, el mundo laboral y adoptar unas formas que abarquen la realidad social en toda su extensión.”
“… avanzar hacia una auténtica hibridación donde una misma forma de lucha y una misma forma organizativa abarquen indistintamente ambas problemáticas, realizando su simbiosis.”

Esta es una propuesta apenas esbozada, pero radicalmente coherente con un certero diagnóstico, tanto del mundo del trabajo como de la emergencia y la problemática sostenibilidad de los movimientos sociales desobedientes: “El contraste entre los cambios experimentados por un anarcosindicalismo que conserva, en lo esencial, las formas organizativas y los contenidos sustantivos que lo definían en los años treinta, y la magnitud de los cambios sociales que se han producido desde entonces es sencillamente abismal. “

El proyecto de “hibridación” de las luchas sociales y de las reivindicaciones laborales, que plantea Ibáñez, se sostiene sobre el actual descentramiento y fragmentación sufridos en el mundo del trabajo a partir de la segunda mitad del siglo XX, lo que implica una previsible y paulatina obsolescencia de las luchas organizadas y alimentadas exclusivamente desde y para el ámbito laboral. No es que los conflictos laborales vayan a desaparecer, por el contrario en el actual contexto de crisis multidimensional del capitalismo se ampliarán y recrudecerán, pero ya hace tiempo que perdieron su carácter de “ejemplaridad”: ni son el eje sobre el que pivotan, o a partir del que se provocan las respuestas sociales anticapitalistas; ni son propiamente ejemplares en sus contenidos -reducidos a reivindicaciones corporativas-, ni en sus formas de lucha -ancladas en la dialéctica negociación-movilización-. En la misma medida que el sindicalismo institucional está inserto en la lógica de la representación y de la intermediación, el anarcosindicalismo en particular -más allá de sus tendencias y divisiones- ha zozobrado, a pesar de sus coherencias, en la vorágine del corporativismo puntual, sin engarce a penas con la globalidad de lo social. Es precisamente la preeminencia de lo social sobre lo económico, lo laboral y lo político, el dominio de la transversalidad de las problemáticas sociales, y tal la globalidad  de los sufrimientos individuales y colectivos que genera el capitalismo planetario, lo que obliga a replantearse el quehacer presente y futuro del anarcosindicalismo, si se quiere que éste siga siendo herramienta referencial para la emancipación social.

La propuesta de hibridación no pretende que la acción sindical libertaria se disuelva en pos de una acción social única, ni tampoco que la acción social sea simple adorno instrumental de la acción sindical. Ambos espacios de lucha, siendo autónomos en su desarrollo, debieran de algún modo confluir, mezclarse, interaccionar, enlazarse, para devenir conjuntamente en un nuevo espacio de conflictos, de resistencias y de alternativas.  Señala Ibáñez que “se trata de fomentar la interacción, el intercambio, el roce, la producción de pensamiento en común, la confluencia en la acción, la participación en experiencias comunes, multiplicando las ocasiones para compartir solidaridades.” El énfasis se pone pues en el proceso, en la intencionalidad, anuncia sus posibilidades, sin concretar ni adelantar lo que de dicho proceso puede dar lugar. No obstante, todo proceso se agota en sí mismo, si no consigue crear nuevos retos o eslabones para seguir su marcha, y alimentar el curso de su acción.

Por esto no tengo claro que Ibáñez al plantear el término “hibridación” haya sido plenamente consciente de las consecuencias conceptuales que conlleva. Hibridar implica crear algo nuevo, un híbrido, es decir, un ente con características singulares que sumarizan o sintetizan algunos de los rasgos propios de los entes previamente hibridados. La hibridación como proceso tiene la finalidad última de crear un híbrido, aunque siendo un proceso social y abierto, no podamos o no queramos hipotetizar el híbrido o híbridos resultantes.

En mi opinión, la fórmula de la hibridación social-laboral, con ser pertinente y urgentemente necesaria, puede quedar un tanto coja o un tanto escasa si no nos arriesgamos a definir algunos de los rasgos que implicaría su puesta en marcha. Por ejemplo, el proceso de hibridación se volvería estéril:

  1. si no se desenvuelve en un marco de abierta y franca complicidad con los movimientos sociales de base horizontal,
  2. si no se confía o no se promueve la autonomía y la autogestión de iniciativas no-capitalistas,
  3. si las estructuras no se flexibilizan para dar cabida de pleno derecho a entidades y colectivos no meramente laborales,
  4. si no se generan herramientas permanentes de debate y reflexión,
  5. y si no se enmarca en el ambicioso proyecto de prefigurar una libertaria sociedad postcapitalista.

Cada uno de estos cinco rasgos tiene su propia discusión y sus correspondiente matices, y por desgracia ninguno se cumple enteramente aquí y ahora, pero en conjunto todos y cada uno de ellos presuponen aceptar y asumir un importante riesgo: que la organización anarcosindicalista desaparezca tal como es actualmente, que se transforme y modifique hasta tal punto que lo resultante a penas tenga algo que ver con el pasado y el presente. Sin embargo, si así fuera, el anarcosindicalismo habría ganado mucho: capilaridad, inserción e incidencia social, gran capacidad de lucha y resistencia, y referencia como alternativa para construir la nueva sociedad de igualdad y libertad que anhelamos.

Apuesto por una hibridación comprometida con la transformación social, que asuma la organización como una herramienta flexible y modificable para conseguirla, que estudie, promueva y difunda la autogestión en todas las esferas, y en la que el pensar colectivo y el hacer libertario sean la piedra angular de nuestra intervención en lo social, en lo ecológico, en lo cultural, en los cuidados y, por supuesto, en lo económico y en lo laboral.

                   2. Complicidad y solidaridad.

Ser cómplice es una actitud compleja, no en balde ambos términos tienen algo que ver con el vocablo latino “complex”. La complicidad presupone un acuerdo previo, implícito o explícito, gracia al cual se produce una relación de camaradería, de compañerismo, de solidaridad. Así define el DRAE la palabra “cómplice”: “Que manifiesta o siente solidaridad o camaradería.” Y añade como ejemplo de uso una frase evocadora: “Un gesto cómplice”. Alcanzar dicho gesto es siempre problemático.

La complicidad es altamente compleja pues a veces no se produce ni cuando se da una supuesta ideología compartida. Más difícil aún cuando de lo que se trata no es tanto de compartir principios ideológicos fuertes ni compactos, como de alcanzar un marco común de entendimiento orientado a la acción. El primer objetivo que debe alcanzarse,  pues, es intencional: mostrar voluntad de entenderse. Este querer entenderse, es un acuerdo claro de no imponerse, y por lo tanto, que el punto de partida en el que desean colocarse los potenciales cómplices, es el de agentes iguales y entre iguales, o al menos con el respeto mutuo para pensarse como iguales.

Pero muy a menudo, la complicidad no se genera por razones explícitas ni por motivos previamente identificados, si no que surge y se desarrolla por compartir en tiempo y espacio -coincidentes y concomitantes- los mismos o similares problemas, las mismas o similares ideas de entenderlo, las mismas o similares puestas en acción para encararlos y, finalmente, las mismas o similares ganas de resolverlos. Por voluntad, a veces, y otras por necesidad, la complicidad se crea y se profundiza en el proceso social de respuesta y búsqueda de respuestas frente a situaciones vitalmente compartidas.

Lo que hay que resaltar es que desde un punto de vista libertario, la complicidad puede afianzarse y reforzarse, siempre y cuando se comparta un mismo o similar horizonte: un horizonte necesariamente utópico y de afán de transformación social y global, de plena libertad individual y de efectiva igualdad de todas y todos. Es este horizonte compartido el que primará sin duda en las complicidades que la militancia anarcosindical pueda establecer con movimientos, grupos, colectivos u organizaciones sociales desobedientes a lo establecido. Pero del mismo modo, y por la libertaria coherencia entre fines y medios, las complicidades pueden establecerse con quienes se autoorganizan y estructuran horizontalmente, mediante procedimientos de democracia directa y autogestión. Y aquí es donde hay un amplio y extenso campo de relación e intervención.

El funcionamiento horizontal y asambleario es el mejor acicate para generar y profundizar complicidades, pues la malla de las respuestas sociales críticas y alternativas se teje con el flexible y al tiempo fuerte eslabón de la igualdad en las deliberaciones y decisiones a tomar.  Este es el medio, el único medio para enraizar y diseminar el horizonte libertario. El anarcosindicato y su militancia deben ser sensibles, generosos y en última instancia solidarios para con quienes se expresan y actúan desde la autoorganización contra el orden imperante. Siempre será mejor y más efectivo a la larga, ser cómplices compartiendo formas de organizarse y modos de decidir, que serlo meramente por necesidad circunstancial o puntual.

Pero también son múltiples los contenidos a partir de los cuales establecer alianzas y acrecentar complicidades. Todas las reivindicaciones y vindicaciones que de un modo u otro, parcial o globalmente, comportan visiones y preocupaciones de índole libertaria son   buenas bases para la hibridación de lo social y lo sindical: las luchas antipatriarcales, antimilitaristas,  antiproductivistas, antirrepresivas, por la autogestión de lo público, por el reparto del trabajo y la distribución de la riqueza, y por la democracia directa.

Tenemos pues tres niveles sobre los que positivamente ser cómplices, es decir, “manifestar y sentir camaradería y solidaridad”, para hibridar el anarcosindicalismo con la globalidad de las luchas sociales. Está el compartir horizontes de transformación libertaria de la sociedad, lo que nos hace potencialmente cómplices de quienes se reclaman del anarquismo revolucionario. Está el apoyar, promover y acompañar a quienes generan respuestas y alternativas autoorganizadas horizontalmente, que son cada vez más y en mayor número de ámbitos sociales, culturales y productivos. Y está el confluir y diseminar las ideas y contenidos críticos y alternativos que denuncian, socavan y alteran la lógica capitalista y autoritaria. Tres niveles que, aunque por motivos expositivos hayan sido delimitados, configuran conjuntamente el marco de la complicidad y de la solidaridad anarcosindicalista, en pro de una hibridación que permita saltar el muro de los tajos y engarzarse en la multidimensional conflictividad de lo social.

Para terminar, la solidaridad tiene un basto campo de acción y manifestación, y aunque no puede concebirse complicidad alguna sin ella, la solidaridad puede ir y de hecho va más allá de aquélla, pues podemos ser solidarios con quien sufre tortura, persecución, explotación… sin el concurso de complicidad alguna. Es más, el ejercicio de la solidaridad puede en ocasiones -nunca necesariamente- servir como aguijón para crear complicidades. Sin embargo, de la real complicidad emerge como una de sus más claras expresiones la solidaridad efectiva entre quienes son cómplices, es su fruto directo y más preciado. Pero también y ante todo, la solidaridad amplia y generosamente practicada es el mejor alimento para que las complicidades se nutran, crezcan y hasta se reproduzcan, cual vivo organismo que carcomerá -poco a poco o raudamente, ya se verá- los cimientos aparentemente inamovibles del caduco y mezquino sistema en el que vivimos.

                   3. Autogestión y utopía.

Tanto en los espacios propiamente libertarios, como en otros muchos movimientos de contestación social contra el capitalismo, es muy frecuente, y cada vez más, escuchar la palabra “autogestión”, como si ésta, por el sólo hecho de ser pronunciada, contuviera toda una serie de fortunas y parabienes, a veces como si fuera por antonomasia la panacea de las alternativas anticapitalistas. No obstante, es bastante menos frecuente escuchar sobre proyectos autogestionarios concretos, o en torno a experiencias autogestivas, o a cerca de lo que implicaría la extensión de la autogestión a los diferentes ámbitos del quehacer humano en sociedad.

Es cierto que la autogestión sugiere la puesta en práctica de muchas de las ideas de lo que supone, en cierto imaginario, la utopía libertaria. Y su sola mención contiene la energía y la fuerza de la transformación social, llevada a cabo por los mismos pueblos que desean convivir de otro modo radicalmente distinto y más humano, desembarazándose para ello de la tiranía del capital y del estado. Pero la autogestión ni es unívoca, ni simple, ni fácil, ni sencilla, por el contrario es poliédrica, complicada, difícil y compleja, aunque ni tanto ni mucho más que los actuales sistemas autoritarios y seudorepresentativos a los que estamos sumisamente acostumbrados.

La autogestión es poliédrica y polivalente por cuanto no hay recetas normativas ni pautas dogmáticas para llevarla a cabo, más allá de la gestión colectiva y autónoma que la define. La autogestión es complicada, en tanto que presupone el concurso deliberativo y decisorio de múltiples agentes, con diversas capacidades, habilidades y estrategias, y sobre procesos de producción, consumo, uso y distribución variados y territorialmente yuxtapuestos. La autogestión es difícil por que exige un prolongado proceso de aprendizaje, de ensayo y error, de autoevalución y de revisión. La autogestión es compleja pues atañe a la misma condición humana, a su acción social y a su intervención individual, a la relación entre medios y fines, a las relaciones de poder entre personas y grupos, a la satisfacción de las necesidades humanas y al desarrollo de la libertad. Pero, repito, esto no significa en absoluto que la autogestión no sea factible o posible, aquí y ahora. Por el contrario, es el modo más inmediato y directo de gestionar lo común, respetando escrupulosamente la libertad individual. Y, por supuesto, es, con mucho, más fácil, sencilla, simple, creativa e igualitaria que el sistema autoritario, explotador y depredador de los actuales estados capitalista.

Por ello, parece conveniente y necesario, que en pos de la hibridación social-laboral del anarcosindicalismo, se creen herramientas de estudio e investigación específicamente orientadas a la generación de propuestas, proyectos e iniciativas autogestionarias, y a su  asesoramiento y apoyo a todos los niveles. El anarcosindicato podría ser un auténtico vivero  cultural, social, económico y político para la extensión y la lucha por la autogestión, al tiempo que baluarte para la defensa de los derechos sociales y laborales de todas y todos.  Esta herramienta de estudio e investigación de y por la autogestión, tendría entre sus variados cometidos, uno fundamental: crear cultura autogestionaria, mediante la propaganda y la formación, incentivando y defendiendo iniciativas locales y descentralizadas encaminadas a la puesta en marcha de la autogestión en todos los ámbitos sociales (vivienda, sanidad, transporte, educación, producción, consumo, etc…).

En paralelo a este proceso de creación de cultura autogestionaria, el anarcosindicato  flexibilizaría sus estructuras internas para dar entrada precisamente a grupos, colectivos u organizaciones locales que tuvieran entre sus objetivos la puesta en marcha y el apoyo a iniciativas pro-autogestivas. La ecología, la igualdad de sexos y géneros, la diversidad funcional, los cuidados, el antimilitarismo, jóvenes y estudiantes, desempleados de larga duración, la educación libre, la producción creativa, …así como la economía social y sostenible, serían campos susceptibles de autoorganizarse en el seno de anarcosindicato. Esto supondría un enriquecimiento y una diversificación de las opciones militantes anarcosindicalistas, al tiempo que ganaría en difusión de mensajes, en capacidad de intervención e incidencia.

Las luchas y conflictos sindicales tendrían la oportunidad de verse acompañadas y complementadas con discursos y reivindicaciones próximas pero de índole social. Los movimientos sociales a su vez tendrían una impronta de clase de la que a veces parecen carecer. En ambos casos, se obtendría por un lado un plus de integralidad en los discursos críticos, y por otro una nueva capacidad de interacción y puesta en escena del apoyo mutuo, primera y fundamental razón del anarcosindicalismo en su camino hacia la auto-emancipación humana de toda explotación, dominación y opresión.

Reactivar y actualizar el apoyo mutuo en todos los ámbitos de acción y en todos los espacios de intervención, sería el fruto de esta simbiosis e hibridación de lo laboral y lo social, a través de la lucha compartida por la autogestión, y como medio y fin que prefigura la utopía libertaria.

                   4. ¿Organización o movimiento?

Toda organización se constituye como un sistema articulado de voluntades, idearios y recursos con el propósito de alcanzar unos objetivos específicos en un contexto socio-político e histórico concretos. En el fondo no es más que un mecanismo – diverso y variable- para proveer de respuestas posibles a problemas de distinta índole. Dependiendo de la mayor o menor complejidad del problema que se desea resolver, la organización en cuestión será más o menos compleja en su estructura, en su filosofía y cultura, en su división de tareas, en su reparto de responsabilidades, en sus procesos de toma de decisiones, en su mantenimiento, extensión y reproducción. Obviamente las organizaciones poseen sus propias microhistorias, sus avatares y transformaciones, con su nacimiento, su desarrollo y también su muerte. Y se diferencian esencialmente en los modo de deliberar y decidir, y en las formas como articulan las relaciones de poder internas. Pero lo realmente relevante es que una organización se constituye ante todo con vocación de permanencia, a la constitución le sucede usualmente la institución, y este proceso instituyente es el que le da valía como herramienta más o menos adecuada y socialmente aceptada, pues será más o menos efectiva, eficaz y eficiente en las respuestas que ofrece y en la resolución de los problemas para los que se constituyó. Hasta aquí todo muy general. Mera teoría de las organizaciones.

Bien, pero ¿qué tipo de organización es un anarcosindicato? Sin duda una organización muy especial, pues su último propósito es “La emancipación de los trabajadores y trabajadoras, mediante la conquista, por ellos mismos, de los medios de producción, distribución y consumo, y la consecución de una sociedad libertaria” (artículo 2b, Estatutos de la CGT), así como “Difundir y fomentar entre los trabajadores la cultura y acción libertarias, con el objetivo por un lado, de elevar su condición moral y material en la sociedad presente, y por otro, asumir los medios de producción y consumo en forma autogestionada, implantando el comunismo libertario” (artículo 5b, Estatutos de la CNT-AIT). Más allá de las innegables diferencias conceptuales de estos dos objetivos, en ambos se propone por igual que las clases trabajadoras “conquisten” y “consigan” o bien “asuman” e “implanten” autónomamente la utopía libertaria.

El objetivo final del anarcosindicalismo, y por ende de su organización, no es otro pues, que generar un movimiento social extenso y profundo y, sobre todo, autónomo y autoorganizado, para “conseguir” la transformación social e “implantar” la nueva sociedad “autogestionada”. La peculiar paradoja que esto supone es que el anarcosindicato es una organización que constitutivamente quiere ser movimiento social de masas, pero necesita permanentemente institucionalizarse como la organización de referencia para dicho movimiento. Llamésmolo, por convención, la paradoja de la militancia ampliada, ya que se expresa como la pretensión de una militancia extendida convertida en movimiento social material y subjetivamente transformador.

Hay quien cree que tal paradoja se resuelve con la democracia y acción directas estatutariamente definidas con las que se articula interior y externamente el anarcosindicato, pues piensan que esas son las formas prefiguradoras tanto de los medios como del fin de emancipación que se busca. Sin embargo, la democracia directa del anarcosindicato no es más que la democracia directa del anarcosindicato, no de la sociedad en su conjunto, o de cualquiera de sus partes. Y por esto correctamente el objetivo de emancipación se expresa haciendo uso de frases abiertas, como “asumir… en forma autogestionada” o “la conquista, por ellos mismos, de…”; es decir, se confía en la creatividad y en la contextualización de las respuestas sociales de masas, volviendo pues a la condición de movimiento, y como tal en un proceso paralelo de movilización y autoorganización crecientes.

La paradoja de la militancia ampliada se mantendrá en tensión, hasta su posible resolución futura, lo que dependerá del desarrollo del conflicto social que en un momento dado genere las condiciones que faciliten las transformaciones sociales correspondientes. Lo realmente hermoso de esta paradoja estriba en su capacidad de orientar de forma permanente al anarcosindicato a un horizonte utópico. Pero su carácter paradójico permanece en el choque constante entre considerar la organización anarcosindicalista como herramienta para la movilización y la autoconciencia, o como meta de crecimiento y consolidación en sí y para sí mismo, cuando no de resguardo y recordatorio de pasadas azañas.

Esto explica en parte el enfrentamiento -bien entendido- entre quienes consideran con más o menos cautela u osadía, abrir la organización a la experimentación social emergente y disidente con el orden establecido, y quienes prefieren que la organización sea un ente en crecimiento sostenido y con una identidad fuerte que le defina y le distinga en los vaivenes de las luchas sociales. En ambos casos la paradoja actúa por igual, ya que el objetivo último siempre es construirse como referente de la emancipación social. Y el caso es que ambas situaciones pueden acarrear dificultades de perspectiva similares: si triunfa una visión de automantenimiento se corre el riesgo de desvincularse de la realidad de las respuestas sociales realmente emancipatorias; si triunfa una visión de apertura se corre el riesgo de autodisolverse en una mezcolanza de luchas dispares y de éxito dudoso. Ambos riesgos llevados hasta su final pueden acarrear la misma consecuencia: la pura desaparición del anarcosindicato y, por ende, del anarcosindicalismo.

Ahora bien, ¿la propuesta de la hibridación libertaria de lo social-laboral que he ido esbozando en anteriores artículos responde a alguna de estas perspectivas alimentadas por la paradoja de la militancia ampliada? Lo más fácil es identificarla con la visión más aperturista, pero esto es claramente erróneo, pues la propuesta de hibridación – siempre pensando en el contexto actual de crecimiento del conflicto social de clases – es ante todo una propuesta de reflexión-acción en torno al papel del anarcosindicalismo aquí y ahora, un proyecto que quiere volver a enfocar el anarcosindicato en su vocación constituyente de referente y movimiento para la emancipación social, lo que supone expandir su proceso instituyente como organización que quiere ser en sí misma movimiento social. La hibridación no tiene otro fin que el crecimiento del anarcosindicato y la expansión del anarcosindicalismo, pero expansión que será fruto de un proceso de complicidad horizontal, transparente, cabal y leal con y en los movimientos sociales disidentes, que postulan y practican la autogestión como alternativa al desorden estatal capitalista existente.

Teniendo en cuenta la actual configuración fragmentada y precarizada de la explotación social y laboral, que condiciona la diversidad en los modos con los que la clase trabajadora y los sectores excluidos expresan sus deseos, intereses y aspiraciones, el anarcosindicato no puede dejar de replantearse su papel respecto a las emergentes subjetividades antipatriarcales, antiproductivistas, antiestatistas y proautogestivas. Si no quiere ser mero observador o simple acompañante -crítico, amigo o díscolo- de los acontecimientos y de los conflictos, si no ser cómplice, partícipe, provocador y protagonista en el acontecer social, cultural y político presente y futuro, el anarcosindicato tiene que  acometer de un modo profundo y autocrítico, un cambio de táctica orgánica en su acción social y sindical, y  un cambio en su estrategia de intervención por la autogestión, lo que obviamente no puede ser si no el fruto colectivo del anarcosindicato.

La propuesta de hibridación libertaria no es si no un acicate para generar este debate urgente y necesario: construir organización anarcosindical significa recrearse como movimiento social expandido y enraizado en todos los ámbitos potenciales y reales de conflicto contra el estado y el capital. La hibridación no pretende resolver la paradoja expuesta entre organización y movimiento del anarcosindicalismo, pero sí asumirla y clarificarla para convertirla en palanca de nuevas posibilidades para la emancipación social.

NOTA FINAL: Este artículo no quiere ser más que lo que señala, es decir, simples apuntes. Se redactan pensando en un escenario previsible de aumento de la conflictividad social, por no decir de guerra social de clases, lo que indefectiblemente exigirá del anarcosindicalismo organizado la puesta a punto de sus posibilidades para poder influir en el devenir de los acontecimientos, lo que en mi opinión sólo será posible si se abre un profundo debate sobre qué es y qué no es el anarcosindicalismo en la actualidad. La hibridación sugerida por Tomás Ibáñez es el escenario que se me ocurre más dinámico y positivo de acrecentar las posibilidades a medio plazo del anarcosindicalismo para constituirse tanto en referente de la contestación social ampliada como de la alternativa anticapitalista (y antiautoritaria) a construir.

]]> https://archivo.librepensamiento.org/2012/06/21/apuntes-de-hibridacion-libertaria/feed/ 0 El sorprendente ritmo de las revueltas https://archivo.librepensamiento.org/2012/03/21/el-sorprendente-ritmo-de-las-revueltas/ https://archivo.librepensamiento.org/2012/03/21/el-sorprendente-ritmo-de-las-revueltas/#respond Wed, 21 Mar 2012 11:10:52 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3689 Las más de las veces las revueltas surgen de forma repentina y nos sorprenden cuando menos las esperamos. Cabe preguntarse si las energías que impulsan sus variadas y episódicas manifestaciones anidan permanente y de forma latente en el cuerpo social  esperando que se den las condiciones para brotar a la superficie o si, por lo contrario, se constituyen de forma siempre novedosa desde dentro de las propias condiciones sociales que les dan forma. Se esbozan en este artículo algunas reflexiones sobre las revueltas que nos toca, y que nos tocará, vivir en las primeras décadas del siglo XXI.  

]]> Tomás Ibáñez . Movimiento Libertario

París en 1968; Berlín y la plaza Tienanmen  en 1989; Seattle en  1999; Atenas en 2008; la plaza Tahir en 2011, un poco más tarde ese mismo año la plaza del Sol y la de Catalunya, seguidas por Wall Street…

Periódicamente, sin que se manifieste regularidad alguna en cuanto a la frecuencia del fenómeno, ni que consigamos captar la más mínima regla de sucesión temporal, el horizonte social se quiebra de relámpagos que nadie había previsto un instante antes. Repentinamente, ya sea aquí mismo, o un poco más lejos, o en las antípodas, la triste y gris sumisión cotidiana se rompe y se transforma en potentes vientos de revuelta. Asistimos  entonces a unas imprevisibles explosiones populares que animan nuestros corazones y que logran sacudir, o incluso resquebrajar en algunas ocasiones, los pilares de las instituciones dominantes.

El hecho mismo de que cada nueva explosión social nos coja desprevenidos debería hacernos reflexionar, tanto más cuanto que vamos a seguir experimentando sorpresas durante largo tiempo ¿o es que alguien  se atrevería a aventurar con alguna precisión dónde y cuándo surgirá el próximo episodio que dejará su huella en la larga historia de las revueltas? Desengañémonos, sea cual sea nuestra perspicacia política el próximo episodio nos sorprenderá de nuevo y nos confrontará una vez más con el misterio de esta alternancia irregular y aparentemente caprichosa entre largas fases de desesperante atonía social y breves periodos de embriagadora efervescencia.

Se trata de un misterio que encuentra sin embargo alguna luz en las metáforas que solemos usar para representarnos las erupciones sociales. Una de las que acuden con mayor frecuencia a nuestra mente es la de un volcán que sólo proyecta por intermitencia el magma incandescente que arde continuamente en sus entrañas. Otras metáforas de las insurrecciones sociales aluden a los terremotos que sacuden repentinamente un suelo hasta entonces inerte, o remiten a los imparables tsunamis que se abalanzan bruscamente sobre las costas. Se trata, al igual que ocurre con los volcanes, de fenómenos ciertamente episódicos y escasamente previsibles, al menos con exactitud, pero que, sin embargo, hunden sus raíces en un movimiento continuo como es el del lento desplazamiento de las placas geológicas.

En todas estas metáforas que evocan las revueltas populares encontramos la idea fuerza de una continuidad de fondo, sorda y secreta,  que da lugar sin embargo a manifestaciones episódicas, ensordecedoras y espectaculares. En realidad, la discontinuidad sería tan solo una apariencia, similar a la que evoca el curso del Guadiana: la sorpresa que experimentamos cuando el rio reaparece ante nuestra mirada  no resulta sino de nuestra ignorancia o de nuestro olvido del recorrido subterráneo.

Nuestras metáforas más habituales sugieren que las explosiones sociales constituyen la brusca manifestación de un fuego que arde permanentemente en los más profundos pliegues de la historia, y que representan el resurgir episódico, incluso cíclico, de esa incandescencia a la que nos gusta imaginar bajo los rasgos de una aspiración colectiva a la libertad y de una resistencia subterránea contra el dominio.

Desde este punto de vista la metáfora del volcán no podría ser más sugerente. En efecto, tanto si son distantes como si se hallan cercanas en el tiempo las diversas erupciones de un volcán provienen de un mismo substrato que las alimenta todas, y que les confiere un carácter común por debajo de los numerosos aspectos que las diferencian. Lo mismo ocurriría con las erupciones sociales, más allá de su indudable diversidad todas descansarían sobre un zócalo común, y serían alimentadas por una misma dimensión de la condición humana: la revuelta milenaria contra la opresión, la humillación o la injusticia. En la medida en que todas las revueltas  implican por definición un rechazo de las condiciones contra las que se alzan y, simultáneamente, una exigencia de transformación de esas condiciones, está claro que todas participan de una forma común y parecen compartir un mismo origen que recibe a menudo el nombre de descontento popular.

Una idea ampliamente difundida nos dice que las energías sociales necesarias para hacer surgir potentes movimientos de revuelta social se encuentran en estado latente en el cuerpo social, y que se liberan bruscamente cuando la voluntad de cambio, estimulada por un empeoramiento de las condiciones de vida o por el activismo militante, consigue crear situaciones de enfrentamiento directo. Cuando estas energías sociales irrumpen a la superficie el gran reto que deben afrontar los militantes consiste en conseguir  que los movimientos  de revuelta cristalicen, impidiendo que se diluyan velozmente. Se trata de lograr estabilizar sus potencialidades, consolidarlos, anclarlos en el espacio y en el tiempo para transformarlos así en trampolines  que permitan llegar más lejos en el siguiente salto.

No obstante, en contraposición a las concepciones vehiculadas por las mencionadas metáforas, cabe preguntarse si las revueltas populares no constituirían más bien  “creaciones” sociales en el sentido fuerte del término “creación”, es decir, “acontecimientos” que se crean ex-novo en el campo histórico social y que, por ser precisamente “acontecimientos”, no están  totalmente pre-contenidos en las condiciones que anteceden a su existencia.

En efecto, si reflexionamos sobre lo ocurrido en Mayo 68, o sobre las ocupaciones de las plazas de Madrid o de Barcelona a partir del 15 de Mayo de 2011, vemos que las energías sociales que se despliegan en las grandes revueltas sociales no prexisten necesariamente al inicio de las movilizaciones.  Es, más bien, como si surgiesen desde el interior de las propias movilizaciones y fuesen acompasando el posterior desarrollo de las luchas. Estas energías se constituyen en el seno mismo de las situaciones de enfrentamiento y es probablemente por eso por lo cual las grandes erupciones sociales tienen un carácter imprevisible y se presentan bajo los rasgos de la espontaneidad.

Pero cuidado, hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no implica en absoluto una denegación de causalidad. Obviamente, es necesario que se encuentren efectivamente reunidas ciertas condiciones antecedentes para que estallen revueltas importantes. En este mismo orden de cosas, el hecho de que revueltas similares estallen casi al mismo tiempo en regiones del globo relativamente distantes (véanse las múltiples revueltas del año 1968, o aquellas, en cascada, de los países árabes) indica claramente la presencia en todas esas regiones de condiciones previas suficientemente parecidas. Negarlo conduciría a atribuir esta casi simultaneidad al solo efecto de un fenómeno de contagio y de reacción mimética, lo cual no parece muy plausible.

Asimismo, hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no significa  que  se pueda prescindir del trabajo de agitación política y social, de la actividad de difusión de las ideas subversivas, o de la labor de preparación del terreno para futuras revueltas. Todo esto es imprescindible aun sabiendo que cuando estallen las revueltas estas sacarán su fuerza de ciertas características de su propio desarrollo más que de la previa preparación del terreno.

En este mismo orden de ideas, también es cierto que cada nueva revuelta encuentra elementos valiosos en la larga memoria de las revueltas anteriores, porque aunque las erupciones populares sean discontinuas parece que un hilo rojo las  conecte entre sí. Sin duda,  la marca dejada en el imaginario por las luchas anteriores alimenta las revueltas posteriores, sin embargo, por profunda que sea esta marca no basta  para activarlas. Las personas no se lanzan al combate apoyándose sobre las huellas dejadas por las luchas pasadas sino que lo hacen porque reaccionan contra lo que perciben como una injusticia, una agresión o un abuso en el momento presente. En su inicio la movilización siempre nace como replica a una situación que ya no se soporta o ante un hecho que no se acepta, y solo posteriormente  la dinámica que se instaura en este movimiento inicial le permitirá adquirir, o no, la amplitud suficiente para alcanzar el rango de acontecimiento histórico. El imaginario y la memoria se incorporan eventualmente al movimiento durante su desarrollo aportándole valiosos ingredientes, pero no lo crean  ni presiden  a su eclosión.

Dando por supuesto que las causas de la revuelta deben estar efectivamente presentes para que esta pueda estallar, aún permanece el interrogante sobre las razones por las cuales, aun estando presentes esas causas, la revuelta puede no llegar a producirse, o por lo contrario puede alcanzar una amplitud extraordinaria, o también,  puede extinguirse rápidamente. Algunas de esas razones son fáciles de adivinar. Así por ejemplo, es obvio que la intensidad del control que ejerce un sistema de dominio en unas circunstancias históricas determinadas puede explicar que la revuelta no llegue ni siquiera a manifestarse, también es obvio que la contundencia de la represión puede hacer que esta se extinga rápidamente, y está claro por fin que la intensidad del descontento puede explicar su expansión, pero otros factores intervienen igualmente para propulsar o para inhibir la fuerza de la revuelta. Para intentar acotarlos puede ser útil distinguir entre dos grandes tipos de rebeliones.

Un primer tipo de rebelión es inherente al propio funcionamiento del sistema. En efecto, las luchas que transforman el descontento social en un enfrentamiento directo pueden ser masivas, duras, violentas, y, en el mejor de los casos, pueden hacer retroceder el poder político, arrancar ciertas concesiones a los poderes económicos, o incluso modificar el tablero político haciendo caer gobiernos y propiciando la convocatoria de elecciones, pero estas luchas solo son la expresión de la conflictividad social inherente al sistema, y se inscriben en la lógica de su propio funcionamiento. Un funcionamiento que esta hecho de una tensión y de una lucha permanente entre dominados y dominantes, con  constantes reajustes de las relaciones de fuerza que presiden á la creación y a la distribución de las riquezas o a la toma de decisiones políticas. La revuelta se presenta entonces como un momento particularmente agudo  de un conflicto de intereses que se encuentra en la base misma de nuestro tipo de sociedad y su desenlace toma la forma de una redistribución de los intereses en juegos que puede beneficiar o perjudicar a los actores de la revuelta según sea el resultado final de la fase de confrontación directa.

Una metáfora que ilustra bastante bien el juego reglado de las luchas sociales ancladas sobre los conflictos de intereses es la del flujo y el reflujo de las olas en las playas. La ola se rompe sobre la playa, retrocede unos metros y se adelanta nuevamente, incansablemente. El flujo y el reflujo de las olas sobre la playa, o el de las mareas si cambiamos de escala, es una imagen apreciada por quienes gustan  hablar de fases de repliegue y de ofensiva del movimiento obrero. Es bien cierto que los avances y los retrocesos de ciertas luchas sociales miman el ir y venir de las olas y de las  mareas, exceptuando su  regularidad, pero esta imagen connota también la idea de una monótona repetición incapaz de trastocar el orden profundo de las cosas.

En este tipo de revuelta, que se expresa mediante la huelga o la manifestación callejera, el objetivo que se persigue consiste en dar la máxima visibilidad a un desacuerdo, en expresar colectivamente una exigencia, y en forzar un cambio que vaya en la dirección de satisfacer lo que se reclama. Toda la lucha se vuelca en la resolución del problema bien preciso que la ha provocado y se agota en ese objetivo. En este tipo de movimiento la expansión o no de la revuelta sólo depende, por una parte, de la intensidad del descontento social que la espolea y, por otra parte, de la intensidad de la represión ejercida para contenerla y eliminarla. Así, por ejemplo, la radicalidad y la amplitud de las movilizaciones que sacuden Grecia estos últimos meses dan la medida del altísimo nivel alcanzado por el descontento popular y solo la represión impide por ahora que consigan lo que exigen.

Sin embargo ocurre algunas veces que las luchas  surgidas del descontento social propician el despliegue de una creatividad social que cuestiona y que hace tambalear la lógica misma del sistema. Se dibuja entonces un segundo tipo de movimiento de revuelta que se aparta del juego más o menos reglado de la conflictividad social suscitada por los conflictos de intereses. Podemos reconocer este segundo tipo de movimiento en  los acontecimientos de Mayo 68, en el movimiento del 15 M, o, muy parcialmente, en la plaza Tahir, por citar tan solo algunos ejemplos.

Cuando se dibuja un movimiento de este tipo, vemos cómo las muchedumbres que invaden las calles y los lugares públicos no lo hacen  sólo para protestar contra tal o cual agravio, o para exigir tal o cual medida, sino también para instituirse, o mejor, para  auto-instituirse como un nuevo sujeto político. Este proceso de auto-institución que toma lugar en el seno mismo de las movilizaciones requiere que las personas se organicen, conversen, elaboren colectivamente un discurso político que les sea propio y que construyan en común los elementos necesarios para mantener en pie la movilización y para desarrollar su acción política. Eso exige que se haga trabajar la imaginación para crear espacios, construir condiciones, elaborar procedimientos que den a las personas la posibilidad de elaborar, por sí-mismas y colectivamente, su propia agenda al margen de consignas venidas de lugares exteriores al propio lugar de las movilizaciones.

Este trabajo de creación de un nuevo sujeto político toma entonces la delantera sobre las reivindicaciones particulares que han suscitado la movilización. De hecho, el paso de un tipo de movimiento al otro parece producirse cuando las situaciones iniciales de confrontación consiguen sustraer determinados espacios a los dispositivos de poder que los controlan, logran desbordar lo instituido, alcanzan a liberar un trozo de la realidad del poder que lo ha investido, creando de esta forma un vacío de poder en determinadas esferas sociales. En este tipo de situación se forman nuevas energías sociales que se añaden a las que provienen del descontento social inicial, estas energías se retro-alimentan, pierden intensidad por momentos para, en el instante siguiente, volver a crecer con más fuerza al igual que ocurre con las tormentas. El hecho de subvertir los funcionamientos habituales y los usos establecidos, de ocupar los espacios, de transformar los lugares de paso en lugares de encuentro y de palabra, todo eso activa una creatividad colectiva que inventa en  cada instante nuevas maneras de extender la subversión y de hacerla proliferar.

Los espacios liberados engendran nuevas relaciones sociales que crean a su vez nuevos vínculos sociales, las personas se transforman, y se politizan, en muy pocos días, no superficialmente sino profundamente, con una rapidez increíble. De hecho, son las realizaciones concretas que se consiguen llevar a cabo, en el aquí y ahora de la lucha, las que consiguen motivar a las personas, las que logran incitarlas a ir más lejos, y les hacen ver que otros modos de vivir son posibles. Pero para que estas realizaciones puedan crearse es necesario que las personas se sientan protagonistas, que decidan por ellas-mismas, y es cuando son realmente protagonistas, y cuando se sienten realmente como tales, cuando se implican totalmente, lanzando todo su cuerpo en el desarrollo de la lucha y consiguiendo que el movimiento de revuelta se amplifique mucho más allá de lo que dejaba presagiar el descontento instigador de los primeros enfrentamientos.

Aun suponiendo que el análisis esbozado hasta aquí encierre algunos elementos razonablemente aceptables, éste no nos proporciona receta alguna para transitar desde el primer tipo de movimiento hasta ese segundo tipo que se corresponde más íntimamente con las concepciones y con los deseos anarquistas. Tampoco nos ofrece la menor indicación sobre las condiciones que deberíamos arbitrar para hacer que estos movimientos perduren en el tiempo. Todo parece indicar, al contrario, que su carácter volátil y efímero va a acentuarse a medida que se ensancha el ciberespacio y que proliferan las redes sociales basadas en los intercambios electrónicos.

Ya en el 2006 subrayaba en la revista francesa Réfractions qué: «… las luchas actuales tienen un carácter episódico y discontinuo. Efímeras y ampliamente imprevisibles las movilizaciones de masa surgen como unas erupciones que no resulta fácil descifrar… hoy en día los principales núcleos activistas surgen, puntualmente y sin estabilidad temporal, a partir de la esfera de los no organizados o de los débilmente organizados, de los no militantes o, a lo sumo, de los militantes intermitentes. »

Seis años después estas características se han acentuado aun más, y podemos arriesgarnos a aventurar que las grandes movilizaciones populares van a multiplicarse por el mundo, van a sucederse a un ritmo mucho más apresurado y que van a ser cada vez más imprevisibles. Una de las causas principales de esta proliferación y de esta aceleración se encuentra probablemente en el hecho de que la conexión permanente entre centenares de millares de personas, mediante Facebook y Twitter entre otras redes, dibuja los contornos de una multitud virtual que puede materializarse en cualquier momento con una rapidez inaudita.

No obstante, si las movilizaciones surgen con celeridad también se disuelven casi tan rápidamente como se constituyen. Es como si aquello mismo que hace posible la rápida creación de un movimiento de masa impidiese al mismo tiempo su estabilización y su consolidación sobre la larga y la mediana duración. Pero esto no debería sorprendernos porque la rapidez con la cual se forma hoy en día una movilización masiva se debe en parte al hecho de que se constituye sin infraestructuras previas, sin ningún anclaje fijo en el espacio, sin que exista un corpus de experiencias compartidas y una historia común. Se constituye en la fluidez de lo que se podría llamar lo inmaterial, llevado por las ondas por así decirlo, y esto mismo que favorece su rápida constitución se vuelve contra sus posibilidades de perdurar.

No hace mucho tiempo las grandes concentraciones tenían que ser convocadas por estructuras organizativas estables, sindicatos o partidos, arraigadas en el territorio y avaladas por una antigüedad suficiente, una vez lanzada esa convocatoria debía ser difundida por los militantes y los simpatizantes de estas organizaciones. Hoy la convocatoria puede provenir de otros lugares, y recurrir á otras cajas de resonancia que se revelan igual de eficaces y mucho más eficientes.

Pese a la enorme incertidumbre y a las fuertes dudas que siempre acompañan cualquier apuesta sobre el futuro, sigo convencido de que el ritmo de las revueltas va a ser cada vez más espasmódico, cada vez más imprevisible, y que éstas serán sin duda de muy corta duración porque las características de las sociedades actuales —velocidad, comunicación, conectividad, etc.— facilitan la eclosión de los movimientos de rebelión al mismo tiempo que  los condenan a ser efímeros. Si este panorama político se confirmase, deberíamos afrontar con cierta urgencia al menos dos interrogantes.

El  primero hace referencia a nuestra capacidad de adaptación a nuevas formas de lucha que desafían, por un lado, buen número de esquemas laboriosamente elaborados durante  cerca de dos siglos de lucha por un cambio social radical y libertario, pero que, por otro lado, parecen congeniar con algunos de los principios libertarios más genuinos y demostrar su validez. ¿Cómo redefinir en este nuevo contexto la función de nuestras organizaciones, las modalidades de nuestras intervenciones, nuestro tipo de inserción en las revueltas, los ritmos de nuestros compromisos?

La segunda cuestión consiste en saber si las nuevas características de las revueltas sociales  van a disminuir o a incrementar las posibilidades de poner en jaque el actual sistema social y forzar su transformación radical. ¿Estas nuevas características van a brindar un respiro a las fuerzas que controlan el sistema, van a permitirles afrontar los movimientos de revuelta en mejores condiciones, o, al contrario, van a crearles más dificultades, sembrar el desconcierto en sus actuaciones, y hacerles correr mayores riesgos de desestabilización?

El hecho de que debamos celebrar o lamentar en un futuro cercano la emergencia de estos nuevos movimientos dependerá, por supuesto, de las respuestas que reciban estos dos interrogantes, pero sean cuales sean las respuestas, todo parece indicar que las nuevas características de las revueltas van a definir durante un tiempo probablemente largo el contexto en el que se desarrollarán nuestras luchas.

 

Traducido y adaptado del texto publicado en el número 28 de  la revista Réfractions (Paris, mayo 2012)

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Nuestras revoluciones https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/nuestras-revoluciones/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/nuestras-revoluciones/#respond Wed, 21 Dec 2011 20:56:53 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3292 Andrea Breda (Miembro del colectivo de jóvenes libertarios de Milán “A-Sperimenti”)

La evolución cultural tiende a evidenciar la estrechez de los márgenes de libertad permitidos por las instituciones sociales y a fomentar la exigencia de mayores cuotas de libertad. Revolucionaria es aquella persona que obra en contra de las limitaciones impuestas por las instituciones y pugna por transformarlas para que se amplíen los campos de libertad. Sin embargo, para llevar a cabo esta transformación no basta con luchar contra la dominación ejercida por las instituciones sino que hay que liberar espacios físicos y mentales que capaciten a los individuos para categorizar lo existente de manera distinta y crear nuevas relaciones.

Luchamos para vencer una tensión, una tensión alimentada por esa necesidad que llamamos libertad. La contingencia, nuestra propia contingencia, nos ha llevado a llamar a esta lucha, anarquía. En efecto, para nosotros, la anarquía no es la sociedad del futuro, tampoco es un fin ni un medio, es un método, uno entre los posibles, pero el único posible para nuestra forma de vivir el presente. En el momento en que seamos capaces de juntar los extremos de la sociedad y superar la tensión que impulsa nuestra lucha, nos podremos considerar vencedores. Sin embargo, un peligro nos amenaza en el momento de la victoria. En la ilusión de que no hay libertad sin anarquía, en la ilusión de que nuestra anarquía es la Anarquía, podremos caer en la trampa de luchar por ella y no por la libertad. Nos daremos cuenta demasiado tarde de que nos hemos convertido en los nuevos amos, en los garantes de lo instituido.
Vamos a tratar de comprender ahora cómo este escenario nos reconduce hacia una dinámica revolucionaria, tanto en relación con lo instituido como en lo que atañe a la noción clásica de la revolución. En la primera parte vamos a tratar de definir el sujeto revolucionario, mientras que en la segunda precisaremos lo que entendemos por revolución.

El sujeto revolucionario
En primer lugar, debemos tratar de entender qué mecanismos producen la tensión libertaria de la que parte nuestro razonamiento. Podemos avanzar una primera observación de carácter general. Un determinado contexto sociocultural, considerado tanto en términos espaciales como temporales, garantiza a las personas que forman parte de él un cierto grado de libertad. Dependiendo de la cultura y del tipo de sociedad – régimen político, costumbres, tradiciones, etc. – tendremos un mayor o menor grado de libertad.
La primera observación que es importante hacer, se refiere a la condición de los sistemas socioculturales y a la percepción que de esta condición tienen los sujetos que viven en su seno. Un sistema cultural, y por lo tanto la sociedad, nunca puede ser estable, sino que siempre está en incesante transformación. Podemos hablar en este sentido de evolución cultural, pero subrayando que nuestra definición de la evolución cultural está desprovista de cualquier concepción positivista o teleológica. La evolución cultural no avanza hacia ningún objetivo predeterminado y no se encuentra contenida en las condiciones pre-existentes. La evolución cultural no significa un recorrido hacia un sistema cultural que sea cada vez mejor que el anterior. Simplemente se trata de una mezcla continua, una superposición, una recombinación de todas las relaciones que existen dentro de un cuerpo social, con el resultado de determinar a cada vez una cultura diferente. Este movimiento es fluido y continuo, no fragmentado y brusco. Es por eso que lo percibimos más en sus efectos que en sus mecanismos, que siguen siendo en gran parte desconocidos e incognoscibles. En otras palabras, la valoración positiva o negativa de un determinado contexto cultural y de las relaciones que pueden o no desarrollarse en su seno, sólo se podrán formular por quienes viven en dicho contexto, precisamente porque son ellos quienes experimentan sus efectos. Sin embargo, para poder expresar esta valoración de manera adecuada, será fundamental un cuidadoso análisis crítico de los juegos y de las relaciones de poder que han contribuido a la creación del contexto considerado, independientemente de lo laborioso y complicado que resulte ese análisis.

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Una segunda observación clave se refiere al concepto de libertad. Empecemos por formular una especificación. Además de hablar de la libertad garantizada por un determinado contexto sociocultural, también se puede hablar de un grado adicional de libertad buscado por cada individuo. En otras palabras, si la cultura vive una constante evolución, no se puede decir lo mismo de las instituciones, entendidas como grupos sociales legitimados. De hecho, por su naturaleza las instituciones tienden a cristalizar, es decir, tratan de mantenerse vivas tanto como sea posible, incorporando en sus propias normas los elementos socioculturales que les han permitido consolidarse como instituciones. Este movimiento, huelga decirlo, es opuesto al de la evolución cultural, que, como hemos visto, tiende por naturaleza a modificarse de una manera constante y continua. Esto crea una tensión entre el proceso de institucionalización y el de la evolución cultural. Esta tensión se reproduce a nivel individual en base a la necesidad que tienen las personas de acceder a una mayor libertad, la necesidad de ir más allá de la libertad otorgada por el contexto sociocultural y sus instituciones, la necesidad de rebelarse contra lo instituido.
A la luz de esta oposición, y de la tensión que surge de ella, podemos decir que cualquier intento de delimitar la libertad es causa intrínseca de las dinámicas del abuso de poder y de la opresión, de la dominación en último término.
La institución puede adoptar diversas formas, puede encarnarse en una persona o ser representada por un grupo de individuos, pero también puede presentarse como un juego o un ritual y, por tanto, difundirse como tal por todo el cuerpo social. El punto fundamental reside en el hecho de que la institución, ya sea bajo la forma de un individuo, de un juego, o de un ritual, siempre intenta definir un nivel preciso de libertad que sea funcional para su propia supervivencia pero que al ser fijado como absoluto acaba frustrando la necesidad de mayor libertad que tiene el individuo para «adaptarse» a la continua evolución del contexto cultural.
En este sentido, no es posible imaginar una sociedad compuesta de instituciones que permitan un grado de libertad aceptable para todos, y siempre habrá una tensión adicional. Aquello que, en nuestra opinión, es deseable y se puede alcanzar es una sociedad que permita a las personas poder renegociar en todo momento su propio rol formal dentro del cuerpo social. Una sociedad libre es probablemente una utopía, mientras que nos parece mucho más concreta una sociedad que ofrezca en todo momento a los individuos la posibilidad de liberarse. En otras palabras, en cualquier contexto social, los individuos deben negociar su subjetividad con la comunidad, si quieren ser parte de ella. Esta «negociación» puede ser a través de una constante indagación mediante la participación y el debate de las relaciones que cada persona tiene con el resto del mundo, o se puede establecer de una manera externa al cuerpo social por parte de un sujeto que, dando un valor absoluto a los juegos de poder en el seno de la sociedad, va a concretar y a reproducir las relaciones de dominación.
Comienza a ser más clara, en este contexto, la acción revolucionaria.

Revolucionario es aquel que, pese a la presión hacia la homologación ejercida por las instituciones dominantes, busca permanentemente satisfacer la necesidad de más libertad que proviene de la tensión entre la evolución sociocultural y el conservadurismo institucional que asegura la reproducción de la dominación.

La idea de la revolución
En un intento de definir el sujeto revolucionario, hemos utilizado términos tales como dominación y poder en un sentido muy específico; analizar el significado que atribuimos a estos conceptos nos ayudará a entender mejor a qué nos referimos cuando hablamos de la anarquía como un método de lucha. En relación con los conceptos de poder y dominación, analizaremos también el concepto y la práctica de la autogestión, que nos permitirá delimitar de un modo más concreto la acción revolucionaria.

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En la vida cotidiana el poder se percibe como una entidad exterior al cuerpo social. Se percibe como algo que puede ser conquistado por quienes lo anhelan, convencidos de que gracias a él podrán liberarse de la obligación de obedecer y que, finalmente, podrán mandar. Para quienes no les gusta ser mandados, ni tampoco mandar, el poder es el Leviatán a derrotar, el gran palacio a derribar. El mundo se divide, de forma simplista, entre los que luchan por el poder y los que luchan contra el poder. En el medio se encuentran aquellos que aguantan pasivamente el poder, como también aguantan las luchas que lo rodean. Sin embargo, esta es una visión ficticia, es el producto de una determinada cultura, una cultura creada y estructurada por y para la dominación, es el producto de nuestra cultura. Tan pronto como nos apartamos de las clasificaciones y de los esquemas que caracterizan y dan sentido a los conflictos, tal como los percibimos hoy en día, nos damos cuenta que el poder, lejos de ser una entidad malvada y represiva, que oprime a la sociedad, representa una propiedad, una capacidad inherente a todo ser humano que fluye dentro del cuerpo social, no fuera de él. El poder es la capacidad que cada ser humano tiene de contribuir al complejo proceso de estructuración de los sujetos y de las estructuras sociales, mediante la continua y variable instauración de relaciones con otros individuos.

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En este sentido, el poder no es, por supuesto, sólo represivo. Dependiendo de las relaciones que establecemos con otras personas, y por lo tanto, según las definiciones de los roles sociales, nuestro poder podrá ser creativo y funcional para las prácticas de liberación. Sin embargo, tan pronto como el deseo de ver realizado a toda costa nuestro modelo de las relaciones y los roles sociales empieza a sacar ventaja, tratamos de excluir a los demás de este proceso de definición de lo existente. Cuando esta exclusión se ha producido, el poder pasa a ser ejercido por unos pocos individuos que se arrogan el derecho y la posibilidad de definir los roles y las relaciones sociales de todos. De esta manera se materializa la dominación del hombre sobre el hombre, así como del hombre sobre los otros animales y sobre la naturaleza. Esta es la razón por la que se perdió la conciencia de un poder creativo y por la que la percepción cotidiana es la de un poder amenazante y represivo. Este mecanismo también nos proporciona los primeros elementos para entender por qué nuestra anarquía no puede ser la Anarquía, so pena de reproducir las relaciones de opresión.
El verdadero problema es que una definición particular de los roles sociales tenderá a ofrecer una visión particular de la realidad, orientada a mantener estables esos roles. En otras palabras, nuestra sociedad ha consolidado culturalmente el concepto de que el fundamento del vínculo social es la relación de mando/obediencia, es decir, el deber de obediencia: la coerción política. Este concepto fundacional ha creado un espacio del imaginario que se caracteriza por reglas propias y que es, por definición, incompatible con otros imaginarios, otras representaciones culturales que no postulan el deber de obediencia como matriz de las relaciones sociales. Uno de los efectos más inmediatos que este espacio del imaginario produce en nuestras «cabezas» es, por ejemplo, la hipótesis represiva del poder del que hemos partido en nuestro análisis. Pero gran parte de los significados que asignamos a las cosas, a las palabras, a las relaciones que construimos, es el producto de esa representación de la realidad que, como una ameba, trata de ocupar todo el espacio del significante existente.

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Tratemos ahora de comprender cómo las relaciones de dominación actúan sobre los sujetos involucrados en las relaciones. Nuestra reflexión parte del hecho de que no existe ninguna esencia por descubrir. Que no hay una libertad perdida por rencontrar. No hay opresión o represión, por fuerte que sea, que nos impida rebelarnos, es decir, volver a empezar a partir de nosotros mismos. Liberar y liberarse no es una operación hacia atrás, en la sociedad y la historia, en busca de una dimensión perdida y nunca rencontrada, sino que es, como hemos visto, el ejercicio de nosotros mismos en positivo. En esta línea de pensamiento se define la dominación, en su sentido más amplio, como la relación social que roba a los individuos la capacidad de ejercer por sí mismos, en positivo. En otras palabras, es una relación social que extrae energía del cuerpo social, desangrándolo, y la deposita en manos de unos pocos: los individuos se ven privados de la posibilidad de participar en la clasificación formal de los roles sociales. Desde la perspectiva de los que dominan, una relación de dominación sólo se concreta y culmina cuando su existencia misma se ha naturalizado y ha sido interiorizada por los individuos, lo que permite su reproducción en el mito y el ritual.


El engaño de la dominación es, sin embargo, doble. Por un lado engaña a través de su naturalización porque nos convence de su necesidad y, en última instancia, de su rectitud. Por otro lado esta ilusión colectiva, que conduce a la servidumbre voluntaria, encierra otra igualmente insidiosa. La percepción ilusoria de la relación de dominación como algo necesario y natural, empuja la lucha social al combate contra un engaño, una alucinación colectiva. Pocos, en su acción política, se dan cuenta que no es la dominación lo que tienen que atacar directamente. Esta constituye en primer lugar una representación mental de los dominados y sólo, en un segundo lugar, los propios dominados, víctimas de una ilusión, son conducidos a aceptar, consolidar y reproducir las relaciones de dominación, plasmando de esta forma una determinada condición social. De hecho, esta no es otra que la servidumbre voluntaria. La dominación no se combate a ciegas. De este modo, se refuerza gracias a un juego de espejos, gracias a una forma impuesta de antagonismo que no hace nada más que alimentarla. La resistencia a la dominación se traduce en el intento de liberar espacios físicos y mentales que permiten a los individuos recuperar y ejercer su propia capacidad de contribuir a la categorización de lo existente, revolucionando así el imaginario establecido para poder satisfacer su necesidad de una mayor libertad. De lo contrario, los sujetos, inmersos en la alucinación dominante y en la dominación alucinante, ya no distinguen la realidad de la ilusión y luchan contra molinos de viento o en el peor de los casos, renuncian a existir realmente.

Sin nombre
Dentro de este sombrío panorama, las prácticas de autogestión se proponen como una práctica revolucionaria que trata de socavar, a través de prácticas independientes y la consiguiente configuración de un pensamiento autónomo, el espacio del imaginario de la dominación y retomar el poder de contribuir a la clasificación formal de los roles sociales por parte de cada individuo. Se propone descubrir a las personas la verdadera obligación social en contraposición a la obligación política. Se propone recordar la obligación que tiene el ser humano, como animal social, de dotarse de reglas para las relaciones inter-individuales. De esta obligación surge, sin embargo, la libertad específica del hombre. La libertad de poder elegir las normas que rigen las relaciones sociales, de poder definir la clasificación de los roles que mejor se adapten a las exigencias del individuo en una situación dada. Pero también, y sobre todo, la libertad de poner en cuestión y cambiar dichas reglas y clasificaciones. De hecho, es importante recordar siempre que cualquier sistema de clasificación genera un espacio del imaginario dominante, que una vez desarrollado hará posible dar significado a lo existente, con las enormes consecuencias que ello conlleva. Por lo tanto, será esencial no perder de vista la brújula del cambio que se ha operado y poner de relieve en todo momento la conexión entre el sistema de clasificación adoptado y el imaginario dominante, con el fin de determinar en cada ocasión, la forma en la que las relaciones que establecemos y los roles que definimos, influyen en la determinación de los sujetos y de las estructuras sociales que son la cara visible y perceptible de lo real. Lo que tenemos que investigar y combatir, en su caso, son los lazos y las relaciones que el sujeto mantiene con el mundo, las palabras, las cosas y las personas, y dado que el hombre es un animal social, el nivel subjetivo se resuelve irremediablemente en el colectivo. Una sociedad será, entonces, igualitaria cuando todos ejercen su propio poder y libre cuando renuncia a dar una definición universal de la libertad. La libertad del hombre consiste precisamente en ser capaz de buscar siempre una nueva definición de la libertad.
En el marco de estas ideas, que adopta claramente el enfoque relativista, no se determina a priori cuál es la mejor forma de poner en práctica la revolución. Cada estrategia puede ser eficaz, siempre que cuestione lo establecido y cuando cumpla las características que hemos descrito al hablar de la autogestión: la participación, el debate y la acción directa. También la violencia, entendida como resistencia a la represión estatal encuentra aquí su justificación. Los sujetos y las estructuras sociales contemporáneas, al igual que sus análogos en el pasado, aunque con grandes diferencias, son el producto de unas relaciones que en última instancia, se sostienen gracias a la violencia. En el momento de la revolución, de la rebelión, de la fractura de lo instituido tendremos que pasar cuentas, en primer lugar, con aquellos elementos que han incidido más profundamente en el proceso de estructuración. Al igual que otros antes que nosotros, debemos tener siempre en cuenta que el primer paso para rebelarse contra la sociedad es la rebelión contra nosotros mismos. En este acto de rebelión cotidiana que pugna por modificar el sujeto, es decir las relaciones que mantenemos con el mundo, se halla la búsqueda del camino para la transformación cultural y, en última instancia, para la revolución. Actuando sobre nuestras relaciones interferimos en los procesos de configuración de lo real, alimentando el cambio, transformando la cultura y la sociedad y posibilitando nuestra liberación y la de los demás. Como dijo Camus, “me rebelo, luego existimos”.

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Traducción del italiano: Paco Marcellán

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Una acción ilegal entre otras: La Revolución. Del ilegalismo y de la revolución https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/una-accion-ilegal-entre-otras-la-revolucion-del-ilegalismo-y-de-la-revolucion/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/una-accion-ilegal-entre-otras-la-revolucion-del-ilegalismo-y-de-la-revolucion/#respond Wed, 21 Dec 2011 20:39:20 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3271 Imagen portada

Eduardo Colombo – Militante libertario

Las revoluciones son acontecimientos históricos que provocan la ruptura del imaginario establecido a la vez que toman su impulso en esa ruptura, y que transforman profundamente las relaciones sociales y sus bases legitimadoras. Las revoluciones se impulsan en base a proyectos animados por una voluntad consciente de sí misma y, requieren de la acción colectiva, del alzamiento de las masas y de la insurrección. La creencia en un cambio revolucionario de la sociedad ha sufrido un proceso de deslegitimación promovido por el bloque imaginario neo liberal pero que también encuentra ecos favorables en ciertos sectores supuestamente innovadores del pensamiento libertario.

 Imagen 1

“ … La clandestinidad ha sido fecunda en cierto

momento, pero ella misma se encuentra determinada

por aquello contra lo cual pretende luchar. “

Pierre Klossowki, Sade et Fourier1

 
El 12 de julio de 1789 Camille Desmoulins, salta sobre una mesa pistola en mano y grita: «¡A las armas!». La Revolución aún no se había llevado a cabo, todavía era ilegal.
El 9 de marzo de 1883 tres panaderías son saqueadas en París durante una manifestación de personas privadas de trabajo. Louise Michel, enarbolando – o no – una bandera negra, camina al lado de Pouget. Reciben fuertes condenas, seis años de reclusión para Louise Michel, ocho para Émile Pouget. En el mes de mayo de 1899, Marius Jacob arrambla con todo lo que atesora el Montepío de Marsella. El 17 de noviembre de 1925, varios individuos roban las cajas de una estación del metro de Buenos Aires, la policía señala entre ellos la presencia de Durruti, Ascaso y Jover.
Un abogado revolucionario, una mujer combatiente, un teórico del sabotaje, un honesto atracador, tres militantes obreros. Hombres y mujeres consagrados a la causa de la libertad y de la igualdad, que actúan ilegalmente en diferentes momentos de la historia y bajo diferentes regímenes, impulsados por una misma voluntad: la de subvertir y transformar una sociedad inicua.
Se trata, sin duda, de unos actos que son ilegales ante la ley vigente, pero ¿qué vale la ley cuando se cuestiona la propia legitimidad del régimen?
El régimen es el orden, la forma, que da su carácter a la sociedad. Es el régimen el que hace la ley. Y como ya lo había comprendido Winstanley: “La Ley… no es sino la voluntad declarada de los conquistadores en cuanto a la forma en la que quieren que sus sujetos sean gobernados.”2
En las oligarquías representativas3 bajo las cuales vivimos, el orden que rige la ley es la jerarquía económico-política, la dominación de clase, la pobreza, la exclusión, la deportación, la represión en cuanto surge la primera revuelta.

«EN LAS OLIGARQUÍAS REPRESENTATIVAS3 BAJO LAS CUALES VIVIMOS, EL ORDEN QUE RIGE LA LEY ES LA JERARQUÍA ECONÓMICOPOLÍTICA, LA DOMINACIÓN DE CLASE, LA POBREZA, LA EXCLUSIÓN, LA DEPORTACIÓN, LA REPRESIÓN EN CUANTO SURGE LA PRIMERA REVUELTA

Los dominantes organizan y controlan el régimen establecido, son ellos quienes hacen tanto la ley como el orden. Las constituciones en las que se enmarcan los Estados no reconocen el derecho a la insurrección. La Revolución es puesta fuera de la ley.
El anarquismo hace una crítica radical de todo sistema de explotación y de dominación, niega la legitimidad del derecho de coerción que se otorga el Estado, y cuestiona el derecho de propiedad, tanto individual como estatal, de los medios de producción, quiere abolir el salariado. Así, para el anarquista, el uso de los medios que la ley reprime constituye una posibilidad, en tiempos de apatía, que se desprende lógicamente de su posición revolucionaria, a la espera de que llegue el tiempo de las insurrecciones.
La reapropiación individual y la huelga revolucionaria son tan ilegales la una como la otra, pero su significación social no es la misma. En la acción individual – o del pequeño grupo clandestino – lo que importa es la finalidad del gesto y la rectitud de su autor. Como escribía Eliseo Reclus en ocasión de la expropiación realizada por Pini: “Tanto vale el carácter, tanto vale el acto.”4 Se pueden enjuiciar de esta misma forma tanto acciones más bien apacibles como la fabricación de falsa moneda, o violentas como el atentado o la ejecución de un déspota.
El acto individual, a veces altamente moral como puede serlo el tiranicidio, encierra raramente la potencialidad revolucionaria que yace en la acción colectiva.
Es por esta razón que, conjuntamente con la acción directa – la huelga sin intermediarios ni arbitraje – y con la huelga solidaria, el proletariado revolucionario adoptó el arma del sabotaje “como el insurgente se apropia su fusil”. Así, el sabotaje fue públicamente promovido y votado por congresos obreros en distintas regiones del globo.
Hoy, en los primeros pasos de este siglo XXI, estamos confrontados con un régimen social y político que coarta y limita cada vez más toda posibilidad de cambio real en dirección a la emancipación o a la autonomía humana.
Vemos proliferar los medios de control de las personas, las leyes de excepción, las obligaciones legales de delación, el chantaje en las fábricas que hacen votar a los obreros la reducción de sus propios salarios, el trabajador enganchado a la rentabilidad de la empresa, un sindicalismo reformista anclado en la colaboración de clases.
Políticos considerados de izquierdas constatan que “el capitalismo ha vencido” y los partidos, que han aceptado los límites marcados por la democracia representativa, enzarzados en el legalismo, no pueden proponer ninguna alternativa que conduzca hacia el camino de la liberación.

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La desobediencia civil se impone entonces como una exigencia ética y las prácticas legalistas tienden a difundirse y a afirmarse en las luchas sociales.
Sin embargo, los ilegalismos son formas de resistencia que dependen demasiado del contexto represivo, y deben dar paso en algún momento a la revolución, creadora de una nueva legitimidad.
La revolución es la acción colectiva, la revuelta, el pueblo insurrecto. Se la identifica fácilmente con esos momentos de ruptura del imaginario establecido donde se concentra la fuerza emocional del cambio, pero es también un proceso, una profunda transformación de las relaciones sociales y de las bases legitimadoras de esas relaciones. Las sociedades no cambian en un solo día, pero las jornadas revolucionarias son el motor del cambio.
Entonces, ¿qué es la revolución? ¿Cómo podemos comprenderla hoy?
 

«LA REVOLUCIÓN ES LA ACCIÓN COLECTIVA, LA REVUELTA, EL PUEBLO INSURRECTO. SE LA IDENTIFICA FÁCILMENTE CON ESOS MOMENTOS DE RUPTURA DEL IMAGINARIO ESTABLECIDO DONDE SE CONCENTRA LA FUERZA EMOCIONAL DEL CAMBIO, PERO ES TAMBIÉN UN PROCESO, UNA PROFUNDA TRANSFORMACIÓN DE LAS RELACIONES SOCIALES Y DE LAS BASES LEGITIMADORAS DE ESAS RELACIONES».

La idea de revolución

 
Pero reconozcamos entonces que no se puede cortar el cordón umbilical que une la revolución con la revuelta”5 Imagen 3
La palabra revolución ha sido ella misma profundamente revolucionada a lo largo del tiempo. De la regularidad celeste del movimiento de los astros, o de la repetición cíclica de un tiempo pasado, o también, de los acontecimientos ya acaecidos que vuelven sin cesar, de la idea de regreso, de cumplimiento, que era su contenido semántico en la Edad Media, ha pasado a significar mutación, cambio, vuelco, derribo, subversión del orden social6.
Siempre se han producido rebeliones y revueltas en esta tierra desde que existe el poder político. Las grandes insurrecciones campesinas y las de los pobres de las ciudades que se extienden en Europa del siglo XIV al siglo XVI pueden prefigurar, para los modernos, la idea de revolución, sin embargo, estos sublevados no tenían la posibilidad de formularla, porque se encontraban encerrados en cuerpo y alma en el imaginario milenarista. Heréticos sí, pero no todavía incrédulos.
La nueva idea de revolución se construye con el nacimiento del Estado moderno.
En el siglo XVII las teorías del contrato, que fundan en derecho la existencia del poder político, reconocen a los seres humanos su capacidad para instituir la sociedad. La unidad del espacio político está asegurada por la formación de un cuerpo político no natural sino construido, abstracto, detentor de la soberanía absoluta, y separado de la sociedad civil7.
Si son los hombres quienes han creado ese gran Leviatán, ese dios mortal, entonces nada impide a la voluntad de los hombres cambiar el orden que ellos mismos han instaurado. Seguramente, todos los actores de las revoluciones se han pensado a sí mismos como los agentes de un proceso que marca el final definitivo de un orden antiguo y que alumbra un mundo nuevo.
Así, la revolución es vista como ese momento de ruptura que divide el tiempo en un antes y un después, y que, en el fulgor de su paso, hace a los hombres libres e iguales8. Pero la ruptura no puede durar, la revolución debe institucionalizarse dejando paso a ese después de las revoluciones donde una nueva topía diría Landauer, se instala, un nuevo régimen surge, régimen que aparta y reprime las formas alternativas desveladas por la revolución, y que en adelante tendrán que esperar las próximas revoluciones para poder existir.
La fuerza instituyente de la revolución no puede expresarse sino por medio de lo que consigue instituir, y lo instituido reduce necesariamente las posibilidades infinitas de la acción humana a los límites de lo establecido.

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«LA NUEVA IDEA DE REVOLUCIÓN SE CONSTRUYE CON EL NACIMIENTO DEL ESTADO MODERNO»

«A, LA REVOLUCIÓN ES VISTA COMO ESE MOMENTO DE RUPTURA QUE DIVIDE EL TIEMPO EN UN ANTES Y UN DESPUÉS, Y QUE, EN EL FULGOR DE SU PASO, HACE A LOS HOMBRES LIBRES E IGUALES».

Añadamos que la revolución no se hace en la subjetividad de las conciencias ilustradas, tiene necesidad de la acción colectiva, del alzamiento de las masas, de la insurrección. Y la insurrección siempre encontrará frente a ella la fuerza del orden constituido que da su forma a la sociedad jerárquica, la fuerza del Estado.
La revolución como acontecimiento   
Por lo tanto, la revolución no es sólo una idea, es también un hecho, un acontecimiento que se despliega en la historia. El acontecimiento responde a las condiciones de la sociedad donde se produce. Los hechos históricos no se reproducen nunca de forma exactamente igual ni en las mismas condiciones. Y el fenómeno revolucionario es siempre múltiple, diversos focos de revuelta coinciden para transformar un régimen en una imagen del pasado: el Antiguo régimen. Si contemplamos, por ejemplo, el acontecimiento que fue la Revolución francesa debemos tomar en consideración varios factores que confluyen en aquella situación histórica: la rebelión campesina violenta contra el orden feudal, el Tercer Estado (Tiers Etat), ilustrado, – que va a dividirse en burguesía girondina y jacobina –, y los sans-culottes que impulsan otra revolución desde las asambleas primarias de las secciones de París.

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Cada acontecimiento es único, inédito, pero esto no impide que existan tendencias en la historia de los hombres. Lo que siempre encontramos en la acción colectiva, cuando la insurrección rompe la capa de plomo del imaginario establecido, es una nueva fluidez del vínculo social, un sentimiento compartido por todos los insurgentes de haber recuperado la capacidad de decidir aquí y ahora, un sentido de la auto-organización. Todo eso viene a reactualizar en cada revolución la experiencia acumulada de la lucha plebeya, experiencia que se encuentra en el corazón del proyecto anarquista: la acción directa, las asambleas de base y la delegación con mandato controlado.
La revolución como proyecto   
La revolución es una voluntad en acción, una idea de transformación social en acto. Pero las ideas tienen diversas modalidades de existencia: pueden ser actuales y conscientes en el espíritu (lo mental) de un individuo, pueden existir sobre el papel, o en las prácticas, o en las instituciones, pueden llevar una vida latente, o enquistada. Mientras viven, las ideas están ligadas a deseos y pasiones.
Cuando la revolución en acto no existe, las ideas revolucionarias se alimentan de un fondo constante de negación de lo que es, de crítica de lo establecido. Se articulan entonces con las imágenes de la libertad, con objetivos nuevos. Dan lugar a “revueltas lógicas” y a “filosofías feroces”.
Las ideas revolucionarias acaban por organizarse en un proyecto colectivo de emancipación, una imagen de anticipación que contiene las líneas de fuerza de un cambio deseado, querido y reflexivo.

Con la llegada de la revolución, el proyecto va a ser trastocado y transformado. Pertenece por definición a la antigua sociedad. Sin embargo, es necesario para cualquier cambio conscientemente deseado y orientado por valores y por una finalidad.

«LO QUE SIEMPRE ENCONTRAMOS EN LA ACCIÓN COLECTIVA, CUANDO LA INSURRECCIÓN ROMPE LA CAPA DE PLOMO DEL IMAGINARIO ESTABLECIDO, ES UNA NUEVA FLUIDEZ DEL VÍNCULO SOCIAL, UN SENTIMIENTO COMPARTIDO POR TODOS LOS INSURGENTES DE HABER RECUPERADO LA CAPACIDAD DE DECIDIR AQUÍ Y AHORA, UN SENTIDO DE LA AUTOORGANIZACIÓN».

Las sociedades no esperan una revolución para modificarse, cambian constantemente en función de una dinámica interna impuesta por los diferentes conflictos que las atraviesan. Sin embargo, el cambio revolucionario, – incluso si es la continuación de revoluciones abortadas, derrotadas, aplastadas9 – supone una acción instrumental ligada a valores y a una intencionalidad humana.
Por lo tanto, un cambio orientado por un proyecto de liberación, o de autonomía, impulsado por una acción voluntarista, conduce a una ruptura de tipo revolucionario.
Pero ¡cuidado!, si utilizamos la expresión « ruptura revolucionaria », no es porque subsistan en nuestro pensamiento resabios milenaristas de la espera de la Salvación, de una Gran Noche, o de una Aurora de la Revolución Social, la gran palingenesia proletaria, no, hay que imaginar más bien un proceso histórico que se extiende sobre largos años, incluso siglos, que modifica tanto las instituciones de la sociedad como el tipo de hombre capaz de hacerla vivir. Sin embargo, se trata siempre de una ruptura que resulta de un cambio profundo y cualitativo de la sociedad. La guillotina ha cortado el vínculo que unía el cuerpo político del rey con la trascendencia divina.
 

«LA REVOLUCIÓN ES UNA VOLUNTAD EN ACCIÓN, UNA IDEA DE TRANSFORMACIÓN SOCIAL EN ACTO».

Son esos momentos de insurrección en los que el pueblo irrumpe en la Historia fisurando y desagregando el imaginario establecido, los que tras una resignificación retrospectiva10 harán aparecer esa línea de cresta donde la sociedad bascula.
Además, es difícil imaginar que los poderosos de este mundo, los que se apropian el producto del trabajo y disponen de las armas, renuncien espontáneamente a sus privilegios. La revuelta de las masas, proteiforme y probablemente iterativa, es una necesidad de la revolución.
Sin embargo, para devenir una fuerza social activa, el proyecto revolucionario debe salir del nivel utópico de la idea y encarnarse en pasiones colectivas y dominantes. Los revolucionarios no son dueños de las condiciones sociales que harán posible esa encarnación.
La revolución deslegitimada    
El siglo XX todavía creía. Entre guerras, totalitarismos y revoluciones, había conservado el soplo emancipador que había recibido de las Luces. Muchos hombres y mujeres opinaban que había que arrancar la humanidad de su estado de tutela, que había que liberarla de los hierros de la sumisión, de las tinieblas de la ignorancia, de la intolerancia, que había que cambiar la sociedad.
 

«EL NEOLIBERALISMO CONQUISTADOR, AVANZANDO SOBRE EL TERRENO ABONADO POR EL CAPITALISMO TARDÍO, HA MODIFICADO SUBREPTICIAMENTE LA EPISTEME DE NUESTRA ÉPOCA, Y ESTO HA HECHO QUE LAS PROPOSICIONES REVOLUCIONARIAS HAYAN PERDIDO EL BASAMENTO ENUNCIATIVO QUE LES PERMITÍA SER AUDIBLES».

Pero, al finalizar ese siglo exaltante y desdichado el clima había cambiado, y hemos visto cómo se marchitaban las ilusiones revolucionarias que habían alimentado a las viejas generaciones.
El neoliberalismo conquistador, avanzando sobre el terreno abonado por el capitalismo tardío, ha modificado subrepticiamente la episteme de nuestra época, y esto ha hecho que las proposiciones revolucionarias hayan perdido el basamento enunciativo que les permitía ser audibles. Como decía Carl Becker: “el hecho que los argumentos sean convincentes o no lo sean depende menos de la lógica que los sustenta que del clima de opinión en el que se desarrollan.”11
Así es como después de las experiencias totalitarias y de las insurrecciones o de las revoluciones perdidas, hemos asistido en los años 60 a la proclamación del fin de las ideologías”, y a la instalación de unas oligarquías más o menos estabilizadas, que, bajo la apelación de “democracias”, han conseguido el conformismo, e incluso la apatía de las masas, para gobernar. Los vínculos sociales se aflojan para dejar aflorar el individuo privatizado, con sus intereses privados y su libertad privada. Eso ha permitido la rápida configuración de un bloque imaginario neoliberal que, en el plano epistémico, ha sido visto como una salida fuera de la modernidad.
La crítica de los regímenes totalitarios – que los ha unificado a pesar de que tienen anclajes ideológicos diversos u opuestos – ha situado los Derechos humanos como fundamento de la política contestataria, favoreciendo, voluntariamente o no, las posiciones liberales e individualistas, y aportando en ese mismo movimiento enfoques favorables a las luchas defensivas, de retaguardia, centradas sobre las limitaciones del Poder, la creación de contra-poderes, la salvaguarda del medio ambiente y la defensa de las libertades adquiridas. Olvidando que las reformas parciales consolidan el sistema y que nunca consiguen resquebrajar los cimientos jerárquicos de la sociedad.

 «NOS ENCONTRAMOS ASÍ ANTE LA APARICIÓN DE LAS NUEVAS RADICALIDADES” – LIBERALES EN EL NEOANARQUISMO, Y ESTRUCTURALISTAS EN EL POSTANARQUISMO –, QUE JUSTIFICAN Y PREDICAN LA DESLEGITIMACIÓN DE LA IDEA REVOLUCIONARIA».

En un texto de 1984 que señala el continuo, también podemos leer que: “El rol esencial que conserva la idea de revolución es sin duda el de orientar y estimular la crítica de las ideologías reformistas. Esa crítica nace de la constatación que las reformas (conquistas económicas, políticas, culturales), (…) se revelan incapaces de provocar una transformación real y profunda de las relaciones sociales (…) y, todavía menos, de desembocar, incluso a plazo, sobre el derrocamiento de la dominación de clase”12

 «SE NOS DICE, ENTONCES, QUE LA REVOLUCIÓN SÓLO PUEDE SER TOTALIZANTE, Y POR LO TANTO TOTALITARIA, YA QUE AL QUERER MODIFICAR EL FUNDAMENTO DE LA SOCIEDAD, ANULA LA DIVERSIDAD, DESENCADENA LAS PASIONES POPULARES, DEVIENE PELIGROSA Y LIBERTICIDA».

Sin embargo la presión del bloque neoliberal afecta y modifica las propias ideologías revolucionarias sobre dos vertientes: por una parte la pregnancia del material epistémico dominante obliga a los discursos contestatarios a “curvar” sus formulaciones para acercarse a ese basamento enunciativo a partir del cual conseguirían ser audibles o comprendidos. Por otro lado, el espejismo del realismo político enturbia a veces el buen criterio de los contestatarios exigiéndoles que respondan mediante “la actualización ideológica” al déficit de las prácticas colectivas revolucionarias en el periodo contemporáneo.
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Nos encontramos así ante la aparición de las “nuevas radicalidades” – liberales en el neo-anarquismo, y estructuralistas en el post-anarquismo –, que justifican y predican la deslegitimación de la idea revolucionaria. Con lo cual, otorgando preeminencia a la libertad individual en el contexto de las posibilidades existentes en el seno del régimen capitalista, se recusa la valencia democrática: la voluntad del pueblo, la capacidad colectiva de decidir. Sin embargo, en la teoría política del anarquismo ambas, la libertad del individuo y la democracia directa que destrona la jerarquía elitista, constituyen valores sinérgicos inseparables.
El neoliberalismo político ha rehabilitado la distinción propuesta por Benjamín Constant entre “la libertad de los ancianos” que consistía en la capacidad de decisión del pueblo congregado, libertad democrática, y “la libertad de los modernos” que es “la seguridad en el disfrute privado “y la garantía institucional que ampara ese disfrute, libertad liberal. Apoyándose sobre esas dos definiciones algunos intelectuales libertarios llegan a ver la democracia – la verdadera, el pueblo en acción – como peligrosa, y a establecer una filiación (¡oh cuán imaginaria!) que se prolonga desde Rousseau hasta la Revolución rusa, pasando por el jacobinismo.13
Se nos dice, entonces, que la revolución sólo puede ser totalizante, y por lo tanto totalitaria, ya que al querer modificar el fundamento de la sociedad, anula la diversidad, desencadena las pasiones populares, deviene peligrosa y liberticida. Transfigurada en mito de un anarquismo histórico, la Revolución quedaría como una “memoria molesta y paralizante”14, sería la marca de un esencialismo identitario y nostálgico “que interfiere con la apreciación lúcida del presente”15. La consecuencia inevitable es que “el anarquismo ha de comprender que ya no podrá ser nada más que una singularidad más del “jardín de las peculiaridades” rebeldes.”16 
El abandono del proyecto de transformación revolucionaria de la sociedad, la deslegitimación de la idea de revolución, no son elementos aislados, acarrean otras dimisiones del pensamiento crítico.
La sociedad anarquista    
Ciertamente, la revolución puede ser vista como una cuestión de medios. La finalidad consiste en avanzar hacia una sociedad más autónoma, hacia la anarquía. Aun sabiendo que la anarquía no puede ser una “sociedad ideal”, un objetivo a alcanzar, sino un “ideal de sociedad” por el cual será preciso luchar incluso en una sociedad anarquista.
Dos objeciones destacan en el campo de fuerzas del bloque neoliberal, una apunta a la idea de revolución como medio y la otra a la finalidad en la teoría anarquista. No son la causa del abandono “de la revolución”, sino más bien la justificación ideológica de la capitulación.
Una de esas objeciones es, casi, tan antigua como el propio anarquismo: la revolución, en sus momentos insurreccionales, es un movimiento de fuerza, confronta la violencia del pueblo insurgente con la violencia de la represión pretoriana, desposee por la fuerza a los poseedores.
La anarquía, como la libertad, requiere la adhesión de la gente, no se puede obligar a nadie a ser libre, la fuerza no puede alumbrar la anarquía. “Si se admite el principio de que la anarquía no se consigue por la fuerza”– lo cual es indiscutible –“no se puede hacer la revolución para realizar directa e inmediatamente la anarquía, sino más bien para crear las condiciones que posibiliten una rápida evolución hacia la anarquía.”17 Así respondió Malatesta en 1922. Imagen 7
El orden establecido es el orden jerárquico de un régimen que recurre a la fuerza del Estado frente a cualquier resistencia; es él, el régimen, el que declara ilegales las prácticas que considera peligrosas para su propia existencia, y que reprime con la fuerza de la policía y del ejército las rebeliones. Son las élites las que se aprovechan de la explotación de clase. Por lo tanto, “si la violencia está ligada a la revolución es porque la revolución está ligada a la sociedad actual.”18 La fuerza es la razón de lo antiguo que quiere perpetuarse, la revolución no hace sino abrir el camino.
Sin embargo, para qué sirve soplar sobre las brasas de la revuelta si “la sociedad anarquista”, la posibilidad misma de una nueva sociedad alumbrada por la revolución, es una quimera. Como nos lo explica Stuart White intentando defender “un anarquismo respetable o pragmático” 19: querer crear una sociedad anarquista “colisiona con lo que se podría llamar (…) un teorema de imposibilidad”. El argumento es sencillo, como las formulaciones anarquistas sobre la sociedad autónoma tienen una probabilidad muy escasa – por no decir ninguna, – de conseguir una adhesión universal (al igual que ocurre con cualquier sistema social), y como los anarquistas se prohíben a sí mismos el uso de la fuerza para instituirla o imponerla, la consecuencia lógica y práctica es su imposibilidad20.
White recuerda que ya en 1961, Colin Ward defendía esa misma idea en un artículo publicado en Freedom, cuando opinaba que “una sociedad anarquista” no es “una idea intelectualmente respetable.”21 Toda sociedad humana, escribe Ward en su libro Anarchy in Action “es una sociedad plural, que incluye amplias zonas que no son conformes con los valores oficialmente impuestos o declarados.”22
Así, cierto número de anarquistas, sobre todo estadounidenses e ingleses, han buscado refugio en la liberación personal y en la resistencia individual contra el Estado, en la construcción de “nuevas subjetividades”, en el seno de otras experiencias culturales o filosóficas, en “el jardín de las peculiaridades rebeldes”. Esta acentuación del individualismo, en detrimento del socialismo, define un anarquismo al que nada le importa la revolución, y que se limita a decir: “creamos en la revolución del uno, del singular, no podemos tener otra”23
Tal vez, un error óptico de tipo sociológico se introduce subrepticiamente en este modo de razonar sobre “un anarquismo respetable”.  Es indudable que en los diferentes sistemas políticos, siempre autoritarios, que ha conocido la historia, la fuerza de los cañones ha sido la ultima ratio de quienes mandan y ningún gobierno se ha privado nunca de apalear, tirotear, aporrear, torturar, encerrar, deportar a cualquier minoría reacia, a cualquier agrupamiento subversivo, a cualquier individuo sublevado. Y la represión y el castigo sirven también para mantener el sentimiento de pertenencia a la nación, a la patria, al Estado, de la mayoría bien integrada. El método tiene generalmente éxito, hasta el momento en el que llegan las revoluciones.
Sin embargo, no es mediante la fuerza como se mantiene la cohesión de la sociedad. Una sociedad es un todo orgánico donde las diferentes formas del sistema simbólico de significación – el lenguaje, las normas, las instituciones, las prácticas – sostienen un imaginario colectivo dependiente de las representaciones centrales, de los valores y de las reglas que lo organizan, le dan consistencia, y encadenan entre sí los diferentes elementos que lo constituyen.
En la textura de las interacciones humanas se desvelan, a veces enmascarados, estos conceptos fundamentales, o estos valores simbólicos dominantes, que estructuran la sociedad jerárquica. Son el producto de algunas divisiones binarias, arcaicas, generalizadas y nefastas que los hombres han instituido: lo sagrado y lo profano (el más allá y el aquí abajo), la valencia diferencial de los sexos, la oposición dominantes – dominados (mando – obediencia).
Las instituciones sociales vehiculan mitos e ideologías, y el individuo que encuentra desde su nacimiento estas instituciones elementales que lo forman al socializarlo, se inclina a verlas como exteriores y “naturales”. Sin embargo, son hechas por los hombres e interiorizadas por el sujeto. El hombre, la mujer, que se rebelan tienen que rebelarse en parte contra sí-mismos.24
Una “nueva sociedad creará por supuesto un nuevo simbolismo institucional”25, y surgirán necesariamente los nuevos sujetos capaces de vivir en su seno y de hacerla vivir.

 «DOS OBJECIONES DESTACAN EN EL CAMPO DE FUERZAS DEL BLOQUE NEOLIBERAL, UNA APUNTA A LA IDEA DE REVOLUCIÓN COMO MEDIO Y LA OTRA A LA FINALIDAD EN LA TEORÍA ANARQUISTA. NO SON LA CAUSA DEL ABANDONO DE LA REVOLUCIÓN”, SINO MÁS BIEN LA JUSTIFICACIÓN IDEOLÓGICA DE LA CAPITULACIÓN».

Toda sociedad es pluralista y conflictiva pero integrada, con pequeños o amplios márgenes de desafección o de impugnación. Aunque, afortunadamente, ningún sistema social consigue, ni conseguirá nunca, “formatear” los hombres, los agentes de la historia, sin embargo todos estamos ligados a un imaginario social dominante, la mayoría aceptándolo, la minoría combatiéndolo.
 

«ESTA ACENTUACIÓN DEL INDIVIDUALISMO, EN DETRIMENTO DEL SOCIALISMO, DEFINE UN ANARQUISMO AL QUE NADA LE IMPORTA LA REVOLUCIÓN, Y QUE SE LIMITA A DECIR: “CREAMOS EN LA REVOLUCIÓN DEL UNO, DEL SINGULAR, NO PODEMOS TENER OTRA».

Desde una concepción individualista y atomista, la sociedad no es nada más que una colección o una asociación de individuos, y el individuo singular tiene que luchar para conservar sus derechos, sus libertades, sus propiedades, frente al conjunto más amplio constituido por los otros individuos. Para el individualismo liberal, la sociedad “no es más que una circunstancia irreductible a la cual se pide que no contraríe las exigencias de libertad e igualdad”26. En tal panorama es cierto que no se alcanza a ver cómo la organización social podría ser derrocada y reconstruida bajo un sistema diferente sin ejercer una coacción u opresión sobre la minoría (suponiendo que se haya conseguido el consentimiento de la mayoría). Imagen 8
Si adoptamos un punto de vista holístico, como conviene en sociología, resulta claro que un proceso revolucionario ataca esas representaciones centrales, esos valores simbólicos autoritarios27 que organizan el imaginario colectivo, para poder modificar las instituciones de base de la sociedad en un sentido de autonomía – autonomía de la sociedad y autonomía de los sujetos que la integran– hacia la institución de una “sociedad anarquista”.
Sin embargo, sociedad anarquista no quiere decir régimen. Se puede pensarla en el sentido de un paradigma opuesto a la sociedad jerárquica, al Estado. Las sociedades históricas han conocido varios regímenes: autocracia, monarquías o repúblicas constitucionales, democracias representativas, etc., sin salir del paradigma que define la sociedad jerárquica.
La anarquía sería concebida entonces como una figura, como una forma organizadora, constituyente de un tipo de sociedad compleja, conflictiva, inacabada, indefinidamente evolutiva (hasta su final, muerte natural o autodestrucción) basada en la autonomía del sujeto de la acción. Diferentes regímenes – que el futuro conocerá o no –, formalizarán las instituciones que las poblaciones venideras se darán, instituciones que se adecuarán necesariamente a los nuevos valores.
A lo largo del proceso revolucionario, los momentos insurreccionales producirán esas fracturas de un tiempo histórico « homogéneo y vacío », que hacen tambalear el imaginario colectivo establecido introduciendo elementos heterogéneos al sistema – representaciones, valores, prácticas –, forjados a la sombra de la ilegalidad. La episteme de una época será modificada profundamente. De ahí surgirá una legitimidad distinta, fundada por la revolución exitosa.
Traducción del francés: Tomás Ibáñez
 
NOTAS
1. Klossowski, Pierre: Les derniers travaux de Gulliver suivi de Sade et Fourier. Fata morgana, Montpellier, 1974, pag. 45
2. Winstanley (1650). Citado por Hill, Christopher: Le monde à l’envers. Payot, Paris, 1977. p. 210.
3. Para una crítica de la democracia representativa ver Réfractions n° 12, “Démocratie, la volonté du peuple ?”; Printemps 2004
4. Jean Maitron: le Mouvement anarchiste en France. F. Maspero, Paris 1975, p. 192. Ver también Osvaldo Bayer: Les anarchistes expropriateurs. ACL, Lyon 1995. “Prologue”, pp. 10-11
5. Lefort, Claude: “La question de la révolution.” In L’invention démocratique. Fayard, Paris, 1981, p. 296
6. Cf. Rey, Alain: «Révolution». Histoire d’un mot. Gallimard, Pais, 1989. Chap. 2 “La Révolution descend sur terre.”
7. Cf. Colombo, E.: “L’État comme paradigme du pouvoir.” In L’espace politique de l’anarchie. ACL, Lyon, 2008.
8. Cf. Colombo, E.: “Temps révolutionnaire et temps utopique.” In L’espace politique de l’anarchie. Op.cit.
9. Se ha podido decir que la humanidad avanza a golpe de revoluciones fracasadas.
10. Esa “resignificación retrospectiva” (après-coup) de la historia nos obliga a abandonar la concepción de una temporalidad lineal, de una continuidad directa del pasado hacia el presente, y a ver esos momentos de ruptura como una reconfiguración del sentido de los acontecimientos del pasado y una nueva significación de las proyecciones sobre el futuro.
11. Citado in Meadows, Paul: El proceso social de la revolución. Cuadernos de sociología. Univ. Nacional de México, México, 1958, p. 17 Ver también en relación con “socle énonciatif” que hemos traducido aquí por “basamento enunciativo”: “Los enunciados no devienen legibles o decibles más que en relación con las condiciones que los vuelven tales“. Deleuze, Gilles :
Foucault, Les éditions de Minuit, Paris, 1986, p. 61
12. Orsoni, Claude: “ La Révolution en question”. In, La Révolution. ACL, Lyon, 1986, p. 53
13. Ver Nico Berti: “La politica? Problema insuperabile.” Libertaria n° 3, Milano-Roma, 2003, p. 35: « Chi riscopre la libertà degli antichi? La riscoprono, non a caso, i giacobini. Per loro, che si rifanno a Rousseau, padre del totalitarismo, si è liberi nella misura in cui si partecipa alla vita pubblica » [Para una crítica más amplia ver E. Colombo: La Volonté du peuple. Ed. CNT-RP / Les Ed. Libertaires, Paris, 2007. 1er último capítulo.]
14. Ibid, p. 39
15. Ibáñez, Tomás: “ Points de vue sur l’anarchisme.” Réfractions n° 20, mai 2008, p. 79
16. Ibid, cita de la Revista electrónica “Transversal” www.nodo50.org/transversal/.
17. Malatesta, Errico: Umanitá Nova, Roma, 14 ottobre 1922. In Pagine di lotta quotidiana. Edizione del Risveglio, Genève, 1935 Vol. 2, [1919 / 1923]
18. Ver E. Colombo: “Prolégomènes à une réflexion sur la violence”. In Réfractions, n° 5, printemps 2000, p. 33
19. Stuart White: “Making anarchism respectable? The social philosophy of Colin Ward”. In Journal of Political Ideologies, (febrero 2007)
20. S. White: Ver G. Molnar, ‘Conflicting strains in anarchist thought’, Anarchy
4, 1961, pp. 117 – 127. Ver también G. Molnar, ‘Controversy: Anarchy and Utopia’, Freedom, 19 (30, 31), 26 juillet, 2 août 1958, y ‘Meliorism’, Anarchy 85, 1968, pp. 76 – 83
21. Citado por S. White: C. Ward, ‘Anarchism and Respectability’, Freedom, 22 (28, 29), 12 y 19 septembre 1961.
22. Ward, Colin: Anarchy in Action, 1973). Freedom Press, London 1982, p. 131.
23. En realidad la posición de Colin Word es más compleja y menos caricatural, ver el último capítulo: Anarchy in Action: ‘L’anarchie est un futur plausible.’
24. Ver E. Colombo: L’Espace politique de l’anarchie. Op. cit. pp. 100 à 102 (Les trois moments de la liberté chez Bakounine).
25. Castoriadis, Cornelius : L’institution imaginaire de la société. Ed. du Seuil, Paris, 1975, p. 176.
26. Dumont ; Louis: Homo hierarchicus. Gallimard, Paris, 1966, p. 23.
27. Es el papel desempeñado por las Luces durante la Revolución francesa.

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Revolución, crisis de los límites y difuminación de los fines https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/revolucion-crisis-de-los-limites-y-difuminacion-de-los-fines/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/revolucion-crisis-de-los-limites-y-difuminacion-de-los-fines/#respond Wed, 21 Dec 2011 12:08:06 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3588 Gérard Imbert, Catedrático de Comunicación audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid

Vivimos una crisis de los límites: ya nada es estable, ni los valores, ni las referencias históricas. ¿Cómo replantear hoy el concepto de revolución, cuando la política está hipotecada por las leyes del mercado, cuando tantas incógnitas pesan sobre el futuro, las instancias de poder se difuminan y las identidades sociales se vuelven informes? Frente a esto surgen nuevas estrategias de “contestación”, dispersas, multiformes, al margen de los partidos y de las identidades de clase.

Esta crisis afecta a la idea de fin como meta que orienta la acción y obliga a redefinir la revolución menos como un horizonte lejano y más como un imperativo presente. Revolucionar el presente, tal podría ser el envite (y la nueva utopía).

 La palabra “revolución” no puede tener hoy –sobre todo para los que procedemos de la cultura del 68 y tanto hemos creído en ella– el mismo sentido ni la misma carga, lo que no quiere decir que no sea necesaria ni que haya que descartarla como fin. Lo que ha cambiado es la creencia en su efectividad y los medios políticos para alcanzar el cambio de modelo social. De ahí una serie de dudas que comparten a menudo las nuevas generaciones aunque desde otra experiencia y presupuestos ideológicos diferentes:

¿Es la política (la vida política y los hombres políticos), tal y como funciona en las democracias occidentales, el mejor medio para este cometido? ¿En qué medida los envites actuales no sobrepasan la acción estrictamente política y se juegan más en el terreno económico y en el control de los mercados financieros? ¿No ha variado la localización de lo político? ¿Dónde están los nuevos “enemigos de clase”? ¿Podemos seguir creyendo en el Grand Soir como horizonte radiante, perspectiva de ruptura en que todo es posible? ¿Y qué pensar del desgaste de la palabra “revolución” en la publicidad y en los medios de comunicación o su desvirtuación política como ocurrió en Túnez, Egipto y Siria, con la consagración electoral de los partidos islamistas?

Hemos asistido en las últimas décadas a un desplazamiento y a una relativa difuminación de las instancias de poder, acentuada por la globalización de la economía y, últimamente en Europa, de las decisiones políticas, pendientes de las agencias de valoración. Frente a todo eso, es cada vez más difícil mantener una postura ideológica intacta en el mundo de hoy. Incluso las identidades sociales se han visto cuestionadas en su integridad. Bauman habla de “identidades líquidas”, efímeras y reversibles, afectadas por la inestabilidad, ajenas a la continuidad histórica. Son identidades a la carta, compuestas, variables (identikits, como dice este autor, identidades de quita y pon), mediante las cuales el sujeto elabora su particular proyecto de vida al margen de la comunidad.

Podríamos ver en ello una crisis de los límites: ya nada es estable, ni los conceptos, ni los valores, ni las referencias históricas. “Sociedad informe”1, he llamado a esa sociedad que no tiene claros sus límites, vive en la incertidumbre y se mueve en la ambivalencia (la coexistencia de principios contradictorios), una sociedad cuyas formas evolucionan y cuyos contornos se difuminan. Hoy todo es más difuso, multiforme y, hasta cierto punto, informe.

La sociedad informe es aquella cuyas referencias se diluyen –porque sus sistemas ideológicos se derrumban, ya no orientan las conductas–, cuyos fines se pierden en la nebulosa de incógnitas que pesan sobre el futuro, una sociedad que se repliega en el extremo presente, de acuerdo con ese presenteísmo que han destacado los sociólogos (Maffesoli, entre otros), un presente inmediato, de supervivencia más que de proyección en el futuro, en el que el reconocimiento procede de los medios, de la imagen y de las modas más que de la auténtica construcción personal y de la interacción con el otro.

Esta crisis afecta directamente a la idea de fin como meta que orienta la acción: una acción asentada en una ideología, traducida en medios orientados hacia la consecución de este fin y, en una perspectiva materialista, apoyada en una clase social. Pero la noción misma de clase social se ha diluido en cuanto grupo (la aspiración al consumo borra las identidades de clase), ideología (las “clases obreras” votan cada vez más a la derecha e incluso a la extrema derecha, como ha ocurrido en Francia) y “cultura de clase” (¿sigue vigente la noción de proletariado o habría que hablar –para retomar la jerga marxista pero sin sus connotaciones negativas– de un nuevo lumpenproletariado: inmigrantes, sin techo, parados indefinidos, nuevos pobres que incluyen hoy a fragmentos de la clase media?). Ya nadie está en su sitio, y menos en un sitio definitivo.

¿De dónde puede proceder pues una fuerza revolucionaria (ni siquiera digo un movimiento)? Seguramente más de la periferia del sistema que de sus instancias centrales. Frente al desplazamiento de las instancias de poder, surgen nuevas estrategias de “contestación”, nuevos frentes de crítica. Son dispersos, multiformes, nacen de la urgencia o de la protesta in-mediata (no mediada por los aparatos políticos): algunos son auténticos movimientos ciudadanos, es decir que emanan de una base social, al margen de los partidos y de las identidades de clase. Obviamente pueden coincidir con ellos pero su fuerza es situarse fuera del sistema. Otros tienen menos definición como grupo (grupo cerrado, con conciencia de clase), de ahí su carácter profundamente apolítico, entiéndase sin fe en la política, no porque la ignoren sino porque la rechazan como tal. Lo hemos visto con el 15M, con su impugnación radical de los políticos y de los banqueros, con su capacidad de aglutinación –en especial de una juventud que todos veían como amorfa– hasta levantar el interés y la solidaridad de la opinión pública. Entonces no es de sorprender que en otros países los jóvenes salgan a la calle con los mayores para protestar por el avance de la edad de la jubilación… Lo que está en juego es la defensa de unos derechos sociales conquistados a duras penas en la posguerra y –lo que es más básico aún– los derechos inalienables que reconocen las Constituciones (derecho al trabajo, a la vivienda, a la educación y a la sanidad pública) pero que muchos gobiernos democráticos no aplican, empezando por el presunto modelo norteamericano.

¿Dónde está entonces el envite revolucionario? Menos en lo ideológico-programático y más en lo inmediato existencial, más en lo ético que en lo político, es decir a dos niveles extremos: en la necesidad práctica y en la reivindicación ética. Si tantos se “indignan” es porque vuelve en el debate público una preocupación ética, que no es sino la puesta en relación crítica de los fines con los medios: ¿Para qué sirve la globalización y qué efectos tiene al margen del beneficio económico para los de siempre? ¿Es válido este modelo de sociedad, de expansión y ocupación del territorio? ¿Está la clase (casta) política a la altura de estos retos?

La respuesta (revolucionaria) no puede ser uniforme ni unidimensional. La cuestión del Grand Soir, de las “mañanas que cantan” deja paso a la urgencia del presente pero las preguntas e indignaciones no dejan de ser revolucionarias en la medida en qué cuestionan radicalmente el sistema actual (qué irrisoria ha sido la postura de la derechas que acusaba esa protesta de ser “antisistema”…).

La utilización de las nuevas tecnologías de la comunicación y de las redes sociales se inscribe en este cambio de perspectiva y estrategia: cualquiera, sin formar parte de ninguna organización, puede incidir en el debate público, unirse a un movimiento, llamar a una protesta, incitar al boicot. No está tan alejado de las teorías situacionistas de los 60 ni de la agitprop de la revolución bolchevique… Lo que cambia son las formas, no solo técnicas, sino también estratégicas y simbólicas: la acción ya no está encauzada hacia un fin único, transhistórico (la revolución en el sentido decimonónico) sino que es multiforme, transclasista y a menudo procedentes de sectores excluidos de los beneficios sociales o simplemente del mercado del trabajo. Ha sido el caso para el 15M que representaba básicamente a un sector transversal: la generación ni ni, (ni estudian, ni trabajan, ni PSOE ni PP). Estamos lejos del binomio revolución-clase social…

A la “microfísica del poder” (Foucault) –las manifestaciones del poder en múltiples esferas (más allá de lo directamente político)– responden las multiestrategias de las comunidades virtuales a través de las redes sociales o las acciones más difusas como Anonymous, el ciberactivismo, a espaldas todas de los habituales aparatos de representación política.

El problema es cuando la acción no está orientada hacia la consecución de un fin político que, inevitablemente, tiene que pasar por los cauces establecidos (elecciones, entre otros), de ahí el debate que surgió en torno al 15M. ¿Para qué sirve si no tiene incidencia directa en la vida política? En las últimas elecciones, los políticos de turno no parecen haberlo integrado mucho a su programas y menos a su sensibilidad…

El que no sean grupos homogéneos ni encaminados a la acción política es su debilidad y su fuerza: su debilidad por ser ignorados de la clase política en la medida en que saben que no van a intervenir en el “debate” electoral, su fuerza porque son precisamente informes, al margen de las formas existentes, en particular las formas políticas, sin cabeza visible ni organización vertical, ni oradores exclusivos, a imagen del medio que ha permitido aglutinar a tanta gente (las redes sociales). Además es fundamental la ocupación del espacio público, no solo el físico sino también el simbólico: la toma de palabra con la subsiguiente subversión del lenguaje dominante, que es una manera de repolitizarlo, como lo vimos claramente en los eslóganes del 15M.

Puede que la revolución como concepto mayúsculo, claramente definido y formalizado en términos políticos, encaminado hacia un fin histórico, haya dado paso a las microrevoluciones, a estas manifestaciones informes, esto es sin límites claros (ni en la definición ni en la acción ni en el impacto). En eso son un fenómeno posmoderno, que se puede extender de manera viral, descontrolada –y por consiguiente difícil de controlar por el poder– a otros sectores de la población. Informe, por fin, es lo que evoluciona en el tiempo, no está adscrito a una identidad inalterable, a unos roles inamovibles, es una fuerza negadora que rechaza el presente en nombre de lo posible. Alguna apuesta de futuro habrá en ello y puede incluso que algo revolucionario…

¿Tendremos que concluir que el concepto de revolución ha perdido en historicidad, en proyección de futuro y en cambio ha ganado en urgencia, en necesidad de incidir sobre el presente?

Revolucionar el presente, tal podría ser el envite (y la nueva utopía): ofrecer una fuerza de resistencia al orden de las cosas, a las formas establecidas –desde las formas de gobernar hasta las formas de relacionarse– y hay mil maneras de hacerlo, a través de los “grupos informales”, auto-organizados, constituidos desde la necesidad o el cabreo, desde la ética y no desde el dogma o la consigna, o simplemente en la vida cotidiana.

Notas

1Gérard Imbert: “La sociedad informe. Posmodernidad y juego con los límites”. Icaria, 2010.

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La revolución mutante https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/la-revolucion-mutante/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/la-revolucion-mutante/#respond Wed, 21 Dec 2011 12:03:16 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3585 Andrea Staid, Miembro del colectivo de jóvenes libertarios de Milán “A-Sperimenti”

Para que la revolución no desemboque en un nuevo sistema de dominio debe descansar sobre un continuo y profundo trabajo de transformación cultural dentro de las redes de las relaciones entre seres humanos. Es preciso extraer la revolución de la dimensión acontecimiento histórico, para ponerla en la dimensión cotidiana y enlazarla con las prácticas de la subversión cotidiana, con los pequeños gestos habituales con las variadas pequeñas realizaciones que construyen la vida comunitaria. Sacada de su visión heroica y taumatúrgica la revolución deviene ahora posible y se despliega a través de múltiples prácticas que subvierten la realidad existente.

 Parafraseando al científico Kuhn, el camino hacia la Revolución, concebida como un fenómeno cultural en movimiento, está caracterizado por el abandono y por la adopción de viejos y nuevos “paradigmas”. Cuando la comunidad se da cuenta, sea por circunstancias fortuitas o por eventos particulares, que un paradigma ya no consigue explicar algunos fenómenos, este paradigma acaba siendo abandonado y es sustituido por otro que, normalmente, no está directamente relacionado con el precedente. Es importante decir que el viejo paradigma, ahora minoritario, no desaparece, muchas veces sobrevive al lado del que se ha vuelto mayoritario. El cambio de paradigma está determinado también por la aparición de nuevos problemas ya que los sujetos se hacen nuevas preguntas.

Por lo tanto, el camino hacia la revolución pasa por la ruptura entre lo viejo y lo nuevo; no tiene un desarrollo lineal, avanza a saltos, en ocasiones considerablemente positivos, hacia adelante, otras veces negativos, regresivos en relación a ese proceso por “nosotros” deseado de mutación cultural crítica y libertaria.

La anarquía debe construirse con nuestra experiencia cotidiana, sin esperar el evento revolucionario, puesto que no existe tan solo un único y gran poder que abatir. El poder, como nos recuerda Michel Foucault, no ocupa un único sitio privilegiado, ni depende de un único sujeto identificable de una vez para siempre. El estado, las leyes, las hegemonías sociales sólo son efectos y manifestaciones a nivel institucional de relaciones y estrategias de poder. Por contra, el poder siempre está difuso por todas partes de forma anónima; es omnipresente “no porque lo englobe todo, sino porque procede de todos los lugares”. El poder coincide con la multiplicidad de las correlaciones de fuerza, que se entrelazan y se contraponen. Y una relación entre los individuos y la sociedad está atravesada por relaciones de poder: toda relación social es una relación de poder.

No tiene sentido hablar del Estado como ubicación de las relaciones de dominio, porque estas relaciones están en todas partes. Ya no tiene sentido hablar de reyes, por que los reyes están en las familias, en los conventos, en las fábricas y en las escuelas. Todos somos agentes de la regulación social, todos nos controlamos recíprocamente; el estado acaba siendo un sistema de relaciones (Landauer, 1911).

Por lo tanto, siendo el poder algo disperso por entre todas las relaciones, ya sea a nivel personal como político, teórico o material, una revolución política “tradicional” no tiene sentido ya que no existe ningún palacio que conquistar para eliminar los efectos del poder y construir una sociedad transparente. Lo que es fundamental para un revolucionario es el trabajo constante entre la gente para combatir el dominio, o sea ese sistema de poder que está monopolizado por sólo una parte de la sociedad; es necesario un trabajo largo y profundo de deslegitimación de la autoridad, para conseguir romper las asimetrías en las relaciones funcionales empezando desde abajo la transformación cultural bajo forma de resistencia y ataque. Porque abatir el Estado (siempre que consigamos entender cómo hacerlo en concreto) no solucionaría el problema del dominio, de la explotación del individuo por el individuo, sobre los animales y sobre la tierra. Sin un trabajo continuo y profundo de transformación cultural dentro de las redes de las relaciones entre seres humanos se crearía un nuevo dominio, simplemente con un nuevo disfraz, como ha pasado en todas las revoluciones del siglo XIX, que han contenido un intento totalizante y se han apoyado sobre modelos de mutación social autoritarios y estatalizados.

Es por ello que el nuevo anarquismo observa muy atentamente al presente, lo que no debe ser leído como una ruptura con el pasado y la historia de la tradición anarquista sino como una actualización de la misma.

Es importante aquí recordar las palabras de Gustav Landauer: “La anarquía no es una cosa del futuro sino del presente, no está hecha de reivindicaciones sino de vida”.

Una vida que no espera el día de la revolución, o mejor dicho, que ve la revolución como algo en movimiento constante y abierto al cambio durante su camino. Un concepto de revolución como proceso y no como acontecimiento.

Esto significa que la revolución anarquista está concebida fundamentalmente en un sentido amplio, esto es como transformación social radical, y no en un sentido estricto, o sea como fenómeno insurreccional. Lo que no significa necesariamente que la transición desde la sociedad jerárquica a la sociedad libertaria no pueda o no tenga que implicar algunos episodios insurreccionales, pero, incluso para quienes los consideran como inevitables tan sólo constituyen un momento (importante sin duda, sobre todo como ruptura del imaginario social), que forma parte de una mutación cultural global (en el sentido antropológico del término cultura), mucho más amplia y que acontece antes, durante y después de ese evento insurreccional (Bertolo, 1985). Los medios de la mutación cultural radical tienen que ser coherentes con sus fines, ya que el fin no justifica los medios. Aquí empieza un desafío: hallar la capacidad de poner el futuro en las cosas que se hacen en el presente. Hundir la realidad en el “sueño”. Sueños nuevos para un sueño antiguo: ser soberanos de nuestra propia vida. Es decir, extraer la revolución de la dimensión acontecimiento histórico, para ponerla en la dimensión cotidiana. Los pequeños gestos habituales, las prácticas y conductas, los hechos, las variadas pequeñas realizaciones que construyen la vida comunitaria. Sacada de su visión heroica y taumatúrgica la revolución deviene ahora posible (“Libertaria” 3-4,  2010).

 ETNOGRAFÍA DE LA MUTACIÓN CULTURAL

En esta segunda parte de mi relato me gustaría reflexionar sobre las prácticas de mutación cultural presentes en la sociedad del dominio; las prácticas de la subversión cotidiana. Será, por supuesto, una etnografía parcial; intentaré investigar sobre todo las prácticas más recientes, consciente de que quedarán sin citar muchas, viejas y nuevas, fundamentales en ese camino de la mutación cultural libertaria, en esa lucha que intenta vencer una tensión alimentada por esta necesidad que llamamos libertad (Breda, 2010). Estoy convencido que estos sólo son puntos de salida, ejemplos que hasta ahora no han logrado acabar con la gran brecha existente entre el aspecto teórico, los análisis del pensamiento libertario, y su carencia en la creación de prácticas originales y efectivas. Pero es importante saber de cualquier experiencia alternativa a la subordinación, es necesario saber prefigurar en nuestra lucha otras maneras de ser, intentos de resistencia al dominio, para evitar la necesidad de tener un dueño.

AUTOGESTIÓN

La autogestión se compone de muchas prácticas que intentan desquiciar el imaginario del dominio y dar a cada individuo la facultad de contribuir, a través de la acción directa, a la recuperación de su vida, liberando espacios mentales y físicos. Aquí pongo algunos ejemplos de autogestión de nuestra vida que permiten superar los confines de las normas impuestas.

OCUPACIONES

Ésta es una de las prácticas más difundidas, por lo menos en Europa, para solucionar el problema de la vivienda, de la falta de un techo, creando espacios sociales y casas colectivas. En pocas palabras, espacios liberados que buscan liberarse de la especulación, de la mercantilización de la cultura y del ocio; una práctica que intenta difundir la autogestión y la acción directa para desvelar las tramas del dominio. He entrevistado a una mujer italiana que vive desde hace muchos años en una casa ocupada, una vivienda en un barrio de Milán donde existen muchas ocupaciones y donde se intenta vivir de una manera “diferente”.

“Vivo en una ocupa hace unos tres años. Calle x, Portal x. Antes fue otra compañera quien ocupó la casa con el Comité. Yo llegué más tarde. Pronto establecí muy buenas relaciones con los vecinos, inicialmente, y luego con el barrio. Hay un clima familiar, parece como estar en el pueblo del Sur de Italia: en el bar, en el mercado, hacia Conchetta y Torricelli … si te mueves y vives en el barrio saludas una persona cada 20 pasos y muy a menudo empiezas a hablar de todo: casa, trabajo, familia para quien la tiene o vida y política para quien así lo considera. Nos conocemos todos, por lo menos de vista. (…) Esta experiencia me gusta y me da la posibilidad de vivir de veras un barrio siempre encantador e históricamente conocido como un barrio popular. No espero nada ni de los partidos políticos ni de las instituciones. Me gusta pensar que hay algo que, desde la base, puede mover esta pesada situación, como el temblor de un volcán que sigue activo… pero que por el momento está quieto.”

Este testimonio nos hace entender la exigencia de crear desde ya un mundo distinto de relaciones entre la gente, de vivir la ciudad sin respetar las normas impuestas desde arriba sino reconstruyendo normas establecidas por los vecinos del barrio. En nuestras ciudades la mayoría de las personas no logra vivir como quiere. El ambiente urbano que cambia sin parar y sin respeto alguno para quien lo habita, inhibe el desarrollo de la personalidad de los individuos que viven en la ciudad y por eso es efectiva la práctica de la ocupación, que quiere reventar las lógicas de la especulación de la vivienda dentro de la metrópolis y vivir activamente el ambiente urbano.

HUERTOS URBANOS / CRITICAL GARDEN

Ésta también es una práctica que consigue, a su manera, volcar la imagen de la ciudad como monstruo de hormigón. Los que practican el “critical garden” intentan retomar los espacios urbanos. Un huerto urbano puede ser construido en las terrazas y balcones, en pequeñas partes de terreno no cultivado, en los patios de las escuelas, en terrenos deteriorados, en zonas comunes entre edificios. Todas las personas que practican el “critical garden” aprovechan los espacios inutilizados llenándolos de sentido: traen la horticultura a la ciudad, el contacto con la tierra y una conciencia en la alimentación, transformando la cotidianidad consumista en cotidianidad productiva y productora, sustituyendo el gris de la jungla de cemento con el verde de las plantas. Introducir el campo en la ciudad significa también adaptar el ritmo de la ciudad al ritmo de la naturaleza y al mismo tiempo tener en cuenta las características de una huerta urbana, afectada por las transformaciones de la ciudad.

 

CRITICAL MASS

El ciclista urbano es, por su naturaleza misma, un inventor… de un nuevo equilibrio que volverá a poner en marcha a la ciudad.

La Masa Critica es una reunión de ciclistas que, aprovechando la fuerza del número (masa), invade las calles normalmente saturadas por el tráfico de coches. Si la masa es consistente, el resto del tráfico queda bloqueado. Más allá de esta descripción, la masa crítica es un fenómeno de difícil definición porque es básicamente espontáneo sin una estructura organizada formal. La Masa Crítica se puede definir como una «coincidencia organizada», sin líderes, organizadores o miembros identificados por algo más que su participación en el evento.

También el recorrido de la manifestación se decide sobre la marcha, muchas veces por quienes están a la cabeza de la manifestación o por mapas impresos repartidos durante la misma por cualquiera que tenga ideas de rutas posibles. Otras veces la decisión del recorrido es tomada entre varias personas justo antes de que la manifestación empiece. Así el movimiento se despoja de todos los elementos de una organización jerárquica: ninguna estructura interna, ningún jefe, ninguna directiva de movimiento…

Para que se constituya una masa crítica tan solo es necesario un número suficiente de personas que sepan de su existencia y que lleguen el día decidido para crear esa masa crítica, ocupar tranquilamente una parte de la calle y así excluir los vehículos motorizados.

Como consecuencia de esta falta de jerarquía, los ciclo-activistas tienen que tomar la responsabilidad del evento, individualmente. En este contexto, para preservar el carácter compacto del grupo, los manifestantes utilizan algunas veces una práctica que se llama “corking” y que consiste en parar los coches  que podrían romper la unidad de la manifestación, al fragmentarla. Esto se logra, simplemente, parando las bicis enfrente de los coches cuando hay cruces, rondas o semáforos hasta que todo el grupo haya conseguido pasar. Esto permite también cuidar la seguridad de los ciclistas y evitar problemas con los conductores de vehículos motorizados.

 

AUTOPRODUCCIÓN

La autoproducción es una manera de redescubrir la independencia creando lo que necesitamos para vivir, alejándonos del actual sistema productivo, reduciendo al mínimo la dependencia y aumentando el placer, utilizando aquello que producimos. Esto es totalmente lo contrario de lo que es el sistema de delegación en el capitalismo: el sistema del “produzca-consuma-muera”. Es evidente que no podemos producir todo lo que necesitamos, pero es fundamental no delegar todas nuestras necesidades en los demás, a los que llamamos “especialistas” o “técnicos”. El consumismo y  la producción tal y cómo hoy se entiende nos ha vuelto perezosos y ha atrofiado nuestras manos, por ello es necesaria la autoproducción como respuesta personal. Autoproducción para volver a descubrir el placer de crear con nuestras propias manos y de saber hacer.

 

Traducción del italiano: Ángel Bosqued

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Presentación del dossier sobre la Revolución https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/presentacion-del-dossier-sobre-la-revolucion/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/presentacion-del-dossier-sobre-la-revolucion/#respond Wed, 21 Dec 2011 11:44:33 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3580 Hasta hace poco tiempo la palabra Revolución parecía haber caído en desuso, y raramente la encontrábamos en los discursos de tipo político y en los medios de comunicación, a no ser para hacer referencia a acontecimientos históricos más o menos lejanos. Sin embargo, esta situación cambió de forma espectacular a partir de las revueltas populares en Túnez y en Egipto, o más tarde con la irrupción del 15M. La frecuencia de uso de la palabra Revolución se disparó de manera incontenible y las referencias a la Revolución empezaron a proliferar en el escenario mediático. Sin duda la Revolución había adquirido una nueva actualidad, y hasta se podría decir que se había convertido en un fenómeno de moda.

Cabe preguntarse si este repentino y sorprendente resurgir de las referencias a la Revolución constituye un signo anunciador de que se está aproximando un periodo insurreccional o si la distancia entre lo que se entiende por Revolución en el contexto de las revueltas árabes o de movimientos tales como el 15M  y lo que se entendía por esta palabra en el viejo discurso revolucionario, es tan grande que nos encontramos ante dos conceptos diferentes. Esa distancia es probablemente importante puesto que los medios de comunicación tienden a hacer un uso poco riguroso del concepto de Revolución y a aplicarlo a circunstancias bien distintas de las que tenían en mente los abnegados propagadores de las ideas revolucionarias de los siglos XIX y XX.

Sin embargo, más allá de la laxitud con la cual la prensa usa el término Revolución hay un hecho que nos obliga a plantearnos la pregunta sobre la permanencia o la modificación del significado de la Revolución, y es  que no sólo había desaparecido del discurso público sino que también había dejado de ocupar un lugar privilegiado en el discurso político de los sectores antagonistas. Tanto si nos referimos a la reciente proliferación mediática del uso de la palabra, como si pensamos en su relativa difuminación en el seno del lenguaje de la subversión, es difícil sortear la pregunta sobre el significado actual del concepto de Revolución, en realidad:

 ¿De qué estamos hablando hoy cuando hablamos de Revolución?

Casualmente, pocos meses antes de que los acontecimientos en algunos países árabes potenciaran la presencia mediática de la Revolución, un colectivo de jóvenes libertarios y de activistas sociales de Milán, denominado A.sperimenti, organizaba con notable éxito de asistencia un encuentro centrado precisamente sobre esta pregunta. En el presente dossier se recogen cuatro de las ponencias que allí se discutieron.

Los textos de Tomás Ibáñez y de Eduardo Colombo remiten parcialmente el uno al otro, dialogan entre sí y contraponen dos visiones distintas del fenómeno y del concepto de la revolución. Tomás Ibáñez intenta comprender porqué la vieja concepción de la revolución ha dejado de espolear las luchas contemporáneas y cuál es la forma que toma hoy la voluntad de subvertir el orden social establecido. No se ha abandonado el deseo de revolución sino que se ha resignificado el concepto incardinando la revolución en el tiempo presente.    

Por su parte, Eduardo Colombo reivindica como fundamentales algunos de los signos distintivos del concepto de revolución: acción colectiva sustentada en un proyecto, alzamiento de las masas, y ruptura del imaginario dominante. Una de sus tesis es que el bloque imaginario neoliberal se ha esforzado por deslegitimar la creencia en la posibilidad de la revolución.

Andrea Breda y Andrea Staid, hablan desde la experiencia privilegiada que les proporciona  su inserción en el joven y dinámico  activismo social de signo libertario.

La contribución de Andrea Breda nos acerca a esa tensión entre la inercia de las instituciones y el cambio cultural de la que nace la lucha por una mayor libertad. Pero para que esa lucha adquiera una dimensión revolucionaria no basta con que se enfrente a la dominación, debe transformar a los sujetos, abriendo espacios físicos y mentales que les permitan trastocar la categorización de la realidad.

Andrea Staid insiste sobre la necesidad de extraer la revolución de su condición de acontecimiento histórico para enlazarla con las prácticas de la subversión cotidiana y para transformarla en algo que sea efectivamente posible, ofreciéndonos diversas ilustraciones de  la forma que pueden adoptar esas prácticas.

Un quinto texto, el de Gerard Imbert,  reflexiona sobre las características de la sociedad actual y sus efectos sobre las instancias de poder y sobre unas identidades que se vuelven informes. Lo que él denomina la crisis de los límites obliga a redefinir la revolución y a situarla como un envite a revolucionar el presente. 

 

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