David Seiz Rodrigo – LibrePensamiento https://archivo.librepensamiento.org Pensar para ser libre Sat, 13 Mar 2021 11:17:52 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.6.1 Lo estatal y lo público https://archivo.librepensamiento.org/2012/09/21/lo-estatal-y-lo-publico/ https://archivo.librepensamiento.org/2012/09/21/lo-estatal-y-lo-publico/#respond Fri, 21 Sep 2012 18:00:10 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3794 Asistimos a un duro ataque contra los servicios públicos orquestado por los medios conservadores y aplicado por políticos neoliberales. Frente a ellos se plantea la defensa de lo público, pero muchas veces confundida con la defensa de un Estado burocrático responsable de parte del deterioro de unos genuinos servicios públicos. Por eso, partiendo de postulados libertarios, se trata de plantear una crítica del Estado de bienestar como paso para una profunda y radical transformación de la sociedad que llegue a ser una sociedad en la que se dan la libertad, la igualdad y el apoyo mutuo.

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Félix García Moriyón/ David Seiz Rodrigo

 
Los fundamentos ideológicos de la crítica al Estado
No cabe la menor duda de que nos encontramos ante una crisis sistémica, no una simple crisis cíclica de las que son habituales en el modo de producción capitalista. En las últimas décadas —podemos decir que desde 1973— se ha estado produciendo un enfrentamiento muy duro para modificar las grandes líneas de la política económica diseñadas después de la II Guerra Mundial. No vamos a repetirnos ahora, pero está claro que los liberales, con Hayek y Von Mises como líderes intelectuales, han lanzado un furibundo ataque a los modelos que ponían en el Estado la responsabilidad de garantizar el bienestar social y económico de los ciudadanos. Desde el primer momento han criticado no solo la versión extrema del estatalismo, la Unión Soviética, sino también la versión socialdemócrata impuesta en Europa gracias al gran pacto social posterior a la II Guerra Mundial.
Sus argumentos son dignos de ser tenidos en consideración y hay dos grandes obras que ofrecen el núcleo de su argumentación: Caminos de servidumbre (Hayek) y La acción humana (Von Mises). Su planteamiento tiene antecedentes y seguidores, por lo que podemos decir que la corriente liberal ha gozado de buena salud casi desde los comienzos de la edad contemporánea. Cuando uno contempla estados fallidos, cuando uno observa lo ocurrido en España y Grecia, con estados clientelares, o analiza las relaciones entre mafia y política, por no hablar de los epígonos del socialismo realmente existente, no deja de ver el punto de razón que existe en esas críticas.
No fueron los liberales los únicos que arremetieron contra le peligroso papel del estatalismo. El pensamiento social de la Iglesia Católica, al que podemos sumar el de otras corrientes cristianas, ha sido siempre muy crítico con la estatalización o el control por el Estado de las resortes de la economía y la justicia social. La teoría se ha centrado en el concepto de subsidiaridad, único papel legítimo del Estado, cuya función es estar al  servicio de las personas (no de los individuos) y de las unidades básicas de convivencia social, en especial la familia. Todo ello acompañado de una fuerte moralización de la economía, disciplina teórica y práctica que debe estar regulada por normas morales. Es sugerente la actual variante de la economía del bien común desarrollada por pensadores evangélicos en Austria y con eco en numerosos ambientes. Es la llamada economía del bien común.
Podemos añadir a los anteriores críticos del estatalismo la larga tradición del pensamiento libertario que ha sido igualmente duro con el intento del Estado de controlar la vida de los individuos. Comparte gran parte de las críticas de los liberales decimonónicos y menos las críticas de los neoliberales actuales, tanto ha cambiado el mundo. Sin embargo, su distancia respecto a los mismos es enorme puesto que esta tradición defiende claramente el apoyo mutuo y las colectivizaciones autogestionadas, todas ellas orientadas por un profundo sentido del bien común, proponiendo fórmulas organizativas comunistas o colectivistas. En ese sentido están más cerca de la tradición cristiana y católica.
La historia de la crítica al Estado es larga y condiciona sin duda lo que ahora ocurre. El ataque neoliberal arrecia y lo hace con inusitada virulencia que va creciendo conforme, según creen sus líderes, se acercan a la victoria final, posición premonitoria de lo que va a ser la suerte de los vencidos. Cuando uno vive en Madrid, asiste en primera línea a lo que puede ser defender el neoliberalismo sin fisuras: un deterioro progresivo de los servicios públicos y un crecimiento igualmente progresivo de la presencia de la iniciativa privada en la prestación de dichos servicios que sólo aceptando la versión de Esperanza Aguirre pueden ser considerados servicios públicos. Y para rematar, la presentación de Eurovegas como el gran proyecto de creación de puestos de trabajo para la futura sociedad del conocimiento.
No se puede objetar mucho a la defensa de la libertad que abanderan los neoliberales. Fue uno de los grandes logros del mundo contemporáneo; ahora bien, conviene recordar que «no es liberal todo lo que parece». La «liberal» manera de privilegiar a un empresario que encontramos en las recientes componendas con el inversor americano que trata de situar Móstoles en el Estado de Nevada, o la torticera manera de entregar el capital «público» de la sanidad en manos de determinadas compañías privadas privilegiadas, nos acerca a modelos más propios de las compañías privilegiadas de comercio de la Edad Moderna que a los modelos de libre concurrencia, igualdad y mérito del teórico liberalismo. La defensa de la libertad termina encubriendo pobremente el ánimo depredador de las élites en el poder.
Por otra parte, esa defensa ha solido ir acompañada de la exaltación del espíritu emprendedor y la meritocracia, ocultando que el mérito tiene mucho más de hereditario que de meritorio, y esa defensa de la excelencia individual como criterio de selección social nos acerca de nuevo a paradigmas de reproducción de las escalas sociales y económicas, cercanos a las estructuras políticas, económicas y sociales del mundo señorial.  Con un especial agravante: en la sociedad estamental uno ocupaba una posición social desde su nacimiento y eso estaba justificado por ser el orden natural de las cosas; en la actual sociedad, uno ocupa casi con seguridad la posición social que le corresponde por lo que lo tocó con el nacimiento, y la legitimidad la concede el afirmar que su ascenso social es consecuencia de sus méritos personales. Por otra parte, impuesto ese orden neoliberal, la capacidad de negociación en la permanente lucha por el reconocimiento,  tal y como vemos en el día a día sindical por poner un ejemplo, no ofrecen más alternativa que el desarrollo de un modelo cercano a la revuelta campesina: el señor no pacta, concede y en caso extremos los siervos se rebelan, conscientes de que el fracaso de la rebelión les asegura su marginación de por vida, si no la muerte. Duras huelgas, con variadas fórmulas de enfrentamiento y reivindicación son absolutamente ignoradas por una élites políticas y económicas con capacidad sobrada para imponer coactivamente sus políticas.
Del mismo modo, se ha exaltado la libertad individual y la capacidad de elección como último criterio de evaluación de las decisiones privadas y públicas, acompañada por una defensa a ultranza de la vida privada, del hogar como espacio inviolable en el que los individuos pueden disfrutar de sosiego, lejos del omnímodo y arbitrario poder del Rey en su origen y del Estado en la actualidad. Lo malo es que esa defensa valiosa de la privacidad va acompañada de la privatización, de la fragmentación individualista del espacio social . Los usos privativos de los individuos o las corporaciones se imponen sobre los antiguos espacios públicos. La calle comercial, de naturaleza pública es sustituida por la virtualidad de las calles de los centros comerciales.  Los espacios públicos de ocio son sustituidos por los parques temáticos . La desamortización, puso cercas y puertas en los campos, acabó con las tierras comunales y planteó de un modo parecido al que hoy en día se defiende, el axioma de que sólo la propiedad privada aseguraba el óptimo aprovechamiento económico del suelo.  La idea de la mayor eficiencia económica de la gestión privada sobre la pública obvia las mínimas consideraciones críticas y como recientemente han demostrado las autoridades sanitarias madrileñas, parecen remisa a aceptar cualquier cuantificación que ponga en duda esta  consideración. La  privatización y la lógica del beneficio privado como mejor garantía de los intereses públicos avanza imparable en las sociedades occidentales,  desde la gestión del suelo a la administración de los servicios públicos, que son sometidos en aras de una teórica efectividad al sobrecoste de un beneficio privado.  Desde los ejércitos nacionales, surgidos precisamente en la primeras revoluciones de finales del XVIII como garantía de las libertades recién conquistadas, que hoy vuelven a modelos mercenarios más propios del siglo XVII, a la privatización progresiva, directa o por medio de concesiones parciales de cárceles, hospitales y escuelas.; una pulsión privatizadora que alcanza  incluso a la justicia y la policía, ya parcialmente privatizada en poderosas empresas de seguridad.
La lucha contra el Estado del bienestar
Neoliberales, cristianos, anarquistas…, son tradiciones ideológicas muy distintas que se han opuesto al crecimiento de un Estado controlador y quizá solo secundariamente benefactor. Eso sí, en estos momentos la batuta del ataque la lleva quienes apenas ocultan que el objetivo central es recuperar lo que Marx llamaba la tasa de extracción de plusvalía y también reforzar lo que los anarquistas denunciaron como estructura jerárquica y piramidal del poder. Es decir, recuperar la posición de privilegio ostentada por las élites dominantes durante toda la vida, pero debilitada debido a la dura lucha por el reconocimiento desplegada por los olvidados o condenados de la Tierra desde los años sesenta. Ya en aquellos décadas —quizá demasiado mitificadas por la izquierda “divina”— los centros de estudios asociados al poder plantearon que se estaba produciendo una crisis social causada por el exceso de democracia, lo que ponía en primer plano el problema de la gobernanza y la necesidad de reconducir la situación acallando las demandas de las clases desfavorecidas.
No es fácil hacer una crítica acertada del Estado desde posiciones de izquierda. Está profundamente arraigada en el imaginario colectivo la idea del Estado como árbitro, técnico y objetivo, que ciegamente se organiza a partir de sus burocracias elevadas sobre el mérito y la capacidad, por encima de los intereses de los grupos de poder o los partidos.  No en vano, el Estado es el sujeto fundamental de esta percepción de la «cosa pública» y sigue siendo en el imaginario de mucha gente el único garante de la objetividad. Lamentablemente el sueño weberiano del estado burocrático ha devenido en pesadilla; desde sus orígenes, el estado ha servido para certificar con el marchamo del derecho, situaciones de privilegio, repartos de prebendas y canonjías, investido, para más delito, de la idea de mérito, libre concurrencia y otros aparatajes ideológicos. No sólo las cajas de ahorros, también los contratos millonarios de obras públicas, las sospechosas, cuanto menos, relaciones entre la política y el mundo empresarial, desdicen mucho de lo que damos a menudo por supuesto.
Por eso mismo, la lucha en defensa de lo público esta distorsionada en varios sentidos, lo que hace difícil tomar posición en algunos momentos. La primera distorsión procede de la defensa de un modelo de gestión estatal de la propiedad que ha mostrado en la práctica el acierto de las críticas liberales. El caso de las cajas de ahorro es paradigmático, como también lo es el de las recalificaciones de terrenos. Por no hablar de casos abundantes de prevaricación, malversación y cohecho, que se cometen con elevado nivel de impunidad de los políticos y empresarios implicados a partes iguales en los mismos. El estado ha terminado siendo contagiado por prácticas  clientelares opuestas en sí mismas a la propia lógica de su letimidad (el mérito, la iguadad, la libre concurrencia….) lo que exige una dura operación de cirugía que permita sanear y cauterizar la gangrena. Cierto es que hay estados socialdemócratas que parecen gozar de salud envidiable y que puede seguir siendo referentes, como ya lo fueron en los años sesenta, de la mejor manera de articular el estado del bienestar o estado social de derecho sin poner en cuestión el modo de producción capitalista.
Algo de eso está presente en la aceptación que está teniendo entre el público en general la furibunda y torticera campaña contra los funcionarios orquestada por los medios conservadores, un ataque que  constituye una segunda distorsión. El estatuto del funcionario, cuyo origen se sitúa más bien en la defensa de la independencia y etabilidad de los trabajadores públicos respecto a los poderes políticos cambiantes en democracias representativas, ha derivado en parte hacia un estatuto corporativo en el que la defensa de específicas condiciones laborales se aproxima peligrosamente a la defensa de situaciones de privilegio. Con cierta desmesura en algunas ocasiones, los funcionarios tienden a identificar la defensa de sus condiciones de trabajo con la defensa de lo público, ocultando lo que hay de puramente corporativo en sus luchas y lo que hay de mantenimiento de situaciones de auténtico poder frente a los usuarios de esos servicios públicos que dicen defender. La pura crítica del funcionariado, orquestada por quienes tienen la obligación política de exigir su adecuado cumplimiento del trabajo asignado y de garantizar que están al servicio de los intereses de la ciudadanía no basta. Mucho menos cuando comprobamos que quienes jalean esas críticas luego incrementan el número de asesores nombrados a dedo y ascienden en el escalafón funcionarial a sus propios clientes o afines políticos.
La tercera distorsión procede del dominio cultural impuesto por el actual modelo de capitalismo financiero y consumista. La ideología del «lo veo, lo quiero, lo tengo» ha calado hasta los huesos y la gente busca por encima de todo recuperar la capacidad de consumo a la que se aproximó, sin llegar a disfrutarla del todo pues en gran parte no pasó de un espejismo basado en créditos que no se podían devolver, menos una vez despedidos de sus precarios puestos de trabajo. El individualismo abstracto, tan querido por los liberales, se queda en la exaltación del individuo como consumidor compulsivo que puede acudir a cualquiera de los múltiples centros comerciales a elegir entre decenas de productos idénticos, muchos de ellos con obsolescencia programada y con dudosa capacidad real de satisfacer las necesidades básicas de los seres humanos.
Aceptado inconscientemente —gracias a potentes campañas de configuración de la opinión pública— ese modelo de logro de la felicidad sustentado en el fetichismo de la mercancía, que termina identificando valor con precio, los individuos se convierten en rehenes de quienes les conceden el crédito para pagar los gastos, abocados a un consumismo parcialmente compulsivo. Sin darse cuenta, aceptan una democratización del consumo que, sin negar los posibles componentes revolucionarios implícitos en ese «festín pantagruélico», en realidad consagra la degradación de los procesos de trabajo, que están condicionados a la elevada productividad de los trabajadores que proveen de mercancía a los comercios «chinos » y a los gestionados por las grandes multinacionales, entre otras y sobre todo las del textil y las de la alimentación. Como no podía ser menos, acabamos aceptando que un servicio público es aquel que le sale gratis al ciudadano (feliz definición de Esperanza Aguirre), y para eso se pone la gestión de lo público en manos de la empresa privada, sin darse cuenta de que esta muestra especial eficiencia y eficacia en generar ganancia para sus propietarios y gestores, normalmente a costa de trabajo degradado.
Una cuarta y última distorsión procede de la progresiva erosión de la política del bien común arrasada por la cultura del individualismo radical, de la sociedad articulada como suma de lobos esteparios que regulan las relaciones sociales mediante las leyes del mercado: todo tiene un precio y la acumulación de dinero es lo único que garantiza el estatus social y, por tanto, el ejercicio de las capacidades y la satisfacción de las necesidades. Muchos movimientos críticos han aceptado en sus planteamientos esa ideología mercantil, lo que termina teniendo sus consecuencias: la trivialización del matrimonio, con exigencias de permanencia menores que las de muchas compañías de telefonía móvil, y el servicio militar opcional (a sueldo), que se sitúa en las antípodas del ejército popular o de la defensa civil, serían dos ejemplos perfectos de los daños colaterales que lleva aceptar un modelo utilitarista mercantil de la vida social. Ha adquirido un protagonismo cultural desmesurado el ya antiguo dicho de que «tanto tienes, tanto vales».
La defensa de lo público.
Lo anterior ya indica claramente cuál es el discurso y la práctica que necesitamos articular para defender lo público sin mantener un modelo de Estado del bienestar que  provoca muchos más perjuicios de lo que algunos son capaces de reconocer. Pero al mismo tiempo tenemos que evitar un peligro que puede derivarse de nuestro planteamiento «crítico» sobre lo público: nuestras críticas fácilmente puede acabar siendo utilizadas como munición para este nuevo «estado señorial» que falsamente se viste de liberalismo. Conviene, por tanto, recuperar lo que tiene de «señorial» el modelo liberal y desmontar su «instalache» o «chiringuito», eso que apenas cubre las apariencias y solo busca el máximo beneficio en el menor tiempo. Es el liberalismo radical primigenio que tan cerca está de los postulados anarquistas, vinculando sin solución de continuidad la libertad a la igualdad y la fraternidad. La trampa del liberalismo contemporáneo es precisamente que obvia estos privilegios y se contenta con establecer el principio de un liberalismo económico lastrado por toda una serie de condiciones desiguales de la que la propia ganancia económica es el único beneficiario. Son moneda corriente la deslocalización, el abuso de las condiciones de explotación de los recursos naturales, mineros o energéticos, la imposición de condiciones comerciales desfavorables, las trampas fiscales que permiten evadir impuestos bajo el amparo de empresas pantalla, tratos de favor impositivos o localizaciones beneficiosas: ahí están los casos paradigmáticos de Apple, Facebook, Amazon y otras empresas tecnológicas o la presencia de paraísos fiscales en el corazón de Europa.
El hilo de la cuestión debe ser defender lo público criticando con firmeza a los neoliberales y los estatalistas, ambos con agendas ocultas que marcan el sentido y la limitación de sus luchas. Y para ello, el núcleo de la cuestión debe ser vincularlo plenamente a la reclamación democrática: buscar mucho más poder para el pueblo, para el común de los ciudadanos que necesitan aprender ejerciendo, el duro ejercicio de tomar las riendas de sus propias vidas, y potenciar al mismo tiempo todo aquello que genera comunidad de intereses y de objetivos, sin agostar la capacidad e expresión y creación individuales. No queremos una sociedad de individualistas depredadores apalancados en un pobre «vive y deja vivir» ni tampoco una sociedad de obedientes ciudadanos agradecidos a burocracias ineptas que les procuran magros beneficios sociales.  Queremos un fecundo, pero difícil, equilibro entre la triple exigencia de libertad personal, igualdad social y apoyo mutuo solidario.
Algo fundamental en esta tarea es profundizar en un sistema de equilibrios que asegure la defensa del individuo frente a los grupos de poder, tanto económicos como políticos y culturales.  A los agudos análisis de la capacidad destructiva del poder en el anarquismo clásico, podemos añadir las críticas de Foucault a lo que él llamaba microfísica del poder y biopolítica. Los principios que deben regir esa fragmentación y control del poder están formulados, pero el peso de los poderes sobre las vidas de las personas continúa sin estar corregido. Es más, el Estado benefactor, bajo la promesa de grandes beneficios de bienestar, alimenta la burocratización controladora: nunca antes ha estado la vida de las personas, incluida la vida privada, tan sujeta a mecanismos de control tan sofisticados y potentes como los actuales. Y en general con el libre consentimiento de los propios ciudadanos. Si bien las redes sociales parecen haber abierto algunas puertas a la fragmentación horizontal de determinados mecanismo de control, el riesgo de que acaben sometidas al ojo controlador del Gran Hermano es grande, y la experiencia de lo ocurrido con los medios de comunicación social debiera ponernos sobre aviso de esos riesgos. Entre tanto conviene no perder de vista los mecanismos ya clásicos de control del poder público, algunos muy sugerentes pero poco aplicado como es el caso de la rotación, la rendición de cuentas, la separación de poderes o la transparencia.
Del mismo modo, para defender unos servicios auténticamente públicos, es necesario afrontar el problema de la representatividad. Hoy hay una conciencia muy arraigada, aunque poco articulada, de que nuestros representantes no nos representan, pues han pasado a formar parte de las élites en el poder cuyo único objetivo real es mantener sus posiciones de auténtico privilegio. Las formas e instituciones políticas son a menudo tildadas de poco representativas, precisamente por su opacidad a las influencias que los poderes ejercen sobre ellas y a la poca vinculación entre las decisiones políticas y la voluntad de una ciudadanía muy poco y muy mal representada. El asunto no es en absoluto nuevo, pues también en las formas de organización política medievales e incluso de la sociedad estamental la representatividad era  un asunto primordial, al que se respondía con otros modelos organizativos. Quizá nuestra democracia parlamentaria, con discutible sistema de recuento del voto, agobiantes lisas cerradas y dinámicas de la tarea política ejercida en las Cortes poco sometida a escrutinio público, tenga un problema serio de representatividad que está necesitado de propuestas alternativas, empezando por puras protestas iniciales como las de rodear las sedes parlamentarias. A menudo consideramos que la sociedad no estaba representada en los órganos políticos del antiguo régimen(incluido el franquismo, por ejemplo) y, sin embargo, no reparamos en que lo que ocurría es que la «representatividad» estaba organizada de otro modo.
Lo anterior nos lleva a un último aspecto fundamental para construir unos servicios públicos. Hace falta romper con el enfoque calcado del mundo empresarial que distingue entre los prestatarios de un servicio (los funcionarios y los gestores, públicos o privados de los mismos) y los usuarios o clientes de los mismos. Sin negar la importancia de una adecuada valoración de los costes económicos de los servicios públicos para saber cuáles se pueden llevar a cabo y cuáles no, hay que aplicar más bien el criterio de que esos servicios tienen un valor, no sólo un precio, y que los usuarios no son clientes sino ciudadanos que tienen unos derechos que deben ser atendidos y que deben estar dispuestos a exigir y defender.
Para ese protagonismo activo de los ciudadanos son muy pertinentes las fórmulas autogestionarias de organización porque en ellas se reconoce a todas las partes implicadas el papel de sujetos activos para la definición de los objetivos que deben ser alcanzados y de los medios más adecuados para conseguirlos, así como para la gestión cotidiana de las orientaciones políticas (esto es, relativas a la polis o a la ciudadanía). Eso no consiste en una pura fórmula organizativa, pues al final todo, incluso proyectos políticos muy poco recomendables, puede ser autogestionado. O se puede aceptar la participación efectiva de las personas interesadas sin que eso se traduzca en la práctica en una auténtica participación en la gestión. Basta con ver, por ejemplo, el cansino y al final irrelevante modelo de participación de las familias y los estudiantes en los consejos escolares, fórmula participativa en acelerado proceso de descomposición. Parece evidente que lograr una ley universal pueda considerarse un avance en la búsqueda de equilibrios. Sin embargo mientras la ley no sea universal completamente y deje espacios de interpretación a los estados o los subestados (estados federados, municipios, comunidades), seguiremos avanzando en sentido contrario.
Son, sin duda, ideas reguladoras que pueden ayudar a orientar cuál debe ser nuestra defensa de lo público, pero dejan abiertas las formulaciones concretas sobre cómo se deben articular en la práctica. No tan generales como para no darse cuenta de que defendemos algunas medidas que podrían ser exigidas a corto y medio plazo, pero tampoco tan concretas como para convertirlas en organigramas o algoritmos formales y vacíos realmente de contenido. Retomando una mil veces citadas frase de Durruti, la defensa de unos servicios públicos, vinculada a la defensa de una sociedad genuinamente democrática, implica un profundo y renovado modo de vida, pues es en definitiva una manera distinta de ser, no sólo una manera de organizarse. Implica, por tanto, llevar un mundo nuevo en nuestros corazones, algo que la máquina burocrática del estado del bienestar ha deteriorado profundamente y algo que la mucho más poderosa máquina del bloque hegemónico neoliberal dominante no está en absoluto dispuesto a fomentar o recuperar.

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Vino nuevo y odres viejos. Rutinas mentales y estratégicas en un mundo que es igual pero no es el mismo https://archivo.librepensamiento.org/2012/06/21/vino-nuevo-y-odres-viejos-rutinas-mentales-y-estrategicas-en-un-mundo-que-es-igual-pero-no-es-el-mismo/ https://archivo.librepensamiento.org/2012/06/21/vino-nuevo-y-odres-viejos-rutinas-mentales-y-estrategicas-en-un-mundo-que-es-igual-pero-no-es-el-mismo/#respond Thu, 21 Jun 2012 18:00:17 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3746 La izquierda precisa poner en orden una herencia confusa, una mezcla de tradiciones, de inercias y de maneras de hacer, que cada vez con más claridad parecen poco efectivas. Somos los hijos de las generaciones que vivieron en el convencimiento de que otro mundo era posible y de que una serie de medidas y acciones acertadas harían más justa e igualitaria nuestra sociedad.

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“Muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos en realidad, y es que hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo habría que vivir, que el que no se ocupa de lo que se hace para preocuparse de lo que habría que hacer, aprende antes a fracasar que a sobrevivir”

                          Nicolás Maquiavelo. El Príncipe.

Algunas viejas buenas ideas que no funcionan

 La izquierda precisa poner en orden una herencia confusa, una mezcla de tradiciones, de inercias y de maneras de hacer, que cada vez con más claridad parecen poco efectivas. Somos los hijos de las generaciones que vivieron en el convencimiento de que otro mundo era posible y de que una serie de medidas y acciones acertadas harían más justa e igualitaria nuestra sociedad. Una generación que vivió el auge de cierto asamblearismo y una creencia en la colectividad que sin embargo se ha disuelto como azucarillo en el presente. Ciertamente hay quienes hoy en día plantean tales cosas, quienes creen firmemente en ellas y las practican con encomiable coherencia. Sin embargo y a pesar de su testimonio, nuestra sociedad, hija de aquellos anhelos y de aquellas ideologías ha girado en dirección contraria. A pesar de este evidente cambio la izquierda parece empecinada en repetir pautas de comportamiento ya ensayadas, cuyo éxito ha sido sobredimensionado con inconsciente imprudencia.

 Parece evidente que hoy el liberalismo más pujante, partidario de una desregulación amplia y de limitar la actividad económica del estado a su mínima expresión, lleva hoy la iniciativa ideológica. Las medidas liberalizadoras que con creciente unanimidad toman los gobiernos occidentales, son amparadas por un aparato mediático y académico que las hace pasar no ya como una opción ideológica y por tanto una elección política, sino como la respuesta “técnica” que debe adoptarse. Ante estas medidas, que atacan buena parte de un patrimonio ideológico que la izquierda reclama como suyo, la respuesta de los partidos y los sindicatos de izquierdas aparece constantemente a la defensiva. Ya no conquistamos….., defendemos. Y ese cambio de estrategia tiene una importancia mayúscula.

 El sociólogo Manuel Castells, en “La era de la información”, hizo uno de los más juiciosos análisis sobre el cambio de paradigma que vivimos y que se ha operado en los últimos años. Castells analiza cómo el peso que la globalización y la relación entre los diferentes espacios geográficos al ampliado el mundo y lo ha convertido en algo completamente distinto a ese espacio compartimentado sobre el que estaba fundada nuestra sociedad. Una transformación que ha modificado  las reglas del juego del capitalismo, que ha afectado a nuestra percepción de la realidad, a nuestros usos sociales y evidentemente a las relaciones económicas. El análisis de Castells ha sido completado por otras perspectivas que completan este universo nuevo de relaciones y reglas. Sobre los cambios que ha sufrido el mundo del trabajo y la mentalidad de los trabajadores resulta muy revelador el trabajo de Richard Sennett, quien analiza en la “Corrosión del carácter” tal y como recoge el subtítulo,  las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. La flexibilidad, animada por la rapidez que nuestra sociedad ha impreso no sólo a las comunicaciones, ha hecho saltar algunos de los tradicionales acuerdos de nuestras sociedades. Zygmunt Bauman, a partir de estas consideraciones, utilizó el feliz concepto de “modernidad líquida”, construido precisamente a partir de una realidad percibida como fundamentalmente cambiante y flexible ante la cual los individuos se encuentran como náufragos de sus propias vidas.

 Las estrategias que la izquierda no parecen haberse adaptado a este nuevo escenario, empeñadas como están en reclamar una vuelta al marco de relaciones laborales previo. La nostalgia de los “trente glorieuses” franceses o la defensa del modelo económico y social de la segunda mitad del siglo XX trata de contener inercias poderosas sobre unas bases sociales e ideológicas radicalmente diferentes a las que lo hicieron posible.

 Llama la atención que si bien durante las últimas décadas la izquierda ha analizado la realidad con notable agudeza, las propuestas para transformarla o ejecutar las reformas pretendidas ha sido mucho menos brillante. La izquierda parece haber pedido la batalla más esencial, la del sentido común, la capacidad de convencer a la mayor parte de la población de que no se están tomando las medidas más adecuadas para el bienestar de la mayoría. Podemos aducir que este programa ideológico ha estado defendido por unos u otros adalides, colectivos, partidos y sindicatos sensibles a estas cuestiones, sin embargo los resultados electorales han reforzado el discurso contrario, o al menos un discurso confuso en el que se mezclaban rimbombantes principios “progresistas” y prácticas que conducían irremisiblemente al extremo opuesto.

 Ni la socialdemocracia ha acertado en su pretendida apuesta por lo público, abrazando con mayor o menor descaro el discurso hegemónico, ni la izquierda más escorada a babor ha estado acertada en su retórica antisistema, capaz de convencer exclusivamente a sus propias bases y ensimismada en sus propia convicciones. Por su lado la derecha europea, ha abandonado  los senderos paternalistas y proteccionistas que fueron parte de su idiosincrasia, y que han quedado como patrimonio de la ultraderecha nacionalista. El resultado es que cuando se habla de economía, el acuerdo sobre las medidas a tomar está en manos de la derecha liberal.

 A la defensiva, enrocándonos en posiciones que lejos de abrir un espacio nuevo se empeñan en añorar un pasado perdido, parece claro que tenemos un problema muy serio de estrategia y de imagen. Necesitamos romper con algunas de nuestras más queridas rutinas mentales. Incluso organizativamente tenemos que transformarnos, ni nuestros mensajes ni nuestras maneras pueden parecerse tanto a la de los años de la Transición (por poner un horizonte del pasado reciente, aunque podemos irnos al siglo XIX con facilidad o a la II República Española), no podemos seguir pendientes de iconografías y hagiografías de antaño. La imagen de la izquierda no puede ser tan previsible, quizás convenga revisar el uso que reiteradamente hacemos de ese catálogo de imágenes y banderas que recorren todas las derrotas del pasado. No podemos aspirar a un mundo nuevo vestidos con trajes de época.

La construcción de un imaginario. Las discutibles virtudes de las viejas palabras

 La historia nos engaña. Creemos ser herederos del pasado cuando en realidad convertimos al pasado en consecuencia de nuestro presente. Ocurre tantas veces, con tan machacona insistencia que apenas nos es perceptible. Si la historia de anticuario, esa que se entretiene de manera diletante en las glorias pasadas nos enfada y deprime, no menos fastidiosa resulta la historia heroica que pretende encontrar en los sucesos de un pretendido pasado glorioso, la inspiración de un futuro mejor o la justificación del presente.

 Conviene por ello poner en cuarentena todos los relatos heroicos, todas las visiones magnificadas sobre el ayer, y especialmente las propias, esas en las que a menudo nos engolosinamos. El relato mítico suele olvidar que la historia se teje a partir de la vida de seres humanos y que cuando escribimos historia sobre grandes ideales y absolutos, solemos perder de vista la escala, solemos olvidar al sujeto que sostiene todo el edificio. La izquierda es heredera – quizás a su pesar – de la esperanza religiosa en un paraíso futuro. Ese porvenir ha sido encarnado en la “revolución”, concepto que ha sido utilizado en procesos históricos paradójicamente dudosamente transformadores y resueltos tras largos periodos de tiempo. Nos hemos acostumbrado al término “revolución” y a asociarla de manera inmediata a una venturosa transformación; una serie de manifestaciones en la calle, más o menos mantenidas durante semanas reciben el nombre de “revolución”, por más que muchas de esas experiencias acaben en involuciones. La sola esperanza de un cambio rápido y provocado por un golpe de efecto, inflama muchas conciencias. Sorprendentemente y a pesar de la propaganda, pocas veces la solución revolucionaria funcionó, o no pudo perpetuarse en el tiempo o, cuando lo hizo, acabó siendo una caricatura de sus originales objetivos. Conviene despertar ya de esa magia “revolucionaria”. Nunca las cosas cambiaron en poco tiempo y cuando lo han hecho ha sido con un coste tan alto en vidas humanas que la transformación, perdió por completo su sentido. El hombre moderno ha matado por ideas en mucha mayor medida que muerto por ellas.

 ¿Podemos aspirar a una cambio de sistema?. ¿Podemos creer que “otro mundo es posible”, entendiendo como posibilidad un cambio radical de modelo?. Si la experiencia nos demuestra que el cambio revolucionario es poco probable e incluso poco deseable y si la mínima transformación nos lleva décadas o generaciones, acompasemos el paso. No podemos esperar un cambio cercano y quizás el convencimiento de este tiempo lento nos pueda sosegar un poco.  Parece necesario evitar que un exceso de ruido y furia nos aboque, como tantas veces ha pasado, a descomponer las ilusiones pretendidas. Cuando nos dolemos de la falta de reacción, de indignación o de participación de la ciudadanía, cabe preguntarnos si esta desafección es el resultado de una voluntad de las élites por adormecer a la población o la consecuencia de unos errores de estrategia manifiestos. Pocos desean cambios excepcionales y sin embargo muchos pretenden una sociedad más justa o una mejora razonable de las condiciones de vida. La sociedad desconfía de los maximalismos.

Crisis. ¿Qué crisis?

 “… todos viven con la obsesión de la crisis y las voces más discordes se escuchan a todas horas, desde la más pesimista a la más ingenuamente optimista. /../ Las polémicas se suceden, pero la crisis perdura, el malestar se acrecienta, la desesperación de los que sufren va subiendo de tono, las panaceas se escuchan cada día con más escepticismo y hasta en los espíritus más indiferentes y reacios va penetrando la idea y la convicción de que asistimos a una época terminal de la Historia,  a la caída de un mundo deslumbrante de oropeles, corroído por sus contradicciones criminales y su inhumanidad.” Abad de Santillán, Valencia, 1933

 Las crisis parecen una ruptura de la lógica del progreso. La idea de que el futuro será necesariamente mejor está tan asumido que el escenario mas terrible que la humanidad contempla y que la literatura del siglo XX se ha encargado de ilustrar en numerosos ejemplos, es la de un futuro peor. La distopía ha sucedido en nuestro imaginario a la utopía. En el Renacimiento el presente soportaba la desigualdad, la perversidad, el dolor y la muerte,(pon .) La utopía encarnaba el sueño de una sociedad perfecta, el cumplimiento cabal de los principios de una ciudad cristiana en otro espacio aunque en el mismo tiempo. En el mundo contemporáneo, la distopía ha sustituido a la utopía y encarna el miedo absoluto, las pesadillas tecnológicas, químicas, nucleares, biológicas o sociales, son la materialización de nuestro temor a que el sueño del progreso se rompa. Nuestro convencimiento en que el futuro debe ser mejor es tan intenso que la pesadilla más terrible es imaginar que el futuro pueda ser más siniestro que el presente.

 Casi ochenta años han pasado desde la que Abad de Santillán presentaba como “La crisis definitiva del sistema”. Los apocalípticos de toda índole acostumbran a plantear que estamos ante “épocas terminales” y amparados en tan opresivas impresiones de finitud suelen presentar la esperanza de un cambio fundamentado en algún absoluto salvífico. Tanto los Apocalipsis como las Salvaciones varían en su carácter, las hay económicas, políticas, ecológicas, sociales y morales. Sin embargo el mundo no se acaba pero sí lo hacen muchas de las categorías en las que las sociedades occidentales se han basado durante los últimos cincuenta años. La humana necesidad de categorizar y sistematizar la realidad nos conduce al error de pensar que la ruptura de una categoría, de un concepto o la modificación de un marco de pensamiento, conlleva el fin del mundo.

 Hoy de nuevo nos encontramos ante muchas voces que nos anuncian otro fin del mundo. Quizás como ocurre con los hipocondríacos a fuerza de preveer la inminente muerte haya una última ocasión en la que acertemos y efectivamente muramos. Vicente Verdú hablaba en su “Capitalismo funeral” de esa sensación de desmoronamiento que domina la perspectiva sobre el presente. Hay una cierta sensación de derrota y pérdida, nada se entiende, nada parece obedecer al manual de instrucciones que nos dieron. Escasean las certezas y el posmodernismo filosófico nos empuja a adaptarnos a una realidad cambiante que tiene en su definición mucho de retórica; el tiempo siempre ha sido cambiante, por más que una vez pasado se convierta en una foto fija. Hoy parece que esa modernidad líquida que en feliz concepto planteara Bauman, aleja la posibilidad de acogernos a las estructuras sistemáticas de explicación de nuestro mundo. Las crisis provocan cambios, promueven transformaciones y sobre todo rompen con esos marcos de referencia en los que buscamos sentido las sociedades. Visitar una librería de viejo nos retrae a esa perspectiva, cuando uno hojea los antiguos ensayos políticos, contempla los éxitos editoriales de un tiempo pasado que hoy nada explican y no sirven más que a la curiosidad del historiador. Sin duda precisamos de herramientas conceptuales nuevas y adaptadas de manera más definida a nuestra realidad.

 Por otro lado la idea de crisis se extiende también a nuestra concepción de la política. Desde diferentes perspectivas se considera que las instituciones democráticas no atienden hoy de manera adecuada los intereses de la ciudadanía, los “no nos representan”, las llamadas a la abstención o el voto nulo y la utilización de soluciones políticas técnicas de conveniencia inapelable, como en los casos de Italia y Grecia, alejan a la ciudadanía de la política real.

 En este marco de crisis institucional, no sólo los partidos sufren el descrédito de su capacidad de representación, también los sindicatos participan de ese desgaste. A menudo unos y otros son considerados parte importante del problema, élites profesionalizadas alejadas del sentir de la calle que obedecen a sus propias estrategias de supervivencia y reproducción. Por ejemplo, el exquisito cuidado de los movimientos ciudadanos vinculados al 15-M de no aparecer asociados a ninguna sigla no parecen justificarse sólo por la ambición de acoger a la mayor parte de la sociedad en su seno, sino también por no heredar el descrédito de estas organizaciones. La aspiración a una “democracia real” parece por el momento querer alejarse de lo que hoy es la “real democracia”, una democracia representativa en la que partidos y sindicatos ejercen básicamente la tarea de transmisión del sentir popular como órganos de participación  fundamentales. Ese modelo es el que parece hoy abocado a una transformación profunda y el sindicalismo tiene por ello una tarea compleja por delante si no quiere convertirse en una cáscara vacía en los márgenes de la Historia.

 Más democracia y más participación reclama la ciudadanía y a pesar del obsceno alineamiento de los grandes medios de comunicación en torno a banderías ideológicas, la información nunca ha sido tan accesible. Gracias a Internet y al margen de las grandes corporaciones, menudean blogs y medios digitales por donde la información fluye. Las redes sociales, los diferentes foros y las páginas de asociaciones, instituciones y todo tipo de grupos de interés o afinidad han revolucionado la forma en la que nos informamos. El flujo de información, a pesar de las diferencias que puedan señalarse en posibilidades y calidad del acceso, se han democratizado. También lo han hecho nuestras posibilidades de participación. Si antaño las páginas de “cartas al director” de la prensa ejercían ese papel de escaparate de las opiniones del público, hoy Twitter, las cuentas de Facebook o los comentarios abiertos de las publicaciones en la red, desde los propios artículos de la prensa digital a los blogs, han generalizado la intervención de las ciudadanía en los foros de opinión.

 Nunca como hasta ahora nuestra capacidad de participar se ha visto tan amplificada, rompiendo las barreras físicas que toda participación suponía, pero también diluyendo la importancia de la presencia física en los foros sociales. Las manifestaciones callejeras son hoy el resultado de intensas campañas en Internet o la fase final de una convocatoria sostenida durante un tiempo en la Red.  Hay una sed de participación y de democracia a la que las viejas estructuras no están respondiendo de forma adecuada.

Palabras que pesan y espacios de poder

 Por encima de las movilizaciones callejeras o las reacciones puntuales, son los capitales sociales, las redes clientelares y de interés o los distintos espacios de poder, los que terminan por mover los resortes ideológicos de nuestras sociedades hiperinformadas e interconectadas. El dominio de los resortes del poder político o económico, y el control de la producción intelectual y académica, a través de la prensa o el mundo editorial, tienen un peso esencial en la formación de consensos ideológicos que terminan por modificar el pensamiento de toda una sociedad. La Transición Española no podría explicarse sin tener en cuenta toda una generación de PNNs que coparon las aulas universitarias y crearon un discurso de cambio que terminó por contagiar a toda el país. La irrupción de conceptos nuevos sostenidos por el activo capitalismo de los años 60, desmanteló el entramado ideológico del corporativismo económico del primer franquismo y puso a la sociedad española en sintonía con el resto de los países occidentales.

 El dominio del lenguaje y la facultad de dotar de significado a las palabras son una herramienta esencial de cambio. Sobre estos significados organizamos nuestro pensamiento y lo hacemos desde posiciones cercanas al resto de la sociedad. Las palabras son importantes. Desde la democracia radical al socialismo revolucionario pasando por el anarcosindicalismo la izquierda no ha dejado de crecer, ampliando y mezclando conceptos. La dificultad de la izquierda actual es dilucidar, a partir de esta larga tradición, qué términos son más útiles para transformar la realidad, dónde apoyar un proyecto de futuro que rompa las inercias en las que estamos detenidos y qué conceptos deben ser abandonados o transformados.

 Palabras como libertad, público o trabajadores, han sufrido tales cambios de sentido que resulta difícil reconocer qué es lo que nombran. Por ejemplo, la idea de libertad, inspiró a liberales y libertarios tan cercanos en los términos y lejanos en los propósitos. La formulación de lo público, recuperó una concepción cívica abandonada desde la antigüedad o transmutada en la Edad Media y revitalizó la idea de República como el espacio de decisión compartido por todos. Sin embargo, lejos está esa concepción de lo público de la que a menudo se hace desde la izquierda más estatalista. La confusión entre estatal y público ha terminado por limitar los aspectos cívicos del término y enturbiar su reclamación. Por otro lado, el concepto de clase trabajadora, apoyada en el valor de la transformación que aportaba el trabajo, sirvió para distinguir entre quienes tenían esa capacidad de transformación y quienes se aprovechaban de la misma, a partir de la sobrevaloración del capital o de la herencia. Hoy todos estos conceptos se han convertido en barricadas, banderas que forman parte de una iconografía que se formula a la defensiva agostando su frescura y su capacidad transformadora y proyectando una imagen de las mismas ruinosa.

 La libertad, concepto esencial en la génesis del mundo contemporáneo, a fuerza de usarse ha perdido su lustre. Poco trecho hay que andar para devenir liberal desde lo libertario, cuando la libertad se entiende como mera realización de la voluntad del individuo. Quizás envenenados por un concepto de liberalismo económico más bien pacato, perdamos de vista una tradición liberal y radical que se inicia en la Ilustración y que reivindica el valor esencial del sujeto. Leídos de manera generosa los principios de libertad, igualdad y fraternidad que entronizara la Revolución Francesa, nos siguen pareciendo un objetivo de justicia que está todavía lejos de alcanzarse.

 Puede aducirse que la idea de libertad que maneja el liberalismo político moderno, no es más que la disimulada pretensión de los privilegiados para desvincular sus obligaciones del mantenimiento de un bien común. Sin embargo y teniendo en cuenta que la mayor parte de la población no tendría especial escrúpulo en aceptar ese programa, conviene reivindicar nuestra cercanía a ese liberalismo radical que pretendía una libertad sostenida no sólo en la libertad de elección, sino, sobre todo, en la independencia de juicio asegurada por unas condiciones de vida decentes. Robespierre se preguntaba en plena Convención cómo podía alguien ser libre si no tenía qué llevarse a la boca. Hoy en día, la depauperada condición de buena parte de la población mundial nos lleva a la misma reflexión. ¿Puede sostenerse una democracia cuando la población es amenazada, como si del precio de un rescate se tratara, por la miseria, la imposibilidad de dirigir un proyecto de vida o verse razonablemente libres de la enfermedad?.

 Desde la perspectiva de la libertad política, la defensa de la representación a partir de la voluntad de los sujetos y de la participación en las decisiones en las que estamos concernidos, forma parte tanto del espíritu del liberalismo más radical como de la propia esencia del movimiento libertario. La necesidad de construir las decisiones políticas a partir del acuerdo de la mayoría de los individuos y la vinculación del bien común sumando el bien de cada uno de los sujetos, no parece un principio lejano a los postulados libertarios. Cuando se encarece el asamblearismo no se hace otra cosa que reclamar la importancia de la democracia directa. Cuando se postula la participación activa como el mejor modo de controlar a quienes luego han de ejecutar las decisiones de la mayoría, se defiende la idea de que la soberanía se puede delegar, pero no puede ser abandonada.  El lenguaje es importante y hay que hacerse entender compartiendo términos y no buscando una terminología iniciática.

 La «lucha» sindical. El agotamiento del sindicalismo pactista de la transición

 La izquierda occidental ha estado vinculada desde sus inicios a los movimientos obreros. La ruptura de las tradicionales salvaguardas gremiales abocaron a los trabajadores a comienzos del siglo XIX a la más descarnada ley de la competencia. La mano de obra sin especializar fue pasto de un esencialismo liberal que olvidó que, más allá de un factor de producción, los trabajadores eran seres humanos.  Que el siglo de las libertades, que cantaba las virtudes de un tiempo nuevo alumbrado a la luz de las declaraciones de derechos y las constituciones, mantuviera a enormes capas de la población en situaciones inicuas y tratara a los seres humanos como herramientas, era un contrasentido que propició la organización de los  trabajadores en aras de mejorar sus condiciones de vida. Indudablemente desde la irrupción del movimiento obrero hasta nuestros días la situación de los trabajadores en occidente ha mejorado. Sin embargo y sin ir más allá en este breve repaso histórico, hoy esas ventajas parecen diluirse en un retroceso paulatino de derechos, que está animado por el ensanchamiento de un mercado de trabajo hoy globalizado y donde la necesidad de reducir costes arrastra los derechos laborales a la baja.

 A pesar de esta situación, que parece que debería animar un sindicalismo más activo, el movimiento sindical parece hundirse, perdido entre sus guiños a la socialdemocracia, una tradición pactista asentada hace décadas y alguna algarada vistosa pero de poco recorrido por parte de las organizaciones minoritarias. A esto se suman los  interesados cantos de la derecha más montaraz que considera a los sindicatos un lastre y parte de un modelo laboral del pasado. Evidentemente esta malintencionada crítica debilita las posibilidades de negociación de los trabajadores, pero a pesar de reconocer su interesada inquina, quizás debamos pararnos a pensar  el porqué de este mensaje está calando en la sociedad. Más allá de la excusa maniquea sobre sus intenciones, habría que atender a hasta que punto las críticas de la derecha son acertadas o al menos, hasta donde plantean debilidades en el propio universo sindical que convendría atender con más cuidado. La pobre participación en las elecciones sindicales, la mínima afiliación a las organizaciones o la paupérrima participación en las mismas, son ejemplo de una crisis que puede ser malintencionada pero que sería absurdo negar y suicida obviar.

 Fijando la mirada en nuestro país, los sindicatos (y entiéndase fundamentalmente los grandes sindicatos), son instituciones casi ministeriales. Sindicatos que funcionan lo mismo como agentes de la agitación social qué como empresas de servicios, que lo mismo organizan manifestaciones de corte político que cursos para desempleados, o realizan trámites administrativos para sus afiliados como si de una gestoría se tratara. Unas tareas que las maquinarias sindicales pueden atender gracias a los presupuestos que manejan y a los poderosos aparatos de gestión sostenidos por la profesionalización de algunas de estas funciones sostenidas por liberados ocupados de las más diversas tareas. Precisamente este tamaño, su profesionalización y su capacidad para ofrecer servicios diversos a los trabajadores les permiten también una notable influencia social y política y mantener una importante capacidad de negociación.  En esta capacidad de representación y de presión que ejercen en nombre de  – los trabajadores – se sustenta su rédito político. Las grandes centrales son capaces de movilizar y desmovilizar con parecida eficacia.

 Sin embargo este viejo sindicalismo está amenazado. La misma imagen del sindicalismo es una imagen cansada. En buena medida porque su discurso sobre “los trabajadores”, ha acabado por  unir al sindicalismo a los grandes partidos de izquierda, con una carga retórica que cada día resulta menos creíble para una importante parte de la ciudadanía. Los sindicatos surgieron como organizaciones encaminadas a defender los intereses de los trabajadores de un sector o de una empresa concreta. No sería hasta tiempos de la Primera Internacional cuando el elemento esencial del sindicalismo fuera la idea de “clase” emparentada con la categoría de “obrero” o “trabajador” (como suele utilizarse hoy en día con más frecuencia), estableciendo ese nexo común entre todos los trabajadores por encima de cualquier nacionalidad. El internacionalismo de las organizaciones de trabajadores se pondría a prueba ya en la división de la misma Internacional aunque su momento más dramático sería el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando más allá de las llamadas de algunos líderes sindicales, los trabajadores de toda Europa se sintieron más cercanos a la idea de “nación” que a la de “clase”.

 A pesar de la evidencia del fracaso de aquel internacionalismo obrero, este se ha mantenido como un anhelo sindical que sigue teniendo espacio entre sus principios básicos. En los Estatutos de la CGT, por ejemplo,  el internacionalismo figura como principio en su art. 1º y por poner el ejemplo de uno de los grandes sindicatos españoles, igualmente aparece como principio en los Estatutos de Comisiones Obreras (Declaración de Principios y art. 1º). Las condiciones abstractas en las que se plantea la defensa de ese internacionalismo, así como la defensa de “los trabajadores” entendidos también como una categoría homogénea, plantea no pocas contradicciones. En primer lugar la consideración misma de la idea de trabajo, que acaba por ser entendido como trabajo asalariado, lo cual deja fuera del concepto a todas aquellas personas que realizan trabajos que no son remunerados, a ese amplísimo sector de nuestra ciudadanía que aspira a tener trabajo y no lo halla, sin olvidar a quienes se están formando o han pasado al retiro de la jubilación. Evidentemente a menudo se hacen salvedades y se introducen enmiendas que incluyen a todos estos amplios colectivos y que acaban por ampliar ese vago concepto de la “clase trabajadora”, unida idealmente en un proyecto común.

 Por otro lado la idea de trabajador asalariado, por ampliar un concepto que originalmente estaba más unido al de trabajador manual, incluye a colectivos muy diferentes no sólo en las condiciones y cuantía del salario que obtienen sino, lo que es mucho más importante, en su capacidad para negociar las condiciones de su salario. Los cuadros más altos de las corporaciones participan de esta categoría de asalariados (por más que completen su salario con otras participaciones), sin embargo poco tienen que ver con las escalas profesionales más bajas de la misma corporación, sin duda sometidas a peores condiciones salariales y sobre todo a una capacidad muy reducida de negociación.

 Frente a esta clase “trabajadora” la tradición ideológica del sindicalismo sitúa al “capital”. El siniestro envés del mundo laboral, el factor de la producción privilegiado por nuestro sistema económico, no en vano denominado “capitalista”. Sin embargo un análisis de ese “capital” nos depara también algunas sorpresas. Las grandes agencias de inversión, uno de los puntales de ese capitalismo, manejan los capitales de formados por la suma de millones de aportaciones, planes de pensiones, participaciones en accionariados y fondos de inversión, que tienen tras de sí, ciertamente, a grandes familias y potentes entramados empresariales, pero también de millones de personas, que participan a través de sus ahorros e inversiones en ellas Evidentemente, en un mundo en el que la regla general es el trabajo por cuenta ajena, buena parte de esos inversores pertenece a la clase trabajadora. Una clase trabajadora que invierte en bonos del estado, compra acciones, firma planes de pensiones privados o contribuye a diferentes mutualidades, sanitarias o de seguros, que se financian en los grandes mercados de capital.

 Puede que las categorías de “capital” y de “clase trabajadora”, puedan resultar interesantes a la hora de explicar muy sintéticamente la forma en la que se organiza económicamente nuestro mundo, pero nos parece que contribuyen poco a dilucidar dónde estamos metidos y sobre todo, qué podemos hacer para salir de este pantanal.  Si buena parte de quienes son trabajadores no se reconocen en esa categoría, si la idea de obrerismo nos retrotrae a las imágenes de “Novecento” pero poco nos dice del mundo de hoy, si las condiciones laborales de los diferentes sectores y de los distintos colectivos de trabajadores son contradictorios y se oponen entre sí. ¿Realmente puede el sindicalismo (cualquiera de ellos) en este marasmo de contradictorias condiciones, internacionales y sectoriales, aspirar a defender a “toda” la clase trabajadora?

 Por otro lado si reparamos en los propósitos finales de la organización sindical, y acudo en esto a los mismos estatutos de la CGT y de CCOO. ¿Puede aspirar una organización sindical a la consecución de estos propósitos: “la supresión de la sociedad capitalista y la construcción de una sociedad socialista democrática” (CCOO) “La emancipación de los trabajadores y trabajadoras, mediante la conquista, por ellos mismos, de los medios de producción, distribución y consumo, y la consecución de una sociedad libertaria” (CGT)? ¿Resulta creíble pensar que estos propósitos se han de alcanzar por el convencimiento progresivo de la sociedad completa? ¿Puede aspirarse, tal como proponen los estatutos de Comisiones Obreras, a la unidad orgánica de todos los sindicatos?

Quizás sobre un poco de desmesura en los propósitos. Puede ser también que, siendo sensatos, entendamos estos objetivos como un horizonte ideal. ¿Qué tipo de pesadilla idealista es esa en la que se postula una especie de “fin de la historia” en la forma de sociedad libertaria o de democracia socialista?. Si la trampa del conservadurismo liberal fue considerar la democracia representativa y el capitalismo como el último estado y definitivo del progreso humano. ¿No resulta una insensatez imitar el modelo mesiánico con la promesa de un paraíso distinto? ….. (Por más que ese paraíso nos pueda resultar más benéfico a priori)

 La sensación que nos produce la lectura de los principios de estos estatutos es de nuevo que las palabras han perdido su valor. En parte porque si se entienden en sentido estricto suponen la asunción de principios abstractos muy alejados de la realidad y en los que la mayor parte de la sociedad no se siente reconocida. En segundo lugar porque conducen a una contradicción esencial. Por un lado son una llamada a toda la clase trabajadora, pero por otra parecen obedecer a una suerte de individuos profundamente ideologizados. En los Estatutos de CCOO, el sindicato “admite a los trabajadores y trabajadoras que desarrollan su actividad en el Estado español con independencia de sus convicciones personales, políticas, éticas o religiosas, de su raza, sexo o edad”. En definitiva, respeta los principios constitucionales de no discriminación y acepta todas las convicciones personales y políticas, lo que pone en entredicho el objetivo de alcanzar una sociedad socialista y democrática, pues cabe la posibilidad de que este objetivo sea completamente ajeno para muchos de sus afiliados. En el caso de los Estatutos de la CGT, no parece que haya una limitación establecida por las convicciones, de nuevo más allá de las propias recogidas en la Constitución, sobre la aceptación de discriminaciones, raciales, sexuales o similares.  ¿Puede, de este modo, aspirarse a un programa tan definido como el de “una sociedad libertaria”?

 El lenguaje sindical está cargado de lugares comunes fraguados en los dos siglos de su historia. Cabe preguntarse si este lenguaje, que mezcla las llamadas a la “clase”, como a la naturaleza de la clase trabajadora, es realmente efectivo y si, sobre todo, tiene la capacidad de transmitir algún valor o establecer una categoría o un proyecto de futuro. Quizás se trate de una cáscara vacía que o bien nadie se toma suficientemente en serio y se obvia con evidente cinismo o sirve para ocultar en ocasiones llamadas a esencialismos estériles. Quizás, también desde el cinismo, cada sindicato, más allá de tan ambiciosas convicciones, se contente con la mejora en lo posible de las condiciones de sus afiliados, en ampliar las posibilidades de negociación de sus condiciones de trabajo y en defender, en lo posible, las mejoras alcanzadas en el pasado. No es poca tarea, todo lo contrario, pero conviene pensar hasta qué punto los altos planteamientos estorban,  enriquecen o resultan inocuas.

 Del mismo modo conceptos como la “lucha” y toda la panoplia que la anima, parecen adolecer de idéntica falta de perspectiva social. Evidentemente no abogamos por un abandono de la resistencia a políticas que entendemos aumentan los márgenes de la injusticia, sino por el abandono de un lenguaje anclado en los años treinta del siglo XX. Cabe pensar que las llamadas a ideales sociedades libertarias o socialistas o a la “lucha” (sea esto lo que fuere) en un mar de banderas y con un catálogo de consignas más cerca de la lírica fanfarrona que de cualquier idea, son entendidas por la mayor parte de la sociedad como parte de una ceremonia grupal, muy alejada de sus propias convicciones y solo apta para los ya convencidos. Mal camino, sin duda, para hacer acopio de voluntades y procurar una base social amplia capaz de transformar la realidad.

 Todos somos trabajadores y esa vinculación al trabajo parece que forma parte esencial de nuestra propia concepción moderna de ciudadanía. Por ello vincular la naturaleza laboral de la ciudanía con una determinada orientación política, como a veces se hace, parece interesada simpleza. Trabajadores son los que sostienen la representatividad de los sindicatos, y también quienes eligen con su voto los gobiernos conservadores que se han sucedido en los gobiernos europeos durante los últimos treinta años. A partir de estos hechos parece evidente que la vinculación de clase que a menudo se enarbola como razón última de su representación social, es cuando menos confusa y de hecho, en la mayor parte de los conflictos, el peso de esta idea de “clase” se desmorona con evidente facilidad. Si todos somos trabajadores, y en nuestras sociedades contemporáneas esto es una evidencia difícil de discutir, buena parte de los conflictos son, más allá de conflictos con los empresarios, posiciones de fuerza entre diferentes grupos de trabajadores. Los convenios colectivos y todas las regulaciones laborales que los acompañan atemperan la conflictividad dentro de los sectores productivos. Sin embargo ponen en evidencia la dificultad de plantear con cierta justicia las diferencias entre trabajadores que se dedican a idénticas funciones o que mantienen diferentes estatutos.

 Abundando en este sentido, los grandes sindicatos, mantienen discursos muy diferentes dentro de su propia organización respecto a cuestiones que a priori pudieran parecer ideológicamente claras. Por ejemplo y por citar un ejemplo conocido, los sindicatos defienden en la calle la enseñanza pública, amenazada por los recortes, al tiempo que han de defender con más ahínco si cabe a los trabajadores de la concertada o la privada, cuya capacidad de negociación y condiciones de trabajo son notablemente peores. En la calle puede reclamarse la desaparición de los conciertos, pero en el hipotético caso de que una sorprendente legislación del Ministerio de Educación decidiera poner fin a los “conciertos”. ¿Quién iría a comunicar la noticia de su despido a los compañeros que trabajan en esos colegios?.

 Dónde nos jugamos los cuartos. La globalización y los nuevos espacios de decisión mundial

 Si la defensa de los derechos de los trabajadores de grupo en grupo y de sector en sector supone un problema importante, otro sin duda mucho más difícil de resolver es el que plantea un mercado de trabajo mundializado. En primer lugar, y como la reciente sociología reconoce, los cambios que se han producido en el capitalismo nos abocan a una sociedad llena de incertidumbres que afectan también a la vida de las personas. Educados en certezas y tiempos largos, nos encontramos con que la realidad se aleja de esos modelos de permanencia. La cultura del riesgo, virtud propiamente juvenil, sostenida en una sociedad que venera la juventud y desconfía de la vejez. Hoy en día parece que ese gusto por el salto hacia delante, por el juego de opciones y de posibilidades o el de una competición más o menos civilizada, es patrimonio de la derecha. La izquierda parece abocada a una defensa a la contra, la conservación del estatuto alcanzado, una suerte de esclerosis que pretende perpetuar trabajos y condiciones en una pretensión que la propia dinámica social niega.

 Conviene no pasar por alto que la mano de obra es un factor de producción. No podemos vivir ajenos al hecho de que nuestro valor como trabajadores está en relación con el resto del mundo y no puede sostenerse a partir de meras barreras «arancelarias», cuando el resto de las barreras han caído. Si resulta difícil plantear una política laboral que no ponga el derecho e unos trabajadores (o aspirantes a trabajadores) sobre otros, la conciliación de las condiciones laborales en el mundo globalizado resultan hoy por hoy difíciles de mantener.

 Quizás sólo la vinculación de los acuerdos comerciales a unos mínimos de dignidad humana y laboral servirían para resolver esta cuestión. Sin embargo estamos muy lejos de esta perspectiva. Los costes laborales que entran en juego en la economía global, forman parte de la misma ecuación que el coste de la extracción de las materias primas, la producción o el transporte de las producciones y está regulado, lamentablemente, por meros condicionamientos económicos.

 Por ello la suerte de los trabajadores occidentales está cada vez más unida a la de los trabajadores del resto del mundo, particularmente aquellos que en un momento dado compiten en parecidas circunstancias por nuestro trabajo. Nunca antes se hizo tan evidente aquella máxima libertaria de que seremos libres sólo cuando el resto de los hombres sean libres.

 La irrupción en este “mercado de las condiciones de trabajo” de las potencias orientales, de sus tradiciones políticas y sociales, no puede plantearse como un mero apunte de geografía. Su influencia está transformando nuestra propias tradiciones y nuestras condiciones, posiblemente en un proceso que habrá de acompasarse, y que deberá resolver sus contradicciones con el tiempo. Las capacidades actuales de negociación sindical están muy vinculadas a este marco ensanchado. Lamentablemente la capacidad de las organizaciones sindicales para establecer estrategias comunes que favorezcan a los trabajadores de todo el mundo no están ni mínimamente establecidas. Quizás este propósito sea en sí mismo una quimera, pues el trabajo está dentro de un proceso de libre concurrencia y competencia que juega generalmente la baza de los costes más bajos y las productividades más altas. Más allá de unas mínimas condiciones vitales, este régimen de competencia no puede resolverse hoy a través de un pacto de condiciones laborales de control de los salarios, y cuando lo hace, suele tener lugar en espacios limitados.

 Puede que la salida pase por dejar de basar toda nuestra estrategia en una defensa del puesto de trabajo. Puede que haya que sortear la condición de trabajador asalariado, que quizás tenga cada día más de circunstancial, de flexible, de interrumpida. Puede que debamos acostumbrarnos a un mundo donde los trabajos, como las empresas, como las condiciones generales están en constante cambio. Quizás por todo ello debamos centrarnos no en el trabajo sino en las personas, en la ciudadanía entera. Cuando hablamos de trabajo, solemos dejar fuera del término la mayor parte del trabajo que realizamos las personas. No sólo voluntariados, sino nuestras propias tareas domésticas o el cuidado de las familias, la atención a enfermos, multitud de tareas que son trabajos en lo que tienen de esfuerzo de transformación y que sin embargo no están correspondidas por un salario y que gozan de poco reconocimiento social, no digamos ya de un reconocimiento material.

 ¿No es una esencial injusticia que la mayor parte del trabajo que realizan los seres humanos no reciba ninguna compensación? ¿No es esta injusticia mucho mayor que cualquier despido o cualquier cierre patronal? Puede que debamos promover el establecimiento de una renta básica ciudadana, y volvamos con ello a la vieja pretensión de libertad de los hombres de la Convención francesa en 1793. Quizás intentar asegurar un mínimo de supervivencia para todo el mundo tenga mucho más sentido que la pretensión de un trabajo seguro para toda la vida, que cualquier subsidio de desempleo o que cualquier subvención, parcial o completa a la contratación de jóvenes, mayores de cuarenta o mujeres, del modo que hasta hoy siguen la mayor parte de los gobiernos.

 Quizás un sindicalismo más abierto al concepto de ciudadanía que al de trabajador, nos ayudara a entender también que el derecho a una vida digna y plena debe extenderse a toda la población. Intentemos contribuir a simplificar legislaciones,  a plantear que el trabajo no es sino el resultado de una necesidad de una determinada producción o de una determinada carencia, y que por lo tanto ni puede ser perenne ni quizás tenga sentido aspirar a que lo sea; y seamos conscientes de que vincular los derechos sociales al trabajo supone limitar los derechos de una parte importante de la sociedad. Esforcémonos en cambiar de paradigma.

Una propuesta. Reivindicar un espacio más ancho.

 El movimiento libertario tiene un problema de imagen muy serio que deberíamos esforzarnos en resolver en primer lugar. A menudo el término anarquista provoca una mirada de conmiseración. La anarquía es una utopía sin ninguna capacidad real de sustanciarse en un proyecto político del más mínimo calado. Una “boutade”, la declaración de un bohemio diletante y solitario o la de un ingenuo joven radical con escrúpulo por adscribirse a algún otro espacio quizás más expuesto o más contradictorio. Sin duda a consecuencia de su propia historia, el anarquismo se asocia a una imagen de alternativismo básico, de cierto nihilismo ochetentero, de guerrilla urbana y algarada callejera, unida a causas perdidas y gestos teatrales. Una visión poco amable, poco glamorosa, muy alejada de la mayor parte de la sociedad. Evidentemente, esta visión exageradamente tópica del movimiento libertario, no es inocente y quizás, con cierta inconsciencia, es alimentada por el propio movimiento.

 A nuestro juicio esa imagen mantiene al movimiento libertario en los márgenes, incapaces de influir, incapaces de aclarar o perfilar nuestro mensaje. Sin duda esa posición nos permite también, desde la lejanía de quienes no estarán llamados a participar, hacer las propuestas más irreales, para algunos las más genuinas o las más puras. Una pureza que posiblemente sea también el banderín de enganche de todos aquellos que no quieren enfangarse en el tráfico de concesiones mutuas, de reconocimientos y de transacciones. Podemos holgarnos por ello de ser más papistas que el papa, y sin embargo esa estrategia contribuye de forma evidente a mantenernos al margen de cualquier posibilidad de influencia y de cambio.

 Creemos que la herencia del anarquismo es lo suficientemente rica, lo suficientemente amplia para abrir nuevas perspectivas. Nos parece que tras el fracaso del socialismo y el estatalismo socialdemócrata, el movimiento libertario encarna lo mejor de la tradición de la democracia radical y su análisis contribuye a la comprensión de los mecanismos de poder. Un análisis que resulta esencial en un momento histórico en el que la irrupción de poderes supranacionales sin control pone en evidencia la necesidad de que los individuos sean dueños de sus propias decisiones. Cuando parece que ni siquiera los gobiernos son capaces de sustraerse al poder de estos poderes internacionales resulta vital recuperar el espacio del individuo, dar salida a esa reclamación de mayor democracia que hace ahora una año se hacía en las calles. Quizás para ello haya que revisar nuestras formas, quizás también haya que construir modelos que parezcan menos hostiles y puedan ser asumidos por la mayor parte de la población.

 Aquella pregunta que se hiciera hace cuatro siglos Etienne de la Boetie sobre qué hace que los hombres obedezcan a quien procura su daño, exige hoy más que nunca una contestación. Seguimos en las mismas.

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https://archivo.librepensamiento.org/2012/06/21/vino-nuevo-y-odres-viejos-rutinas-mentales-y-estrategicas-en-un-mundo-que-es-igual-pero-no-es-el-mismo/feed/ 0
Celebrar la esperanza y conmemorar la derrota https://archivo.librepensamiento.org/2011/03/21/celebrar-la-esperanza-y-conmemorar-la-derrota-lp-67/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/03/21/celebrar-la-esperanza-y-conmemorar-la-derrota-lp-67/#respond Mon, 21 Mar 2011 18:16:17 +0000 https://librepensamiento.org/?p=2721 La construcción de una memoria libertaria en la reciente bibliografía sobre el anarquismo hispano. Daniel Parajua - Antropólogo y Profesor de Enseñanza Secundaria David Seiz - Doctor en Historia

La construcción de una memoria resulta esencial en la configuración de la imagen que las comunidades se hacen de sí mismas. El anarquismo ha construido la suya esquivando a menudo la memoria que sobre él han hecho otros, defendiendo su propia memoria desde la militancia y disponiéndola como modelo de transformación. Es difícil entender la imagen que el anarquismo tiene de sí, sin reparar en el uso que se ha hecho de la historia del movimiento libertario y en el cultivo de una memoria elevada sobre hechos, figuras y mitos determinados.

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La construcción de una memoria libertaria en la reciente bibliografía sobre el anarquismo hispano.

Daniel Parajua – Antropólogo y Profesor de Enseñanza Secundaria

David Seiz – Doctor en Historia

La construcción de una memoria resulta esencial en la configuración de la imagen que las comunidades se hacen de sí mismas. El anarquismo ha construido la suya esquivando a menudo la memoria que sobre él han hecho otros, defendiendo su propia memoria desde la militancia y disponiéndola como modelo de transformación. Es difícil entender la imagen que el anarquismo tiene de sí, sin reparar en el uso que se ha hecho de la historia del movimiento libertario y en el cultivo de una memoria elevada sobre hechos, figuras y mitos determinados.

«Articular históricamente lo pasado no significa ‘conocerlo como verdaderamente ha sido’. Consiste, más bien, en adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro. /…/ El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo le es dado al historiador perfectamente convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer.»

Walter Benjamin. – Tesis sobre el concepto de Historia. Tesis VI

A contrapié de los usos comunes, la historia del anarquismo es una historia de derrotas, de esperanzas truncadas, de rupturas y de breves e intensos gestos. El carro triunfal de los vencedores, vehículo habitual de los grandes relatos históricos, es para el anarquismo una conmemoración de las experiencias que pudieron ser y no fueron, fogonazos de gloria arrumbados en los márgenes de la historia.

A diferencia de otras ideologías, el anarquismo no ha tenido influyentes herederos que definieran su memoria y el discurso oficial lo ha condenado a la excentricidad, la excepcionalidad o una ingenuidad purista o desesperada.

Empeñado en romper ese discurso, el anarquismo ha procurado escribir su propia historia, una «historiografía militante» tal y como la define Susana Tavera (TAVERA, 2002) capaz de contrarrestar los olvidos de la historia académica y de cuyos esfuerzos son ejemplo los esfuerzos de algunas editoriales, un puñado de librerías y fundaciones vinculadas al sindicalismo anarquista, como la Anselmo Lorenzo o la Salvador Seguí.

Toda comunidad precisa de una memoria, un relato que dé sentido al presente a través de apropiarse y reconocerse en el pasado. La memoria se construye sobre imágenes, sobre objetos, sobre la reclamación de ciertos personajes o de ciertos acontecimientos. La elección de los mismos no es casual y se establece desde las necesidades de un presente que se reconoce en ellos y que a través de ellos trata de construir un relato coherente. En esa construcción no faltan individuos carismáticos, una lista de cuentas pendientes, un catálogo de traiciones, de engaños y de villanías y por supuesto, una nómina de enemigos declarados u ocultos. Los símbolos y las conmemoraciones, como ésta en la que estamos, completan ese edificio inmaterial donde habita el recuerdo, donde nos reconocemos y donde acudimos a buscar las esencias de nuestra comunidad.

La construcción de la Memoria

Ciertamente la cuestión de la memoria es abordada desde muy diversas ciencias y disciplinas que, a su vez, contienen infinitas perspectivas y puntos de análisis. Se trata de un asunto de gran importancia política que se sitúa en el centro mismo de las luchas por imponer las versiones legítimas de la realidad, en sus versiones del pasado, y en sus justificaciones del presente.

Desde las primeras civilizaciones, los poderosos han procurado reescribir el pasado, seleccionar los recuerdos, transformarlos y recomponer historias que justifiquen su estatus de dominación. Este juego, sin duda de grandes efectos para nuestra vida cotidiana, puede ser analizado desde la psicología, el derecho, la moral y la ética, la lingüística y la literatura, el arte, la filosofía, la geografía y, como no, la historia y la historiografía. En realidad, prácticamente todas las disciplinas que toman por objeto al ser humano tratan la cuestión de la memoria de alguna manera y lo hacen desde perspectivas teóricas e ideológicas muy diversas. Así lo hace también la sociología y la etnología que, insertas también en las luchas entre los dominantes y los poderosos con los grupos de impugnación de la dominación, nos pueden ofrecer una interesantes aportaciones, bien a partir de sus programas más críticos, bien debido a la peculiar manera en que diseñan sus técnicas de análisis, mucho más cualitativas y basadas en un contacto prolongado e intenso con las personas.

En primer lugar, desde una propuesta crítica, estas disciplinas abordan necesariamente el cuestionamiento de los propios procesos sociales y culturales por medio de los cuales reconstruimos la memoria, en lo que constituye todo un ejercicio de ruptura con los lugares comunes o del «sentido común», algo nada fácil de acometer dada la potencia que tiene nuestra sociología espontánea y sus verdades asentadas por la lógica mediática o por la política hegemónica. Así, desde esta perspectiva, la memoria es reconstruida permanentemente y tiene mucho que ver con el presente, que es donde se pone en juego, en medio de un contexto de luchas políticas desiguales.

Ese ejercicio de reconstrucción social y cultural remite a unos modelos de narración y a unos marcos para su comprensión y explicitación. Cabe preguntarse, pues, cómo se elabora esa memoria, cómo se hace con el olvido, qué significados les otorgan los grupos y las personas, en qué universos simbólicos se inscriben y a qué lógicas narrativas se adhieren. La propuesta etnográfica parte, por lo demás, de la base que las formas del recuerdo y de coherencia de los relatos varían culturalmente.

Una segunda fase tiene que integrar este primer estudio en el contexto de las luchas ideológicas y de poder.

Para ello será necesario acometer la reconstrucción de las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales en que se produce esta reconstrucción. En el contexto de las relaciones de poder y las fricciones entre grupos, qué modelos narrativos son legítimos y cuáles no: se trata de un ejercicio de explicitación de las pautas estructurales que subyacen en un determinado conjunto de procesos sociales (Bertaux).

Entendido así el análisis etnográfico y sociológico, cualquier intento de acometer la cuestión de la memoria tiene que hacerse adoptando el trabajo de campo como instrumento básico de acercamiento a la realidad de las gentes y los grupos. Un punto nada anecdótico, ya que una apuesta seria por abordar las versiones de las personas, lo que piensan, recuerdan, explican y obvian, nos aporta una importante cantidad de información presidida por una característica poco habitual en el estilo de pensamiento del sentido común: las ambivalencias, ambigüedades, contradicciones y fricciones entre datos, opiniones y sucesos. La narración misma de un pasado sin fisuras ni contradicciones debe tomarse como objeto de estudio y, por tanto, cualquier discurso acerca del pasado (sea la memoria individual, sea el intento de aclarar parte de nuestra historia común) conlleva la necesidad de remontarnos a las condiciones de producción de los discursos (con sus elementos en juego, de poder, de clase, de género…) y a las condiciones estructurales (políticas, económicas…) de los modelos de verdad.

La opción de «dejar hablar a la gente», atractiva en primera instancia, no es inocente ni inocua. A la hora de comprender desde dónde las gentes construimos nuestros discursos es necesario introducir importantes dosis de reflexividad, por ejemplo en el papel del encuestador: tan importante como atender a lo que nos dice la gente es comprender desde dónde hacemos las preguntas (por ejemplo, a la hora de imponer modelos dominantes burgueses o esquemas del «sentido común»). Teniendo esto en cuenta, abordaremos un análisis situado de las personas y grupos que exponen versiones del pasado (sean historiadores, grupos políticos o personas que narran su vida); como señalara Bourdieu, para comprender una trayectoria, de una persona —o de un grupo—, hay que reconstruir los estados sucesivos del campo social en el que se ha desarrollado ésta, el conjunto de relaciones objetivas que unen a un individuo o un grupo y su vinculación con otros agentes sociales.

En definitiva, la etnología contiene un programa de trabajo que reflexiona acerca del valor referencial de la información —¿se habla de lo que se dice?—, introduce cuestiones sobre los procedimientos culturalmente mediados de construcción del sujeto, sobre los esquemas y modelos culturales que organizan la información, el uso de tropos —metáforas y metonimias, sobre todo, que siempre son algo más que adornos estilísticos— estereotipos discursivos y modelos narrativos. Lejos de elaborar imágenes nítidas y unidireccionales, este análisis nos servirá para reconstruir lo más fielmente posible la complejidad de las trayectorias humanas en el tiempo, poniendo en cuestión uno de los puntales del pensamiento occidental que organizan más claramente nuestra vida cotidiana: aquel que señala que la vida es un recorrido en el que nuestros actos guardan coherencia —seamos o no conscientes de ello—. Desde el punto de vista metodológico, un trabajo de carácter crítico que se base en historias de vida pueden poner en cuestión las generalizaciones y dar la oportunidad de abordar las ambigüedades, las contradicciones, la falta de coherencia de las vidas y los sucesos, matizando así las grandes narraciones. Y todo este programa de trabajo que ubica social y culturalmente la reconstrucción de la memoria nos abre las puertas para un análisis crítico porque desenmascara y objetiva los recursos narrativos legitimadores, efectivos, con efecto de verdad o que componen el régimen de verdad en una sociedad y en un momento dados y, con ello, los modelos dominantes y de los dominantes; además invita a tener en cuenta el contexto general del relato, tanto en lo relativo al momento en que se produjeron los hechos como ahora, cuando se hace necesario realzar o no un tipo de relato sobre aquellos hechos. Al fin y al cabo, se explicitan los juegos y luchas por imponer versiones legítimas del pasado, bien relativos a las biografías de las personas y los grupos, bien relativos al conjunto de una sociedad.

A un nivel más concreto, si se trata de abordar críticamente algunas de las narraciones que realizamos acerca de nuestro pasado y la nuestra historia más reciente, puede resultar de interés tener en cuenta algunos elementos a objetivar —es decir cuestionar y no tomar como pruebas de realidad o de veracidad— para ese análisis.

Por ejemplo, en nuestro contexto cultural domina el modelo lineal y, más concretamente, el de la línea recta (Lizcano) en el cual se ubican los sucesos; en ese entramado básico que damos por sentado es donde pretendemos insertar los hechos y sucesos con coherencia, aún cuando la vida que llevamos y la que protagonizan los grupos humanos está llena de incoherencias. En ese mismo esquema impera el modelo hegemónico burgués, masculino y occidental que pretende señalar a determinadas vidas como hechos singulares, originales y separados del resto, aún cuando las vidas individuales se asemejan, en muchos aspectos, a las de otros individuos y en este presupuesto se ignora la potente marca de clase en la estructura narrativa. Esta pretendida —e interesada— singularidad se apoya en la confusión entre sueños, opiniones, convicciones y posturas tendenciosas que filtran la memoria y plantean serios problemas para distinguirla de la imaginación –ambas hacen presente algo ausente-.

Contenido también en este modelo narrativo de los dominantes se encuentra el uso, muy frecuente, de la falacia de la atribución de motivos a los hechos y sucesos que protagoniza la gente, especialmente las personas que se señalan como protagonistas de la historia. Así, es frecuente encontrar variaciones sobre este esquema que señalan a las vidas de las gentes y los hechos históricos como productos finales, o bien como un motor de otros hechos sociales, así como símbolos de una época, ejemplos de una situación global o resumen de toda una cadena de acontecimientos.

En estos modelos narrativos del pasado, las clases dominantes y sus protagonistas se ubican en posiciones de gran dinamismo ante los hechos sociales y las masas proletarias, el lumpen o los dominados aparecen representadas como masas informes que componen grupos caracterizados en términos generales. En todo caso, si algún individuo destaca de entre los dominados es para contener en él los estereotipos del grupo. Si el individuo burgués occidental es emprendedor y dueño de su historia, el proletario es un engranaje de la misma y se encuentra sometido a los vaivenes de la misma. Las narraciones de las vidas pasadas de los dominantes incluyen buenas dosis de azar o casualidad, de acontecimientos conscientes y de heroicidades, modalidades todas ellas que se ponen en juego en el presente de manera interesada en el contexto de las luchas por la legitimidad de las narraciones del pasado.

Insistiremos en la idea: la vida y la historia de los otros, extraños, marginados, heterodoxos, rebeldes, adversarios y derrotados se cuenta en base al modelo hegemónico dominante, que en el contexto cultural occidental modelo incluye elementos como el protagonismo y centralidad del individuo, que dibuja su propia imagen y va unida a esa idea de la originalidad de cada vida, que se relaciona con la creciente atomización de la esfera de los social y desvinculación de los individuos a grupos de pertenencia —clase— para pasar a formar parte de grupos flotantes y variables definidos por los expertos. Ahí impera, como se ha señalado, el personaje histórico asociado al individualismo occidental, burgués, masculino, que corresponde a lo que Gusdorf denomina individuo post-copernicano. El régimen de verdad hegemónico se impone en la reconstrucción de la memoria y propone los modelos narrativos que expertos y técnicos refuerzan y difunden.

Por tanto, la reconstrucción de la memoria se produce en un contexto de luchas desiguales por exponer —e imponer— narraciones legítimas o lo que Gagnier llama articulaciones estratégicas de juegos de poder lingüístico.

Explicitar la potencia de las estrategias de los dominados no es una invitación al derrotismo sino más bien un ejerció necesario para acometer la impugnación de esas verdades asentadas sin cuestionamiento. En realidad, tal y como señala Gagnier, siempre ha habido obstáculos para una memoria proletaria. No es nuevo señalar que las mujeres, los proletarios, los esclavos o el lumpen han encontrado siempre serios problemas de autodesignación en el escenario de las luchas por exponer e imponer historias y son grupos permanentemente sometidos a lo que Ricoeur, junto a De Bouvoir, llama heterodesignación.

Cualquier trabajo de reconstrucción de la memoria del proletariado en general, o del anarcosindicalismo en particular, no son meros ejercicios de recuerdo y de organización de datos sino que se inscriben en las luchas presentes por legitimar un statu quo o por finiquitar proyectos revolucionarios, o por reactivarlos e impugnar ese estado de las cosas asentado como verdad inamovible. Hoy, esta cuestión es de enorme calado estando como estamos inmersos en un proceso en el que las clases dominadas están sufriendo un extenso proceso de desproletarización, tal y como señala Wacquant, y donde los grupos dominados son progresivamente atomizados, redefinidos, acotados y parcializados. No es, por tanto, anecdótica la lucha política por hacerse con la portavocía del pasado, que filtre olvidos y reconstruya la memoria para dar coherencia a los relatos del presente, aquellos que nos hablan de un «nuevo escenario económico», de la «globalización», de la «flexiseguridad » o de la necesidad de «apretarnos el cinturón», por poner algunos ejemplos a mano.

Pasemos pues, una vez esbozado este marco, a desarrollar un breve análisis de distintos tipos de construcciones de la memoria del anarquismo, todas ellas con un tipo de interpretación del pasado pero también con una postura muy concreta respecto a su presente y aún su futuro. Estas construcciones se alinean en torno a tres ejes dispares e incluso contradictorios y se inscriben en un contexto político, el actual, mediático y cultural en el que, no lo olvidemos, viene siendo difícil establecer discursos emancipatorios y contestatarios. Veamos cómo se exponen estas narraciones en ese contexto donde parece que se dan por finiquitados los proyectos revolucionarios a la vez que se siguen buscando resquicios para la impugnación de los dominantes y poderosos.

La Memoria Anarquista. Tres modelos en la bibliografíaa más reciente

La memoria del anarquismo se ha elevado sobre tres modelos que se complementan y que a veces resultan contradictorios. En primer lugar y a menudo desde la historia oficial el anarquismo ha sido tildado de ideología de «chiflados», una ideología caducada y de breve relevancia histórica. No son otras las conclusiones a las que llega la reciente obre coordinada por Julián Casanova. En segundo lugar encontramos una memoria libertaria que desde la militancia y como reacción a la primera, hace una narración idealizada ensalzando los proyectos, construcciones e ideales del anarquismo de hace un siglo. Este relato a menudo rayano en un misticismo laico que encarece el peso de los ideales libertarios es esencial para entender buena parte de la bibliografía sobre el anarquismo y juega un papel fundamental en la memoria del movimiento libertario. Encontramos aquí obras de muy diferente intención y fundamento, desde los primeros encargos historiográficos de la propia organización, a la abundantísima literatura autobiográfica. A medio camino entre la historia y la militancia, intentan encontrar un camino que sin escamotear las simpatías desde las que se escriben tengan la solidez histórica precisa para contrarrestar en el mismo campo el discurso dominante. Las biografías de las grandes figuras del anarquismo, completan un género que a veces se acerca más a la hagiografía que a la historia, «docudramas» que sin falsear el discurso histórico ponen su peso en la inmediatez de lo emocional. Por último la tercera de las formas en las que la memoria anarquista se construye, pretende subrayar la pervivencia de las esencias del anarquismo en los movimientos sociales del presente, heterogéneos y dispersos, y que tuvieron en los albores del anarquismo sus primeras manifestaciones. El movimiento libertario es aquí la esperanza de una izquierda desarbolada que busca en él estrategias y modelos capaces de escapar de la trampa histórica tendida por el socialismo real y la socialdemocracia. Un excesivo ensanchamiento de los ideales anarquistas lleva en este modelo a convertirse en un vago libertarismo bajo cuya bandera se acogen propuestas diferentes, a veces contradictorias pero con cierto aire de familia. Aquí las palabras pierden significado, ejercen de anarquistas quienes no se plantean esa etiqueta mientras quienes a menudo mantienen la marca, se pierden en simplificaciones que sin pretenderlo se alejan de los fundamentos del Ideal.

El libro coordinado por Julián Casanova, Tierra y Libertad; Cien años de anarcosindicalismo en España, escrito a propósito de la exposición celebrada en 2010 en Zaragoza con el mismo nombre, responde al primero de los modelos. En este título que recoge la colaboración de un número notable de especialistas en diferentes aspectos del anarquismo hispano, curiosamente las alharacas conmemorativas terminan por levantar acta de defunción del anarquismo. En la introducción al libro Casanova comienza con una frase que resuena como un aldabonazo.

«OCHENTA AÑOS. ESO ES lo que duró la semilla, la siembra y la cosecha anarquista…»(sic., las mayúsculas en el original).

La consideración de «anormalidad» y de «excepcionalidad » del arraigo del anarcosindicalismo en Barcelona —«lo normal hubiera sido el socialismo, la ‘doctrina científica’ que necesitaba el proletariado»— y todo esto en la primera página, parecen cumplir todas las prevenciones que desde el movimiento libertario se han tenido sobre el papel de la «academia» en la construcción de su historia.

Aunque no cabe discutir al profesor Casanova la riqueza y profundidad de sus estudios sobre el anarquismo hispano, la normalidad del socialismo y la anormalidad del anarquismo parecen términos con una carga valorativa que extrañan en una obra que con estas afirmaciones conmemora el anarquismo enterrando al conmemorado.

Resulta inquietante la repetición de la tesis del coordinador en el artículo de Álvarez Junco, que finaliza su repaso de la «filosofía política del anarquismo español» con otra sorprendente predicción: «La secularización de la sociedad española, por un lado, y por otro la fuerte expansión y relativa modernización de los servicios públicos, con el correspondiente crecimiento del Estado, del que hoy es imposible pensar en prescindir, serían las claves que explicarían la erosión de la influencia anarquista. Y esos mismos cambios políticos y culturales convierten en muy poco probable que los años venideros sean de nuevo testigos de un fenómeno similar al anarquismo clásico. Algo muy distinto es que existan núcleos libertarios en universidades o en medios artísticos minoritarios. La presencia del ‘ácrata’ sólo confirmaría que han pasado a la historia los viejos ‘anarcosindicalistas’».

La tesis defendida por Casanova y Álvarez Junco sobre la pervivencia del anarquismo en el presente y su reducción a una fenómeno histórico cuya presencia marginal y anecdótica, están relacionadas con la idea de excepción hispana en la Historia de los movimientos sociales. La historia juega a la contra del movimiento libertario que queda al margen tanto de las construcciones políticas del socialismo real, como de las dinámicas reformistas y pactistas de la socialdemocracia. Esa concepción de lo real y lo posible, orilla la propuesta anarquista y la convierte en una suerte de «alternativismo», una fiebre de juventud despistada, común a la reacciones poco estructuradas y de poco recorrido de algunos movimientos sociales.

A la contra de esta historia oficial u oficializada, la historiografía militante es mucho más amable con el pasado del movimiento, y más allá de las virtudes históricas que tiene o de las taumatúrgicas que también, es sin duda un elemento esencial para conocer el anarquismo presente, sus debates y sus esperanzas. Entre las publicaciones más recientes, Anarquistas de Dolors Marín recoge en buena medida esta mirada hacia atrás amable y transitando por aspectos poco conocidos del asociacionismo anarquista y de algunos de sus centros de interés. El estudio de Dolors Marin, desde la sensibilidad por la recuperación de una memoria silenciada por la historiografía oficial, acude a fuentes primarias diversas en las que la entrevista, la memoria escrita, las hojas sueltas y la autobiografía ocupan un amplio espacio. A partir de ahí la autora hace un retrato de un anarquismo colectivo y anónimo que huye del análisis dominante en los ambientes universitarios, donde, a su juicio, «sólo tienen sentido las memorias de los militantes vinculados a la acción política destacada —y ligada a cierto tipo de violencia— o que ocuparon cargos relevantes. Los anónimos que formaron legión y que fueron la base del amplio movimiento anarcosindicalista español parecen doblemente condenados al olvido».

La reconstrucción del imaginario social cultural y político del anarquismo nos permite alejarnos de la idea habitual sobre la naturaleza del movimiento libertario.

La reclamación de la educación como principal palanca de transformación del individuo y la búsqueda de ese «hombre integral» (un concepto del siglo XIX muy querido para los anarquistas de la época), que habría de ser la esencia verdadera de la transformación social que se pretendía, forman parte esencial del programa del anarquismo retratado por Dolors Marin. La importancia que la autora da a esta educación anarquista está en la capacidad de la misma de dotar a sus protagonistas de las herramientas necesarias para comprender el mundo e intentar transformarlo. Ateneos, bibliotecas obreras, y una larga serie de iniciativas desde el naturismo al vegetarianismo, pasando por el internacionalismo pacifista, la lucha por la emancipación femenina o la educación sexual, forman parte de esta historia olvidada que sin embargo tiene la relevancia de forman parte todavía de las reclamaciones e iniciativas del presente. La amplitud de la mirada que nos ofrece la autora es magnífica y nos lleva a una visión del anarquismo lejana de las negruras del pistolerismo, de los dramas rurales y urbanos corrientes en otras historias del anarquismo. Sin duda la obra de la autora catalana es un relato amable y esperanzador, por más que la ruina de estas iniciativas provocada por la guerra Civil y la postguerra nos dejen ese amargo sabor de proyecto truncado.

El valor de esta memoria positiva y orientada a encaramarse al futuro, contrasta con el sabor que nos dejan otras obras como la Carlos García-Alix, El Honor de la injurias: Busca y captura de Felipe Sandoval, que refleja esa visión oscura de una vida marginal tan del gusto de ciertas visiones sobre el anarquismo. Las biografías anarquistas acuden a estos contrastes, los hombres que elevados sobre la iniquidad resisten y dignifican la Idea a través de su actuación personal, o la de aquellos que apoyados en la marginalidad terminan encarnando ese rostro siniestro del movimiento libertario que alimenta su peor imagen y a menudo la más celebrada. Las biografías sobre los grandes protagonistas del anarquismo hispano han edificado una suerte de patrología anarquista que es parte esencial de la bibliografía sobre el movimiento libertario y forma parte de la esencia de su memoria. Algunas de las más recientes, como las dedicadas a Federica Montseny (las de Susana Tavera o la de Irene Lozano), la novelada biografía de Melchor Rodríguez El ángel rojo» de Alfonso Domingo, o la biografía de Cipriano Mera del reciente largometraje de Valentí Figueres Vivir de pie (2009), son ejemplos de este género hagiográfico que alcanzó su máxima expresión en El corto verano de la anarquía; Vida y muerte de Durruti de Hans Magnus Enzensberger.

En último lugar hay una memoria empeñada en descubrir el anarquismo presente impugnando su obsolescencia desde la práctica de nuestros días. Félix García Moriyón hablaba en Senderos de Libertad de un aire de familia común a todos los libertarios, y la reciente y breve obra de Carlos Taibo sobre el anarquismo, resalta también ese aire y atribuye a esa indefinición de sus manifestaciones parte esencial de su éxito presente. Libertari@s: Antología de anarquistas y afines para uso de las generaciones jóvenes (2010) contradice esa idea de anarquismo anquilosado, simplista y violento tan frecuente.

Taibo utiliza para ello una colección de textos, un ramillete de citas organizadas en torno a los grandes temas del universo libertario, el estado, el poder y la democracia, el orden económico existente y las alternativas del socialismo real, la autogestión, el apoyo mutuo o el sindicalismo. Podríamos hablar también de una memoria militante, pero por encima de esta militancia cabe destacar en la obra de Taibo su reclamación del anarquismo como «un pensamiento vivo e iconoclasta que se niega, afortunadamente, a morir y que por momentos nos ofrece claves de explicación del mundo contemporáneo, mucho más lúcidas que las aportadas por otras cosmovisiones que la historia ha tratado, sin duda, de forma más generosa». El intento de Taibo pasa por desterrar las simplificaciones, los anarquistas no buscan una sociedad sin organización sino que rechazan las organizaciones fundamentadas sobre principios coactivos. El anarquismo no es una forma de desorden es una forma distinta de fundamental el orden las sociedades. El capítulo que antecede a la colección de textos y el «epílogo recopilatorio» se esfuerzan en presentar la ideología anarquista como un elemento esencial para el renacimiento de un pensamiento de izquierdas.

El pensamiento anarquista subyace bajo los discursos y las prácticas del feminismo, del ecologismo, del pacifismo, los movimientos antiglobalización o de quienes propugnan el decrecimiento. Ante una socialdemocracia rendida y un socialismo real fracasado el anarquismo parece elevarse por detrás de los nuevos movimientos sociales, aunque a menudo lo haga tras otros nombres. Libertari@s es algo más que una recopilación de textos, es una llamada de atención militante sobre una ideología que lejos de pertenecer al pasado parece encerrar lo más esperanzador del presente.

Decir que hoy el anarquismo es una ideología plural y en continua evolución sería afirmar que en algún momento fue algo diferente a esto. El debate, la permanente revisión de los postulados, y los tropiezos entre tendencias diferentes han sido constantes en la historia del anarquismo. La memoria se construye por ello con dificultad, hay ejemplos para cada caso; para la colaboración, para el aislacionismo, para la planificación o el asamblearismo esencialista. La historiografía oficial ha dado a menudo una visión marginal del anarquismo, elemento distorsionador de las dinámicas sociales y políticas del país y excepción sindical que refuerza la propia excepcionalidad histórica española. Una visión sórdida sobre el anarquismo que a menudo parece heredera de las políticas represivas de los sucesivos gobiernos empeñados en poner coto a la extensión del ideal libertario y que retrata agudamente José Luis Gutiérrez Molina (2008) en El Estado frente a la anarquía: Los grandes procesos contra el anarquismo español (1883-1982). No es extraño que el anarquismo, sintiéndose despreciado por la historiografía oficial haya intentado desde muy temprano escribir su propia historia. La paradoja es que empeñado en desarmar un discurso a menudo hostil esta historiografía militante haya pecado del exceso contrario, el de dibujar una imagen en exceso idealizada de las vicisitudes y acontecimientos que marcan la historia del anarquismo.

La memoria es una obra en permanente reconstrucción, hoy entre conmemoraciones el anarquismo vuelve su mirada de nuevo al pasado. Aunque la memoria nos exija seguir rescatando las biografías y la historia del movimiento libertario, el presente nos obliga a replantearnos el papel del anarquismo hoy. El peso del pasado del anarquismo es muy poderoso, quizás por ello esa gravosa memoria del pasado haya conducido a un pensamiento libertario oculto tras otras banderas. Decirse anarquista lleva a menudo a pensar en términos pretéritos cuando no marginales y a menudo exige una labor de desmitificación tan ardua como agotadora. El esfuerzo por construir una memoria tan poderosa amenaza con hundir todo el edificio, quizás no haya que recordar tanto, sino recordar de entre la riqueza del movimiento libertario, otras cosas.

Acercarnos a algunas de las entrañas de la actividad memorística puede, no obstante, facilitarnos algunas pistas acerca de los procedimientos para la impugnación de la historia hegemónica, que necesariamente tiene que pasar por ensayar modelos que provoquen rupturas con la sociología espontánea y el «sentido común» así como la fractura de los modelos narrativos de los dominantes.

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