Miquel Amorós – LibrePensamiento https://archivo.librepensamiento.org Pensar para ser libre Sat, 13 Mar 2021 11:18:57 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.6.1 El segundo asalto Forma y contenido de la revolución social https://archivo.librepensamiento.org/2011/03/21/el-segundo-asalto-forma-y-contenido-de-la-revolucion-social/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/03/21/el-segundo-asalto-forma-y-contenido-de-la-revolucion-social/#respond Mon, 21 Mar 2011 13:12:00 +0000 https://librepensamiento.org/?p=2769 Aunque nadie parezca recordarlo entre los sesenta y los ochenta del siglo pasado hubo un periodo revolucionario que se saldó con la derrota proletaria, pero que forzó la sociedad capitalista a una reestructuración y modernización sin precedentes, desembocando en una urbanización general y una mundialización de la economía. La política dominante se redujo a la imposición unilateral de un crecimiento económico de graves efectos destructivos ambientales y sociales –el desarrollismo. Las masas asalariadas de las conurbaciones se muestran sumisas a las leyes de la mercancía y a los dictados estatales, mientras que el centro de gravedad de la agitación social se desplaza de los lugares de trabajo a la defensa del territorio. La cuestión social se plantea menos en términos laborales que ecológicos. Las esperanzas revolucionarias adquieren por ello una perspectiva desurbanizadora y ruralizante. Las nuevas clases peligrosas ha de surgir de la segregación y encontrar su autonomía fuera del sistema capitalista.

]]>
Miquel Amorós

 

«La primera cuestión que debemos proponernos es ésta: ¿Cuál es el objeto de nuestra ciencia? Y la respuesta más sencilla y clara es que este objeto es la verdad.»

(Hegel, Enciclopedia)

El ser social del proletariado no se corresponde con su conciencia

Cansados de contemplar cómo las contradicciones de la dominación no se corresponden con progresos en la conciencia de los oprimidos, cada vez que planea en el horizonte o que sucede una confrontación social de mayor o menor intensidad se entona el cántico de la lucha de clases, del retorno del proletariado y del drama final, sin tener en cuenta las condiciones presentes y los antecedentes que puedan explicar el conflicto a fin de desvelar sus límites y posibilidades. Es como si la historia se hubiese parado en algún momento significativo del pasado y no le quedara otra opción que repetirse en permanencia al azar de fortuitos momentos subversivos: un estallido en Grecia, un manifestación de estudiantes en Londres, una huelga contra el deterioro del sistema de pensiones en Francia, una revuelta masiva como la de Túnez o Egipto… La evolución teórica de la protesta social parece haber culminado con los ideales de la socialdemocracia, el anarcosindicalismo, el estalinismo o el situacionismo y, en buena lógica, estos acontecimientos ofrecen la mejor ocasión para vestir lo nuevo con ropa vieja acoplando las consignas previsibles y los lugares comunes de las ideologías. El dolor del ánimo y la tristeza intelectual ya no acompañan a la impotencia de la razón, puesto que el análisis superficial y tópico ha elevado esa impotencia a doctrina. Gracias a la confusa herencia de éstas la historia regresa, se repite, pero la repetición en realidad no refleja más que una falta absoluta de marco conceptual con el que identificar las líneas del proceso histórico ordenada y coherentemente, de forma que los hechos adquieran un significado real e inteligible. Así pues, tampoco hay fin ni retorno de la historia; lo que hay es ausencia de conciencia histórica, y en su lugar, fetichismo ideológico, parálisis teórica y obscurecimiento de la experiencia. Son los resultados del triunfo del capitalismo, de sus formas correspondientes de sociedad y Estado, de la mentalidad, la cultura y estilo de vida que le son propios, de donde salen las trompetas y emanan los argumentos de su falsa contestación.

Si aspiramos a lo que Hegel llamaría «un conocimiento racional de la verdad» y queremos orientar nuestra obra sin perdernos en tópicos y trampas ideológicas, no podemos quedarnos en el registro de lo contingente y aparente, ignorando el lado interior de los hechos, particularmente los recientes, los últimos partes de guerra. Un periodo donde las fuerzas sociales históricas han sido vencidas constituye la oscura prehistoria que ha incubado el periodo siguiente. El escenario social ha sufrido profundas alteraciones con la derrota y la mayoría de los conceptos y experiencias se han vaciado, ya no significan lo mismo ni conducen al mismo lugar. La derrota marca tanto el fin de los avances teórico-prácticos de las clases oprimidas como la degradación de su proyecto. El no reconocimiento de sus fatales consecuencias equivale a abandonar «el rudo trabajo de la inteligencia», circunstancia que alimenta la nostalgia de la oposición antisistema actual, cuyos miembros vuelven «a las arenosas playas de las cosas de este mundo» (Hegel dixit) sin haberlas nunca abandonado, incapaces de enfrentarse a la utopía capitalista vencedora con otras armas que las prehistóricas. El capitalismo los tiene en su terreno: podrá resentirse con las múltiples catástrofes que provoca, pero no tiene nada que temer de las armas de juguete, de las modas contestatarias o de los apocalipsis literarios. Con tales complementos se puede llegar a ser hábil y adquirir la rutina de una profesión, sea la de dirigente político o la de revolucionario, pero muy otra cosa es modelar un pensamiento realmente subversivo y practicarlo de forma coherente.

Dos fenómenos igual de lamentables se repiten en todos los conflictos sociales contemporáneos: primero, sus protagonistas nunca cuestionan completamente a sus enemigos –el Estado, la burguesía, los sindicatos, los partidos— pues parten de problemas muy concretos cuya solución cae dentro del sistema y además carecen de proyecto alternativo. Ya parece que sea normal vender su tiempo y esfuerzo o que otros negocien la venta; a nadie sorprende que las finanzas dominen las necesidades y los deseos.

Segundo, cualesquiera que sean los resultados de la lucha, al finalizar ésta todo vuelve a estar como antes. La experiencia no se acumula. Este cuadro no es intemporal, surge durante el reflujo de las luchas obreras que prendieron al final del fordismo y se generaliza con la reestructuración capitalista posterior –años setenta y ochenta–, por lo que no conviene ignorarlo, como si siempre hubiera estado ahí, a fin de no nadar en las aguas turbias de la ideología: conviene regresar a los debates suscitados por el desvanecimiento de las perspectivas revolucionarias en Europa y América durante aquella época tan prometedora. En resumen, reexaminar el fracaso de lo que dio en llamarse el segundo asalto a la sociedad de clases.

El aborto de un periodo revolucionario y sus resultados

Los movimientos huelguísticos acaecidos entre Mayo del 68 y Polonia del 81 no instauraron un control obrero de la producción ni llevaron a la formación de consejos obreros.

En los lugares donde aparecieron formas consejistas –asambleas, comités, piquetes, comisiones representativas o coordinadoras de delegados— éstas no rebasaron jamás las funciones que ejercían los sindicatos; su existencia estuvo marcada por la inestabilidad y su duración fue siempre escasa. No fueron jamás órganos de poder paralelo ni instrumentos de expropiación o de reordenación de la vida cotidiana en el medio obrero. La excepción polaca fue relativa: la central obrera Solidarnosc devino efectivamente poder alternativo, pero su fuerza fue empleada en la demolición controlada del régimen estalinista, de modo que en lugar de emancipar a los trabajadores, modernizó la dominación. En España, con la intención de paliar los efectos negativos del exceso de espontaneidad y desorden de las asambleas de huelga, así como para protegerlas de la represión y la manipulación de los sindicalistas reformistas, hubo quienes defendieron la necesidad de una central sindical no burocrática, asentada en bases asambleistas, con principios, métodos y fines libertarios. Ese fue el argumento más honorable de la reconstrucción de la CNT, aunque hubo otros que lo fueron menos. El problema, sin embargo, no radicaba solamente en la forma idónea de la lucha de clases, asambleas o sindicatos, sino en su contenido.

No era suficiente la autoorganización del proletariado, había de especificarse su autoabolición. La lucha de clases implicaba a la vez, autoafirmación y desclasamiento.

La autonegación del proletariado tenía que manifestarse en la práctica diaria junto a la autorrealización, no quedar anclada en un futuro brumoso como improbable objetivo de un programa o tema de un dictamen congresual. Pero dicha práctica, tal como se manifestaba en el absentismo o el turn over, en la deserción de la fábrica, en la insumisión, en la lucha antinuclear, en la liberación de la sensibilidad y el deseo, en la sexualidad libre y la comuna, en la convergencia entre rebelión y arte…, entraba en contradicción con la lucha cotidiana por las condiciones de trabajo, el salario y el empleo. La sustracción de la existencia al mercado no se llevaba bien con la compra cotidiana en dicho mercado de la propia existencia. Las reivindicaciones laborales ya no cuestionaban como antaño la esencia del sistema dominante puesto que eran perfectamente asumibles, y eso a pesar de que la crisis de la organización laboral fordista diera pábulo a ilusiones al desencadenar procedimientos expeditivos inaceptables para el poder establecido: solidaridad, huelgas salvajes, ocupaciones, sabotajes, enfrentamientos, etc. La lucha por el trabajo en los setenta hubiera tenido que ir estrechamente asociada a una revuelta contra el trabajo, pero los pactos sociales, las reformas y la policía sindical lo impidieron. Tanto las estructuras asamblearias subsistentes como las organizaciones que no aceptaron el Estatuto de los Trabajadores, hubieron de amoldarse a esa realidad y escoger entre la transformación en lumpen o en sindicatos vulgares, presentando candidaturas y, en tanto que mediadores en el mercado laboral, ateniéndose a las constricciones de la economía capitalista.

El proletariado había sido capaz de subvertir la sociedad de clases, pero sin poner otra en su lugar, ya que quedaba prisionero de la lógica productivista. No concebía una producción diferente, sino una gestión diferente, pero el capitalismo es un modo de producción y la gestión obrera de esa producción, llámese autogestión, colectivización o socialismo, no va más allá de un capitalismo sin patronos.

Tampoco imaginaba un hábitat diferente, por lo que su «socialismo» corría parejo a la urbanización. Bajo el punto de vista obrerista la tarea fundamental de la revolución proletaria no sería otra cosa que la corrección de los aspectos negativos del capitalismo (injusticia, desigualdad, privilegios, chabolismo), conservando otros (organización fabril, tecnología, salario, moneda, suburbios). El reino de la necesidad seguiría subsistiendo en un régimen «socialista», y a la libertad le tocaría el turno solamente al sonar la sirena anunciando el fin de la jornada laboral.

El viejo proyecto revolucionario del proletariado había quedado obsoleto porque se fundaba en la preservación y generalización de la condición obrera, no en su superación.

Además, para un proletariado absorbido por sus problemas cotidianos todos las grandes cuestiones -la destrucción del Estado, del dinero, de las relaciones de mercado y del trabajo asalariado, y por supuesto, de las metrópolis- no eran más que una meta, un destino indatable, el punto final de un camino que comenzaba y recomenzaba del modo más realista con las reivindicaciones laborales. La lucha reivindicativa desde luego no apuntaba en la dirección adecuada, resaltando aún más la contradicción entre medios y fines. Los intereses inmediatos obscurecían los intereses generales. A fin de superar tantos escollos, voces radicales propugnaron soslayar las reivindicaciones y partir de la subversión inmediata del sistema capitalista, es decir, no detenerse en la defensa de la condición obrera y combatir directamente por su abolición. Eso podían hacerlo un puñado de irregulares, pero la clase en sí era incapaz, y después del fulgor de las primeras huelgas incontroladas y de la lucha por la autonomía, las explosiones de rebeldía y los organismos de base abundaron cada vez menos, hasta desaparecer en los albores de la mundialización. La clase dominante había sabido integrar al enemigo en su mundo; la lucha de clases había acarreado finalmente un refuerzo de la economía global. El enroque sectario de los guardianes de la verdad impoluta, el activismo desconectado de toda reflexión o el refugio en la especulación teórica desligada de cualquier praxis, son variantes del exilio interior de los vencidos que reivindican la herencia proletaria.

Escapismo ante las cuestiones que la derrota del segundo asalto planteó de manera ineludible: ¿continuaba siendo el proletariado una clase revolucionaria? ¿cuál era el contenido actual de la revolución? ¿cómo ir en su dirección?

La cuestión social no es principalmente laboral sino ecológica

La clase que ya no era subjetivamente revolucionaria, había dejado de serlo objetivamente. Después de la reestructuración industrial, la suburbanización general, las innovaciones tecnológicas y la terciarización de la economía –en suma, después de la modernización- la clase obrera había perdido su posición estratégica en el proceso productivo, y por lo tanto, era un factor social pasivo, sin influencia en el desarrollo capitalista ni papel significativo en las crisis económicas. Aquella posición podía haberse recuperado en la esfera de la circulación si la clase hubiera conservado su solidez y no se hubiera dejado colonizar y disolver. Pero el conglomerado de trabajadores casi todos del sector terciario, intelectuales, empleados, pensionistas y funcionarios, resultante del desarrollismo, un agregado dependiente, atomizado y recluido en la vida privada, no mantenía en su seno relaciones directas, o en otras palabras, no constituía una clase. No era cuestión de ponerse a buscarla en las tinieblas de la especulación, inventando una naturaleza proletaria negativa y abstracta enfrentada a un ser real y afirmativo, o dicho de otra manera, imaginando un proletariado «comunizador» celeste dentro de una resignada clase terrestre. Concluyendo: el proletariado no poseía un carácter revolucionario intrínseco, y mucho menos estaba imbuido de una misión histórica cualquiera. Cierto que existía un antagonismo entre explotados y explotadores, o entre dirigidos y dirigentes, pero éste no desbordaba los cauces de la explotación y, por tanto, no conducía a un proceso revolucionario.

Las luchas reivindicativas no contribuían a la destrucción del capitalismo sino a su modernización, pues el proletario no podía ser al mismo tiempo defensor y destructor del trabajo. Pero había más; llegado el momento en que el impacto nocivo de la actividad económica sobre la salud y el medio era peligroso, en que la cantidad de recursos que se destruían duplicaba al montante de lo que se regeneraba, la defensa del trabajo era injustificable desde el interés general, y por lo tanto, moralmente inasumible.

Cuando el síndrome del capitalismo tardío se manifestaba con claridad, esto es, cuando la irracionalidad plasmada en la unidad inseparable de la producción y la destrucción se mostraba como «huella ecológica», no se podía mantener una posición neutral ante los productos del trabajo, cada vez más perniciosos y contaminantes, y por consiguiente, no gestionables. La putrefacción de estas contradicciones sentenció las aspiraciones revolucionarias y legitimó de nuevo a los enemigos de clase desenmascarados en el pasado. Los sindicatos ya no podían considerarse excrecencias burocráticas exteriores al proletariado, organismos de la burguesía y del Estado, sino que, tal como demostraron las seudohuelgas generales desde 1987, eran la expresión orgánica más genuina de la defensa del trabajo esclavo bajo el capitalismo renovado –incluido el trabajo tóxico y socialmente dañino-, la forma organizada de la existencia económica de los trabajadores bajo el capital, del mismo modo que los partidos autodenominados obreros y socialistas eran la forma de su existencia política.

Los sindicatos y partidos representaban realmente a los trabajadores tal como eran, o sea, objetos domesticados y manipulables, clase para el capital. En efecto, la recobrada influencia sindical oficialista demostraba que los asalariados habían elegido la servidumbre voluntaria en vez de la libertad; habían escogido su afirmación alienada como fuerza de trabajo en lugar de tomar partido por su propia negación. Mejorar las condiciones de existencia, pero no cambiar la sociedad en su conjunto. Fin de las teorías obreristas, y con ellas, de la idea de la revolución como acto de afirmación proletaria, democrático o dictatorial, o sea, como una toma del poder por parte de sus organizaciones, sindicatos, consejos o partidos, en el terreno económico o en el político. Los obreros no harían nunca esa revolución, puesto que se conformaban con los convenios y pactos sociales, renunciando incluso a gestionar directamente lo existente; ni tampoco la otra, la que se confundía con su autodisolución: nunca pelearían por el comunismo libertario ni por ninguna otra clase de comunismo.

Comunidad rural antidesarrollista o sociedad de masas urbanas

El abandono teórico del obrerismo sin recurrir a sucedáneos como la ciudadanía, el pueblo, la nación, las redes sociales, los cibernautas o la multitud, tenía que concretarse en una secesión práctica de las estructuras capitalistas, que bien podía debutar con la huida del lugar de trabajo, el rechazo del consumismo, la búsqueda de un modo de vida solidario, la recuperación de viejos saberes artesanales, el descubrimiento de la agricultura tradicional, etc., es decir, con algo opuesto a la idea de progreso y en la línea del socialismo utópico y del colectivismo libertario. Dos concepciones existenciales se hacían entonces patentes: la comunidad, el reino de la Kultur, y la sociedad, el reino de la Zivilisation. El mundo de la ética y el mundo de la economía, el dominio del valor de uso y el del valor de cambio; en resumen, el territorio y la urbe. No obstante buscar las respuestas lejos de las fábricas y de las aglomeraciones urbanas, no había que perderlas de vista si no se quería parar en situaciones marginales completamente inofensivas. Cuestiones como la subjetividad autónoma, el sujeto revolucionario, el papel de la técnica y del urbanismo, las luchas anticapitalistas o el contenido de la revolución, tampoco podían plantearse seriamente en el marco de una autoexclusión voluntarista que despreciara los movimientos urbanos generados en las crisis de la dominación.

Para la elaboración de una nueva teoría de la revolución y el ejercicio de una nueva praxis hacía falta un espacio público apropiado, un particular terreno de combate, un escenario verdaderamente anticapitalista donde pudiera forjarse una sensibilidad ajena al cemento y desarrollarse una nueva comunidad subversiva. Pues bien, dicho espacio se articula en torno a la defensa del territorio, pero no es solamente rural, ni deja de ser urbano. La explotación del territorio es el recurso último del capitalismo, para lo que necesita ingentes obras de adaptación. La resistencia a la transformación del territorio impuesta por políticas hidráulicas y energéticas, por la construcción de infraestructuras y por el fomento del turismo, que es una resistencia al modo de vida industrial y urbano, ocupa involuntariamente el centro de la protesta social, puesto que apunta al corazón del sistema. La defensa del territorio es la verdadera lucha anticapitalista, porque de un lado cuestiona radicalmente la naturaleza del capital, y porque del otro, los antagonismos que suscita al trabar su circulación alientan una superación emancipadora.

Algunos hechos no se habían tenido suficientemente en cuenta. El desarrollo económico ilimitado implica la proletarización casi total de la población, la generalización de las relaciones capitalistas, la mercantilización absoluta de las relaciones sociales. La desagregación de las estructuras de clase, la artificialización de la vida y la urbanización general del territorio son una consecuencia necesaria. El capitalismo crea y organiza su propio espacio, aquél donde el mundo de la mercancía y del progreso tecnológico puede desplegarse sin trabas: la conurbación es la forma espacial que mejor conviene a la dominación. La forma en donde el tiempo le pertenece. Las conurbaciones, áreas metropolitanas y sistemas urbanos, funcionan como fábricas gigantescas en donde la vida, motorizada, inmersa en un entorno tecnológico y recluida en el ámbito privado, se confunde con el trabajo. El nuevo sujeto de la historia podría definirse provisionalmente así: proletario es todo aquél que vive en un territorio-fábrica y es consciente de ello. El espacio público ha sido reemplazado por un espacio de flujos, de no-lugares, donde la mutilación de la vida se acelera hasta alcanzar un umbral en la alienación que vuelve imposible cualquier forma generalizada de conciencia, y por lo tanto, cualquier forma coherente de rebeldía. El capitalismo ha resuelto el problema de la revolución yendo por delante, bloqueando así la emergencia de un sujeto disolvente. Para escapar a las tenazas de los mercados hay que luchar contra la mal llamada ciudad y procurar instalarse o al menos establecer lazos con el espacio suburbano, al que ya no se puede llamar campo, donde pueden reconstruirse relaciones solidarias directas y formularse las preguntas esenciales sin demasiados lastres ideológicos que las embrollen. Este nuevo eje de lucha deja a la conurbación en la retaguardia y traslada el frente al territorio, pero no abandona una por el otro, sino que se sirve de ambos. El contenido de la revolución -y si nos apuran, el de la poesía- replanteado de esta manera es antidesarrollista y desurbanizador. La conurbación, es territorio aniquilado, historia borrada, cultura muerta. Su abolición equivale a la de la fábrica: fin del trabajo y fin de la vida como trabajo. Por consiguiente, una sociedad comunista libertaria, orientada hacia la satisfacción en libertad de necesidades y deseos, ha de ser una sociedad predominante pero no absolutamente rural, de carácter municipalista. Es una sociedad donde la integración de la ciudad y el campo en el territorio superará la contradicción entre lo urbano y lo rural. Los bienes comunales, el trabajo colectivo y el municipio, son las herramientas sociales de esa superación.

La lucha decisiva es en defensa del territorio

La ciudad descoyuntada, como hemos apuntado, es el peor sitio para la conciencia, pues se trata de un espacio esencialmente capitalista donde los conflictos son neutralizados y la vida cotidiana sometida a los imperativos del consumo y la motorización. Es el territorio per se del desarraigo y de la desposesión. Habrá que luchar contra su expansión, al fin y al cabo expansión de ese mismo desarraigo y esa misma desposesión, y el combate podría efectuarse mejor desde fuera, puesto que el ritmo de vida campesino facilita los encuentros y permite un uso relajado del tiempo y del espacio. Pero no exclusivamente; también se combate contra la conurbación desde dentro, pues mientras la segregación sea mínima y no afecte al mercado de trabajo, o mejor, mientras las comunidades de lucha más numerosas permanezcan de grado o por fuerza en la urbe, no hay otra posibilidad. Conviene remarcar que el movimiento de segregación no busca retornar al paleolítico o a la Edad Media, sino enfrentarse eficazmente al capitalismo, siendo el campo abandonado por la economía una especie de nuevo laboratorio tanto de la razón como de la imaginación, el horizonte del nuevo sujeto colectivo y de la nueva subjetividad apasionada a constituir por los desertores del mundo urbano y de la agricultura industrializada. La sociedad libre no podrá edificarse sino sobre la ruina de las industrias y las conurbaciones, pero eso simplemente es el final de la civilización burguesa, no el final de cualquier civilización.

El municipio ha sido en la península ibérica la formación social más parecida a la polis griega y también la más contraria al Estado. Su desarrollo entre los siglos XI y XIV tras un largo periodo desurbanizador representó la forma más lograda de sociedad fraternal e igualitaria, al menos en sus primeros momentos, cuando no se producían excedentes o éstos se dilapidaban de modo improductivo en fiestas, edificios públicos o batallas. Las relaciones con un poder territorial al principio sin capacidad coercitiva suficiente se basaban en la reciprocidad y no en la opresión.

Las diferencias estamentales no eran importantes y las decisiones se tomaban en asamblea abierta; el vecindario se regía por normas dictadas por la costumbre y combatía la escasez con el aprovechamiento de tierras comunales.

En tal sociedad sin Estado –o al menos fuera de su alcance—tuvo lugar la síntesis de lo rural y lo urbano que dio forma a una cultura rica e intensa, el primer rostro de nuestra propia civilización, hoy irreconocible. En su seno no se concebía la individualidad como aislamiento y ausencia de obligaciones; el individuo era determinado por la comunidad y no al contrario. Así las cualidades de la conciencia histórica (memoria, tenacidad, lealtad, autodisciplina, compromiso social) se sobreponían a las aptitudes exigidas por una existencia entregada a la satisfacción inmediata de impulsos (narcisismo, hedonismo, ludismo, inconsecuencia), tan típica de nuestros días.

El municipio fue durante mucho tiempo la célula básica y autónoma de la sociedad, el centro ordenador del territorio, la forma de su libertad política y jurídica ganada a pulso en lucha contra la Iglesia, la aristocracia o la realeza, el medio de una identidad mediante la cual sus habitantes pudieron intervenir como sujeto histórico en otros tiempos, que el desarrollo de patriciados, la propia decadencia, el Estado absolutista y la burguesía decimonónica se encargaron de cerrar. Y precisamente hoy, cuando una identidad combativa debe constituirse en la resistencia antidesarrollista y la defensa del territorio, único espacio donde pueden confluir el interés subjetivo y el objetivo, su ejemplaridad puede servirnos de fuente de inspiración, aunque no de coartada para compromisos institucionales de tipo localista. Se trata de reconstruir elementos comunitarios en una perspectiva revolucionaria, no de legitimar el sistema político de la dominación con candidaturas electorales. Importa echar abajo el edificio de la esclavitud política y salarial, no apuntalarlo, por lo que el municipalismo revolucionario no ha de entenderse sino como un retorno antipolítico a lo local en el marco de la defensa radical y universal del territorio.

]]>
https://archivo.librepensamiento.org/2011/03/21/el-segundo-asalto-forma-y-contenido-de-la-revolucion-social/feed/ 0
Orígenes de la cuestión social en la península https://archivo.librepensamiento.org/2010/06/21/origenes-de-la-cuestion-social-en-la-peninsula/ https://archivo.librepensamiento.org/2010/06/21/origenes-de-la-cuestion-social-en-la-peninsula/#respond Mon, 21 Jun 2010 18:28:22 +0000 http://www.cgt-lkn.org/bizkaia/pbas/?p=2436 ]]>
Debido al lento desarrollo de la industrialización capitalista en la península, la clase obrera pudo conservar las tradiciones precapitalistas que regían el mundo del trabajo. Así pues, su formación dio lugar a una sociedad convivencial comparable al colectivismo agrario que había perdurado en el campo hasta la venta de las tierras comunales. A dicha sociedad, la Asociación Internacional de Trabajadores proporcionó conciencia de clase específica, portadora de ideales universales de emancipación. La proletarización posterior debida a la maquinización, a la desaparición de los oficios y a la constitución de un mercado nacional, hubiera acabado con la fraternidad y el sentido comunitario del medio obrero a no ser por las tácticas del sindicalismo revolucionario, que supieron conservar el espíritu de clase y apartar al proletariado de la servidumbre política de la socialdemocracia.

Si los historiadores burgueses han querido encontrar el hilo de la historia contemporánea en el proceso de industrialización española, nosotros lo hallamos en el periodo de aparición y formación de la clase obrera. Para eso hemos de remontarnos al antiguo régimen y prestar atención a la situación de los trabajadores bajo el absolutismo monárquico. En el siglo XVIII transcurren los primeros intentos, desde el aparato de Estado, de modernizar España, es decir, de fomentar una economía mercantil basada en el comercio, la manufactura y el desarrollo de la agricultura: de producir para consumir a producir para exportar. Las primeras grandes factorías son obra del Estado absolutista. Pero la elite ilustrada de nobles, clérigos y funcionarios estatales no disponían de poder suficiente para superar las barreras señoriales y eclesiásticas, desmantelar la organización gremial del trabajo y aniquilar el colectivismo agrario tradicional. Fueron las guerras, que, al arruinar el Estado, empujaron a la desamortización de las tierras de las órdenes religiosas y de las instituciones seculares de protección social, y, asimismo, suprimieron las aduanas interiores, disolvieron los gremios y desencadenaron la proletarización de la población rural y urbana. El programa ilustrado era adoptado por los liberales, los representantes de una clase en formación. La legislación liberal por un lado preparaba el advenimiento de la burguesía, y por el otro, desorganizaba la sociedad estamental, en perjuicio del clero, pero sobre todo a costa del pueblo campesino y trabajador, al que se le despojaba de sus instrumentos de trabajo y se le convertía en asalariado. Pero la clase triunfadora en las revueltas liberales no fue la burguesía industrial, minoritaria, sino la aristocracia, que, lejos de ser expropiada como la iglesia, pudo cercar y transformar sus propiedades en capital. La nobleza devino burguesía terrateniente gracias a la fusión con los financieros compradores de tierras. 

Los amigos de Ludd

La cuestión social fue principalmente agraria. En las ciudades, los gremios empezaban a perder el control del trabajo porque los intereses de los maestros chocaban con los de los mancebos, oficiales y aprendices, que desde épocas tempranas se organizaban en cofradías y hermandades segregadas, el precedente más antiguo del sindicalismo. Finalmente, y bien antes de que se introdujera el maquinismo, los dirigentes liberales, con el fin de favorecer a los fabricantes, en 1834 decretaron la libertad de comercio e industria y en 1835 abolieron los gremios y las hermandades «por limitar la concurrencia indefinida del trabajo y de los capitales». Un decreto subsiguiente declarará «libre» el trabajo y la contratación. Ello suponía el fin de la «economía moral» que regulaba la vida laboral en las ciudades y la entronización de la rentabilidad como condición única de cualquier actividad productiva. Los trabajadores de todas las clases, operarios y jornaleros, sufrieron la prohibición de realizar huelgas, de organizar sociedades de resistencia y de reunirse con fines asociativos. La cuestión social nacía en el campo en torno a la nueva propiedad de la tierra, pero en la ciudad, aparecía como defensa del oficio, control de los lugares de trabajo y lucha por la libertad de asociación, programa de una especie de sindicalismo clandestino llevado a cabo por comisiones de trabajadores. El sistema industrial fue introducido a finales del siglo XVIII para controlar a los trabajadores con vistas a evitar la sustracción de materia prima (en 1803 trabajaban en el sector manufacturero únicamente 260.000 personas). Sólo estaba presente de forma extensa en Cataluña, y allí encontraba fuertes resistencias. Hasta entonces el trabajo se realizaba en pequeños talleres o en casas particulares. Pero la fábrica, al imponer vigilancia y disciplina en el trabajo, hizo posible su centralización, intensificación, división y finalmente mecanización, con jornadas de doce horas y salarios a la baja, causa de las primeras manifestaciones ludditas en la península. En 1802 fue incendiada una fábrica de hilaturas en Tarrasa por la introducción de máquinas. En 1823 tuvo lugar un caso parecido en Camprodón. En 1820 los obreros de Barcelona decidieron asaltar las tiendas que tuvieran tejidos importados y les prendieron fuego. En 1821 ardieron varias fábricas en Alcoi, pero esta vez la causa fue la propia fábrica, que acababa con el sistema de trabajo independiente y a domicilio. Los abusos que acompañaban a su existencia, tales como el alargamiento de las tiras como rebaja encubierta del jornal o los despidos unilaterales, ocasionaron las primeras quejas de tejedores barceloneses en 1820, repetidas en 1827, 1830, 1831 y 1833. Por ese mismo motivo sucedieron huelgas y amagos de motín en octubre de 1835 y julio de 1839. El sistema fabril, las máquinas y el libre comercio constituían un frente que amenazaba las relaciones tradicionales obreras, arrebataba a los operarios el control de las condiciones de trabajo, ponía en peligro los oficios y generaba paro. La respuesta obrera «preindustrial» fueron tanto la algarada reivindicativa como la formación de comisiones mediadoras. En 1832 se instaló la primera máquina de vapor de Barcelona, en la fábrica Bonaplata, lo que permitiría la aparición de telares mecánicos y la eliminación de puestos de trabajo. La fábrica fue incendiada tres años más tarde por este motivo. El periodo luddita en la península no se cerró hasta el verano de 1854, cuando el boicot e incendio de selfactinas en Barcelona y la quema por los tartaneros valencianos del puente de madera del ferrocarril. En el campo siguió manifestándose en forma de criminalidad, motines, ataques a la propiedad e incendios de cosechas durante mucho más tiempo. En general, los historiadores consideran este periodo como «primitivo», pero bien es cierto que la respuesta popular por violenta que fuera estaba lejos de igualar a la agresión que la «modernidad» infligía a las clases jornaleras; la máquina significaba miseria, la industria era la guerra. Los mismos tratan de oponer una clase obrera cualificada y moderada a un lumpen miserable propenso a amotinarse. Sin embargo, tal como demuestran las detenciones, quienes realmente tenían interés en frenar la introducción de máquinas eran la gente cuyo oficio, métodos y aprendizaje resultaban dañados por ellas. Es más, esos actos supuestamente primitivos, coexisten en el tiempo con otros supuestamente más avanzados, como las demandas salariales y la defensa del empleo.

Prolegómenos de la resistencia

En realidad no hubo periodo primitivo en el movimiento obrero hispano, sino que existió continuidad entre las cofradías de oficiales, el entramado gremial y las primeras organizaciones obreras con fines reivindicativos que, evidentemente, se plasmaron al comienzo como resistencia a la proletarización. Por eso el luddismo fue episódico, nunca fruto de un movimiento o una sublevación sostenida. Los mismos oficios que crearon hermandades y que organizaron posteriormente sociedades de socorros mutuos o «montepíos» para cubrir el hueco de la asistencia pública, llegaron a tener secciones en la Internacional mucho más tarde. La AIT no supuso pues un giro radical en la tradición societaria y luchadora. Por consiguiente, el movimiento obrero no apareció con la organización del primer sindicato conocido, en mayo de 1840, la Sociedad de Mutua Protección de los tejedores de algodón de Barcelona, una sociedad creada con el fin expreso de mejorar los salarios y las condiciones de trabajo de sus afiliados, sino que ésta no fue más que un peldaño de un proceso que hundía sus raíces en el siglo XVIII. La formación del mercado laboral proyectada ya entonces, gracias a la ayuda de las máquinas, fue realizándose a expensas del mundo del trabajo, derogando sus barreras protectoras y desarticulando su funcionamiento tradicional. La resistencia nacerá en el marco del antiguo régimen dando lugar a una tradición organizativa, y seguirá sin grandes cambios perceptibles en el régimen capitalista liberal que le sucederá definitivamente a partir de 1835.

Los años cuarenta del siglo XIX constituyen el periodo del esfuerzo industrializador, con el arranque de la mecanización, la proliferación de máquinas de vapor y telares mecánicos en Cataluña y Valencia, con el desarrollo de la minería asturiana y con el inicio de la industria siderúrgica en Málaga y Vizcaya. La península es sin embargo un mundo rural salpicado de unos pocos islotes industriales. La clase dominante, la burguesía terrateniente, ha de crear un marco jurídico propicio al mercado de la tierra y la exportación de productos agrícolas, controlando las grietas sociales que ha provocado su entronización: la guerra civil carlista, la rebelión de las empobrecidas masas rurales y la protesta de la plebe desposeída de las ciudades. Solucionado el primer problema, queda el de la desagregación de la sociedad campesina, para el que se creará el primer cuerpo policial militarizado, la guardia civil. Los trabajos de contención en el campo serán completados con una ley contra la vagancia, cuyo objetivo es impedir la emigración a las ciudades, demasiado poco industrializadas para absorber el potencial migratorio campesino. Por «vago» se entendía a la persona sin trabajo estable ni oficio concreto, aunque tuviera domicilio fijo y empleo, es decir, el obrero eventual, temporero, a menudo de origen rural. Para acabar, quedaba la cuestión obrera, pero era un asunto menor, casi circunscrito a una sola región, que afectaba a unas pocas decenas de miles de personas. Los intereses de la burguesía industrial prácticamente no contaban. En la ciudad la mayoría de la producción seguía siendo artesanal e incluso las fábricas no ocupaban más que a una media de cincuenta trabajadores. Así las cosas, el carácter gremial del trabajo se mantuvo en convivencia con la máquina. La proletarización se veía frenada por las tradiciones y costumbres del taller. Los obreros no seguían horarios estrictos; discutían, leían o cantaban durante el trabajo y no se privaban de parar para beber o fumar. No había relojes regulando las entradas y salidas; en 1843, una medida como el cierre de puertas y el sonido de una campana para abrirlas «como en los conventos», tomada en una fábrica de Barcelona, escandalizó muchísimo a los operarios. Los obreros cuidaban de las herramientas, pues eran usufructuarios de ellas, y dirigían el aprendizaje de los oficios. Respetaban el santo lunes y celebraban un montón de fiestas no oficiales. Los contratos eran verbales pero sagrados. El trabajo se repartía para evitar despidos en periodos de «calma» (crisis), se daba prioridad a los obreros viejos y se guardaba el puesto a los enfermos. Se disponía de cierta autonomía para organizar el trabajo y en parte se controlaba la calidad del producto. En fin, leyes no escritas y prácticas establecidas desde hacía tiempo regían las relaciones laborales. El trabajo no se entendía aún como una mercancía que tenía su precio, sino que formaba parte de una economía moral que se regía por criterios de dignidad, trabajo «justo» y remuneración conveniente, no por pautas marcadas por el mercado. En ese contexto el compañerismo era una religión y el individualismo un comportamiento reprobable. La palabra «esquirol» data de esa época, así como la denominación de clases «menesterosas», «útiles», «jornaleras» o «proletarias». Los obreros practicaban un sindicalismo especial, aunque la palabra empleada era la de «resistencia», pues «sindicato», de origen francés, no empezaría a formar parte del vocabulario proletario hasta los primeros años del siglo XX. Combinaban la legalidad, es decir, la formación de comisiones paritarias con patronos y la reunión con autoridades, con formas de presión declaradas ilegales, como las huelgas. Éstas eran largas y no excluían la violencia, pero bien organizadas, lo que requería piquetes, coaliciones fuertes y una extensa solidaridad. Aunque los obreros estaban excluidos de la política, al no figurar en el censo electoral por no ser propietarios ni poseer rentas, apoyaron al partido progresista cuando éste autorizó las asociaciones en 1840. Había obreros en las sociedades «patrióticas» y en las milicias ciudadanas. Por motivos opuestos, por ejemplo, el proteccionismo y la prohibición de sociedades de resistencia, los fabricantes apoyaban al partido moderado. La política era cosa de clases medias y altas, muy enfangada por la corrupción y el fraude, algo que repelía profundamente a los trabajadores, que ni se molestaban en pedir el sufragio universal. La idea dominante entre sus filas, la primera idea «de clase», era la de que la solución a los problemas sociales dependía más de la organización obrera que de la política. Dadas las condiciones de la época, la única libertad que podía interesar a los obreros era la que garantizaba el derecho a la asociación. Amparadas en la ley de asociaciones, aparecieron sociedades obreras en varios lugares del Estado a lo largo del año; el 1 de enero de 1841 se puso en funcionamiento la primera confederación de sociedades de diferentes oficios, la Asociación de Trabajadores de Barcelona, y la organización con mayor capacidad de movilización del momento. Esa alianza coyuntural de los obreros con la burguesía progresista se reveló inestable. Igual que había sucedido en 1835 con el incendio de las fábricas de Bonaplata y Vilaregut, y al año siguiente con los enfrentamientos entre batallones de la milicia nacional burgueses y proletarios, en 1842 los obreros catalanes obedecieron a sus propios intereses y siguieron sus propios derroteros, sosteniendo la revuelta contra el jefe de gobierno progresista, Espartero. Con la subida al poder de los moderados en 1843 las asociaciones obreras fueron prohibidas y perseguidas, pero a juzgar por las sucesivas disposiciones y diferentes bandos en su contra, así como a los diversos conatos de huelga, deducimos que muchas sobrevivieron en la clandestinidad, a veces camufladas como asociaciones de socorros mutuos. La Compañía Fabril de Trabajadores no se disolvió hasta 1848, año en que se promulgó el primer código penal. Todavía en 1853 una ley de turno las prohibía «en todo el Estado», señal que la virtud asociativa caracterizaba los primeros pasos de lo que podemos llamar con pleno derecho, clase obrera.

Asociación o muerte

El retorno del partido progresista al poder en 1854 relanzó el proceso asociacionista; en Barcelona surgiría una nueva confederación de sociedades obreras, la Unión de Clases, según el esquema organizativo de abajo arriba: sección de oficios, federación de secciones, federación local y, todavía sin realizarse, federación regional. Durante ese breve periodo surgieron cooperativas de producción y vio la luz en Madrid el primer órgano proletario de prensa, «El Eco de la Clase Obrera». Los principales problemas provenían de la mecanización de la hilatura de algodón, lana y lino, con la consecuente degradación de los oficios relacionados, por lo que una Comisión de los Trabajadores de las Fábricas de Hilados de Barcelona decretará el boicot a las selfactinas el mismo verano del 54, lo que desembocará en incendios. No obstante el clima de lucha de clases, las comisiones de trabajadores acordaron con los fabricantes convenios colectivos relativos al salario y a la duración de la jornada, pero la enésima orden de disolución de las sociedades obreras provocará la primera huelga general, la del 2 de julio de 1855, a la que acompañarán disturbios en el campo andaluz y castellano. La multitudinaria manifestación que recorrerá las calles de Barcelona enarbolará una pancarta con la consigna «asociación o muerte». En efecto, el derecho a la asociación, la institución de comisiones mixtas y el ingreso en la milicia serán los tres pilares del programa obrero. El golpe de Estado que concluyó el bienio progresista será nefasto para los trabajadores, que verán prohibir desde las reuniones hasta los montepíos, lo cual les encaminaría hacia la política de forma más determinada. El partido demócrata, representante político de las clases medias radicalizadas, abrió sus puertas a los dirigentes obreros, mientras la cárcel y deportación perseguía a muchos de ellos por celebrar reuniones y promover huelgas. En 1857, una autodenominada Sociedad de Obreros confeccionó un «Catecismo Democrático». La represión del partido moderado condujo a la pequeña burguesía republicana hacia el obrerismo y a la elite proletaria hacia la política republicana, confluencia a la que la Internacional pondrá fin. Desde 1856 la política obedecerá a los intereses de la burguesía cerealista y olivarera, o sea, los de los caciques agrarios castellanos y andaluces, ajenos a las preocupaciones proteccionistas de los industriales catalanes. A esos intereses se sumarían los del capital extranjero, que buscaba beneficios en la construcción de ferrocarriles, la explotación de minas y la compra de deuda, y los de los propietarios de tierras y especuladores inmobiliarios, beneficiados por el derribo de murallas y conventos, el adoquinado de calles y los ensanches de las ciudades. La generalización de la sociedad burguesa parecía irreversible, pero sin embargo, fallaba el elemento principal, la revolución industrial. La mecanización se hallaba lejos de realizarse: en 1864,150.000 obreros de fábrica y 26.000 mineros coexistían con 600.000 obreros artesanos, mientras que el campo albergaba a dos millones y medio de jornaleros y campesinos pobres. Las fuerzas sociales presentes estaban desigualmente repartidas, la burguesía industrial catalana carecía de peso político en el Estado pero los obreros era la fuerza de mayor dinamismo. En plena represión fundaron con la ayuda de los republicanos federales el Ateneo Catalán de la Clase Obrera, que en 1864 publica «El Obrero», en la línea mutualista, proteccionista y negociadora. En 1866 los cooperativistas editan «La Asociación», más apolítico y pactista, influido por las ideas de Owen y el movimiento cooperativo británico. En «La Discusión», periódico madrileño fundado por Pi y Margall, será debatida igualmente la cuestión social. Durante esos años los obreros andaluces y catalanes fundarían casinos y reorganizarían sus sociedades a pesar de las leyes en contra: cuarenta de ellas se reunieron en diciembre de 1865 en el Primer Congreso Obrero de Barcelona para, entre otras cosas, proclamar la autonomía de las sociedades dentro de la federación, corrigiendo la tendencia centralista anterior. Las sociedades mandarán un delegado al Congreso de Bruselas de la AIT, aquél que consagró el mutualismo y las cooperativas, aunque advirtiendo del peligro de una reconversión capitalista. El abrupto final del reinado de Isabel II hizo nuevamente posible la libertad de asociación, punto central del programa republicano. Al primer congreso obrero sucedería en diciembre de 1868 un segundo, donde estaban presentes muchos futuros internacionalistas, todavía bajo el paraguas federal. Éste señalaba la obligación de votar por la República y declaraba al sistema cooperativo como la única alternativa emancipadora, o sea, lo que un año después será estigmatizado por los internacionalistas como «socialismo de la clase media». El congreso dio lugar al periódico «La Federación», heredero de los dos anteriores, reformista y político. Las palabras «burgués» y «burguesía», que designaban respectivamente al propietario y a la clase poseedora de la riqueza social, son neologismos que rápidamente participarán del léxico obrero.

Arriba parias de la tierra

La línea societaria, republicana y cooperativista del proletariado catalán parecía demasiado moderada en lo social, pero los acontecimientos se precipitaban; un enviado de la AIT, el italiano Fanelli, llegó en octubre de 1868 a Barcelona con un mensaje a los trabajadores españoles bajo el brazo. En enero de 1869 fundó en Madrid el primer núcleo de la Internacional. En febrero de 1869 la Dirección Central de las Sociedades Obreras, haciéndose eco de las nuevas tendencias proletarias, cambiaba su nombre por el de Centro Federal de Sociedades Obreras, contando con treinta y cuatro sociedades, entre ellas el potente sindicato «Las Tres Clases de Vapor». En mayo se constituyó en Barcelona la sección española de la AIT. En septiembre de 1869, Farga Pellicer, secretario del Centro Federal, y el médico Gaspar Sentiñón, acudieron como delegados al Congreso de Basilea de la AIT, donde trabarán contacto con Bakunin. El viaje a Basilea es crucial para la historia del movimiento obrero, pues significa un giro radical en la trayectoria del proletariado ibérico, que discurriendo por el societarismo moderado y oportunista, acaba en el colectivismo revolucionario. El 18 de junio de 1870, en el Teatro Circo de Barcelona, inició sus sesiones el primer Congreso Obrero Español, que al terminar dejará fundada la Federación Regional Española de la AIT. La importancia del congreso no sólo residía en la conexión entre los obreros urbanos y los jornaleros del campo, sino en la separación entre el proletariado y la clase media, lo que suponía un cuestionamiento de la política republicana y la elaboración de un programa específicamente obrero. La pequeña burguesía había perdido su momento; era la hora del proletariado, la del socialismo radical, colectivista y universal. El primer tema del Congreso fue la «resistencia», que hoy llamaríamos «acción sindical». La lucha contra el capital se enmarcaba en el camino de «la completa emancipación de los trabajadores.» Era el arma obrera por excelencia. La minoría opuso la «cooperación» a la huelga. El segundo punto concernía a las cooperativas, medio de alivio ante la miseria, pero jamás medio emancipatorio. El tercer punto se refería a la organización de los trabajadores, que había de ser descentralizada, federal, tal como la practicaban entonces las sociedades obreras catalanas, y embrión de la sociedad futura fundamentada en el trabajo. Se criticaba la creación de bancos «obreros» y el recurso al Estado, medidas propugnadas por el partido republicano federal y la minoría cooperativista. El cuarto punto, relativo a la política, sería el más polémico, pues implicaba la revocación de una práctica colaboracionista arraigada en buena parte de los dirigentes catalanes. Los delegados rechazaron la acción política de la clase media porque estabilizaba el poder de la burguesía. Por mayoría, recomendaban renunciar a cualquier acción que persiguiese el cambio social a través de reformas políticas; por lo tanto, aconsejaban la abstención electoral. La transformación social había de ser revolucionaria. El rechazo de la política burguesa conducía al del Estado, pues el socialismo colectivista significaba la propiedad colectiva no estatal de los medios de producción y la tierra. En un régimen basado en la libre asociación de federaciones libres no cabía ese engendro burocrático feudal-burgués, el Estado. La tendencia societaria reformista y colaboracionista, dominante en el movimiento obrero catalán hasta ese momento, salía completamente derrotada. Aprovechando un momento de libertad que no podía durar, el movimiento obrero emprendía una nueva andadura con una política propia, confiando sólo en sus propias fuerzas.

Negras tormentas

Las diversas facciones de la clase dominante dejaron de lado sus diferencias y abandonaron los experimentos políticos republicanos, restaurando la monarquía y reforzando el aparato de Estado. El movimiento obrero internacionalista se debatió durante dos décadas entre la represión y la estrategia a seguir frente a ella. Mientras tanto, la mecanización de la producción fue completada, lo que permitió la generalización del trabajo femenino e infantil. Como consecuencia, las condiciones de trabajo empeoraron, los oficios quedaron degradados y desaparecieron las tradiciones obreras vigentes en buena parte de la industria. A principios del siglo XX había concluido la proletarización y la producción para el mercado nacional era un hecho. Fin del derecho laboral consuetudinario. Separación total entre el trabajador y el utillaje. Conversión completa del trabajo en mercancía. Por otro lado, las ciudades crecían de forma acelerada. La movilidad, estimulada por el ferrocarril, fue una de las peculiaridades de la nueva condición obrera emanada de las leyes del mercado. A pesar del inconveniente de la Ley de Vagos y Maleantes, la actividad económica de las ciudades empezaba a absorber mano de obra de procedencia rural, principalmente en el sector de la construcción, mientras la burguesía se mudaba a los ensanches. Por primera vez aparecerían barriadas obreras segregadas y grandes bulevares para facilitar la circulación, sobre todo la circulación de tropas. La ciudad, reordenada según la separación espacial de clases y la hausmanización, se aburguesó; los nuevos edificios proclamaron el triunfo de la burguesía: ayuntamientos, gobernación, estaciones, hospitales, bancos, mercados, teatros, correos, cuarteles, cárceles «modelo», comisarías… Todo ello no era más que el reflejo urbano del establecimiento de un nuevo modelo de relación entre capital y trabajo mucho más favorable al primero. Todos los intentos de restaurar el viejo modelo societario fracasarían porque éste había perdido su base social, el obrero de oficio, y porque los patronos no aceptaban de ningún modo la tutela de comisiones mixtas. El trabajador sin cualidades, el peón de fábrica, el obrero del tajo, serían cada vez más mayoritarios. Pero el proceso no era lo suficientemente rápido como para que el proletariado quedara sin memoria a merced de una burocracia obrerista cualquiera. La solidaridad seguirá siendo durante mucho tiempo el requisito imprescindible de la supervivencia para los obreros, y por eso se convertirá en el cemento de la clase y de su mundo: «Solidaridad Obrera» será el nombre que adopte la primera organización propiamente sindicalista. A fin de enderezar la situación nacerá un nuevo tipo de organización que recogiendo las enseñanzas de la antigua aportará mejores soluciones de clase a los nuevos problemas de clase: sindicatos únicos, acción directa, solidaridad, boicot, sabotaje, huelga general, grupos de defensa, cultura obrera, antipoliticismo…. Se trata del sindicalismo revolucionario, cuya más alta expresión histórica fue la CNT. Pero eso es ya harina de otro costal.

]]>
https://archivo.librepensamiento.org/2010/06/21/origenes-de-la-cuestion-social-en-la-peninsula/feed/ 0
El trauma del decrecimiento https://archivo.librepensamiento.org/2010/01/21/el-trauma-del-decrecimiento/ https://archivo.librepensamiento.org/2010/01/21/el-trauma-del-decrecimiento/#respond Thu, 21 Jan 2010 12:07:49 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3530 Miquel Amorós

“Con frecuencia, nos dejamos dominar por una impresión,

hasta que nos liberamos al reflexionar, y esta meditación,

rápida y mudable en su agilidad, penetra en el íntimo misterio

de lo desconocido.” (Kirkegaard, Diario de un Seductor)

 

La sinrazón gobierna el mundo. Los individuos se relacionan a través de cosas que les imponen sus reglas desde fuera: mercancías, dinero, tecnología… En la sociedad a la que pertenecen su trabajo sirve para producir beneficios crecientes a particulares, no para satisfacer necesidades reales colectivas, por lo que aparece dominada por un tipo concreto de actividad económica: una economía de mercado cuya metástasis agota los recursos naturales, aumenta las desigualdades sociales y destruye el planeta. La separación entre el mundo tal como va y tal como debería ir es completa y el  futuro prometido no merece más que desprecio. El reino de la razón apunta hacia atrás, a una edad de oro; así las formas anteriores de sociedad y Estado salen del desván como soluciones menos injustas e irracionales y se ponen de moda. Unos proponen la vuelta a estadios anteriores a la civilización urbana (primitivistas); otros, al Estado-nación y a las condiciones capitalistas de la posguerra (ciudadanistas); finalmente, otros, mediante la agricultura biológica, el “comercio justo” y la “banca ética”, quieren regresar a la fase inicial del capitalismo, la de la separación del valor de uso y el valor de cambio, del trabajo concreto y el trabajo abstracto (neorrurales).

 Una sociedad de clases pulverizadas que existe como objeto del capital

 La etapa desarrollista o fordista del capitalismo produjo fenómenos de desclasamiento entre los trabajadores que se acentuaron con la reestructuración productiva que la concluyó; la mundialización hizo lo propio con las clases medias, tras precipitarlas en el abismo del crédito. El relevo generacional del proletariado y la mesocracia se horroriza ante la amenaza de exclusión, el destino de formar parte de la masa que la economía no necesita debido a la alta productividad y a la explotación intensiva de los obreros de los países “emergentes”. No obstante, la voluntad de reorganizar la sociedad según normas diferentes, el deseo de un cambio en la manera de aprender, producir y consumir que hoy se manifiesta esporádicamente en los llamados “movimientos sociales”, no lleva la impronta de la acción proletaria. La clase obrera ha perdido la memoria, y con ello, sus maneras y su ser. La iniciativa pertenece a los pequeños burgueses desclasados, a los estudiantes, empleados, funcionarios, y, en general, a los grupos sociales en el filo de la proletarización, los perdedores de la mundialización. El oscurecimiento del antagonismo de clase producto de la derrota obrera, sumado a la evidencia de la crisis ecológica, permite que se presenten como representantes de intereses generales, fabricándose para la ocasión un pensamiento recuperado de fragmentos críticos anteriores frutos de luchas reales. Confeccionan una ideología, una salsa de ideas completamente desligada tanto de su origen como de la acción, que refleja las ambigüedades de la idiosincrasia perdedora, sentada entre dos sillas, y que viene caracterizada por la negación del conflicto clasista, el rechazo de las vías revolucionarias, la confianza en las instituciones y la indiferencia ante la historia, detalles estos que confieren a la protesta un nuevo estilo en las antípodas de la pasada lucha de clases. En efecto, para los perdedores el capitalismo no es un sistema donde los individuos se relacionan a través de cosas y sobreviven sometidos al trabajo y esclavizados por el consumo y las deudas, algo que nació en un momento dado y puede desaparecer en otro; tal sistema no se desprende de una determinada relación social derivada de la propiedad privada de los medios de producción, sino que es “una creación de la mente”, un estado mental cuyo “imaginario” hay que descolonizar con ejercicios espirituales. Hay pues que alejarse de situaciones traumáticas, olvidarse de tomar bastillas y asaltar palacios de invierno, y sumergirse en ambientes “relacionales” donde dominen condiciones psicológicas apacibles y familiares, que alguien ha llegado a calificar de “femeninas”. En el polo opuesto a Mayo del 68, uno no tiene más ganas de hacer el amor cuando más se enfrenta con la policía, ni encuentra la playa debajo de los adoquines. La barricada no abre el camino. Eso seguramente es cosa de machotes, un modo de hacer demasiado “masculino”. El método “convivial” no busca combatir porque no reconoce enemigos; se basa en trastocar la actitud de las personas –desde luego, no hechas de historia, sólo rellenas de “imaginario”– no con el trabajo de la negación, sino con  el buen rollo evangelizador.

 La crisis principal es crisis de la conciencia de clase

 De acuerdo con el idealismo mesocrático el mundo es irracional e injusto porque no ha sido gobernado de forma adecuada, al no proporcionársele a la humanidad una verdad definitiva, o no desvelársele una “ley natural” como por ejemplo la del decrecimiento, fácilmente condensada en las ocho “erres” de Latouche. El antagonismo violento entre clases aparece apaciguado y semidisuelto en múltiples oposiciones menores: consumismo y frugalidad, despilfarro y ecoeficiencia, mundial y local, desperdicio y reciclaje, alimentación industrial y autoproducción, coche privado y bicicleta, crecimiento y decrecimiento, ying y yang. La ruta de una parte a la otra ha de ser recorrida con simplicidad y sin traumas; el nuevo orden será implantado lejos de las masas, paulatinamente y desde fuera, mediante la pedagogía y el ejemplo, gracias a experiencias marginales austeras y reformas fiscales. El decrecimiento es para sus seguidores la verdad “más verdadera”, por lo que será suficiente aplicarla en pequeñas dosis y “articularla políticamente” para que su virtud conquiste el mundo. Como verdad absoluta no está sujeta al espacio ni al tiempo, no es vista como un producto histórico gestado en etapas anteriores de la crisis capitalista, responsable de una evolución determinada de las clases sociales y de sus conflictos. Sin embargo la memoria nos aclara el sentido de la aventura decrecentista en busca del reino idealizado de la clase media decadente. Para empezar, el decrecentismo no aporta nada nuevo. En sí es una mezcla de bioeconomía, indigenismo y ciudadanismo. De la primera extrae su principio económico; del segundo, su principio social, la “convivencialidad”; del tercero, su principio político. Por supuesto, el decrecimiento es una “propuesta abierta a una gran diversidad de experiencias y corrientes”; no son lo mismo Enric Duran y los anarcosindicalistas, que Attac, los posestalinistas o la cohorte oenegera. Pero precisamente debido al hecho de no desprenderse de una praxis social concreta sino y haber nacido en una mesa de expertos y profesores –cosa que reafirmaría más todavía su naturaleza ideológica– el remedio del decrecimiento sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Los más avispados se inspiran en la autoorganización de barriadas marginales de conurbaciones tercermundistas como La Paz, Oaxaca o Niamey, pero hay quien señala a Cuba como ejemplo de lo que significa mantenerse “dentro de los parámetros de sostenibilidad”. Con ese modelo no es de extrañar que al proyecto decrecentista se apunte “el mundo de los partidos comunistas”, mundo parásito por excelencia, subrayando así uno de los aspectos más sospechosos, acontecimiento del que se felicitan Carlos Taibo y Fernández Buey. En una atmósfera convivencial, cuanto más seamos, más reiremos: el decrecimiento es igual de compatible con el marxismo ecléctico y positivista de los universitarios que con la teología de la liberación o el municipalismo libertario. Cualquiera puede interpretarlo a su conveniencia, poner el acento en unas ideas y desechar otras, darle un toque particular o pasarlo por el cedazo, sin que por ello quede oculto su función reaccionaria en tanto que falsa conciencia de la realidad de unas clases en migajas.

 No way out

 Todos los partidarios del decrecimiento hablan de salirse de la economía, aunque la forma de dar el paso no pase por una revolución, ni tan sólo por una hecatombe económica. Sin que pase por una salida. La destrucción del capitalismo no es la condición previa del cambio. Éste ha de ser “civilizado”, pasando por la puerta, no rompiéndola, con el inapreciable auxilio de la informática e internet, herramientas “conviviales” que “atacan el reino de la mercancía” (Gorz) y nos ayudan a crear “espacios autónomos convivenciales y ahorrativos” repletos de “bienes relacionales”, gracias a cuyo atractivo quedará nuestro imaginario descolonizado. No se trata pues de sustituir un sistema por otro, y menos con violencia, sino de crear un sistema bonito dentro de otro malo, que conviva con él. Cuando los decrecentistas hablan de salir del capitalismo, la mayoría de las veces se refieren a salir del “imaginario capitalista”. A un cambio de mentalidad, no de sistema. Es más, piensan que este otro cambio, que comportaría la destrucción de la democracia burguesa, la socialización de la producción, la eliminación del mercado, la abolición del salario y la desaparición del dinero, engendraría “el caos”, algo “insostenible” que además tendría el defecto de no terminar con el “imaginario dominante.” Estamos muy lejos de caminar hacia lo que en otra época se llamó socialismo o comunismo. Lo que se pretende es más sencillo: poner a dieta al capitalismo.  No cabe la menor duda de que sus dirigentes, estimulados por el éxito de una “economía solidaria” a la que el Estado ha transferido suficientes medios, y, forzados por el agotamiento de los recursos y la escasez de energía barata, se van a convencer de la necesidad de entrar “en una transición socio-ecológica hacia menores niveles de uso de materias primas y energía” (Martínez Alier). Los millones de parados que engendraría dicha transición habrían de coger el ordenador y marchar al campo, recipiente de un sinfín de “nuevas actividades”, medida que fluiría de un “ambicioso programa de redistribución” incluyendo una “renta de ciudadanía” (Taibo), al alcance solamente de las instituciones estatales. En tanto que tentativa de salirse del capitalismo sin abolirlo, al pasar a la acción y entrar en el terreno de los hechos, los decrecentistas confluyen con el viejo y abandonado proyecto socialdemócrata de abolir el capitalismo sin salir nunca de él. Si acabar con el capitalismo de forma abrupta es una forma de “decrecimiento traumático” que va contra el “decrecimiento sostenible” (Cheynet), qué decir tendría acabar con la política. Aunque no haya más política que la que sigue los designios de la economía, y, por lo tanto, del crecimiento, no se concibe otra manera de “implementar” las medidas necesarias de cara a una “transición igualitaria hacia la sostenibilidad” que la de “recuperar protagonismo como comunidades políticas” (Mosangini), por ejemplo, mediante “una propuesta programática ante las elecciones” (Jaime Pastor). Así pues, los decrecentistas podrán cuestionar el sistema económico que han renunciado a destruir, pero nunca cuestionarán sus subproductos políticos, los partidos, el parlamentarismo y el Estado, instrumentos conviviales y espirituales donde los haya. Aunque en casa la boca se les llene con lo de “recobrar espacios de autogestión”, de puertas afuera claman por el engendro de la “democracia participativa”, es decir, por la vigilancia y asesoría de las instituciones y constructoras en materia de urbanización e infraestructuras, al objeto de conjurar las protestas radicales en defensa del territorio.

 El Estado es el aparato mediador entre el capital en su conjunto y los capitales particulares

 Del ciudadanismo, la ideología del decrecimiento conserva intactos el pánico a los conflictos, el amor a las nuevas tecnologías y la adhesión al Estado “democrático”. Los ciudadanistas han circulado antes por la carretera estatista en sus demandas de tasación y regulación financiera. En los países llamados democráticos porque ocultan su totalitarismo, un pretendido sujeto emerge de las ruinas del proletariado: la “ciudadanía”. Éste es el disfraz con que la lumpenburguesía se sirve para presentar la cuestión social no como respuesta a las prácticas de una clase dominante propietaria del mundo, sino como un problema de impuestos y de derechos civiles, efectivamente bloqueados o recortados por leyes de excepción necesarias para el funcionamiento de la economía, que es de manera progresiva una economía de guerra. La acción ciudadana no consistirá en suprimir las diferencias de clase, igualar la remuneración de los funcionarios, impugnar la existencia de las jerarquías y menos aún en reivindicar una expropiación generalizada; consistirá sencillamente en “repolitizar la esfera pública y recordar a los consumidores que son por encima de todo ciudadanos” (Jorge Reichman). Afirmar rotundamente que otro capitalismo es posible, reclamando al Estado como buenos votantes nuevas leyes que garanticen los derechos conculcados y una nueva fiscalidad que repare los daños provocados en la sociedad y el medio ambiente. Para los ciudadanistas, ni la política ni el Estado tienen carácter de clase y forman parte del mecanismo de explotación, sino que son espacios neutros susceptibles de ponerse al servicio de intereses comunes con tal que sean controlados por observatorios y comisiones de seguimiento. Ante esa convicción inamovible, el alboroto y la algarada que acompañan a las movilizaciones no resultan argumentos “que pesen en el debate” y han de condenarse en favor de las manifestaciones pacíficas y festivas, del diálogo con los poderes y de las elecciones.

A pesar de las diferencias, no existe una contradicción mayor entre la ideología ciudadanista y la del decrecimiento, sino una continuidad lógica. Las dos traducen la mentalidad de las clases medias en dos etapas distintas del capitalismo. El ciudadanismo se correspondía con un periodo expansivo, donde había especulación para todos. Las clases medias ciudadanas no escupen en la mano que les presta dinero; por eso eran optimistas y contrarias a contestar una economía que parecía funcionar; sólo era cuestión de moralizarla con regulaciones y controles institucionales preferentemente en manos de la “izquierda real”. No querían modificar el sistema político, sino renovar los contenidos de los programas; soldar el partido del Estado. Para mejor precisar estos objetivos, se negaron a constituirse en partido, diluyeron su keynesianismo y de estar “contra la globalización” se fueron a “otra globalización”. Mientras tanto, el único decrecimiento que hubo fue el de la conciencia social. Cuando el panorama se volvió negro, el rosario de crisis financieras, bursátiles e inmobiliarias donde desembocó la expansión burbujeante de la economía tuvo consecuencias funestas para la “ciudadanía”, fuertemente endeudada y con el imaginario puesto en una segunda residencia y unas vacaciones en Cancún. Por primera vez en muchos años hubo decrecimiento, pero en forma de recesión económica, no de imaginario liberado. La factura de las crisis no se detuvo en los que pagan siempre sino que llegó hasta el empresariado, al que también se le cerró el crédito. Las bolsas de excluidos y morosos se dispararon. El temor a situaciones como las del “corralito” argentino se hizo palpable. El retorno de un Estado fuerte tapando los agujeros con fondos y creando trabajo se impuso como solución. El discurso del cambio climático sacó fuera del baúl de los horrores a la energía nuclear. El “peak” de la producción petrolífera puso en marcha el negocio de las energías renovables. La misma clase dominante tuvo que reconsiderar la “alternativa” del keynesianismo y la industria verde, única posibilidad de crecimiento inmediato. El capitalismo viraba seriamente hacia el desarrollismo “sostenible”, auxiliado por un ecologismo que no se propuso desafiarle, un ecologismo pues inoperante ecológicamente. Un cambio de paradigma capitalista de tal magnitud, o dicho más exactamente, un estado de excepción ecológico, primer capítulo de una economía de guerra, acarreaba importantes alteraciones en la producción, el consumo y la manera de vivir, cambios que afectaban a las clases perdedoras. Había llegado el momento de salirse de un determinado tipo de capitalismo y permitirse el lujo de declararse anticapitalistas.

 La destrucción y reconstrucción del  planeta forma parte del proceso de valorización capitalista

Ante una clase media arruinada, millones de parados y unas perspectivas económicas realmente belicosas, el proyecto ciudadanista resultaba ridículamente moderado. El capitalismo se adelantaba al fomentar un Estado verde dentro de una economía verde. El catastrofismo ecologista había encontrado padres adoptivos en las instancias dirigentes del más alto nivel, enriqueciendo el lenguaje de Estado. Reaparecieron jerarcas partidarios de poner límites, incluso, a largo plazo, de ir hacia un capitalismo sin crecimiento, tal como recomendaron los expertos del Club de Roma hace casi cuarenta años. Los medios decrecentistas recibieron un aluvión de adherentes con ganas de marcha; de ahí las presiones para abandonar el debate entre expertos (a fin de “ejercer la ciudadanía”) y el individualismo (o el “decrecimiento en una sola aldea”), bien creando un partido político o en su defecto un “movimiento”, bien proponiendo nuevas instituciones y profesiones. Por ahora los nuevos horizontes de la economía y de la política no convergen con “el programa reformista de transición” del decrecimiento, todavía en mantillas, pero sin duda acercan posiciones. Los dirigentes capitalistas son conscientes de que incorporar criterios de sostenibilidad a la gestión económica es la mejor garantía para la supervivencia de las empresas. Los objetivos de un programa patronal como el llamado “Responsabilidad Social Corporativa” son “integrar los aspectos económicos, sociales y medioambientales en la actividad empresarial e incluirlos en su estrategia.” Uno creería estar leyendo Le Monde Diplomatique. Por otro lado las decisiones empiezan a regresar a la esfera del Estado, recobrando éste en parte la facultad de definir los intereses generales, lo que renueva con mayor realismo las esperanzas decrecentistas de un “control democrático de la economía por la política”. Un entendimiento con el orden es posible. Empresarios, políticos y fans del decrecimiento, unos quedándose dentro sin salirse, otros saliéndose fuera sin quedarse, coinciden a grandes rasgos en poner atención al metabolismo de la economía y gravar las pérdidas del ecosistema “sin mermar el bienestar de los empleados.” De acuerdo pues en el refuerzo de los controles, en la necesidad de pagar la “deuda de carbono”, en la difusión de las nuevas tecnologías, en el aumento de la inversión pública, en el reciclado de basuras, en la gestión “democrática” del territorio y, sobre todo, en la aceptación de determinadas restricciones al consumo, que habrá de basarse no ya en la abundancia, sino en el racionamiento (por ejemplo, energético). Desde cualquier ángulo, las soluciones pasan por disciplinar a los individuos en tanto que consumidores, reeducándolos en el ahorro, la austeridad, el reciclaje y el pago de tasas académicas e impuestos mayores. En tanto que automovilistas, financiándoles la compra de coches menos contaminantes, pero obligando a pagar peajes por acceder a los centros de las conurbaciones y trabando al estacionamiento. Y también en tanto que trabajadores, preparándolos para el reparto de trabajo, la reducción salarial, la recolocación en medio rural y el ocio creativo. Finalmente, la necesidad de mantener a sectores enteros de excluidos del mercado laboral revaloriza experiencias marginales como cooperativas, huertos urbanos, desescolarización, entretenimiento comunitario, trueque, movilidad sostenible, etc.; es decir, garantiza la existencia de una economía marginal tolerada e incluso protegida, un “tercer sector” al que se transfiere por las vías fiscal y administrativa un pedacito de los beneficios de la economía “real”.

 Violencia anticapitalista o destrucción de la especie humana

Muchas ideas expuestas en los papeles decrecentistas son interesantes y comprensibles en un contexto de rebeldía, y aún se entienden mejor en las obras de los autores originales de donde fueron recuperadas. No forman un conjunto coherente, puesto que su base social no es coherente. Dada la “diversidad” de personajes, colectivos y sectores presentes, en distintos niveles de compromiso con la dominación, la mediación a través de la práctica se produce en la confusión y la arbitrariedad. Todos tienen en común el huir de ese factor esencial de conocimiento que es la revuelta. Todos temen al trauma de la revuelta. El decrecimiento es un paraguas bajo el que se cobijan posturas imposibles de unificar: unas se limitan a acampar en los prados de la pedagogía, otras insisten en preñar la política y el sindicalismo, y el resto obedece a la llamada de la tierra. Cada posicionamiento refleja los intereses concretos de un determinado grupo social, distintos e incluso opuestos a los de los otros grupos, puesto que la clase en la que se insertan no es una auténtica clase, sino un montón de pedazos de otras. La Historia muestra suficientes ejemplos de la única materia que puede reunir tal tipo de fragmentos: el miedo. Un movimiento sin intereses claros y con la estrategia por definir, impulsado por el pánico, no puede funcionar más que al servicio de otros intereses, estos por supuesto bien visibles, y como parte de otra estrategia, perfectamente definida: en ausencia de un movimiento revolucionario real, mandan los intereses y la estrategia de la clase dominante.

Son encomiables muchos experimentos de desvinculación, reivindiquen o no reivindiquen el decrecimiento, pues en las épocas sombrías tienen la fuerza del ejemplo, a condición, eso sí, de presentarse como lo que son, modos de sobrevivir más llevaderos, de coger aliento si cabe, pero nunca panaceas. Son un comienzo pues la secesión es hoy la condición necesaria de la libertad. Sin embargo, ésta no tiene valor sino como fruto de un conflicto, o sea, unida a la subversión de las relaciones sociales dominantes. Constituyendo una especie de guerrilla autónoma. La relación con los combates sociales y la práctica de la acción directa es lo que confiere el carácter autónomo al espacio, no su existencia en sí. La ocupación pacífica de fábricas y territorios abandonados por el capital podrá resultar a veces loable pero no funda una nueva sociedad. Los espacios de libertad aislados, por muy meritorios que parezcan, no son barreras que impidan la esclavitud. No son fines en sí mismos, como no lo eran los sindicatos en otros periodos históricos, y difícilmente pueden ser instrumentos para la reorganización de la sociedad emancipada. Durante los años treinta fue cuestionado ese papel, atribuido entonces a los sindicatos únicos, porque se le suponía reservado a las colectividades y a los municipios libres. El debate merece recordarse, sin olvidar que, a la hora de la verdad, la autonomía de cada institución revolucionaria, sindicatos incluidos, fue asegurada por la presencia de milicias y grupos de defensa. Pero hoy las cosas son diferentes; la emancipación no va a nacer de la apropiación de los medios de producción sino de su desmantelamiento. Las zonas relativamente segregadas hoy en día existen precisamente porque son frágiles, porque no son una amenaza, no porque constituyan una fuerza. Y sobre todo, porque no sobrepasan los límites del orden: en Francia, la mayor aportación del millón de neorrurales no ha sido otra que “votar a la izquierda”. Al fin y al cabo, también son contribuyentes. Los islotes autoadministrados no transforman el mundo. La lucha, sí. No estamos en la época de los falansterios y las icarias. La democracia directa y el autogobierno han de ser respuestas sociales, la obra de un movimiento nacido de la fractura, de la exacerbación de los antagonismos sociales, no del voluntarismo campañil,.y no han de producirse en la periferia de la sociedad, lejos del mundanal ruido, sino en su centro. El espacio será efectivamente liberado cuando un movimiento social consciente lo arrebate al poder del Mercado y del Estado, creando sólidas contrainstituciones en él. La salida del capitalismo será obra de una ofensiva de masas o no será. El nuevo orden social justo e igualitario nacerá de las ruinas del antiguo, puesto que no se puede cambiar un sistema sin destruirlo primero. 

 

]]>
https://archivo.librepensamiento.org/2010/01/21/el-trauma-del-decrecimiento/feed/ 0