Sergio García García – LibrePensamiento https://archivo.librepensamiento.org Pensar para ser libre Sat, 13 Mar 2021 10:43:12 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.6.1 Más allá (acá) del miedo… hay vida: reflexiones sobre el control y la corporalidad. https://archivo.librepensamiento.org/2010/06/21/mas-alla-aca-del-miedo-hay-vida-reflexiones-sobre-el-control-y-la-corporalidad/ https://archivo.librepensamiento.org/2010/06/21/mas-alla-aca-del-miedo-hay-vida-reflexiones-sobre-el-control-y-la-corporalidad/#respond Mon, 21 Jun 2010 12:54:12 +0000 https://librepensamiento.org/?p=2837 Sergio García García

Hablar de miedo suele asustar. Asociado a la dominación política, el miedo generalmente ha sido interpretado como una de las explicaciones de la atomización social y la desmovilización política de nuestro tiempo. Sin embargo, si establecemos una distinción entre los discursos de la inseguridad, entendidos como estrategias de poder, y el miedo, comprendido como experiencia corporal, podremos comenzar a ver "algo más" en este miedo que resulta irrepresentable por dichos discursos. Este "algo más" puede ser fuente de relaciones intercorporales que finalmente pueden impugnar el régimen securitario. El texto propone pensar el miedo no como un callejón sin salida, sino como materia prima de ciertas resistencias.

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Sergio García García

Hablar de miedo suele asustar. Asociado a la dominación política, el miedo generalmente ha sido interpretado como una de las explicaciones de la atomización social y la desmovilización política de nuestro tiempo. Sin embargo, si establecemos una distinción entre los discursos de la inseguridad, entendidos como estrategias de poder, y el miedo, comprendido como experiencia corporal, podremos comenzar a ver «algo más» en este miedo que resulta irrepresentable por dichos discursos. Este «algo más» puede ser fuente de relaciones intercorporales que finalmente pueden impugnar el régimen securitario. El texto propone pensar el miedo no como un callejón sin salida, sino como materia prima de ciertas resistencias.

Es un lugar común pensar el miedo como un instrumento de dominación política, como algo que nos embarga. Las relaciones securitarias en las sociedades de control y de consumo se materializan en las actuaciones corporales del autoritarismo securitario (control), en otras de carácter educativo (disciplinamiento) y finalmente en transformaciones propias en forma de incorporación (autocontrol).

A partir de una investigación etnográfica acerca de los discursos de la (in)seguridad y las prácticas relacionadas con el miedo en un distrito de Madrid (Carabanchel), intento repensar la corp-oralidad como el ámbito excluido por los discursos procedentes de los lugares de poder. Uno de ellos, alimentado y reactualizado con fuerza en los últimos años, es el discurso de la inseguridad ciudadana, el cual simula re-presentar a las subjetividades inseguras contemporáneas con el fin de producir sujetos representables.

Se oculta la historia que habita en los cuerpos, incluida la de los miedos vividos –en relación a amenazas reales o imaginarias-, y se devuelve un discurso, el de la inseguridad, que se erige en solución de protección. La segregación de los cuerpos producida por el dispositivo securitario supone la fractura del cuerpo social. Sin embargo, pese a que estos discursos se incorporan y se actúan performativamente por parte de los habitantes de un barrio señalado habitualmente –como otros barrios populares- como p e l i g r o s o , s e producen resistencias tácticas corporales y resignificaciones en el ámbito de la oralidad capaces de atenuar el impacto de las estrategias de control. Además, estas resistencias y resignificaciones pueden ser el germen para la invención de nuevas relaciones sociales que buscan recomponer el cuerpo social. ¿Podemos pensar el miedo como fuente de sociabilidad y autonomía? Voy a realizar un recorrido «liberador» que va desde las tecnologías de sujeción a las respuestas más innovadoras de los agentes del barrio, de un barrio cualquiera.

Control y cuerpo

El cuerpo es un espacio privilegiado sobre el cual se establecen las marcas de la dominación, pero es al mismo tiempo la materia que actúa las resistencias. El cuerpo actúa el miedo a partir de su relación más o menos violenta con otros cuerpos y con los discursos. Esta violencia en la interacción no debe entenderse únicamente como agresión física, sino como relación de dominación. Pero la dominación no es mera obligación externa, sino asunción de la misma por parte de quien la sufre. Las relaciones de poder no se marcan desde una exterioridad corporal, sino a partir de la apropiación de la dominación por parte del dominado (Butler, 2007). Por esta razón, podemos pensar que la agencialidad persiste a pesar del control (discursos de la inseguridad) y el miedo (que habita en la corp-oralidad).

Si el disciplinamiento se constituía en el objeto de las tecnologías de poder en el capitalismo de producción (siendo el fordismo su apoteosis), en las sociedades capitalistas occidentales han ido ganando peso otros regímenes de subjetividad. Éstos consisten, por un lado, en el control preventivo por parte de las autoridades de los cuerpos no consumidores (no ciudadanos) y no disciplinables (excedentes humanos), y en el autocontrol por medio del consumo entre aquellos que disponen de cierto poder adquisitivo y ciudadanía, por otro (De Giorgi, 2006; Bauman, 2006).

El discurso mediático de la inseguridad tiene su correlato en la proliferación de espacios penales, del endurecimiento de las leyes para llenarlos y de la performance securitaria en el espacio público a modo de hiperpresencia policial y de tecnologías de vigilancia. Carabanchel presenta peculiaridades a la hora de estudiar el dispositivo securitario. Se trata de un barrio famoso por su vieja cárcel y su perfecto panóptico. El estigma de ese edificio era capaz de derribar simbólicamente sus muros y de establecer un continuo entre el barrio y la delincuencia.

El objetivo de esta institución era controlar cuerpos dentro y fuera de la misma, pero las nuevas tendencias penitenciarias en las sociedades postindustriales persiguen una mayor invisibilización y estetización de las prácticas penales. Por eso son menos conocidos otros dispositivos de encierro del barrio, como los centros de reforma para menores o el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE). Un ejemplo de represión diferencial –en función del grado de ciudadanía por razones de clase, origen y fenotipo-, y por ello más o menos estetizada, lo constituyen los controles de identidad a la caza de personas migrantes «sin papeles». El conjunto de policías que se colocan en las salidas de las estaciones de metro y demandan la documentación a las personas «sospechosas» de ser extranjeras, actúan su papel en una dramatización portadora de un doble mensaje. Por un lado, para los «ciudadanos» estas redadas suelen pasar desapercibidas o constituyen, en muchas ocasiones, simples controles en pro de la seguridad ciudadana en tiempos de crisis que nunca afectan en carne propia y que consiguen atrapar delincuentes.

El racismo institucional, consigue conectar con el racismo cultural y filtrarse a las relaciones prácticas en el barrio en forma de desconfianza, rechazo y segregación.

Por otro, para los «no ciudadanos» las redadas suponen la implantación del dispositivo de frontera nacional en el propio barrio, reduciendo su movilidad y expresión en el espacio público y tratando de limitar sus espacios al laboral y al doméstico. Salir a la calle supone el riesgo de encierro, agresión física y deportación por el anonimato fallido delatado por su cuerpo. Las redadas policiales conforman, así, una operación de corte neoliberal de gestión de la fuerza de trabajo y una actuación securitaria que consigue controlar preventivamente (reduciendo el espacio público como espacio libre del anonimato) (Delgado, 2007) y disciplinar a los cuerpos que conforman buena parte del proletariado de los servicios y la construcción de la ciudad. Control y disciplina conviven.

Un control de cuerpos que nunca es completo

Pero el miedo parece ser otra cosa distinta de lo que pretende representar el discurso de la inseguridad: la cosa otra (alteridad internalizada) que habita en el cuerpo, que condiciona las prácticas y que es fruto de las exclusiones sufridas e incorporadas. El miedo a la pérdida, el miedo al público, el miedo a la soledad, el miedo a la interacción, el miedo a no estar a la altura, el miedo a la complejidad, etc.

son miedos silenciosos que se relacionan sólo de manera mínima y oblicua con el miedo urbano a la delincuencia (a pesar de que el discurso hegemónico de la inseguridad focalice la atención sobre éste último). Podría afirmarse que el discurso de la inseguridad camina por autopistas de la información, pero encontrándose sólo de manera eventual con los miedos peatonales y cotidianos de una sociedad hipercompetitiva y generadora de inseguridades personales. Estos miedos habitan en las relaciones intercorporales, en las cuales se disuelven las fijaciones identitarias de los discursos. Se trata de explorar lo que anda suelto, porque no está sujeto (a una identidad, a un discurso): observar el miedo en su sentido corporal y práctico.

El cuerpo pasa a ser un espacio en el que está encarnada la estructura social pero que a su vez ejerce como agente de la construcción social, reproductor de esa estructura y resistente a la misma (Esteban 2004: 19-27). Los itinerarios corporales constituyen rutas de empoderamiento y desempoderamiento que, por lo que he observado, están estrechamente relacionadas con el miedo (mucho más que con la «inseguridad ciudadana»).

Se trata, entonces, de situar la atención ya no sólo en el discurso elaborado, sino también en el cuerpo.

Discurso de la inseguridad reapropiado

El control policial y el higienismo y esteticismo urbano encuentran un complemento en el abono ideológico proporcionado por los medios de comunicación. El mensaje televisivo de la inseguridad puede afectar de modos diferentes.

Por un lado puede incorporarse y sedimentarse en forma de miedo («Yo no voy a dejar el niño con cualquiera […], el niño es mi vida, con todo lo que se oye ahora») y, por otro, puede ser apropiado para elaborar un discurso estratégico desde abajo (oralizado) en situaciones de competencia por recursos sociales escasos: el discurso de la inseguridad se emplea habitualmente para deslegitimar al competidor. Los discursos de la inseguridad no dan cuenta de una realidad objetiva («el aumento de la inseguridad»), sino de posiciones subjetivas ante el mundo social. Como discursos, tienen una dimensión estratégica (De Certeau, 1993) y son emitidos desde lugares de poder.

Pero estos discursos, aunque estereotipados, son reinventados y reintroducidos en el mundo de los relatos. El discurso de la inseguridad reapropiado puede ser un acto de reproducción del orden, pero efectuado desde cierta agencialidad: trazando estrategias de pequeña escala (casi tácticas) para sobrevivir en un medio competitivo por parte de muchos vecinos. No es tanto el miedo a la violencia delincuencial como a la pérdida de poder social lo que está en juego.

En ellos podemos encontrar las marcas de lo simbólicamente masculino en la conformación de identidades1.

Mediante estos discursos colectivos se puede construir performativamente la comunidad de los inseguros (comunidad sucedánea pero que se convierte muchas veces en un sujeto político cuyas demandas son toleradas y ampliamente respaldadas por las autoridades). Su origen (arriba) es estratégico, pero su consumo (abajo) comienza a ser táctico, lo cual nos informa de cierto margen de autonomía en su manejo.

Miedo en la corporalidad

Aunque el discurso sea reapropiado y retorne a la enunciación oral, hay otro tipo de prácticas corporales que actúan el miedo y que proceden de la memoria colectiva.

El miedo no se exorciza por la aparición de un otro (inmigrante, joven, nuevo pobre) sobre el que cargar la responsabilidad de las propias incertidumbres: los discursos de la inseguridad -que buscan un chivo expiatorio- son estratégicos en la conformación de identidades (nacionales, étnicas, etc.), pero no parecen aliviar la sensación de temor. Se podría afirmar, sin embargo, que las incertidumbres tienen que ver más con otros miedos que proceden de la remota infancia (como las primeras experiencias de separación de quien alimenta) y con su reactualización continua a lo largo de la vida en forma de desasosiego por la pérdida de anclajes en un mundo hipercompetitivo (en el mundo laboral, afectivo, etc.). La sensación íntima de miedo parece encontrar mayores posibilidades de manifestarse entre las personas que habitan el barrio en aquellos momentos vitales en los que la autonomía decrece (como la vejez). Es en estos momentos biográficos cuando el discurso de la inseguridad (procedente de los medios y de las voces vecinales autorizadas) parece retornar a lo oral y se transforma en fantasía, penetra en el imaginario cotidiano y pasa a condicionar prácticas. Nos vamos acercando desde el discurso a lo oral y a lo corporal.

Emitidas en primera o segunda persona, las enunciaciones del miedo parecen traicionar menos las propias emociones corporales que los discursos: son más consecuentes con la propia experiencia. Parecen expresarse desde el polo femenino del binario de sexo/género, ya que desde éste -y no desde el masculino- es legítimo actuar y exhibir la propia vulnerabilidad. Unos vecinos con los que conversé mezclaban el temor sentido ante la presencia de nuevos vecinos jóvenes de origen extranjero con el miedo al robo, con lo indeseable de sus gustos musicales y con la presencia de «bichos voladores» en su portal supuestamente traídos por los nuevos vecinos. El miedo íntimo se relacionaba con la cercanía de la alteridad, siempre amenazante para una identidad que ya de por sí está debilitada. En este caso, la debilidad se producía como consecuencia de la pérdida de aquello que les dotaba en su universo social de cierta autonomía: la vida laboral y la familiar. El desempoderamiento de estos pensionistas era también corporal, y ante la pregunta de si antes no sentían la misma inseguridad, una de las vecinas respondió: «sí, pero tenía mejor las piernas para correr». Los significados de los cambios en el propio cuerpo van asociados a la pérdida de poder social y ligados al deterioro del cuerpo comunitario.

Pero como ya he adelantado, el temor puede ser también motor de sociabilidad. Una suerte de resistencia a lo prescrito son las prácticas de espacialización y sociabilidad llevadas a cabo por todos los vecinos, incluso por personas que se sienten vulnerables, con miedo. El barrio atomizado que separa cuerpos (en urbanizaciones cerradas en la parte más nueva del distrito, con calles anchas para la circulación de los coches, manzanas cerradas con seguridad privada, etc.), que así se hacen más dependientes del mercado y de las instituciones, se desatomiza cuando sus vecinos buscan espacios de sociabilidad no mercantilizada y no dirigida en las calles y los parques externos a las fincas. Se emplea como pretexto el juego de los niños y otro que parece ganar fuerza, el de «sacar al perro»: la interacción más espontánea entre los cuerpos de los niños, y sobre todo de los perros, ayuda a los cuerpos de sus responsables, adultos humanos, a acercarse, a hablar, a reírse y a veces a tocarse. El perro no sólo proporciona seguridad y afecto, también sociabilidad. Por su parte, las personas que constituyen el objetivo preferido de los controles de identidad policiales inventan tácticas de resistencia, nuevos itinerarios o ingeniosas formas de desmoronar la masculinidad policial y de recomponerse a pesar del miedo ante la persecución de la que son objeto.

Así es como una mujer de origen boliviano me relató sus formas espontáneas de sortear su detención, como cuando se inventó que tenía la regla y le pidió al policía una compresa al estar mojando su ropa interior: «Anda vete, vete, y como si no te hubiéramos parado».

Quizás un paso más allá en la resignificación del miedo, la inseguridad y la desconfianza, sea la reflexión socializada a través del propio habla. Hablar de los propios miedos, asumiendo la propia vulnerabilidad, es reconocer que existen temores incorporados que quizás no tengan tanta relación con la supuesta peligrosidad del entorno que los discursos hegemónicos transmiten. Estas prácticas corporales y discursivas son capaces de elaborar el duelo y de ir integrando espacialmente el cuerpo -individual y social-. Se rescata lo negado (de fuera y de dentro) y se legitima: el discurso oficial deja paso al relato personal.

Otro paso más en la resistencia al discurso hegemónico de la inseguridad que separa a los cuerpos es el hecho de «juntarse» para luchar por el espacio público existente (ante la destrucción municipal de un parque, por ejemplo) o para construir otros nuevos (como en un centro social muy heterogéneo aparecido en el último año en el distrito).

Por último, algunas prácticas colectivas están profundizando en la resignificación del miedo urbano, tanto el sentido corp-oralmente a través de la propia experiencia y de los relatos sobre el peligro, como el procedente de la violencia policial. Estas resistencias son actuadas con los propios cuerpos frente al régimen de fronteras y las redadas sistemáticas contra migrantes llevadas a cabo por la policía dentro de la lógica securitaria preventiva de la sociedad de control. En estas luchas se recurre al discurso, a las tecnologías, pero sobre todo al cuerpo colectivo: la «vigilancia de los vigilantes» se complementa con la co-presencia de cuerpos y la apropiación del espacio para reestablecer el habla crítica entre vecinos y vecinas.

No es su discurso el que convence al vecindario, sino que su potencia política se encuentra en la actuación performativa de los vínculos barriales.

En definitiva, lo que he tratado de exponer en esta reflexión sobre algunos aprendizajes etnográficos es cómo más allá del control securitario y del miedo se producen resistencias, las cuales -más o menos reflexivas- constituyen un sustrato cultural irrepresentable por los discursos de la inseguridad. El mundo de los vínculos corporales a ras del suelo conforma una fuente primaria de sociabilidad que siempre escapará del completo control. Estas resistencias cotidianas nos enseñan a juntarnos y a hablar: no se trata de negar el miedo, como si en él se clausurasen las alternativas, sino de reconocerlo y compartirlo para actuar sin miedo al miedo, esto es, con miedo y sin embargo.

Notas:

1. Tal y como lo interpreto, el orden del discurso pertenece al polo masculino del binario simbólico de sexo/género vigente durante la modernidad (Serret, 2004). Desde esta perspectiva masculina, más que tocar, se ve.

El discurso siempre está elaborado -es estratégico- pero informa mejor del posicionamiento identitario de su emisor que de sus emociones y sus prácticas en la vida cotidiana. En él podemos encontrar una enorme brecha entre lo que se dice y lo que se hace.

Bibliografía:

BAUMAN, Z. 2006. La globalización. Consecuencias humanas. México: FCE.

BUTLER, J. 2007. «¿Qué es la crítica?», en R. Parrini (coord.). Los contornos del alma, los límites del cuerpo: género, corporalidad y subjetivación: 35-58. México: PUEG-UNAM.

DE CERTEAU, M. 1993. La escritura de la historia. México: UIA.

DE GIORGI, A. 2006. El gobierno de la excedencia. Postfordismo y control de la multitud. Madrid: Traficantes de sueños.

DELGADO, M. 2007. Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles. Barcelona: Anagrama.

ESTEBAN, M. L. 2004. Antropología del cuerpo. Género, itinerarios corporales, identidad y cambio. Barcelona: Bellaterra.

SERRET, E. 2004 «Mujeres y hombres en el imaginario social. La impronta del género en las identidades», en I. García Gossio (coord.), Mujeres y sociedad en el México contemporáneo. Nombrar lo innombrable. México: TEC de Monterrey-Cámara de Diputados-Miguel Ángel Porrúa.

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