Tomás Ibañez – LibrePensamiento https://archivo.librepensamiento.org Pensar para ser libre Sat, 13 Mar 2021 11:17:42 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.6.1 La Gobernanza: pieza clave del neoliberalismo avanzado https://archivo.librepensamiento.org/2012/09/21/la-gobernanza-pieza-clave-del-neoliberalismo-avanzado/ https://archivo.librepensamiento.org/2012/09/21/la-gobernanza-pieza-clave-del-neoliberalismo-avanzado/#comments Fri, 21 Sep 2012 16:00:39 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3800 En tanto que constituye una tecnología de gobierno y de gestión suscitada por el neoliberalismo avanzado, la gobernanza proporciona pistas sobre la naturaleza del propio liberalismo avanzado, a la vez que  sobre las  transformaciones que este está imprimiendo  actualmente al Estado y a las complejas relaciones entre lo público, lo privado, lo estatal, lo económico y lo político. La creciente distancia entre los centros de decisión y los afectados por los actos de gobierno, así como la creciente opacidad de los conocimientos expertos involucrados en las decisiones adoptadas producen unos efectos que dificultan el ejercicio del poder, y que los dispositivos de gobernanza tienen la misión de contrarrestar.

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Tomás Ibáñez (Movimiento libertario)

 

Algunas de las dicotomías que parecían firmemente establecidas se van desdibujando en la época actual y cualquier observador puede constatar fácilmente como se van difuminando las nítidas fronteras entre, por ejemplo, lo público y lo privado, la administración y la empresa, la política y la economía, el Estado y la Sociedad Civil, etc. Vivimos unos tiempos en los que también van mutando las formas de la dominación y de la explotación y sorprende ver como la libertad y la autonomía se instrumentalizan para ejercer más poder, o como se flexibilizan y hasta se rompen las estructuras jerárquicas para “mejorar” así la sumisión de los ciudadanos o el rendimiento de los trabajadores. Muchas de esta transformaciones guardan una estrecha relación con el desarrollo del neoliberalismo avanzado y con la articulación de la “gobernanza” como uno de sus dispositivos de gobierno. Por lo tanto, para entender mejor los cambios que se están produciendo en las relaciones entre lo estatal, lo privado, lo público, lo económico, lo político etc. quizás no sea inútil indagar en las características de la gobernanza. Indagación tanto más interesante cuanto que asoman paradójicas resonancias entre ciertos principios de corte libertario y algunos aspectos de la gobernanza.

Es fácilmente constatable que a partir de los años 90 el uso del término “gobernanza” ha ido creciendo de forma espectacular. Hoy, la preocupación por la gobernanza está presente en multitud de informes gubernamentales o para gubernamentales, y se manifiesta en numerosísimas instituciones y organizaciones que se distribuyen en todos los niveles del tejido social, desde los niveles más locales (ayuntamientos, asociaciones locales, comunidades autónomas…) hasta los más globales (Unión Europea, Organización de las Naciones Unidas, Fondo Monetario Internacional…) pasando por las instancias de carácter estatal (Ministerios, Direcciones Generales…). Las instituciones y las organizaciones que se preocupan por la gobernanza no solo se encuentran en los diferentes niveles de la sociedad sino que pertenecen además a los diversos sectores del entramado social. En efecto, el interés por la gobernanza, y más específicamente por “la buena gobernanza”, está presente tanto en el ámbito público, como en el ámbito privado, tanto en las administraciones como en las empresas, en las instituciones financieras como en las instituciones educativas, en el terreno político como en el espacio económico. Uno de los múltiples indicadores de la importancia adquirida por la gobernanza es, por ejemplo, que la oferta de cursos y de masters sobre gobernanza no para de crecer, y parece que todo aquel que tenga que participar en la gestión y en la dirección de una organización, sea cual sea su naturaleza (una universidad, un sindicato, un hospital…) deba pensar necesariamente en términos de gobernanza si no quiere parecer trasnochado.

La rápida y extensa proliferación de las referencias a la gobernanza es perfectamente comprensible si consideramos que esta consiste en una serie de prácticas y de concepciones, en una suma de tecnologías de gobierno y de gestión, en un conjunto de principios y de modos de conceptualizar la realidad que  se inscriben de lleno en las pautas trazadas por la actual hegemonía social, cultural, política, y económica del neoliberalismo. Para ser más precisos, la gobernanza es una modalidad de gobierno que responde a las transformaciones del Estado propiciadas por la conjunción entre el auge de las políticas neoliberales, por una parte,  y el desarrollo y expansión social de las nuevas tecnologías (y en especial de las tecnologías de la información), por otra parte.

Estas transformaciones se han presentado a menudo como un “adelgazamiento del Estado”, como una paulatina disminución de la capacidad de intervención del Estado propiciada por el afán desregularizador del neoliberalismo. Sin embargo, en realidad no se trata tanto de una perdida de importancia del papel desempeñado por las instituciones estatales como de una modificación de sus características y de sus formas de gobernar. Estas nuevas formas de gobernar modifican las relaciones entre el Estado y la Sociedad Civil, y se expanden tanto por el sector público como por el sector privado, difuminando las nítidas fronteras que parecían separar estos dos ámbitos.

APROXIMACIÓN A LA GOBERNANZA

Pero veamos con más detenimiento en que consiste “la Gobernanza”. La definición estándar, propuesta por la Comisión Europea nos dice que: “…el termino gobernancia remite a las reglas, a los procesos y a los comportamientos que inciden sobre el ejercicio de los poderes, especialmente desde la perspectiva de su apertura, de la participación, de la responsabilidad, de la eficacia y de la coherencia.…..”.

En efecto, buscando una mayor eficiencia del ejercicio del poder en condiciones de creciente complejidad de la sociedad y de creciente distancia entre los centros de decisión y los afectados por las decisiones, las instancias de gobierno se percataron a lo largo de la segunda mitad del siglo XX de que era preciso modificar de forma drástica tanto los procesos de toma de decisión como las condiciones de ejecución de las decisiones adoptadas. Las instancias de decisión tenían que abrirse a los sectores que les tocaba dirigir, flexibilizando el estricto ordenamiento jerárquico de arriba abajo, estableciendo mecanismos de consulta con los actores afectados por las decisiones, abriendo procesos de negociación,  descentralizando y delegando parte de su poder, y en definitiva, asociando los gobernados a las decisiones por medio de la creación de estructuras participativas.

Pero no era solo el proceso de toma de decisión el que debía modificarse sino también la ejecución de lo acordado. En efecto, se vio que los resultados mejoraban de forma importante cuando eran las propias personas o entidades afectadas las que se responsabilizaban de llevar a cabo, por lo menos en parte, las operaciones que se habían decidido. Ahora bien, esta responsabilización había de ser plena. Por una parte, los centros de poder debían dejar una amplia autonomía a los colectivos y las instancias que asumían la ejecución para que la realizaran a su manera, sin someterlos a una fiscalización paso a paso. Por su parte, los ciudadanos y las estancias delegadas debían acatar las consecuencias del control y de la evaluación de los resultados alcanzados, aceptando voluntariamente por lo tanto una fiscalización a término. Esta forma de ejercer el poder no solo incrementaba la eficiencia de las operaciones de gobierno sino que contribuía también, y esto es importante, a otorgar mayores cuotas de legitimidad a las instancias encargadas del gobierno y a desactivar eventuales conflictos.

Se dirá quizás que no hay nada nuevo bajo el sol y que no fue preciso esperar al neoliberalismo, y menos al neoliberalismo avanzado, para saber que los funcionamientos “democráticos” presentaban una serie de ventajas sobre los funcionamientos “autocráticos”. De hecho la preocupación por fomentar la participación y la concertación tiene décadas de existencia en los países de nuestro entorno, y no han sido pocas las experiencias de cogestión que se han ensayado en Alemania o las experiencias de participación que se han llevado a cabo en Francia, por ejemplo.

Sin embargo vamos a ver que la gobernanza no es simplemente una nueva etiqueta puesta sobre antiguas prácticas, y para ello nada mejor que acudir a algunas claves de lectura que nos proporciona Michel Foucault. En efecto, los minuciosos estudios de Foucault sobre la gubernamentalidad (no confundir con la gobernabilidad)[1] aportan unas herramientas sumamente útiles para descifrar las características del neoliberalismo en general, pero también las peculiaridades de la gobernanza entendida como una de las modalidades de poder adoptadas por el neoliberalismo avanzado.

Ya hemos dicho que la Gobernanza consistía por una parte en determinadas prácticas y, por otra parte, en “una forma de concebir las cosas”, es decir en determinados principios de inteligibilidad. Las prácticas recurren a unos procedimientos que hubiera sido imposible  articular sino fuera por el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información por una parte, y por los conocimientos expertos producidos por las diversas ciencias sociales y psicológicas por otra parte. Los dispositivos formados por esas tecnologías y por esos conocimientos han dado a los procesos de descentralización de las decisiones, y a los mecanismos de consulta y participación de los ciudadanos un alcance y unos niveles de sofisticación impensables hacen tan solo unas décadas.

Pero al margen de las prácticas concretas de la gobernanza, sobre las que no es lugar aquí para extenderse, lo que realmente sitúa a la gobernanza a la vez  como un producto y como una herramienta del  neoliberalismo avanzado es su marco conceptual, es decir su forma de entender las cosas y los principios que la guían.

LA HEGEMONÍA DE LA RACIONALIDAD ECONÓMICA

En efecto, la conceptualización sobre la cual descansa la gobernanza consiste en  la extensión de los principios económicos del neoliberalismo al ámbito del propio poder político. No se trata ya, como lo reclamaba el liberalismo clásico, de que el poder político “deje hacer” el mercado, deje funcionar sin interferencias, ni políticas  ni administrativas, la lógica de la libre competencia y deje que se produzca la regulación de los precios por el mero juego de la oferta y de la demanda. Tampoco es suficiente,  con que el poder político favorezca expresamente ese libre funcionamiento del mercado, haciendo oídos sordos a sus propias proclamas anti intervencionistas e interviniendo de forma contundente y sostenida para “dejar hacer “el mercado y para lograr que la famosa “mano invisible” se mueva libremente, sino que se trata, como lo quiere el neoliberalismo,  de que el propio poder político integre en sus mecanismos y en sus modos de hacer, la lógica y los valores del mercado. Es el mercado el que debe funcionar como principio organizador central tanto para el Estado como para la Sociedad Civil, y las reglas que imperan en el mercado y en el sector privado  deben penetrar las administraciones publicas para hacerlas más eficientes y más competitivas.

 Dicho de otra forma, para el neoliberalismo “la forma mercado” debe colonizar todo el ámbito de lo político e impregnar su funcionamiento. De esta forma la economía y la política dejan de obedecer a dos racionalidades distintas y quedan unificadas bajo la hegemonía de la racionalidad económica, haciendo que el propio Estado funcione según las reglas y la lógica del mercado y de la economía capitalista. De hecho, se trata de que las diversas instancias de la administración y del poder político funcionen sobre el modelo de la “empresa capitalista”, pero de la empresa “moderna”, dirigida en base a los llamados nuevos modelos de gestión: con sus contratos programa, sus evaluaciones de resultados, su trabajo por objetivos, su fomento de la autonomía, sus delegaciones de poder, su flexibilización de las líneas de mando, sus incitaciones a la participación y a la responsabilización, su énfasis sobre el rendimiento y sobre la competitividad, etc.

El paso siguiente, el que, después del liberalismo y del neo liberalismo va a dar el neoliberalismo avanzado, consistirá básicamente en articular tres operaciones.

La primera de estas operaciones consiste en incorporar más plenamente la Sociedad Civil al conglomerado formado por el mercado y por la política, y situarla, ella también, más nítidamente de lo que ya lo hacia el neoliberalismo, bajo la hegemonía de la racionalidad económica.  Tanto los propios individuos (sus deseos, su afectividad, sus valores…), como las relaciones sociales que tejen entre ellos y que conforman la Sociedad Civil deben ser moldeados para que se correspondan con el tipo de individuo y con el tipo de relaciones sociales que necesita el mercado, y para que sucumban o se adecuen a la lógica consumista.

INSTRUMENTALIZAR LA LIBERTAD

La segunda pasa por potenciar, aun más de lo que ya lo hacia el neoliberalismo, la instrumentalización de la libertad como principio  básico de gobierno y de gestión.

Es obvio que si los actuales dispositivos de dominación ensalzan “la libertad” y la utilizan para desplegar sus estrategias de gobierno en los ámbitos de la política y de la economía, no es, ni mucho menos, porque otorguen a la libertad un lugar preferente en su escala de valores. La libertad no se valora en tanto que tal, solo se valora en tanto que es útil para conseguir determinados fines que son los que realmente importan, como por ejemplo incrementar la eficacia del ejercicio del poder u obtener mayores beneficios económicos. Gobernar y gestionar en nombre y en base a la libertad  permite conseguir que los propios gobernados y los propios  trabajadores  contribuyan, ellos mismos, a hacer funcionar los mecanismos mediante los cuales se les gobierna y se les explota.

Partiendo de la constatación de que para poder gobernar según sus principios el liberalismo debe hacer un abundante acopio de diversas formas de libertad (libertad de mercado,  libertad de acceso a la propiedad, libertad de elección, libertad del comprador y del vendedor, libertad de opinión etc.) Michel Foucault señala que ese modo de gobernar también debe esforzarse por producir, garantizar y organizar las múltiples formas de libertad que necesita tener a su disposición. En efecto, para que un modo de gobierno basado en la gestión de la libertad pueda conseguir sus fines, este debe suscitar, producir, incrementar, y cuidar las libertades, pero también debe construir  unos potentes dispositivos de seguridad  prestos a intervenir en cualquier momento para evitar los eventuales desbordamientos de la libertad. Basta con escrutar con alguna atención nuestro tipo de sociedad para convencernos de que el binomio « libertad/seguridad » constituye efectivamente un elemento básico del neoliberalismo avanzado.

LA CENTRALIDAD DEL CONOCIMIENTO EXPERTO

La tercera operación que articula el neo liberalismo avanzado consiste en fortalecer “el régimen de la verdad” propio de la razón gubernamental liberal e incrementar su grado de sofisticación.

Bien sabemos que gobernar apoyándose exclusivamente sobre la fuerza bruta tiene un costo muy elevado y una duración bastante limitada. Se trata de una modalidad de gobierno que puede ser muy eficaz en el corto plazo pero cuya eficiencia es mínima. Para conseguir gobernar con mayor eficiencia y de forma más duradera es preciso modificar los resortes de la sumisión y sustituir parcialmente la obediencia basada en el miedo por la obediencia basada en el consentimiento, es decir en el reconocimiento de cierta legitimidad a los gobernantes y a sus actos. La legitimidad en el ámbito político siempre descansa sobre la producción de determinados “efectos de verdad” y sobre la instauración de un determinando “régimen de la verdad”. Como dice Foucault, para ejercer el poder hay que producir efectos de verdad que den testimonio ante los ojos de los gobernados de la legitimidad del gobierno y de sus actos.

En la actualidad lejos han quedado los regímenes de la verdad articulados en torno a la divinidad, a los sacerdotes, a los adivinos o a los consejeros del Príncipe. En efecto, el liberalismo clásico definió otro régimen de la verdad cuando se percató que  los objetos que se trata de gobernar (por ejemplo, la economía) tienen una naturaleza propia, unas leyes especificas, unas regulaciones que les son inmanentes, y que no se puede gobernar con eficacia un determinado objeto si no se conoce de forma suficientemente exacta su naturaleza para poder apoyarse sobre ella, y para poder conducirlo utilizando sus propias regulaciones en lugar de forzarlas o de violarlas.

Consecuentemente, el régimen de la verdad instaurado por el liberalismo se articuló en torno a la  centralidad del conocimiento sobre  los objetos que se trataba de gestionar y de gobernar. Por una parte, era preciso construir  dispositivos de producción de conocimiento “verdadero” sobre esos objetos, y, por otra parte, era preciso producir “efectos de verdad”, es decir lograr que ese conocimiento apareciera como efectivamente verdadero a los ojos de los gobernados. Es así como se fue constituyendo y adquiriendo importancia la figura del experto, y es así como el conocimiento experto fue ganando posiciones como un elemento clave en el arte liberal de gobernar.

La prueba del algodón de que un conocimiento es verdadero y que resulta por lo tanto necesario para gobernar con acierto, es que ese conocimiento sea totalmente opaco para el común de los mortales. Para que los conocimientos expertos merezcan la confianza de los gobernados y sean percibidos como verdaderos su producción debe situarse totalmente fuera de su alcance. Pero no solo su producción, también su comprensión. Es preciso que solo los expertos sepan elaborarlos y descifrarlos. De hecho su opacidad para los legos esta implícita en el concepto mismo de conocimiento experto.

Pues bien, al igual que el liberalismo clásico y que el neoliberalismo, también el neoliberalismo avanzado requiere el conocimiento experto de los objetos que debe gobernar. Sin embargo, los conocimientos expertos han alcanzado en los tiempos del neoliberalismo avanzado un grado de complejidad, y por lo tanto de opacidad, infinitamente mayor que el que ostentaban en épocas anteriores. Hoy, el complejo tecno-científico se sitúa en el corazón de la sociedad regentada por el neoliberalismo avanzado y constituye un elemento sin el cual los actuales dispositivos de gobierno quedarían totalmente paralizados. Gobernar exige taxativamente que se pueda disponer de esos conocimientos, pero el grado de sofisticación que los caracteriza engendra dos efectos eminentemente contradictorios.

Por una parte la total opacidad de esos conocimientos afianza su veracidad percibida e incrementa por lo tanto en el imaginario social la legitimidad de los actos de gobierno que se basan en ellos, pero por otra parte esa misma opacidad agranda cada vez más la distancia que existe entre la información de la que dispone  el ciudadano de a pie y la información que tratan los dispositivos de gobierno, con lo cual la significación de los actos de gobierno se va diluyendo y estos actos dejan poco a poco de tener sentido para los gobernados mermando de esta forma la legitimidad de quienes los deciden y los ejecutan.

LAS ARTIMAÑAS DE LA GOBERNANZA

Es aquí donde la gobernanza, como  forma de ejercicio del poder propia del neoliberalismo avanzado revela más nítidamente su utilidad, y lo hace de dos maneras distintas.

La primera consiste en relegitimar los actos de gobierno acudiendo, como lo hemos visto, al ámbito de los propios gobernados y concertando con ellos los actos de gobierno. Se trata, para la gobernanza, de conciliar el carácter necesariamente opaco del conocimiento experto, con la necesaria apropiación, por lo menos parcial, de ese conocimiento por parte de los gobernados afín de contrarrestar los efectos de deslegitimación que produce la excesiva opacidad del actual conocimiento experto y para contrarrestar también los efectos de la creciente distancia entre la información disponible por parte de los gobernantes y la que llega hasta los gobernados. La tarea de los expertos en gobernanza pasa por ir perfilando un lenguaje común entre gobernantes y gobernados de forma a que los gobernados, confrontados a criterios de decisión incomprensibles, no acaben por desertar completamente la esfera de la política.

La segunda utilidad de la gobernanza consiste en articular una nueva fuente de producción de conocimientos. En efecto, al dar la palabra a los sujetos de un  acto de gobierno lo que se consigue es  acceder a un “conocimiento desde dentro” que viene a sumarse al conocimiento construido “desde fuera” por procedimientos llamados “objetivos”, y que permite intervenir de forma más acertada sobre los objetos que se trata de gobernar. Dar la palabra a los afectados por las decisiones de gobierno no es solamente una forma de integrarlos en el proceso de gobierno y de conferir mayor legitimidad a las decisiones de los gobernantes, es también una forma de extraer de los propios gobernados un conjunto de conocimientos de suma utilidad para gobernar. Obviamente, para que todos estos procesos que consisten en dar la palabra, consultar, delegar poder, compartir conocimientos, flexibilizar las jerarquías, introducir horizontalidad, fomentar la autonomía, producir y utilizar la libertad, etc. no pongan en riesgo el sistema establecido es necesario que, por una parte, las esferas dominantes conserven en exclusiva la capacidad de establecer y de controlar las reglas del juego, definiendo ámbitos llamados de “no decisión”  (vetados por principio a cualquier forma de consulta), y que, por otra parte, los mencionados procesos queden enmarcados dentro de férreos dispositivos de seguridad.  Queda claro que pese a las resonancias con algunos principios libertarios la gobernanza es una de las  caras, amable y engañosa pero sumamente eficaz, que presenta la dominación en la era del neoliberalismo avanzado.


 

[1] Véanse básicamente los siguientes cursos de Michel Foucault en el Collège de France:
Seguridad, territorio, población. Madrid. Ed. Akal. 2008
El nacimiento de la biopolítica. Madrid. Ed Akal. 2009
Du gouvernement des vivants. Paris, Ed. Gallimard-Seuil. 2012

]]> https://archivo.librepensamiento.org/2012/09/21/la-gobernanza-pieza-clave-del-neoliberalismo-avanzado/feed/ 2 El sorprendente ritmo de las revueltas https://archivo.librepensamiento.org/2012/03/21/el-sorprendente-ritmo-de-las-revueltas/ https://archivo.librepensamiento.org/2012/03/21/el-sorprendente-ritmo-de-las-revueltas/#respond Wed, 21 Mar 2012 11:10:52 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3689 Las más de las veces las revueltas surgen de forma repentina y nos sorprenden cuando menos las esperamos. Cabe preguntarse si las energías que impulsan sus variadas y episódicas manifestaciones anidan permanente y de forma latente en el cuerpo social  esperando que se den las condiciones para brotar a la superficie o si, por lo contrario, se constituyen de forma siempre novedosa desde dentro de las propias condiciones sociales que les dan forma. Se esbozan en este artículo algunas reflexiones sobre las revueltas que nos toca, y que nos tocará, vivir en las primeras décadas del siglo XXI.  

]]> Tomás Ibáñez . Movimiento Libertario

París en 1968; Berlín y la plaza Tienanmen  en 1989; Seattle en  1999; Atenas en 2008; la plaza Tahir en 2011, un poco más tarde ese mismo año la plaza del Sol y la de Catalunya, seguidas por Wall Street…

Periódicamente, sin que se manifieste regularidad alguna en cuanto a la frecuencia del fenómeno, ni que consigamos captar la más mínima regla de sucesión temporal, el horizonte social se quiebra de relámpagos que nadie había previsto un instante antes. Repentinamente, ya sea aquí mismo, o un poco más lejos, o en las antípodas, la triste y gris sumisión cotidiana se rompe y se transforma en potentes vientos de revuelta. Asistimos  entonces a unas imprevisibles explosiones populares que animan nuestros corazones y que logran sacudir, o incluso resquebrajar en algunas ocasiones, los pilares de las instituciones dominantes.

El hecho mismo de que cada nueva explosión social nos coja desprevenidos debería hacernos reflexionar, tanto más cuanto que vamos a seguir experimentando sorpresas durante largo tiempo ¿o es que alguien  se atrevería a aventurar con alguna precisión dónde y cuándo surgirá el próximo episodio que dejará su huella en la larga historia de las revueltas? Desengañémonos, sea cual sea nuestra perspicacia política el próximo episodio nos sorprenderá de nuevo y nos confrontará una vez más con el misterio de esta alternancia irregular y aparentemente caprichosa entre largas fases de desesperante atonía social y breves periodos de embriagadora efervescencia.

Se trata de un misterio que encuentra sin embargo alguna luz en las metáforas que solemos usar para representarnos las erupciones sociales. Una de las que acuden con mayor frecuencia a nuestra mente es la de un volcán que sólo proyecta por intermitencia el magma incandescente que arde continuamente en sus entrañas. Otras metáforas de las insurrecciones sociales aluden a los terremotos que sacuden repentinamente un suelo hasta entonces inerte, o remiten a los imparables tsunamis que se abalanzan bruscamente sobre las costas. Se trata, al igual que ocurre con los volcanes, de fenómenos ciertamente episódicos y escasamente previsibles, al menos con exactitud, pero que, sin embargo, hunden sus raíces en un movimiento continuo como es el del lento desplazamiento de las placas geológicas.

En todas estas metáforas que evocan las revueltas populares encontramos la idea fuerza de una continuidad de fondo, sorda y secreta,  que da lugar sin embargo a manifestaciones episódicas, ensordecedoras y espectaculares. En realidad, la discontinuidad sería tan solo una apariencia, similar a la que evoca el curso del Guadiana: la sorpresa que experimentamos cuando el rio reaparece ante nuestra mirada  no resulta sino de nuestra ignorancia o de nuestro olvido del recorrido subterráneo.

Nuestras metáforas más habituales sugieren que las explosiones sociales constituyen la brusca manifestación de un fuego que arde permanentemente en los más profundos pliegues de la historia, y que representan el resurgir episódico, incluso cíclico, de esa incandescencia a la que nos gusta imaginar bajo los rasgos de una aspiración colectiva a la libertad y de una resistencia subterránea contra el dominio.

Desde este punto de vista la metáfora del volcán no podría ser más sugerente. En efecto, tanto si son distantes como si se hallan cercanas en el tiempo las diversas erupciones de un volcán provienen de un mismo substrato que las alimenta todas, y que les confiere un carácter común por debajo de los numerosos aspectos que las diferencian. Lo mismo ocurriría con las erupciones sociales, más allá de su indudable diversidad todas descansarían sobre un zócalo común, y serían alimentadas por una misma dimensión de la condición humana: la revuelta milenaria contra la opresión, la humillación o la injusticia. En la medida en que todas las revueltas  implican por definición un rechazo de las condiciones contra las que se alzan y, simultáneamente, una exigencia de transformación de esas condiciones, está claro que todas participan de una forma común y parecen compartir un mismo origen que recibe a menudo el nombre de descontento popular.

Una idea ampliamente difundida nos dice que las energías sociales necesarias para hacer surgir potentes movimientos de revuelta social se encuentran en estado latente en el cuerpo social, y que se liberan bruscamente cuando la voluntad de cambio, estimulada por un empeoramiento de las condiciones de vida o por el activismo militante, consigue crear situaciones de enfrentamiento directo. Cuando estas energías sociales irrumpen a la superficie el gran reto que deben afrontar los militantes consiste en conseguir  que los movimientos  de revuelta cristalicen, impidiendo que se diluyan velozmente. Se trata de lograr estabilizar sus potencialidades, consolidarlos, anclarlos en el espacio y en el tiempo para transformarlos así en trampolines  que permitan llegar más lejos en el siguiente salto.

No obstante, en contraposición a las concepciones vehiculadas por las mencionadas metáforas, cabe preguntarse si las revueltas populares no constituirían más bien  “creaciones” sociales en el sentido fuerte del término “creación”, es decir, “acontecimientos” que se crean ex-novo en el campo histórico social y que, por ser precisamente “acontecimientos”, no están  totalmente pre-contenidos en las condiciones que anteceden a su existencia.

En efecto, si reflexionamos sobre lo ocurrido en Mayo 68, o sobre las ocupaciones de las plazas de Madrid o de Barcelona a partir del 15 de Mayo de 2011, vemos que las energías sociales que se despliegan en las grandes revueltas sociales no prexisten necesariamente al inicio de las movilizaciones.  Es, más bien, como si surgiesen desde el interior de las propias movilizaciones y fuesen acompasando el posterior desarrollo de las luchas. Estas energías se constituyen en el seno mismo de las situaciones de enfrentamiento y es probablemente por eso por lo cual las grandes erupciones sociales tienen un carácter imprevisible y se presentan bajo los rasgos de la espontaneidad.

Pero cuidado, hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no implica en absoluto una denegación de causalidad. Obviamente, es necesario que se encuentren efectivamente reunidas ciertas condiciones antecedentes para que estallen revueltas importantes. En este mismo orden de cosas, el hecho de que revueltas similares estallen casi al mismo tiempo en regiones del globo relativamente distantes (véanse las múltiples revueltas del año 1968, o aquellas, en cascada, de los países árabes) indica claramente la presencia en todas esas regiones de condiciones previas suficientemente parecidas. Negarlo conduciría a atribuir esta casi simultaneidad al solo efecto de un fenómeno de contagio y de reacción mimética, lo cual no parece muy plausible.

Asimismo, hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no significa  que  se pueda prescindir del trabajo de agitación política y social, de la actividad de difusión de las ideas subversivas, o de la labor de preparación del terreno para futuras revueltas. Todo esto es imprescindible aun sabiendo que cuando estallen las revueltas estas sacarán su fuerza de ciertas características de su propio desarrollo más que de la previa preparación del terreno.

En este mismo orden de ideas, también es cierto que cada nueva revuelta encuentra elementos valiosos en la larga memoria de las revueltas anteriores, porque aunque las erupciones populares sean discontinuas parece que un hilo rojo las  conecte entre sí. Sin duda,  la marca dejada en el imaginario por las luchas anteriores alimenta las revueltas posteriores, sin embargo, por profunda que sea esta marca no basta  para activarlas. Las personas no se lanzan al combate apoyándose sobre las huellas dejadas por las luchas pasadas sino que lo hacen porque reaccionan contra lo que perciben como una injusticia, una agresión o un abuso en el momento presente. En su inicio la movilización siempre nace como replica a una situación que ya no se soporta o ante un hecho que no se acepta, y solo posteriormente  la dinámica que se instaura en este movimiento inicial le permitirá adquirir, o no, la amplitud suficiente para alcanzar el rango de acontecimiento histórico. El imaginario y la memoria se incorporan eventualmente al movimiento durante su desarrollo aportándole valiosos ingredientes, pero no lo crean  ni presiden  a su eclosión.

Dando por supuesto que las causas de la revuelta deben estar efectivamente presentes para que esta pueda estallar, aún permanece el interrogante sobre las razones por las cuales, aun estando presentes esas causas, la revuelta puede no llegar a producirse, o por lo contrario puede alcanzar una amplitud extraordinaria, o también,  puede extinguirse rápidamente. Algunas de esas razones son fáciles de adivinar. Así por ejemplo, es obvio que la intensidad del control que ejerce un sistema de dominio en unas circunstancias históricas determinadas puede explicar que la revuelta no llegue ni siquiera a manifestarse, también es obvio que la contundencia de la represión puede hacer que esta se extinga rápidamente, y está claro por fin que la intensidad del descontento puede explicar su expansión, pero otros factores intervienen igualmente para propulsar o para inhibir la fuerza de la revuelta. Para intentar acotarlos puede ser útil distinguir entre dos grandes tipos de rebeliones.

Un primer tipo de rebelión es inherente al propio funcionamiento del sistema. En efecto, las luchas que transforman el descontento social en un enfrentamiento directo pueden ser masivas, duras, violentas, y, en el mejor de los casos, pueden hacer retroceder el poder político, arrancar ciertas concesiones a los poderes económicos, o incluso modificar el tablero político haciendo caer gobiernos y propiciando la convocatoria de elecciones, pero estas luchas solo son la expresión de la conflictividad social inherente al sistema, y se inscriben en la lógica de su propio funcionamiento. Un funcionamiento que esta hecho de una tensión y de una lucha permanente entre dominados y dominantes, con  constantes reajustes de las relaciones de fuerza que presiden á la creación y a la distribución de las riquezas o a la toma de decisiones políticas. La revuelta se presenta entonces como un momento particularmente agudo  de un conflicto de intereses que se encuentra en la base misma de nuestro tipo de sociedad y su desenlace toma la forma de una redistribución de los intereses en juegos que puede beneficiar o perjudicar a los actores de la revuelta según sea el resultado final de la fase de confrontación directa.

Una metáfora que ilustra bastante bien el juego reglado de las luchas sociales ancladas sobre los conflictos de intereses es la del flujo y el reflujo de las olas en las playas. La ola se rompe sobre la playa, retrocede unos metros y se adelanta nuevamente, incansablemente. El flujo y el reflujo de las olas sobre la playa, o el de las mareas si cambiamos de escala, es una imagen apreciada por quienes gustan  hablar de fases de repliegue y de ofensiva del movimiento obrero. Es bien cierto que los avances y los retrocesos de ciertas luchas sociales miman el ir y venir de las olas y de las  mareas, exceptuando su  regularidad, pero esta imagen connota también la idea de una monótona repetición incapaz de trastocar el orden profundo de las cosas.

En este tipo de revuelta, que se expresa mediante la huelga o la manifestación callejera, el objetivo que se persigue consiste en dar la máxima visibilidad a un desacuerdo, en expresar colectivamente una exigencia, y en forzar un cambio que vaya en la dirección de satisfacer lo que se reclama. Toda la lucha se vuelca en la resolución del problema bien preciso que la ha provocado y se agota en ese objetivo. En este tipo de movimiento la expansión o no de la revuelta sólo depende, por una parte, de la intensidad del descontento social que la espolea y, por otra parte, de la intensidad de la represión ejercida para contenerla y eliminarla. Así, por ejemplo, la radicalidad y la amplitud de las movilizaciones que sacuden Grecia estos últimos meses dan la medida del altísimo nivel alcanzado por el descontento popular y solo la represión impide por ahora que consigan lo que exigen.

Sin embargo ocurre algunas veces que las luchas  surgidas del descontento social propician el despliegue de una creatividad social que cuestiona y que hace tambalear la lógica misma del sistema. Se dibuja entonces un segundo tipo de movimiento de revuelta que se aparta del juego más o menos reglado de la conflictividad social suscitada por los conflictos de intereses. Podemos reconocer este segundo tipo de movimiento en  los acontecimientos de Mayo 68, en el movimiento del 15 M, o, muy parcialmente, en la plaza Tahir, por citar tan solo algunos ejemplos.

Cuando se dibuja un movimiento de este tipo, vemos cómo las muchedumbres que invaden las calles y los lugares públicos no lo hacen  sólo para protestar contra tal o cual agravio, o para exigir tal o cual medida, sino también para instituirse, o mejor, para  auto-instituirse como un nuevo sujeto político. Este proceso de auto-institución que toma lugar en el seno mismo de las movilizaciones requiere que las personas se organicen, conversen, elaboren colectivamente un discurso político que les sea propio y que construyan en común los elementos necesarios para mantener en pie la movilización y para desarrollar su acción política. Eso exige que se haga trabajar la imaginación para crear espacios, construir condiciones, elaborar procedimientos que den a las personas la posibilidad de elaborar, por sí-mismas y colectivamente, su propia agenda al margen de consignas venidas de lugares exteriores al propio lugar de las movilizaciones.

Este trabajo de creación de un nuevo sujeto político toma entonces la delantera sobre las reivindicaciones particulares que han suscitado la movilización. De hecho, el paso de un tipo de movimiento al otro parece producirse cuando las situaciones iniciales de confrontación consiguen sustraer determinados espacios a los dispositivos de poder que los controlan, logran desbordar lo instituido, alcanzan a liberar un trozo de la realidad del poder que lo ha investido, creando de esta forma un vacío de poder en determinadas esferas sociales. En este tipo de situación se forman nuevas energías sociales que se añaden a las que provienen del descontento social inicial, estas energías se retro-alimentan, pierden intensidad por momentos para, en el instante siguiente, volver a crecer con más fuerza al igual que ocurre con las tormentas. El hecho de subvertir los funcionamientos habituales y los usos establecidos, de ocupar los espacios, de transformar los lugares de paso en lugares de encuentro y de palabra, todo eso activa una creatividad colectiva que inventa en  cada instante nuevas maneras de extender la subversión y de hacerla proliferar.

Los espacios liberados engendran nuevas relaciones sociales que crean a su vez nuevos vínculos sociales, las personas se transforman, y se politizan, en muy pocos días, no superficialmente sino profundamente, con una rapidez increíble. De hecho, son las realizaciones concretas que se consiguen llevar a cabo, en el aquí y ahora de la lucha, las que consiguen motivar a las personas, las que logran incitarlas a ir más lejos, y les hacen ver que otros modos de vivir son posibles. Pero para que estas realizaciones puedan crearse es necesario que las personas se sientan protagonistas, que decidan por ellas-mismas, y es cuando son realmente protagonistas, y cuando se sienten realmente como tales, cuando se implican totalmente, lanzando todo su cuerpo en el desarrollo de la lucha y consiguiendo que el movimiento de revuelta se amplifique mucho más allá de lo que dejaba presagiar el descontento instigador de los primeros enfrentamientos.

Aun suponiendo que el análisis esbozado hasta aquí encierre algunos elementos razonablemente aceptables, éste no nos proporciona receta alguna para transitar desde el primer tipo de movimiento hasta ese segundo tipo que se corresponde más íntimamente con las concepciones y con los deseos anarquistas. Tampoco nos ofrece la menor indicación sobre las condiciones que deberíamos arbitrar para hacer que estos movimientos perduren en el tiempo. Todo parece indicar, al contrario, que su carácter volátil y efímero va a acentuarse a medida que se ensancha el ciberespacio y que proliferan las redes sociales basadas en los intercambios electrónicos.

Ya en el 2006 subrayaba en la revista francesa Réfractions qué: «… las luchas actuales tienen un carácter episódico y discontinuo. Efímeras y ampliamente imprevisibles las movilizaciones de masa surgen como unas erupciones que no resulta fácil descifrar… hoy en día los principales núcleos activistas surgen, puntualmente y sin estabilidad temporal, a partir de la esfera de los no organizados o de los débilmente organizados, de los no militantes o, a lo sumo, de los militantes intermitentes. »

Seis años después estas características se han acentuado aun más, y podemos arriesgarnos a aventurar que las grandes movilizaciones populares van a multiplicarse por el mundo, van a sucederse a un ritmo mucho más apresurado y que van a ser cada vez más imprevisibles. Una de las causas principales de esta proliferación y de esta aceleración se encuentra probablemente en el hecho de que la conexión permanente entre centenares de millares de personas, mediante Facebook y Twitter entre otras redes, dibuja los contornos de una multitud virtual que puede materializarse en cualquier momento con una rapidez inaudita.

No obstante, si las movilizaciones surgen con celeridad también se disuelven casi tan rápidamente como se constituyen. Es como si aquello mismo que hace posible la rápida creación de un movimiento de masa impidiese al mismo tiempo su estabilización y su consolidación sobre la larga y la mediana duración. Pero esto no debería sorprendernos porque la rapidez con la cual se forma hoy en día una movilización masiva se debe en parte al hecho de que se constituye sin infraestructuras previas, sin ningún anclaje fijo en el espacio, sin que exista un corpus de experiencias compartidas y una historia común. Se constituye en la fluidez de lo que se podría llamar lo inmaterial, llevado por las ondas por así decirlo, y esto mismo que favorece su rápida constitución se vuelve contra sus posibilidades de perdurar.

No hace mucho tiempo las grandes concentraciones tenían que ser convocadas por estructuras organizativas estables, sindicatos o partidos, arraigadas en el territorio y avaladas por una antigüedad suficiente, una vez lanzada esa convocatoria debía ser difundida por los militantes y los simpatizantes de estas organizaciones. Hoy la convocatoria puede provenir de otros lugares, y recurrir á otras cajas de resonancia que se revelan igual de eficaces y mucho más eficientes.

Pese a la enorme incertidumbre y a las fuertes dudas que siempre acompañan cualquier apuesta sobre el futuro, sigo convencido de que el ritmo de las revueltas va a ser cada vez más espasmódico, cada vez más imprevisible, y que éstas serán sin duda de muy corta duración porque las características de las sociedades actuales —velocidad, comunicación, conectividad, etc.— facilitan la eclosión de los movimientos de rebelión al mismo tiempo que  los condenan a ser efímeros. Si este panorama político se confirmase, deberíamos afrontar con cierta urgencia al menos dos interrogantes.

El  primero hace referencia a nuestra capacidad de adaptación a nuevas formas de lucha que desafían, por un lado, buen número de esquemas laboriosamente elaborados durante  cerca de dos siglos de lucha por un cambio social radical y libertario, pero que, por otro lado, parecen congeniar con algunos de los principios libertarios más genuinos y demostrar su validez. ¿Cómo redefinir en este nuevo contexto la función de nuestras organizaciones, las modalidades de nuestras intervenciones, nuestro tipo de inserción en las revueltas, los ritmos de nuestros compromisos?

La segunda cuestión consiste en saber si las nuevas características de las revueltas sociales  van a disminuir o a incrementar las posibilidades de poner en jaque el actual sistema social y forzar su transformación radical. ¿Estas nuevas características van a brindar un respiro a las fuerzas que controlan el sistema, van a permitirles afrontar los movimientos de revuelta en mejores condiciones, o, al contrario, van a crearles más dificultades, sembrar el desconcierto en sus actuaciones, y hacerles correr mayores riesgos de desestabilización?

El hecho de que debamos celebrar o lamentar en un futuro cercano la emergencia de estos nuevos movimientos dependerá, por supuesto, de las respuestas que reciban estos dos interrogantes, pero sean cuales sean las respuestas, todo parece indicar que las nuevas características de las revueltas van a definir durante un tiempo probablemente largo el contexto en el que se desarrollarán nuestras luchas.

 

Traducido y adaptado del texto publicado en el número 28 de  la revista Réfractions (Paris, mayo 2012)

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La Revolución https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/la-revolucion/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/12/21/la-revolucion/#respond Wed, 21 Dec 2011 11:31:00 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3255 Tomás Ibáñez – Movimiento Libertario
Reconocer que la vieja concepción de la revolución ya no está presente en las luchas contemporáneas no implica que la idea de revolución haya abandonado el actual imaginario subversivo, simplemente ha sido dotada de un nuevo contenido y de una nueva significación. Más que como un objetivo hacía el cual avanzar la revolución se concibe hoy como una dimensión constitutiva de la propia acción subversiva, y como algo que, abandonando su exclusiva ubicación en el futuro, se vive intensamente en el presente. Así mismo, la crítica de las viejas pretensiones totalizantes emplaza el nuevo imaginario revolucionario a reformular sus planteamientos.
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«EN CIERTO MOMENTO DE SU ITINERARIO POLÍTICO EL GRAN PENSADOR MARXISTA CASTORIADIS AFIRMÓ: «HAY QUE ELEGIR ENTRE SER MARXISTA Y SER REVOLUCIONARIO».»

Imagen 1Tengo la impresión de que la cuestión de la Revolución se presta con bastante facilidad a una serie de malentendidos y falsos debates; precisamente para tratar de evitarlos voy a comenzar retomando una célebre frase de Castoriadis y evocando el coloquio sobre La Revolución que tuvo lugar durante el Encuentro Internacional Anarquista celebrado en Venecia en 1984.
En cierto momento de su itinerario político el gran pensador marxista Castoriadis afirmó: «Hay que elegir entre ser marxista y ser revolucionario»; dado que Castoriadis deseaba continuar siendo un revolucionario, abandonó el marxismo.
Parafraseándole, hoy podríamos afirmar que «hay que elegir entre ser anarquista o ser revolucionario». Si queremos seguir siendo anarquistas, debemos abandonar la creencia en la Revolución, puesto que anarquismo y revolución son incompatibles: es preciso elegir.
 
Desde luego, podríamos contraponer a esta afirmación, sin duda bastante contundente, otra según la cual «el anarquismo no puede renunciar a la revolución sin desnaturalizarse». No se puede ser anarquista y no ser, al tiempo, revolucionario: no hay elección posible.
 
En definitiva, ¿es o no es necesario elegir? Pues bien, ni lo uno, ni lo otro, ya que expresado en estos términos nos hallaríamos ante el típico falso debate: es lisa y llanamente “indecidible”. Solamente se puede argumentar en un sentido o en otro, e inclinarnos por una de las dos opciones si acordamos previamente qué entendemos por Revolución.
Por mi parte, suscribo por completo la afirmación según la cual anarquismo y Revolución son incompatibles, si por Revolución nos ceñimos a la concepción clásica del término. Por el contrario, si redefinimos la Revolución en términos contemporáneos, estaría de acuerdo con la afirmación contraria, es decir, no se puede ser anarquista sin ser al mismo tiempo revolucionario.
Podemos ilustrar esto mismo a partir de lo sucedido en el Encuentro Internacional de Venecia celebrado hace ya un cuarto de siglo. Una de las intervenciones, la presentada por mí, se titulaba “Adiós a la Revolución”, otra, la de Eduardo Colombo, tenía por título “¡Vayamos a por la Revolución!” y otra más, la de Luciano Lanza, esbozaba de alguna manera una síntesis al proclamar: «La Revolución ha muerto, viva la Revolución».
En cuanto al título de mi ponencia, pretendía ser, ante todo, una provocación para estimular el debate, y carecía de sentido sin el texto que este título encabezaba. En realidad lo que se desprendía de éste texto era que mi Adiós a la Revolución, lejos de ser un epitafio, trataba de ser una exaltación del deseo de Revolución.
En esta misma línea, cuando veinte años antes, en 1964, publicaba un pequeño artículo titulado «La Revolución de papá ha muerto», no es que me declarase de luto por La Revolución sino si acaso por una concepción particular de la misma: la de las personas que nos precedieron, la concepción clásica. En aquél mismo artículo afirmaba literalmente que decir adiós a la Revolución de papá no me impedía seguir siendo plenamente revolucionario.
Si no deseamos encerrarnos en un falso debate es necesario que la pregunta no se plantee en términos de reivindicar o, por el contrario, abandonar, la idea de Revolución.
En efecto, en el seno de los movimientos subversivos actuales, son pocas las personas que siguen reivindicando la idea clásica de Revolución, y sin embargo casi todas participan de un imaginario revolucionario. Desde luego que los jóvenes y menos jóvenes que ya no comparten el antiguo imaginario revolucionario siguen siendo claramente revolucionarios y como tales se definen. Lo que ocurre es, simplemente, que lo son de otra manera.
 

 «EN REALIDAD LO QUE SE DESPRENDÍA DE ÉSTE TEXTO ERA QUE MI ADIÓS A LA REVOLUCIÓN, LEJOS DE SER UN EPITAFIO, TRATABA DE SER UNA EXALTACIÓN DEL DESEO DE REVOLUCIÓN.»

No se trata, por lo tanto, de abandonar o reivindicar la idea de Revolución sino de re-significarla, otorgándole un nuevo contenido. En los hechos, en la práctica, ya se ha iniciado la re-significación de la idea de revolución, ya está en acto en los movimientos subversivos contemporáneos. La realidad de los movimientos actuales que luchan contra el sistema capitalista re-significa de hecho este concepto; es sobre esta re-significación sobre la que me propongo hacer una reflexión.
Algunos compañeros afirman, con aparente objetividad, que la Revolución ha desertado del imaginario contemporáneo. Sin embargo, lo que en realidad ha abandonado el imaginario contemporáneo no es la Revolución sino únicamente su imagen clásica, cosa que por otra parte no representa ninguna novedad. En efecto, Michel Foucault afirmaba, hace ya mucho tiempo, que la política radical abandonó la creencia en la emancipación universal y en la transformación social global. Y añadía que la política radical se consagra hoy en día a luchar contra formas específicas de dominación, es decir, desarrolla luchas parciales y heterogéneas que se sitúan en el terreno concreto de lo local.
Creer que la antigua concepción de la Revolución ha sido borrada del imaginario contemporáneo como resultado de una maniobra neoliberal para persuadir a las gentes de que la suerte está echada y de que cualquier revuelta resulta inútil, supone recurrir a una explicación demasiado simplificadora en la medida en que existen otros factores que han contribuido igualmente a provocar esta deserción.
Eduardo Colombo afirma que para que la Revolución sea posible es necesario, ante todo, creer en la posibilidad de la Revolución, para lo cual ésta debe mantenerse viva en nuestro imaginario. Aunque no comparta su concepción de Revolución, estoy  completamente de acuerdo en este aspecto, al que añadiría dos elementos:
El primero es que es necesario, además de creer en la posibilidad de la Revolución, tener el deseo de impulsarla.
El segundo es que para que la Revolución sea posible, no es suficiente con que esté presente en el imaginario, ni tampoco con que la deseemos, pues el deseo es insuficiente si se queda en lo platónico; es necesario actuar para hacer posible la Revolución.
Ser revolucionario no es imaginar que otra sociedad es posible, ni limitarse a desear otra sociedad. Es actuar para transformar la realidad social en un sentido radical, por lo que hay que precisar qué tipo de acción colectiva puede conducir a la revolución.
Y es precisamente, entre otras cosas, en torno a esta acción donde se manifiesta el desacuerdo entre las dos concepciones de la Revolución. Es la naturaleza de esta acción colectiva la que diferencia las prácticas revolucionarias de hoy de las que desarrollaron los viejos revolucionarios.
Antes de examinar estas diferencias, quisiera subrayar los elementos coincidentes con la concepción clásica de la Revolución:
1º) En primer lugar, el reconocimiento de la importancia decisiva que reviste el imaginario. Es evidente que las luchas importantes dejan huellas duraderas en el imaginario, y que éste suscita, por su parte, deseos que impulsan las prácticas revolucionarias. Así por ejemplo, en las grandes movilizaciones estudiantiles del 2010 el alumnado de los institutos franceses no luchaba en realidad contra la prolongación de la edad de la jubilación hasta los 62 o a los 67 años, sino que lo que deseaban, de manera más o menos confusa, era otro mayo del 68. Y de hecho es en parte porque la huella de mayo del 68 sigue viva en el imaginario que una parte de la juventud se echó a la calle por algo que le quedaba tan lejos como la edad de jubilación.
Para que el deseo de luchar se instale de manera duradera en las personas es necesario qué éstas encuentren en los recursos del imaginario elementos que provean a las luchas de una energía, de una razón de ser que vaya más allá de la simple reacción contra una injusticia o una agresión puntual.
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2º) En segundo lugar, destacaría el reconocimiento de la importancia que reviste la acción, en este caso la acción intencionada, en el proceso revolucionario.
Hablar de acción supone, como no podría ser de otro modo, hablar de luchas. En este caso, las dos concepciones de la Revolución coinciden en reconocer la importancia que revisten éstas, pues toda práctica revolucionaria presupone la voluntad de luchar y promover las luchas. Estoy también de acuerdo con el hecho de que las luchas requieren un proyecto que les otorgue un sentido y que requieren de una proyección más allá del presente.
3º) Finalmente, en tercer lugar, coincidimos también en reconocer la importancia que revisten los momentos álgidos del conflicto social y los eventuales momentos insurreccionales. No sólo porque se inscriben de manera duradera en el imaginario, sino también porque en estas situaciones a menudo se manifiesta la capacidad de creación colectiva de las personas implicadas. Esta creatividad, que produce en ocasiones situaciones radicalmente novedosas, se manifiesta en particular en momentos en los que se produce un «vacío de poder», pues el hecho de neutralizar el poder instituido, de expulsarlo fuera de un espacio social determinado, desinhibe y libera una imaginación colectiva que deja de estar constreñida y limitada por el poder establecido.
He aquí pues algunos de los puntos en común. A continuación, retomaré cada uno de estos puntos con el fin de señalar las diferencias entre las dos concepciones de la Revolución.
1º) Primer punto: las diferencias sobre la cuestión del imaginario: El antiguo imaginario revolucionario está muy centrado en la creación de una situación revolucionaria entendida como un enfrentamiento social de alta intensidad y ampliamente generalizado, que proporciona la posibilidad de una eventual transformación social global. Dado que es precisamente esta transformación social la que constituye el resultado esperado de la situación insurreccional, esto supone la presencia en el imaginario de una idea, aunque imprecisa o esquemática, del tipo de sociedad que debiera bosquejarse en el curso y en el seno del proceso insurreccional, es decir, una representación, al menos aproximada, de la nueva sociedad.

«DESDE LUEGO QUE LOS JÓVENES Y MENOS JÓVENES QUE YA NO COMPARTEN EL ANTIGUO IMAGINARIO REVOLUCIONARIO SIGUEN SIENDO CLARAMENTE REVOLUCIONARIOS Y COMO TALES SE DEFINEN. LO QUE OCURRE ES, SIMPLEMENTE, QUE LO SON DE OTRA MANERA.

NO SE TRATA, POR LO TANTO, DE ABANDONAR O REIVINDICAR LA IDEA DE REVOLUCIÓN SINO DE RE-SIGNIFICARLA, OTORGÁNDOLE UN NUEVO CONTENIDO.»

«CREER QUE LA ANTIGUA CONCEPCIÓN DE LA REVOLUCIÓN HA SIDO BORRADA DEL IMAGINARIO CONTEMPORÁNEO COMO RESULTADO DE UNA MANIOBRA NEOLIBERAL PARA PERSUADIR A LAS GENTES DE QUE LA SUERTE ESTÁ ECHADA Y DE QUE CUALQUIER REVUELTA RESULTA INÚTIL, SUPONE RECURRIR A UNA EXPLICACIÓN DEMASIADO SIMPLIFICADORA .»

 
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Para este imaginario es precisamente la voluntad de provocar una situación de ruptura generalizada, susceptible de engendrar una sociedad radicalmente diferente, lo que sirve para legitimar y sostener las distintas luchas que libran los revolucionarios en los ámbitos en los que pueden actuar, dotando a dichas luchas de un proyecto que trasciende el presente.
Ante esta concepción que ha prevalecido durante mucho tiempo, lo que ya no tiene vigencia en el imaginario revolucionario actual, lo que ha sido abandonado, es, por una parte, la fijación sobre la insurrección o sobre el enfrentamiento social generalizado, y, por otra, la idea de una transformación social global como objetivo prioritario, como fin a alcanzar por la acción revolucionaria. Lo que ha dejado de estar vigente no son sólo los elementos de contenido del imaginario revolucionario, tales como la representación de la insurrección, sino que también se han dejado de lado ciertas funciones de dicho imaginario, particularmente la que consiste en imprimir una dirección a las prácticas revolucionarias dirigiéndolas hacia el objetivo que les era asignado.
En un caso, el que se corresponde al antiguo imaginario, lo importante es crear una situación social revolucionaria, al margen de la cual todo lo demás se convierte en secundario. En el otro caso, el del nuevo imaginario, lo importante es multiplicar, en el presente, los espacios y las experiencias revolucionarias que rompen con el sistema. Se abandona, por lo tanto, la idea de que los resultados obtenidos por la acción revolucionaria deben ser evaluados en función de su grado de contribución a la creación de una situación insurreccional.
El valor estimulante e sugerente que reviste la insurrección generalizada en el imaginario clásico queda remplazado en el imaginario actual por el atractivo de lo que podríamos llamar la Revolución permanente, o la Revolución continua, es decir, por la consideración de la Revolución como una dimensión constitutiva de la propia acción subversiva.
La Revolución se concibe como algo anclado en el presente y que por lo tanto no es solamente deseada y soñada sino efectivamente vivida.
2º) Segundo punto: las diferencias en torno a la acción y las luchas. En primer lugar, un matiz. Eduardo Colombo afirma que « no es en las subjetividades sino en la acción colectiva donde se hace la Revolución, se trata de una transformación social en acto, y la idea de Revolución es la idea de una transformación social en acto». Puedo estar de acuerdo con la idea de Revolución como transformación social en acto, aunque no me parece correcto pensar que deba actuar sobre la totalidad social. La transformación social en acto puede perfectamente ejercerse sobre fragmentos arrancados al sistema, sobre parcelas de realidad social.
Por el contrario, no estoy en absoluto de acuerdo sobre la cuestión de la subjetividad, y para explicarme quisiera volver por un momento a Castoriadis. En La institución imaginaria de la sociedad Castoriadis señala que no es la lucha de clases lo que constituye lo esencial de la lucha revolucionaria, y precisa que es la subjetividad lo que se convierte en factor decisivo pues la fractura se produce finalmente entre aquéllos y aquéllas que aceptan el sistema y quienes lo rechazan.
Se trata pues de producir una subjetividad política refractaria al tipo de sociedad en la que vivimos, a sus valores, a las relaciones de explotación y dominación que la conforman; por lo tanto, también en la subjetividad se hace la Revolución. En otras palabras, la Revolución es también una transformación subjetiva en acto, y toma cuerpo cuando las luchas colectivas engendran subjetividades revolucionarias.

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«HEMOS APRENDIDO QUE SI LAS INSURRECCIONES ESTALLAN, SIEMPRE LO HACEN COMO RESULTADO DE ACCIONES LIMITADAS Y LOCALES QUE SE AMPLIFICAN BRUSCAMENTE. PRECISAMENTE, NOS ORGANIZAMOS PARA LLEVAR A CABO ESAS ACCIONES LOCALES, Y LAS EMPRENDEMOS EN RAZÓN DE LOS CONTENIDOS REVOLUCIONARIOS QUE CONLLEVAN, AL MARGEN DE QUE PUEDAN, O NO, DESENCADENAR UNA INSURRECCIÓN»

En efecto, las luchas no son tan sólo golpes contra el sistema, sino que tienen al tiempo un carácter formativo. Es en las luchas y en el curso de su desarrollo donde nos des-subjetivamos, donde se pone en práctica otro modo de vida, otras relaciones, que realizan, aunque sólo sea en parte, los valores que perseguimos.
La necesidad de dotar a las luchas de una proyección más allá del presente es obvia, sin embargo, el objetivo a alcanzar no debe ser formulado necesariamente en términos de una explosión social generalizada, ni de una sociedad ideal por construir. Esta proyección en el futuro puede consistir, por ejemplo, en el objetivo de multiplicar y diversificar progresivamente las resistencias, en diseminarlas al máximo en el tejido social. O, por citar otro ejemplo, puede consistir también en elaborar estrategias cada vez más eficaces para desbaratar las actuaciones del poder.
Hubo un tiempo en que se consideraba que las luchas llevadas a cabo antes de la generalización de la insurrección popular no eran al fin y al cabo más que gimnasia revolucionaria, es decir, actividades meramente preparatorias que no tenían ningún sentido si no perseguían la insurrección generalizada y la emancipación universal como objetivo final y como resultado posible. Hoy en día esta gimnasia revolucionaria se ha convertido en un fin en sí mismo. La Revolución está contenida en esta gimnasia, y consiste, precisamente, en esta gimnasia, no en aquello para lo que prepara.
3º)- Tercer punto: las diferencias sobre la insurrección. Es evidente que la insurrección implica acciones intencionales, aunque, generalmente, no surge de una acción que tenga la insurrección, por sí misma, como finalidad explícita. En la mayor parte de los casos, arranca de luchas puntuales que cristalizan, que se extienden como una mancha de aceite y que se generalizan, sin que sepamos muy bien el por qué de su éxito o su fracaso.
La segunda precisión se refiere a la relación entre insurrección y Revolución. En efecto, en el curso de la historia se han producido numerosas insurrecciones, la mayoría de las cuales han sido ahogadas en sangre, mientras que no ha habido más que unas pocas Revoluciones, en el sentido clásico, es decir, insurrecciones triunfantes y que han marcado un antes y un después, no sólo en el imaginario como suelen hacerlo las insurrecciones derrotadas sino también en la realidad social, política, económica y cultural. Podemos citar la Revolución francesa, la Revolución bolchevique, la Revolución mexicana, la cubana, la china… Sin embargo ninguna de ellas ha sido una revolución libertaria; y resulta que por nuestra parte no deseamos cualquier revolución, sino por supuesto una Revolución social y libertaria.
El hecho de que ninguna Revolución haya tenido carácter libertario parece arrojar una duda sobre la confianza, de origen bakuniniano, que podemos tener en el llamado «instinto de las masas», y en su acción espontánea. Ahora bien, esta confianza, que la Historia desmiente, es indispensable para sostener la vieja concepción anarquista de la Revolución. En efecto, dado que el anarquismo rechaza toda forma de vanguardismo y rechaza dirigir la Revolución, está obligado a plantear la hipótesis de que si el pueblo está en condiciones de utilizar su autonomía, construirá una sociedad que tienda a la anarquía. En el antiguo imaginario revolucionario anarquista existe la creencia, del todo inverosímil, de que si se le deja actuar por sí mismo, el pueblo no puede sino encontrar espontáneamente los valores que inspiran el anarquismo, o, al menos, adherirse a los mismos si los anarquistas consiguen hacerlos lo suficientemente presentes en la situación.
Hoy en día, los episodios de enfrentamiento generalizado han dejado de ser el telos que orienta la acción revolucionaria, pues ya no nos organizamos en función de dicho objetivo. Hemos aprendido que si las insurrecciones estallan, siempre lo hacen como resultado de acciones limitadas y locales que se amplifican bruscamente. Precisamente, nos organizamos para llevar a cabo esas acciones locales, y las emprendemos en razón de los contenidos revolucionarios que conllevan, al margen de que puedan, o no, desencadenar una insurrección.

«SI NO QUIERE CONTRADECIR EN LA PRÁCTICA LO QUE PROCLAMA EN LA TEORÍA, EL ANARQUISMO DEBE ABANDONAR TODA INTENCIÓN TOTALIZANTE, DEJAR DE PENSAR QUE SUS PROPIAS CONCEPCIONES SON LAS QUE TODAS LAS PERSONAS DEBERÍAN COMPARTIR PORQUE SON LAS MEJORES.»

 En el imaginario revolucionario actual las situaciones insurreccionales son vistas como situaciones revolucionarias no porque sean susceptibles de provocar una mutación social global de tipo libertario (de hecho esto no se ha producido jamás), sino porque permiten realizar, a veces, experiencias de tipo libertario como la que tuvo lugar, por ejemplo, en la España de 1936, porque contribuyen poderosamente a la creación de sensibilidades insumisas y finalmente, porque pueden provocar y acelerar ciertos cambios culturales como el que se dio, por ejemplo, en mayo del 68.
Por otra parte, lo que hoy despierta recelos es la voluntad misma de cambiar la sociedad en su totalidad y para todas las personas, es decir, de producir una transformación social radical y global de orientación libertaria. Es precisamente esta postura crítica la que explica, al menos en parte, el rechazo contemporáneo de la concepción clásica de la Revolución.
En efecto, sea cual sea la intensidad de nuestra adhesión a los valores anarquistas debemos aceptar la posibilidad de que una gran parte de nuestros contemporáneos, quizás incluso la mayoría, prefiera realmente elegir otras concepciones de la libertad, de la justicia o de la igualdad que aquéllas por las que ha optado el anarquismo, o prefiera organizar esos mismos valores de distinto modo. Estas preferencias, diferentes de las nuestras, no son necesariamente las de personas más alienadas, menos informadas o más perversas que nosotras y nosotros mismos.
Si no quiere contradecir en la práctica lo que proclama en la teoría, el anarquismo debe abandonar toda intención totalizante, dejar de pensar que sus propias concepciones son las que todas las personas deberían compartir porque son las mejores. No hay ninguna razón para entender que su utopía es la más deseable para todos los seres humanos, ni que la sociedad que pretende sea la más atrayente para la mayoría. Nuestro proyecto no puede serlo para todo el género humano, ni para toda una sociedad en su totalidad, sino sólo para una singularidad constituida por todos los seres humanos que comparten nuestros valores o que estarían dispuestos a compartirlos si los conociesen.

 «LAS LUCHAS QUE PRETENDEN SER GLOBALES O TOTALIZADORAS INSPIRAN UNA DESCONFIANZA QUE NO CARECE DE FUNDAMENTO.»

«SE TRATA DE DESARROLLAR PRÁCTICAS QUE, AL TIEMPO QUE TRANSFORMAN DE MANERA REVOLUCIONARIA PARCELAS DE REALIDAD, NOS TRANSFORMEN A NOSOTROS MISMOS Y CAMBIEN NUESTRAS RELACIONES CON LAS DEMÁS PERSONAS.»

El hecho de que la perspectiva de una transformación global que alumbre una nueva sociedad ya no constituya hoy en día el nervio que dinamiza y orienta las luchas, se debe, en parte, a que las luchas que pretenden ser globales o totalizadoras inspiran una desconfianza que no carece de fundamento.
Para concluir, quisiera precisar con algo más de detalle qué significa ser revolucionario hoy, pues, los nuevos rebeldes y nuevas insumisas sin duda lo son pero de otra manera.
Ya no se trata de organizar la militancia, la actividad militante, para avanzar hacia la insurrección generalizada, sino de vivificar y realizar la Revolución hoy, aquí y ahora, en el interior de las prácticas de lucha que desarrollamos colectivamente y en lo cotidiano. Las luchas revolucionarias actuales se refieren al presente y además son no totalizantes. En la medida en que el énfasis se desplaza del futuro al presente, se desplaza también de la globalidad de la sociedad a situaciones que son, ciertamente, parciales pero plenamente concretas.
Ya no es la acción orientada a la transformación global y radical de la sociedad en su conjunto la que dirige y subordina las nuevas prácticas revolucionarias. Lo que ha pasado al primer plano es la voluntad de hacer estallar, hoy, los dispositivos de dominación concretos y localizados, y la acción para crear espacios radicalmente ajenos a los valores del sistema.
Se trata de desarrollar prácticas que, al tiempo que transforman de manera revolucionaria parcelas de realidad, nos transformen a nosotros mismos y cambien nuestras relaciones con las demás personas. Lo que, por otra parte, nos evoca el anarquismo práctico de Colin Ward, el anarquismo creativo y constructivo que no es tanto una visión del futuro sino más bien una manera de vivir y de organizarse en el seno de la cotidianeidad presente, con la idea de extender y contaminar con nuestros valores a sectores sociales cada vez más amplios.
Ser revolucionario es organizarse para conseguir contradecir en los hechos los valores dominantes, para crear otros modos de vida decididamente al margen de aquéllos inducidos por el capitalismo, es actuar colectivamente para bloquear, hoy, el poder en sus múltiples manifestaciones. Si todo ello cristaliza, se amplifica y pone en jaque, el día de mañana, al conjunto del sistema, tanto mejor, pero ello supondrá un resultado colateral, no el objetivo buscado en primera instancia. Este reside en la proliferación de resistencias y en la multiplicación de espacios sustraídos al poder en los cuales sea posible crear una realidad tendente a la anarquía, viviendo el presente de la manera lo más próxima posible a los valores anarquistas.
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Algunos compañeros y compañeras replican que no podemos contentarnos con el carácter segmentado, fragmentario y local de las luchas, pues esto nos condena a una atomización que impide confluencias y sinergias. Desde esta perspectiva se sostiene que una política radical requiere de una perspectiva de emancipación universal y colectiva, que sea capaz de proponer una alternativa global al capitalismo, pues ésta es la única manera de construir una fuerza colectiva que nos permita acabar con aquél y vivir sin él. Podríamos responder que es exactamente este tipo de creencia la que ha marcado el imaginario revolucionario durante todo un siglo, y que ciertamente no parece haber funcionado. No es que se lo reprochemos, puesto que si esta creencia ya no tiene cabida en la actualidad es, por una parte porque la sociedad ha cambiado de tal manera desde los inicios del capitalismo que se ha hecho necesario renovar los ingredientes del imaginario que le hace frente y porque, por otra parte, la reflexión crítica ha puesto de manifiesto las implicaciones difícilmente aceptables de esta manera de ver las cosas, y finalmente, porque la realidad de las luchas actuales ha mostrado como esta creencia, lejos de servir para fortalecerlas, no ha hecho más que ponerles trabas.
 
Desde luego, si lo comparamos con la claridad del antiguo imaginario revolucionario anarquista hay que reconocer que el nuevo imaginario revolucionario es aún impreciso, balbuceante y lleno de incertidumbres. Pero eso no debe sorprendernos pues si el antiguo imaginario se construyó lentamente a partir de las luchas surgidas en el proceso de industrialización, las formas de lucha suscitadas por las características contemporáneas de la sociedad capitalista están aún en fase de gestación. Es pronto para que configuren con nitidez un nuevo imaginario revolucionario.
 
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Para concluir, quisiera regresar a lo que decía al inicio del texto, pero retomando en esta ocasión una frase que creo se atribuye a Nico Berti cuando afirmaba que nos hacía falta un anarquismo capaz de concebirse sin la Revolución.
Desde mi punto de vista, necesitamos, en efecto, un anarquismo capaz de concebirse sin la Revolución, si por tal entendemos la concepción clásica de la misma. Por el contrario, estoy convencido de que el anarquismo requiere absolutamente de la Revolución si por Revolución pensamos en la concepción, todavía imprecisa, que impregna el nuevo imaginario revolucionario.
 
Traducción del francés: Paloma Monleón

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El anarcosindicalismo frente al reto de su necesaria transformación https://archivo.librepensamiento.org/2011/03/21/el-anarcosindicalismo-frente-al-reto-de-su-necesaria-transformacion/ https://archivo.librepensamiento.org/2011/03/21/el-anarcosindicalismo-frente-al-reto-de-su-necesaria-transformacion/#comments Mon, 21 Mar 2011 19:51:28 +0000 https://librepensamiento.org/?p=2707 Tomás Ibañez - Movimiento libertario

Los importantes cambios acaecidos desde los inicios del siglo XX exigen que el anarcosindicalismo proceda a una profunda renovación para volver a ser un instrumento de lucha tan eficaz como lo fue hasta finales de los años treinta. En un momento en que la expansión del capitalismo en toda la esfera de la vida cotidiana tiende a romper la neta separación entre el campo laboral y las demás actividades sociales es preciso construir formas organizativas que sean transversales en relación con las problemáticas laborales y sociales, fundiéndolas en un mismo entramado. Se trata de avanzar hacia una autentica hibridación donde una misma forma de lucha y de organización abarque indistintamente ambas problemáticas realizando su simbiosis.

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Tomás Ibañez – Movimiento libertario

Los importantes cambios acaecidos desde los inicios del siglo XX exigen que el anarcosindicalismo proceda a una profunda renovación para volver a ser un instrumento de lucha tan eficaz como lo fue hasta finales de los años treinta. En un momento en que la expansión del capitalismo en toda la esfera de la vida cotidiana tiende a romper la neta separación entre el campo laboral y las demás actividades sociales es preciso construir formas organizativas que sean transversales en relación con las problemáticas laborales y sociales, fundiéndolas en un mismo entramado. Se trata de avanzar hacia una autentica hibridación donde una misma forma de lucha y de organización abarque indistintamente ambas problemáticas realizando su simbiosis.

Por supuesto, a mí también me gustaría pensar que las dificultades con las que sigue tropezando el anarcosindicalismo desde los lejanos años de la transición para aglutinar e ilusionar a un gran número de trabajadores son meramente coyunturales y que la entrega y el voluntarismo de la militancia confederal permitirán superarlas algún día. Sin embargo, son tantos los factores que mitigan esa esperanza que ya no se puede eludir la pregunta sobre la actual validez del anarcosindicalismo como instrumento de lucha para lograr una transformación radical de la sociedad. De la lucidez con la que seamos capaces de afrontar esa pregunta puede depender que en su segundo siglo de existencia el anarcosindicalismo se vea relegado a un papel meramente testimonial y residual, o que se transforme en un elemento dotado de una real capacidad de incidencia.

En efecto, si consideramos que la extraordinaria fuerza alcanzada por el anarcosindicalismo durante las primeras décadas del siglo XX se debió en buena medida a que se fraguó en el seno mismo de unas luchas directamente enraizadas en las características y en las exigencias del contexto laboral y político de esa época, también debemos contemplar que su debilidad actual provenga de cierto desfase respeto de las condiciones sociales, económicas y políticas que definen el presente.

El nuevo contexto social.

El contraste entre los cambios experimentados por un anarcosindicalismo que conserva, en lo esencial, las formas organizativas y los contenidos sustantivos que lo definían en los años treinta, y la magnitud de los cambios sociales que se han producido desde entonces es sencillamente abismal. Aunque los principios genéricos de la dominación y de la explotación se mantienen férreamente invariables en una sociedad jerárquica y socialmente injusta, son tantos los cambios que esta ha experimentado que resulta imposible relatarlos aquí y me limitaré, por lo tanto, a mencionar solamente dos de los conjuntos de cambios que dificultan, sin duda, la andadura anarcosindicalista.

El primero de estos conjuntos afecta a múltiples aspectos del mundo del trabajo que van desde la organización y las modalidades del trabajo, hasta las técnicas de gestión empresarial, pasando por los procedimientos de control e incentivación de los trabajadores, pero dentro de esta multiplicidad de cambios tan solo mencionaré algunos de los más decisivos. Por una parte, la consabida perdida de centralidad del proletariado industrial, y la progresiva disminución de su peso relativo frente al auge del sector servicios, se suman a la fragmentación de las grandes unidades de producción y al incremento de la heterogeneidad de los contratos y de las situaciones laborales para dificultar la confluencia de los intereses inmediatos de los trabajadores.

Si añadimos a esta reconfiguración de mundo del trabajo la creciente tendencia a crear capas de trabajadores en situación precaria que no encajan fácilmente en la forma clásica de la estructura sindical, vemos como se va reduciendo cada vez más el espacio laboral en el cual se dan las condiciones para el desarrollo de una actividad sindical, y más aun si esta actividad es de tipo anarcosindicalista.

Por otra parte, la mayor facilidad con la cual el capitalismo contemporáneo puede desplazar geográficamente las estructuras de producción en busca de condiciones más competitivas debilita la resistencia que pueden oponer los trabajadores frente a la degradación de sus condiciones de trabajo y fragiliza la respuesta sindical frente a medidas tales como los recortes de plantillas y de sueldos.

Además de reducir significativamente el espacio de la actividad sindical y de disminuir la fuerza que puede ejercer el movimiento obrero estos cambios apuntan a la dificultad, por no decir la imposibilidad, de que una organización anclada básicamente en el ámbito laboral, como lo es por definición la organización anarcosindicalista, pueda alcanzar la potencia necesaria para impulsar una transformación del conjunto de la sociedad.

Paralelamente a las modificaciones que afectan al mundo del trabajo un segundo conjunto de cambios tiene que ver con la constitución de la sociedad-red, con los nuevos dispositivos tecnológicos, y con lo que algunos han dado en llamar la modernidad liquida. Este conjunto de cambios articula unas condiciones sociales y políticas que requieren y que suscitan unas formas de lucha distintas de las que caracterizaron las luchas obreras, sindicales y políticas en el pasado. Hemos visto recientemente en Túnez, en Egipto y en otros países de esa área geopolítica el papel desempeñado por las nuevas tecnologías en unas movilizaciones populares cuyo éxito descansa más sobre el carácter multitudinario de las convocatorias que sobre la capacidad de paralizar la producción, ya lo habíamos visto anteriormente en Seattle o en las elecciones generales tras los atentados del 11M, como también hemos podido apreciar hace bien poco el papel desestabilizador de Wikileaks, o la fuerza de Anonymous. Pero lo que quiero referir aquí es solo uno de los efectos de este conjunto de cambios, se trata de la creciente dificultad para constituir y mantener organizaciones de lucha que sean estables y duraderas.

No es solamente que los espacios donde cristalizan los enfrentamientos sociales se hayan esparcido fuera del ámbito laboral por todo el tejido social, es, además, que las estructuras sobre las que se asientan muchas de las luchas, sobre todo en las sociedades occidentales, se han vuelto fluidas y movedizas. Podemos lamentarlo pero es un hecho que los núcleos activistas suelen ser efímeros, inestables y cambiantes. Su tiempo de permanencia se agota generalmente en el corto plazo como si estuviesen marcados, ellos también, por las características de esa modernidad líquida en la que ya hemos entrado y donde todo fluye con creciente rapidez. Es como si se viesen arrastrados por la misma velocidad de cambio que se impone a los objetos de consumo o a las posiciones laborales. El anarcosindicalismo contemplaba la necesidad de organizaciones estables con afiliaciones duraderas y masivas pero no parece que sea precisamente ese el tipo de organización que se corresponde con las nuevas circunstancias sociales. En posible que la volatilidad y la fluidez de las estructuras de lucha sea ya un hecho irreversible e incluso que se vaya acentuando con el tiempo, podemos lamentarlo y derrochar esfuerzos para intentar aglutinar la militancia en unas estructuras fijas, pero también deberíamos pensar en cómo adaptar nuestras formas de luchar a esa nueva realidad.

Por fin, las dificultades con las que topa el anarcosindicalismo no provienen únicamente de las modificaciones estructurales acaecidas en el mundo del trabajo y de la transformación de los escenarios y de las formas de las luchas, sino que provienen también de los cambios que han afectado al imaginario subversivo. El imaginario anarcosindicalismo se basaba en la convicción de que serían los trabajadores quienes protagonizarían una revolución social que se anunciaba como inevitable y que estaba llamada a abarcar la totalidad de la sociedad. Hoy esa convicción ha desertado casi por completo el imaginario popular y la perspectiva de una revolución social protagonizada por el proletariado ha perdido toda credibilidad. El actual imaginario subversivo no solo ha dicho adiós al proletariado como sujeto revolucionario, sino que también se ha despedido de la revolución pensada como un evento brusco situado en el horizonte de un trayecto que solo tiene sentido si conduce hacia él. Para el nuevo imaginario subversivo ya no existe un sujeto revolucionario claramente definido y la revolución ha dejado de ser un evento y una meta situados en el futuro para pasar a ser una dimensión que se encuentra presente en cada acción que consigue arrebatar algún espacio a la dominación y logra subvertir algún dispositivo de poder. Las acciones no son revolucionarias en función de que nos vayan acercando progresivamente al momento de un estallido social generalizado y definitivo, sino en función de lo que se consigue y lo que se vive, aquí y ahora, en el proceso mismo de esas acciones.

Este cambio respeto al imaginario de los años treinta es especialmente relevante para el anarcosindicalismo porque era precisamente la perspectiva de una transformación revolucionaria de la sociedad protagonizada por los trabajadores la que daba sentido al conjunto de su proyecto. ¿Se puede sostener un anarcosindicalismo desprovisto, no del deseo de una transformación radical de la sociedad, este deseo es absolutamente irrenunciable, pero sí de la idea clásica según la cual la finalidad de las luchas consiste en organizar y en concienciar a los trabajadores para llevar efectivamente a cabo la revolución social?

El reto para el anarcosindicalismo

Está claro que frente a las nuevas condiciones sociales el anarcosindicalismo deberá ser capaz de proceder a una profunda renovación si quiere volver a ser un instrumento eficaz para incidir en la sociedad. Más tarde o más temprano será preciso desembocar sobre un nuevo concepto de organización que responda a las nuevas coordenadas del siglo XXI. ¿Qué forma tomara esa nueva organización? Obviamente, resulta imposible prefigurar un tipo de organización que nacerá desde las luchas y que, por lo tanto, se irá dibujando en la práctica, pero lo que sí es factible es caminar en la dirección adecuada y para ello se pueden vislumbrar algunas pistas.

Pero evitemos malentendidos, no se trata ni de abandonar las prácticas anarcosindicalistas que desarrollamos en la actualidad, ni mucho menos de desmantelar lo

que ya se ha construido, a la espera de hipotéticos nuevos instrumentos de lucha. Está claro que hay que seguir volcando esfuerzos en ampliar tanto como sea posible el espacio ocupado por la organización anarcosindicalista en el mundo del trabajo y fortalecerla tanto como se pueda. Además, resulta que las medidas que está tomando el capitalismo estos últimos años para hacer retroceder las conquistas sociales, para desregular el mercado laboral y para empeorar las condiciones laborales contribuyen a ensanchar de manera significativa la receptividad ante propuestas sindicales más radicales, con lo cual el espacio para una organización anarcosindicalista se amplía en el corto plazo y sería insensato desaprovechar esta oportunidad para impulsar el crecimiento de la organización.

Ahora bien, desde una perspectiva a medio y largo plazo la deseable expansión de nuestra organización no debería constituir un objetivo prioritario. En un contexto social marcado por la amplitud y la aceleración de los cambios, la prioridad no puede consistir en crecer sino en transformarnos.

La prioridad debe ser la de construir el instrumento adecuado a los nuevos tiempos, y es claro que en su forma actual la organización anarcosindicalista no es el instrumento que estos nuevos tiempos requieren, y que la tentación de limitarnos a fortalecer y ampliar la organización podría constituir un error fatal de cara al futuro.

Dicho con otras palabras, lo prioritario no es ocupar un espacio laboral que, aunque aún tiene cierto margen de expansión, también tiene unos límites que se irán estrechando cada vez más con el paso del tiempo, sino que consiste en saber conectar con el nuevo espacio alternativo que se está creando y contribuir a construirlo para que llegado el momento el anarcosindicalismo pueda fundirse en ese nuevo espacio subversivo y en las nuevas formas de organización y de luchas que hayan emergido.

Las pistas se hallan en nuestro pasado: profundizar en la hibridación.

Nuestra prioridad debe ser la de conectar con las exigencias del presente y anticipar el futuro, pero resulta que la memoria de las luchas pasadas aporta a veces valiosos elementos para vislumbrar los caminos a seguir, y en el caso del anarcosindicalismo esto es efectivamente así.

Lo es porque resulta que las nuevas condiciones sociales requieren unas formas de lucha cuyas características ya se perfilaban en ese anarcosindicalismo de las primeras décadas del siglo XX que siempre desbordó la esfera estrictamente laboral y que supo efectuar una hibridación entre la acción social y la acción sindical.

La diferencia es que esa acción social que en el primer tercio del siglo XX era algo así como un valor añadido que acompañaba una acción predominantemente sindical se perfila hoy como un elemento que está llamado a disolver la propia separación entre ambos tipos de acciones. En efecto, aunque el anarcosindicalismo de los años veinte y treinta comportaba una importante vertiente de acción social, su estructura básica era sin embargo de carácter marcadamente sindical, y es precisamente esa estructura corporativa centrada en el mundo del trabajo la que irá perdiendo sentido en los tiempos futuros.

Por supuesto, el fin del mundo del trabajo no se perfila en ninguno de los escenarios que podamos contemplar y, por lo tanto, seguirá existiendo una conflictividad laboral que deberá ser alimentada y radicalizada por quienes rechazamos la actual configuración de la sociedad. Pero puede que las nuevas características del trabajo y de las condiciones laborales marquen la obsolescencia de la estructura sindical y requieran otras formas de organización que sean transversales en relación con la problemática laboral y con la problemática social, fundiéndolas en un mismo entramado.

No se trata de descuidar los problemas laborales para pensar únicamente en términos de activismo social, al contrario, se trata de avanzar hacia una auténtica hibridación donde una misma forma de lucha y una misma forma organizativa abarquen indistintamente ambas problemáticas, realizando su simbiosis.

Podemos encontrar algunas razones que avalan esta línea de pensamiento en el hecho de que la propia expansión del capitalismo en toda la esfera de la vida social tiende a romper la neta separación entre lo laboral y lo social. En efecto, estamos asistiendo desde hace ya bastantes años a un fenómeno de totalización capitalista que extiende la lógica del mercado y del beneficio económico a todos los aspectos de la existencia humana, infiltrando y colonizando nuestros deseos, nuestro imaginario, nuestras motivaciones, nuestras relaciones sociales y, en definitiva, nuestro modo de existencia. El capitalismo juega sus cartas simultáneamente en el tablero de lo laboral y en el de lo social, desdibujando cada vez más sus fronteras.

Así, por ejemplo, en la esfera laboral el capitalismo procura sacar provecho de todas las facetas de la persona contratada, no se limita a utilizar sus habilidades técnicas o su fuerza de trabajo, sino que procura movilizar la totalidad de sus recursos, es decir, sus motivaciones, sus deseos, sus angustias, sus recursos cognitivos y sus lazos afectivos para obtener mayores rendimientos. Mientras que, fuera de la esfera propiamente laboral, resulta que son todas las actividades que el trabajador lleva a cabo al margen de su puesto de trabajo las que son instrumentalizadas por el capitalismo para que produzcan beneficios, ya sea en el ámbito de la salud, en el de la educación, en el de los cuidados, en el del ocio, por no mencionar, claro está, la vorágine consumista. No es la economía la que es capitalista es toda la sociedad, y es nuestra propia vida la que se encuentra apresada por su lógica, por sus parámetros y por sus valores.

Ante esta realidad la conclusión parece imponerse con claridad: puesto que el capitalismo trasciende el mundo laboral, desdibuja su especificidad y expande su propia lógica a todo el ámbito de lo social, nuestra lucha contra el capitalismo debe trascender, ella también, el mundo laboral y adoptar unas formas que abarquen la realidad social en toda su extensión.

La necesaria diversificación de los terrenos de intervención de nuestras organizaciones, y la indispensable polivalencia de sus luchas, cobran una relevancia aun mayor cuando observamos la proliferación de las interconexiones que el capitalismo está tejiendo entre los distintos componentes de la realidad social a nivel mundial sin que importen ni las distancias ni los lugares ni los aspectos de la realidad que se ponen en relación. Si todo está cada vez más estrechamente interconectado, si lo global marca las coordenadas de nuestra época tanto en lo económico como en lo político, entonces también hace falta imprimir a nuestro modo de luchar y de organizarnos el sello de una perspectiva global que interconecte los diversos frentes de lucha.

Algunos pasos que se pueden dar en el momento actual

Basta con mirar a nuestro alrededor para ver que por fuera de las estructuras del sindicalismo alternativo y de las minúsculas organizaciones políticas radicales, se está moviendo una rica pluralidad de núcleos activistas que abarca desde movimientos sociales puntuales como durante el período de la guerra de Irak, hasta organizaciones ecologistas, parados, colectivos de trabajadores precarios, asociaciones vecinales, núcleos de economía alternativa, cooperativas, asociaciones de emigrados, jóvenes sin vivienda propia, cyberactivistas, prensa, radio y editoriales alternativas, ateneos, asociaciones memorialistas, colectivos que luchan contra las más diversas discriminaciones, centros ocupados etc. etc. El anarcosindicalismo deberá mezclarse con las variadas formas de resistencia que se encuentran esparcidas por todo el tejido social para inventar conjuntamente nuevas formas de lucha.

No resulta fácil vislumbrar cual será el resultado sobre el que desembocará el proceso de hibridación y la forma concreta que esta tomará, pero si se pueden intuir cuales han de ser los pasos que conviene dar para que la hibridación se produzca efectivamente y para que se fragüe la osmosis entre lo laboral y lo social.

Desde luego, esos pasos no van en dirección a construir un cajón de sastre y a abrir la organización anarcosindicalista para que pueda dar cabida hoy a todos los activismos.

Por una parte, es obvio que las dificultades para establecer unas estructuras de debate y de decisión que fuesen comunes desembocarían sobre la más absoluta inoperancia.

Por otra parte, resulta que la dispersión de los núcleos activistas en tantos lugares del tejido social como sea posible constituye uno de los activos más importantes de las luchas subversivas. Y resulta, además, que las perspectivas de futuro no apuntan hacia una forma de organización que disponga de estructuras fijas y estables, aunque solo sea porque la aceleración del ritmo de los cambios y de los acontecimientos exige una rapidez de adaptación y de reacción que solo pueden proporcionar las redes.

En el momento actual los pasos que conviene dar consisten simplemente en crear las condiciones adecuadas para favorecer el proceso de hibridación. No es suficiente con que los militantes anarcosindicalistas estén presentes, como suele ser frecuente, en las actividades de otros núcleos activistas además de los propiamente sindicales. Se trata de que la organización anarcosindicalista sea, ella misma, un factor de sinergia, de vigorización y de multiplicación de las diversas resistencias, volcando explícitamente sus esfuerzos en la creación de un denso tejido de conexiones con los componentes del espacio alternativo. Se trata de fomentar la interacción, el intercambio, el roce, la producción de pensamiento en común, la confluencia en la acción, la participación en experiencias comunes, multiplicando las ocasiones para compartir solidaridades. En esta línea, como ya lo está haciendo Rojo y Negro, nuestras publicaciones deben cubrir todos los campos de la conflictividad social, dando voz propia a tantos núcleos activistas como sea posible, y nuestras acciones deben desbordar sin reservas el ámbito estrictamente laboral, como ya ocurrió por ejemplo con la reciente huelga del consumo. Pero sería un error garrafal plantear esta apertura sobre el activismo social simplemente como un medio para suscitar simpatías y para atraer militantes que refuercen la incidencia de la organización anarcosindicalista en el mundo del trabajo. Esa apertura debe ser impulsada por su propio valor, porque constituye, en sí misma, una forma de lucha y porque representa una de las condiciones para que el anarcosindicalismo avance hacia su necesaria transformación.

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Los nuevos códigos de la dominación y de las luchas https://archivo.librepensamiento.org/2009/06/21/los-nuevos-codigos-de-la-dominacion-y-de-las-luchas/ https://archivo.librepensamiento.org/2009/06/21/los-nuevos-codigos-de-la-dominacion-y-de-las-luchas/#respond Sun, 21 Jun 2009 08:56:47 +0000 https://librepensamiento.org/?p=3569 Tomás Ibáñez

1-. Tiempos de desconcierto.

Hubo un tiempo en donde las cosas parecían estar bastante claras en esta pequeñísima parte del mundo a la que me voy a ceñir aquí y que entonces se llamaba “las sociedades industrializadas”. El rostro y las armas del enemigo se discernían con cierta nitidez y el camino para intentar vencerlo parecía estar dibujado con trazos firmes. De huelga en huelga, de enfrentamiento en enfrentamiento, de experiencia educativa en experiencia educativa, se pugnaba con ahínco por ampliar cada vez más la parte de la clase trabajadora decidida a luchar contra la explotación, y dispuesta a poner el cuerpo, todo su cuerpo, para derrotar finalmente al enemigo y alcanzar la ansiada emancipación social.

Hoy, sin embargo, no podemos disimular cierta perplejidad frente a la pregunta sobre lo que convendría hacer para torcer el rumbo cada vez más preocupante que siguen nuestras sociedades, y, por decirlo sin eufemismos, nuestra situación es, desde hace ya demasiado tiempo, la de un enorme desconcierto. Nuestros antiguos referentes nos resultan de poca ayuda para orientarnos en unos cambios cuya creciente aceleración ni siquiera nos deja el tiempo suficiente para intentar descifrarlos y para procurar entenderlos.

Es obvio que el capitalismo sigue en pie, que la explotación permanece plenamente vigente, y que las luchas en el ámbito laboral siguen siendo cruciales. Sin embargo, es tanto lo que ha cambiado en las formas y en los procedimientos del capitalismo, en las modalidades de la explotación y, sobre todo en las formas de la dominación, que nos cuesta trabajo situarnos en el nuevo panorama y encontrar puntos de anclaje seguros y firmes desde donde impulsar las luchas. Alcanzamos fácilmente a ver que el trabajo productivo ya no reviste la centralidad que fue la suya, y que, para buena parte de la población, el espacio de la producción ya no constituye, directa o indirectamente, el principal organizador de su tiempo diario y de su vida cotidiana. Sin embargo nos resulta bastante más difícil vislumbrar lo que se ha instalado en esa centralidad y definir lo que dirige hoy nuestro modo de vida.

La diversidad de los adjetivos con los que se califica nuestro tipo de sociedad refleja su complejidad: sociedad del conocimiento, sociedad del consumo, sociedad-red, sociedad de la comunicación, sociedad de la imagen, sociedad del espectáculo, sociedad liquida, sociedad del riesgo, aún se podrían añadir algunos más sin tener que enfrentarnos al dilema de elegir entre ellos porque resulta que nuestra sociedad presenta todas esas características simultáneamente. Esta configuración polifacética hace que  no resulte nada fácil acceder a la inteligencia de las dinámicas que conforman nuestro presente, pero la dificultad se acrecienta aún más debido a la extraordinaria rapidez con la cual acontecen y se suceden los cambios. La aceleración de la velocidad y de los ritmos, en todos los ámbitos, suscita el sentimiento de que todo fluye a un ritmo vertiginoso, fomentando al mismo tiempo la sensación de que nos encontramos inmersos en un mundo lleno de inseguridad en cuanto al presente  y de incertidumbre acerca de un futuro que se proyecta sobre horizontes movedizos.

Sin embargo, si bien es cierto que el esfuerzo por descifrar la sociedad nos confronta hoy a la complejidad de tener que apresar lo movedizo, también es verdad que, en este panorama, fluido, inestable, velozmente cambiante, y cargado de incertidumbres, hay algo que permanece invariante y constante. En efecto, resulta que, tanto hoy como ayer, no se puede ejercer el poder sin engendrar resistencias, porque de lo contrario ya no sería propiamente un ejercicio de poder sino un simple mecanismo de determinación causal.

2-. La potencia formativa que tienen las luchas

Esa peculiar relación entre el ejercicio del poder y la producción de resistencias explica que tanto los movimientos sociales antagonistas, como las ideologías políticas que vehiculan, y los imaginarios que los nutren, siempre se hayan fraguado en el seno y en el propio transcurso de las luchas contra los sistemas de dominación. Son esas luchas las que los conforman, y es de esas luchas de donde reciben sus señas de identidad. En un movedizo escenario de continuado y acelerado cambio, esta es una de las constantes que no parecen verse alteradas por el paso del tiempo.

Las consecuencias son obvias, si es cierto que las luchas no nacen espontáneamente en el vacío, sino que siempre vienen suscitadas y definidas por aquello contra lo cual se constituyen, entonces son las nuevas formas de dominación aparecidas en nuestra sociedad, las que provocan las resistencias actuales y las que les dan su forma. Dicho de otra manera, los movimientos antagonistas no se inventan a sí mismos, ni crean aquello a lo cual se oponen y contra lo cual se constituyen, tan solo inventan las formas de oponerse a esas realidades. Así, en la época de la industrialización, el dispositivo de la explotación y de la dominación disciplinar suscitó la creación del movimiento obrero como forma de respuesta antagónica, y este mantuvo su fuerza mientras la dominación se centró principalmente en el mundo del trabajo.

Hasta hace unas décadas eran principalmente las condiciones en las que se desarrollaba la explotación las que disparaban y armaban las resistencias. Hoy estas condiciones siguen generando luchas importantes, pero la dominación se ha diversificado aún más que antaño y ha proliferado por fuera del ámbito del trabajo productivo, restando fuerza al movimiento obrero. Actualmente ya no se trata solo de extraer plusvalía de la fuerza de trabajo, son todas las actividades que el trabajador lleva a cabo fuera de su puesto de trabajo las que producen beneficios en una proporción y extensión desconocidas hasta hoy. Sus ahorros, su ocio, su salud, su vivienda, la educación, los cuidados etc. producen unos dividendos que, si siempre fueron sustanciales, se han convertido hoy en codiciadas fuentes de negocio. No puede extrañarnos que la politización arranque cada vez con mayor frecuencia de la experiencia de la mercantilización y del control de nuestra vida cotidiana. De estas, y de otras formas de dominación que veremos más adelante, brotan algunas de las subjetividades antagonistas y radicales del presente.

3-. La producción de subjetividades

Lejos de limitarse a oprimir, a reprimir, y a doblegar los seres humanos, los dispositivos y las prácticas de dominación siempre constituyen, además, determinados modos de subjetivación de las personas. Sus efectos consisten en moldear la vida cotidiana, pautar sus modalidades, constituir la forma de ser, de sentir, de desear, de pensar, de relacionarse entre sí, de las personas, y configurar sus imaginarios. Se trata de producir subjetividades que estén en perfecta sintonía con las formas de dominación que las crean, y de producir sentido para hacer ver las cosas de determinada manera y para conseguir que se acepten sin que sea necesario el uso continuado de la coerción.

Por supuesto, no es que exista, en algún lugar, un proyecto concienzudamente perfilado acerca del tipo de subjetividades que se requieren, y de las formas de dominación más idóneas para construirlas. No, primero se van configurando unas formas de dominación y son estas las que van engendrando, a través de su propio ejercicio, las correspondientes subjetividades. Los procesos que dan origen a las diversas formas de dominación son múltiples e indagarlos sobrepasaría con mucho el tema de este escrito, pero aprovecho para señalar de paso el papel que desempeñan los desarrollos tecnológicos en algunos de estos procesos.

En efecto, vivimos en una sociedad donde son, en buena medida, los objetos socio-técnicos, en constante proceso de innovación, los que configuran cada vez más nuestros propios objetivos en función de las posibilidades que crean y que nos brindan. Los medios técnicos efectivamente disponibles determinan de forma creciente los fines que vamos a perseguir, y dictan la racionalidad de muchos de los procesos en los que participamos. Es así como, por ejemplo, las posibilidades que crean y que ofrecen Internet y los teléfonos móviles construyen nuevas socialidades y fomentan nuevas modalidades relacionales. Entre estas modalidades, las redes sociales no solo remodelan la privacidad y reconfiguran la relación entre lo público y lo privado, sino que contribuyen, entre otras cosas, a redefinir los propios lazos comunitarios.

4-. Los nuevos rostros de la dominación

No se requiere gran perspicacia para ver que estamos plenamente inmersos en una sociedad del control donde la Visa, el Móvil, Internet, las Cuentas Bancarias, las Videocámaras y los Satélites de Observación y de Comunicación, conjugan sus bondades para formar un dispositivo que garantiza nuestra permanente localización, nuestra constante visibilidad, y en el que dejamos una infinidad de rastros indelebles. Por no mencionar esas proliferantes micro-reglamentaciones que tejen su tupida tela de araña por todos los entresijos del espacio social, saturando nuestra vida con una multitud de obligaciones ínfimas y sus correspondientes catálogos de infracciones. Paralelamente a estos evidentes mecanismos de control muchos otros dispositivos se potencian mutuamente para apresarnos y para conformarnos de distintas maneras, a cual más insidiosa, más sutil y más eficaz.

Por ejemplo, la omnipresencia de la lógica del mercado tiene sobre nuestras vidas unos efectos tan devastadores como puedan tenerlos los mecanismos de control más sofisticados. En efecto, la mercantilización coloniza la totalidad del espacio social y penetra todo el campo de la vida, desde las relaciones personales, la salud, el cuerpo, los cuidados, la afectividad, la identidad, hasta la vida psíquica. El Dios Abaco lo infiltra todo y obliga a pensarlo en puros términos contables. Atrapados en un consumismo desenfrenado no solo nos vemos conminados permanentemente a ejercer nuestra libertad de elegir entre unas ofertas más o menos clónicas, sino que, como muy bien lo explica Zygmunt Bauman, tenemos que constituirnos a nosotros mismos como un objeto más que compite con otros para ser consumido en el omnipresente mercado que nos envuelve. Paroxismo de la lógica consumista: solo podemos ser competitivos en tanto que objetos de consumo si consumimos afanosamente aquello que nos torna más atractivos.

Paralelamente al desarrollo de la mercantilización vemos como va avanzando rápidamente un invasivo bio-poder que aúna en un mismo dispositivo la intervención generalizada sobre la vida y la pormenorizada gestión de las poblaciones. En efecto, el bio-poder toma la vida como objeto directo de su ejercicio, gestionándola, controlándola, potenciándola, transformándola, a la vez que regula, modula y utiliza las la salud, la demografía, o los hábitos colectivos de las poblaciones.

La mercantilización y el bio-poder se acomodan perfectamente a una sociedad-red donde la incitación a una conexión permanente, (conéctate, o muere socialmente) perfila nuevos mecanismos de dominación. En la sociedad-red la mayor horizontalidad y flexibilidad de las cadenas de mando configuran unas relaciones laborales donde se movilizan todos los recursos de las personas, afectivos, cognitivos, relacionales, habilidades sociales, y donde se disuelven las fronteras entre ocio y trabajo, o entre lo privado y lo público, en un contexto marcado por la brusca aceleración de un proceso de Globalización iniciado hace siglos, aunque con otro alcance, con otro ritmo y con otras modalidades que las que permiten hoy las nuevas tecnologías de la información y la creciente velocidad de los transportes.

Sabemos que la Globalización uniformiza y homogeneíza, a la vez que acentúa ciertas desigualdades, pero también hace emerger particularidades y multiplicidades que conviene gestionar y rentabilizar en términos tanto económicos como de poder. Hoy, las tecnologías permiten gestionar la multiplicidad, y resulta que fomentarla produce beneficios, como, por ejemplo, cuando se personalizan los productos combinando variaciones secundarias. La diversidad se manifiesta también en un tejido social donde la convivencia entre culturas distintas, o entre estilos de vida dispares, representa una fuente de ingresos más que un problema. La clásica presión normalizadora hacia la homogeneización coexiste con unas normas que no uniformizan sino que producen diferencias y que individualizan. Se trata de promover las diferencias y la diversidad, de gestionarlas y, por supuesto, de domesticarlas para que sean plenamente compatibles con las Leyes del Mercado y con el Estado de Derecho liberal.

El acelerado ritmo que se ha impuesto al cambio marca unas condiciones sociales en las cuales todo envejece con creciente velocidad, y donde la rapidez en devenir obsoletas ha pasado, paradójicamente, a ser una ventaja para dar mayor salida a las mercancías. Como muy bien lo explica Bauman, las personas también deben acoplarse a esos ritmos, manifestando una permanente disponibilidad al cambio, una capacidad de moverse a la menor señal, sin ataduras a largo plazo. Los contratos son friables, los compromisos efímeros, los proyectos se establecen a muy corto plazo y se suceden con rapidez, las identidades devienen flexibles y se abren rutas para el nomadismo identitario. En efecto, las perspectivas de la migración entre profesiones, por una parte, y entre lugares de trabajo, por otra, alimentan un imaginario donde la estabilidad de las identidades, y, especialmente, de las identidades configuradas en base a la profesión, deja de tener sentido. Hoy, la fluidez generalizada deviene consigna y se trata menos de desarrollar dispositivos anti nomádicos para impedir flujos y fijar poblaciones, que de promover un nomadismo controlado, fomentando grandes desplazamientos que hay que rentabilizar. No son solo las empresas las que fluyen de punta a punta del planeta buscando abaratar costos de producción, también se propician grandes flujos controlados de mano de obra, a la vez que se orquestan grandes desplazamientos impulsados por una industria del ocio que ha conseguido, gracias a la tercera edad, generalizar la movilidad a gran escala a todos los periodos del año.

Los cambios que se producen en el mundo del trabajo, con las constantes deslocalizaciones, con el ciclo de vida cada vez más corto de las competencias exigidas a los trabajadores, con la desregularización de las relaciones laborales, y con la precarización de la vida laboral, alimentan el sentimiento de la inseguridad del presente debido a la impredictibilidad del futuro, y ya se sabe que la creación de un sentimiento de inseguridad es uno de los procedimientos más eficaces para conseguir que la gente haga sin protestar lo que se le dice que debe hacer. Esta inseguridad se alimenta también en la idea de que no tenemos control sobre la sociedad, debido a su apabullante complejidad, y ni siquiera sobre los objetos más usuales debido a la creciente opacidad de las mediaciones entre nuestros actos, por ejemplo pulsar un botón, y los efectos producidos. En consecuencia la sociedad se nos presenta cada vez más como algo que sobrepasa nuestras capacidades de raciocinio y que funciona con total independencia de la voluntad de sus miembros, fomentando así la convicción de que no hay otra salida que la de acomodarnos lo mejor posible a una situación que, aparentemente, no podemos cambiar.

5-. Actualización de las resistencias

Las resistencias contra las nuevas formas de dominación ya no hablan de la revolución, por lo menos en el sentido que se le daba hasta hace unas pocas décadas, ni sueñan con la toma del poder o con su radical destrucción, ni tampoco participan ya del gran y entrañable mito de la huelga general insurreccional. Algunos analistas, como por ejemplo Miguel Benasayag, nos recuerdan que los referentes clásicos del antagonismo social, tanto teóricos como organizacionales, parecen haber alcanzado ya su fecha de caducidad.

De hecho, parece que las luchas contemporáneas ya no requieren necesariamente un horizonte emancipatorio claramente definido, ni presuponen la posibilidad de una transformación global. No es solo que se puede luchar de forma radical sin disponer de un modelo de transformación social y sin tener un proyecto alternativo de sociedad, es, además, que se valora precisamente la ausencia de un modelo preestablecido como algo que permite experimentar nuevas modalidades de lucha y que ayuda a multiplicar y a diseminar los focos de resistencia.

Desde esta perspectiva se tiende a mirar con recelo cualquier lucha contra el sistema instituido que pretenda ser global o totalizante, porque se piensa que, antes o después, esta quedaría fatalmente atrapada en la estructura misma del sistema que combate. En efecto, si bien el capitalismo y los mecanismos de control social necesitan imperativamente ser coextensivos con la totalidad de la sociedad, las resistencias, sin embargo, no pueden mantener una óptica emancipadora y hacer suya, al mismo tiempo la pretensión de incidir sobre toda la sociedad, o de moldear la totalidad social. Su planteamiento debe ceñirse a atacar de forma siempre local los aspectos globales de la explotación y de la dominación, renunciando a enfrentarlos en un plano más general que requeriría unos recursos de parecida magnitud, y de similar naturaleza, a los que utiliza el propio sistema. En definitiva, aunque el deseo de una sociedad distinta sirva de permanente acicate, no se lucha tanto por hacer advenir una sociedad precisa, como contra unas injusticias, unas imposiciones y unas discriminaciones, bien concretas y claramente situadas, tanto si acontecen en el ámbito laboral como si se producen en la vida cotidiana.

Tampoco se lucha ya a partir de la lógica del enfrentamiento como se hacía en los tiempos en los cuales el capitalismo tenía que ceder algunas veces ante la enorme fuerza que representaba el movimiento obrero. En consecuencia, y aunque siempre se procure aglutinar tantos esfuerzos y congregar tantas voluntades como sea posible, ya no se pretende construir potentes y masivas organizaciones, al contrario, se vela por la fluidez de las redes que se constituyen, y se evita que cristalicen unas coordinaciones demasiado fuertes y estables que solo tienen la apariencia de la eficacia y que siempre acaban por esterilizar las luchas contra las nuevas formas de dominación.

Está claro que las nuevas luchas ya no aceptan algunos de los planteamientos de las luchas clásicas pero, más allá de esos desmarques en negativo sus señas de identidad no son de fácil aprehensión. Quizás podamos intuirlas acudiendo junto con Benasayag, de quien retomamos aquí algunas ideas, a la expresión Deleuze según la cual Resistir es Crear. En efecto, luchar ya no es sólo oponerse y enfrentarse, es también crear aquí y ahora unas prácticas distintas, capaces de transformar realidades, de forma parcial pero radical, poniendo además todo el cuerpo en esas transformaciones que también transforman profundamente a quienes se implican en ellas.

Claro que se sigue luchando para construir una alternativa a la mercantilización del mundo y de la vida, pero esa lucha debe producir resultados aquí y ahora sin dejar que la esperanza y la espera, es decir la fe en el futuro, orienten las luchas y las hipotequen. Se trata de crear vínculos sociales distintos, construir redes y lazos de resistencia, establecer relaciones solidarias que rompan el aislamiento y que dibujen, en la práctica y en el presente, una vida diferente, otra vida. Como se dice en la revista francesa Tiqqun: se trata de establecer modos de vida que sean en sí mismos modos de lucha. Unos modos de lucha que diluyan identidades, que ayuden a politizar la existencia, y, sobre todo, que alumbren nuevas subjetividades radicalmente insumisas.

La forma de conseguirlo pasa por arrancar espacios al sistema, y apropiarse de ellos para desarrollar en su seno experiencias comunitarias de carácter transformador. Esto no significa necesariamente adueñarse de unos espacios físicos donde convivir, sino que se trata de ocupar fragmentos de realidades sociales en diversos campos arrancados al sistema, en los ámbitos de la salud, de la economía alternativa o de la educación y desarrollar en esos campos procesos concretos de luchas y de actividades transformadoras. Solo cuando una actividad transforma realmente y radicalmente la realidad, aunque sea de de forma momentánea y parcial, se establecen las bases para ir mas allá de una simple (aunque necesaria) oposición al sistema y crear una alternativa factual que desafíe su aplastante presencia. De hecho, esto no es ninguna novedad. La experiencia del movimiento obrero nos recuerda la tremenda diferencia entre una huelga de quedarse en casa e ir a una manifestación, y una huelga con ocupación del recinto laboral, donde se organizan actividades, se articulan solidaridades, se crean vínculos sociales distintos, se gestiona colectivamente un espacio de vida que transforma en profundidad, y a veces para siempre, las subjetividades.

6-. Para no concluir: abriendo interrogantes más que esbozando respuestas

Son muchos los problemas, las dudas y los retos a los que se confrontan las nuevas resistencias, pero tan solo mencionare aquí dos de estos problemas.

El primero tiene que ver con las simetrías que parecen darse entre las formas adoptadas por las nuevas resistencias y los rasgos definidores de nuestras sociedades, aunque, en verdad, estas semejanzas no deberían sorprendernos si recordamos que las luchas responden siempre a determinadas formas de dominación que las suscitan. Así por ejemplo, mientras que la sociedad actual privilegia los flujos, las conexiones, el consumo del instante, la precariedad de las situaciones, las identidades nómadas y cambiantes, la ausencia de proyectos globales y de largo alcance, dejando planear sobre el futuro un espeso manto de incertidumbres que incita a centrarse sobre el presente más inmediato, resulta que, por su parte, los nuevos movimientos antagonistas se niegan ellos también a supeditar el presente a cualquier proyecto de futuro, rechazan las estrictas definiciones identitarias, huyen de la estabilidad procurando estar en perpetuo movimiento, reivindican la precariedad y la volatilidad de las posiciones de enfrentamiento, así como la ausencia de puntos fijos y duraderos donde anclar las luchas. Es la misma velocidad que el capitalismo impone a la rotación de los objetos de consumo la que también se traslada al constante cambio de los escenarios de lucha en los que se movilizan las nuevas resistencias.

Por supuesto, cuando uno se detiene a pensar sobre estas simetrías resulta difícil no lamentar que la dispersión de las luchas, su carácter segmentado y fragmentado, parezcan condenarlas a una atomización que impide las confluencias y las sinergias. No es que las luchas no consigan conectar entre sí y cristalizar por momentos en grandes manifestaciones y eventos políticos, pero estas confluencias siempre son efímeras y nunca perduran en el tiempo. Podemos lamentarlo y soñar con que las innumerables guerrillas se conviertan algún día en un potente ejército que nos conduzca hacia la victoria final, sin embargo, este lamento, y el sueño de una potente organización combativa, no deberían enmascarar el hecho de que las nuevas formas de dominación exigen, precisamente, el tipo de respuesta que las nuevas resistencias están proporcionando, y que otras formas de lucha solo son válidas para combatir unas formas de dominación diferentes, que siguen ampliamente presentes, especialmente en el ámbito laboral, pero que son de corte más tradicional.

El segundo problema tiene que ver con la voluntad de cambiar la sociedad en su totalidad y para todos. Esta voluntad se enfrenta con serios problemas, no solo prácticos, las dificultades para conseguir ese objetivo son suficientemente obvias a lo largo de la historia, sino también teóricos porque todo parece indicar que el camino que habría que recorrer para conseguirlo así como el resultado que se alcanzaría distarían mucho de satisfacer los principios que impulsan las luchas emancipativas. Parecería por lo tanto que la estrategia de arrancar espacios concretos al sistema y transformarlos radicalmente, en el presente y localmente, constituya la opción más razonable El problema, claro está, es que no hay exterioridad posible con relación al sistema social instituido, el cual no puede sino desarrollar una lógica totalizante. Esto significa que si no se cambia el sistema en su totalidad este seguirá condicionando buena parte de las prácticas que se desarrollen en los espacios que hayan sido transformados. Es en esta aguda tensión entre, por una parte, las consecuencias de pretender cambiar todo el sistema, y las consecuencias de no pretender hacerlo, donde radica uno de los dilemas más acuciantes de las luchas radicales.

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