Nunca ha estado del todo claro si la humanidad progresa moralmente o sigue más o menos igual que estaba en sus orígenes. No es fácil encontrar criterios que permitan dirimir la cuestión, disputada ya en los albores de la Ilustración sin que se pusieran de acuerdo los protagonistas de aquella disputa, entre los que estaban Rousseau y Voltaire.

Puestos a buscar criterios, algunos utilizan los Derechos Humanos, con un doble baremo: a lo largo de los siglos estos han crecido en extensión y en calidad. Esto es, cada vez se han incluido más personas bajo el paraguas de esos derechos innatos e inalienables y cada vez se han incluido más aspectos en la relación de esos derechos. Y ese crecimiento es prueba indudable de que vamos progresando.

En los artículos que siguen, Chema Sánchez Alcón introduce una afirmación que nos invita a pensar: «¿Quién nos dice que en otro siglo y pico no habrá otro presidente con Síndrome de Down, por ejemplo?» Su aportación se centra en las personas con discapacidad intelectual, partiendo del trabajo que está desarrollando para incrementar su capacidad de pensamiento autónomo no dependiente. Considera que el Convenio Internacional sobre los Derechos de  las Personas con Discapacidad, aprobada el 13 de Diciembre del año 2006, hace apenas unos años, por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ese convenio sería una prueba inequívoca de progreso moral de la humanidad, puesto que supuso el reconocimiento formal por la comunidad internacional de que las personas dependientes o discapacitadas ya no eran tales, sino personas con discapacidad, lo que supone un giro de 180º  y, sobre todo, supone incluir plenamente bajo el paraguas de los derechos humanos a un sector de la población que hasta esa fecha estaba muy mal considerado. El año pasado celebramos la elección de Obama; quizá dentro de unos años celebremos otra elección de una persona procedente de un colectivo hasta el momento ninguneado y marginado.

Ese mismo autor reconoce que se trata de un primer paso, importante pero insuficiente. Es necesario lograr que lo que aparece en los papeles oficiales se traduzca en hechos reales. Como bien expone Javier Romañach Cabrero, no es en absoluto baladí cambiar el lenguaje puesto que la realidad queda configurada por las palabras que utilizamos para hablar de ella. El título de su artículo es significativo: no tiene nada que ver hablar de diversidad funcional con hablar de discapacidad y mucho menos de dependencia. En el camino de empoderamiento de ese amplio colectivo de personas, el cambio del lenguaje es un primer paso para la recuperación de la propia estima. Y él da buena prueba del cambio.

De todos modos, insistimos: no basta con las palabras o las declaraciones. Hay que ir más lejos, pues los hechos son tozudos y no cambian a la velocidad que debieran. La frase que citaba de Chema Sánchez Alcón puede no llegar nunca a ser real porque la sociedad no modifique sus prácticas para hacer efectivo el reconocimiento. Incluso puede estar sucediendo algo parcialmente paradójico: reconocemos a las personas que tienen síndrome de Down como sujetos autónomos, pero al mismo tiempo las modernas técnicas de detección de trastornos prenatales y la ampliación de la interrupción del embarazo está provocando que apenas nazcan personas con ese síndrome. La eugenesia fue siempre un expeditivo procedimiento para «resolver» el problema que planteaban las personas con discapacidad.

Obviamente no es esta una solución. El camino es más bien la lucha constante para conseguir el reconocimiento efectivo de derechos fundamentales a todos y cada uno de los seres humanos, independientemente de sus específicas condiciones de existencia. Hay que avanzar hacia una sociedad en la que la diversidad funcional sea reconocida como tal y sea tenida en cuenta en todos los niveles y en todos los ámbitos.

En este sentido son muy interesantes los otros dos artículos que acompañan este dossier. Uno de ellos porque unas madres nos narran las luchas que tuvieron que sostener para lograr la integración escolar de sus hijos con diversidad funcional en condiciones dignas. No les ha resultado sencillo ni mucho menos, aunque las leyes las amparaban, pero lo han conseguido y sirven así de ejemplo a todas las personas que estamos implicadas de un modo u otro en las luchas por una transformación radical de la sociedad.

Luchar por un mundo mejor nunca fue sencillo. Como bien recuerda Messeguer en su artículo sobre el empleo, lograr la integración efectiva de las personas con discapacidad o diversidad funcional exige un compromiso global de la sociedad y eso tiene un costo no sólo humano —como muestra la dedicación de las madres del artículo anterior—, sino también económico. Los puestos de trabajo para estos colectivos no se consiguen sin políticas activas que se hagan cargo del costo de los mismos. En ese sentido, no viene mal recordar que los únicos modelos de prestaciones sociales eficaces son aquellos que se basan en el reparto, pues todo lo que suponga capitalización termina fomentando sociedades individualistas en las que cada uno busca su propia seguridad. La atención a la diversidad funcional solo puede arraigar y crecer partiendo de una sociedad basada en el apoyo mutuo. De eso algo sabemos, o intentamos saber, los anarcosindicalistas y por eso tiene pleno sentido dedicar este número a este tema.

El tema es apasionante y lo cerramos con un breve artículo en el que se comentan algunas referencias bibliográficas para aquellas personas cuya curiosidad haya sido aguijoneada por los otros artículos. Eso es lo que esperamos. La historia de Katharina que aparece al final de este último artículo es un bello y digno colofón. Al final, siempre hay personas reales que sufren y luchan. Y esas son las importantes.