Angel Llamas, Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universidad Carlos III de Madrid.

Hemos leído infinidad de artículos sobre José Saramago. Él mismo sería muy escéptico sobre el caudal de elogios, críticas, homenajes, jornadas, seminarios, artículos y libros,  vertido no sólo en estas semanas  sino durante  medio siglo de labor creadora. Sin embargo él siempre tenía una enorme curiosidad de saber qué decían de él, desde que le conocí siempre la tuvo, y en estas palabras me gustaría recordarle como si tuviera que contarle alguna historia para entretenerle, no para que sepa más, ya que ahora sabe tanto como sus personajes. Creo  que lo que realmente le gustaba no era que hablaran sobre él (más bien veo su mueca de disgusto) sino sobre las mismas cosas que le importaban de veras a él.

José Saramago era un hombre de dualidades aparentes. Mientras contaba  historias  decía que no había más historias que contar. No sé si lo descubrió mientras devoraba por las tardes-noches la biblioteca municipal del Palacio de las Galveias al principio de los cuarenta o por culpa de su eterna sensibilidad para empaparse de las historias invisibles que le rodeaban.  Sigo escuchando su voz de acento cerrado cuando le leo, diciendo que son los hombres los  irrepetibles y es con cada uno de ellos, a veces con uno sólo de ellos, con los que quería  conversar haciendo de cada una de las historias ya contadas, una historia irrepetible.

Le conocí en 1997 cuando los estudiantes de la Residencia de la Universidad Carlos III de Madrid votaron para él la Beca de Honor unos meses antes. Tuve el honor de presentarle como el inminente premio Nobel, sin saber que ya estaba harto de esas profecías. Los dioses se apiadaron de estas incómodas palabras y la convirtieron en una verdad prematura. Mientras tanto ya estábamos promoviendo su Doctorado “Honoris Causa”. La Universidad Carlos III incluía en sus Estatutos como requisitos  para otorgar sus “Honoris Causa” por  razones científicas o académicas, pero no contemplaba las razones artísticas. Así que la propuesta de nombramiento para José Saramago, un año antes de su Nobel,  fue devuelta por el Consejo de Dirección. Era difícil mantener que  un profesor que explicase la obra de Gabriel García Márquez o la del propio Saramago podría obtener la más alta distinción por razones académicas  y sin embargo se le podía negar a García Márquez o a Saramago.  De manera que una vez modificados los Estatutos por su Claustro un año después, pudimos darle este justo galardón. Cuando se lo ofrecimos, ya le habían otorgado el Nobel y muchas instituciones replicaban sus reconocimientos. Sin embargo, Saramago no nos falló. Estuvo presente en la inauguración de la Cátedra de Estudios Portugueses, en aperturas de cursos o en sus clausuras, modificando su agenda hasta en tres ocasiones para adaptarse a inauguraciones diversas, conferencias y en el elogio previo a Ernesto Sábato, en el que fue el acto más emocionante de los que he presenciado en el Aula Magna en casi dos décadas. Después pude conversar con él en más ocasiones de las que he merecido. Y siempre reconocí en él su sencillez, la  aparente rudeza que no lograba ocultar su  íntimo afecto por el mundo  ausente de fronteras, su atenta mirada capaz de incluir la mirada de los otros , su sensibilidad para estar atento a las pequeñas cosas que le rodeaban, su infinita y recíproca ternura con Pilar y su capacidad de escuchar.

Manifestaba un respeto por la universidad, a pesar de que en la universidad a veces se han forjado esas historias oficiales que tanto se esforzó por poner en duda. Le gustaba escuchar a los académicos y utilizar sus espacios para contrastar con estudiantes, personal de la administración y con profesores sus nada improvisadas opiniones y a menudo, provocaciones. Creo que era una de los modos de sentirse vivo y de mantener su espíritu crítico y heterodoxo en guardia permanentemente.

 Literatura y compromiso

Un día Pilar del Río, su mujer, me pidió que recogiera a José en el aeropuerto de Barajas. Venía de vuelta de su viaje por Palestina.  Volvía en el mismo avión que un grupo de profesores  a quienes yo había despedido el día anterior en el mismo aeropuerto y que las autoridades israelíes habían prohibido la  entrada, expulsándoles del país y colocándoles en el avión de vuelta “por su propia seguridad”. Saramago acababa de hacer las declaraciones sobre Israel que tanto polvo levantaron en una visita conjunta con algunos representantes del Parlamento Internacional de Escritores. A pesar de la dureza de la respuesta de no pocos sectores que después guardaron silencio ante situaciones que el Gobierno de Israel ha mantenido día a día e incrementado, a pesar de la impasividad de la comunidad internacional o del apoyo de aliados muy determinantes, a pesar de la retirada de los libros de José de las librerías de Tel-Aviv cuando “Todos los nombres” batía records de ventas allí, Saramago no dejó de denunciar la tremenda injusticia de lo que veía, y de cómo lo entendía.

Recordé algo que había leído sobre él, pero  no recordaba donde. “Para ser grande, sê inteiro”. Para ser grande, sé  entero. Se pasó años de su juventud repitiendo las palabras del verso de Ricardo Reis, uno de los heterónimos de Pessoa, haciéndolas suyas, reteniendo la intuición de lo que estaba contenido en aquella línea, desplegándola en una tensión que tenía una segunda parte. ¿Qué era aquello de ser grande? Después descubrió que en el modo de ser grande de Ricardo Reis, había  una distancia con el mundo, ya que para alcanzar la grandeza había que ser sabio y  “Sábio é o que se contenta con o espectáculo do mundo”. Aquí estaba el otro polo de su conflicto.  La pasión y la repulsión.  El actor y el espectador. Él mismo declaraba después que “O ano da norte de Ricardo Reis” (1984) fue su particular ajuste de cuentas con un conflicto que había latido en su interior entre observar el mundo con la distancia de un escritor o intervenir en él. En 1969 había ingresado en el Partido Comunista Portugués y nunca lo abandonaría. Borges afirmaba de Cortázar que era un gran escritor a pesar de sus ideas políticas y que a Neruda le había arruinado la poesía su compromiso. Pues bien, Saramago es (y no digo “era” porque nunca podré conjugar este verbo en pasado y menos para esta cuestión) un escritor comprometido. No sólo no abdicó del desgaste y el descrédito que esta dimensión ha llevado consigo en el pasado siglo sino que la renovó. Se convirtió en un referente de una izquierda a la que el mismo fustigó en no pocas ocasiones. Desde su comunismo libertario tomó distancia con el régimen cubano en su famoso “Hasta aquí he llegado” del 2003, cuando denunció los fusilamientos de los secuestradores de una embarcación. En el 2005 volvía a Cuba sin dejarse secuestrar por los que le exigían  una sola interpretación de sus palabras y también volvía al centro del huracán de afectos y desafectos.

Su compromiso partía de una convicción sencilla pero muy profunda. No abdicar del espacio público, no dejar de mirar con varias miradas, no engañarse con la “globalización” en la que aparentemente está  implicado un planeta como sujeto pasivo y sólo unos pocos como sujetos activos en la toma de decisiones y en el control de la información y de los criterios para engullirla y fagocitarla. Y a la vez su peculiar relación con la palabra esperanza.

El hombre era para él, un pobre diablo. ¿Hay esperanza para el hombre cuando no es más que un pobre diablo? Este hombre había entregado su vida a la literatura y había empezado a ser reconocido a la edad en la que muchos escritores ya han dejado de escribir. ¿Dónde está aquí la capacidad trasformadora de la literatura? Un hombre de izquierda se caracteriza casi sólo ya porque cree en la capacidad transformadora de la política. ¿Es la literatura un medio de cambiar las cosas? Saramago decía que no, pero escribía que sí.

Saramago se ganó el respeto y también muchos desafectos desde  el centro de la honestidad. Su negativa a dejarse seducir por atajos y vías fáciles le trajo conflictos que a pesar de pasar por ser un provocador le hizo sufrir enormemente. El gobierno de Portugal  vetó su novela “O Evangelho Segundo Jesus Cristo” en 1991 cuando competía en el Premio Literario europeo. El abandono de su residencia en Lisboa para irse a vivir con Pilar a Lanzarote desencadenó un desencuentro con las autoridades portuguesas que nada tenía que ver con sus lazos con el país vecino. Mucho antes, en su “A jangada de pedra “(1986) había ensayado su visión ibérica, en una ficción de península desgajada del continente a la deriva hacia América. Como diría en unas jornadas que el Instituto de Cooperación iberoamericana le dedicó en mayo de 1993, la interpretación que Ernest Lluch había hecho de su novela, al decir que,  más que una Iberia ausente de Europa para acogerse en América la propuesta era la de una América aproximada a Europa a través de la península, era la que más le satisfacía.

Su labor crítica. Su denuncia constante. Su militancia contra corriente. Su comunismo libertario. La defensa de un medio ambiente de un modo comprometido. No siempre la izquierda comunista ha sabido defender el medio ambiente sin ver un antagonismo con la lucha de la clase trabajadora. Más bien al contrario. Aún está la asignatura pendiente de poder hacer una reivindicación (ver sus Cuadernos de Lanzarote, pág. 400 y ss, a modo de ejemplo) del espacio como lugar que entregar a las generaciones futuras compatible con la dignificación del mismo, más allá de una proyección de la propia ideología. José vivió Lanzarote, como sus lugares de infancia,  desde dentro, sin pedir permiso a sus convicciones para hacerlo, sin cosificarlo. Reivindicó, frente a la especulación, el derecho de la naturaleza para sobrevivir sin condiciones, declarándolo independiente de la mera ambición de extendernos en él.  La imagen de su abuelo abrazándose a los árboles con lágrimas en los ojos para despedirse cuando ya sentía cercana la muerte, pesaba más que cualquier juicio o teoría sobre el medio ambiente. 

 Una curiosidad fresca y despierta

Es innegable que poseía un estilo propio pero no se dejaba apresar por él. Algunas veces me contaba que escribía a partir de una imagen, una novela entera apresada en una sola imagen, por ejemplo, la de un hombre con un maletín en un café. Ahí estaba contenida una novela de cuatrocientas páginas. Su labor era liberar la historia que esa imagen contenía. Del mismo modo, intentaba no dejarse apresar por esos iconos que nuestra sociedad considera no puntos de partida sino puntos obligatorios de llegada. Nada más incómodo para él que las verdades acabadas. Filosofaba desde una condición asumida de neófito permanente de la filosofía, algo que le daba una frescura casi infantil. 

Disfrutaba con las adaptaciones a la ópera de sus trabajos y no negaba el manejo de sus textos para todos tipo de exposiciones. A su generosidad se le unía la curiosidad. Asistía con inquietud de liberado a sus propias consagraciones, con un punto no escondido de vanidad pero sin perder el asombro, la distancia con los elogios que él consideraba desmedidos, la necesidad de agradecer sinceramente y a veces con la molestia del uso partidario que de sus textos o declaraciones hicieron sectores muy diversos. Él  se había convertido en un referente y ese era uno de los peligros que más le inquietaba.

Estaba muy vivo entre los jóvenes. Cartas de jóvenes de hasta 14 años discrepando de posiciones suyas a los que contestaba.  Muy sorprendido a la vez por la capacidad del blog de la Fundación que lleva su nombre, de producir respuestas desde tantos lugares y de un modo tan inmediato y que atendía personalmente con la ayuda de Pilar.  Su condición de permanente heterodoxo multiplicado y debatido en el tiempo de las novísimas tecnologías en tiempo real.

José se declaraba ateo, no necesitaba a Dios y añadía que era buena persona. Si le creemos se ha fundido con la “nada”. ¿Y no ha ocurrido nada? , como si nada hubiera pasado mientras Saramago pasó aquí un tiempo.

Ocurre que ahora tenemos textos que no vinieron de la nada. Llegaron desde un hombre que tuvo la necesidad de ponerse en pie,  alzado frente a las condiciones económicas adversas familiares y se construyó a si mismo negando con su experiencia que, aunque condicionados, no estamos determinados. Convivió con los jornaleros de Lavre para su “Levantado do chão”  (1980) y su voz se convirtió en estilo propio desde entonces. Es en esta novela donde podemos rescatar las raíces de su estilo y también de su compromiso. ¿Puede escribirse sin compromiso? La pregunta no tiene respuesta porque en el caso de José carece de sentido hacerla. No sabremos nunca qué hubiera sido de él sin esa labor de hacer visibles los rostros invisibles, sencillamente porque estaríamos hablando de otra persona, de otro escritor. ¿Todo su esfuerzo está en ver las cosas de otro modo y no sólo del modo más fácilmente reconocible conforme al mudo  a favor de la corriente? No podría decir que sí, pero es imposible concebir a este autor olvidando que le obsesionaba observar con otra mirada. Ahora, la otra mirada sería la suya, y las de los otros, las que no suelen contar en la mirada oficial, en la mirada de la historia consagrada

Lo hizo no sólo con la novela, sino con las obra teatrales -In nómine Dei, mi preferida, devenida en Ópera en Divara (1993)- ,en sus cuentos , crónicas y relatos de viaje, incluso en las otras adaptaciones de Azio Corgui en el Memorial del Convento (1982) que se convierte en  Blimunda en 1989, o en el Don Giovanni más reciente.

Él se molestaba mucho cuando le preguntaba por la esperanza de sus novelas, en las tripas de sus personajes: “la literatura no sirve para cambiar el mundo”, tantos buenos libros escritos en la historia de la literatura y su diagnóstico oscuro sobre la paralela historia de los seres humanos, le armaban definitivamente para responder con el más hosco de sus gestos. A José sí le servía para proponer otra mirada cuando había algo que decir. Estuvo casi veinte años en silencio, sencillamente porque “no tenía nada que decir”. Después, todo aquel silencio, más allá del “silencio de Dios”, se detuvo. Se convirtió, pese a lo que afirmaba, en reivindicaciones de la esperanza, no de un modo ingenuo sino armado de historia, como en el “Memorial do convento”,  (1982) patria de las otras historias. Como también lo fue del modo de comprender el alma femenina, en su definitiva Blimunda. Pilar fue su Blimunda antes de conocerla, cuando en palabras de Mercedes de Pablo “al pasar la última página, borró el punto final».

En Blimunda estaban todas las mujeres como “Todos los nombres”, y a la vez no estaba ninguna, la hizo singular frente a lo genérico y universal frente a las simplificaciones. Ahora José descansa armado de su Memorial y es la memoria de los que no acaban de escuchar las suyas reposando no en las lejanas estrellas sino en la tierra de sus mayores. Su abuelo abrazaba uno por uno los árboles al despedirse del mundo y  José abraza su tiempo con una dedicatoria secreta de Eduardo Lourenco.

 No dogmas sino caminos

En alguna ocasión, en su casa de la calle de la Madera discutimos sobre el término matrimonio en el proyecto del Partido Socialista en España. A pesar de que la Iglesia despachó su fallecimiento con la miseria que suele caracterizar su poco embridado fanatismo, José llenaba de conocimiento, de matices las posiciones antes de pronunciarse, incluso admitiendo puntos a favor de los que después con ignorancia le descalificaban con el maniqueísmo del ellos y nosotros, del todo o nada. Su “O Evangelho Segundo Jesus Cristo” revela su descomunal esfuerzo por comprender en un diálogo con el lector, ofreciéndole no dogmas sino caminos posibles.  Caín (2009) seguiría la misma estela, en un texto más sintético, como apostilla de una sola voz al Evangelio, como una continuación infinita del Judas borgiano que acepta la divina misión de ser traidor en “el otro poema de los dones”.

Este hombre que siempre escuchaba no pretendió otra cosa que comprender.

En su “História do Cerco de Lisboa” (1989), lo recordaba bien César Antonio de Molina en 1995 , Raimundo Silva pasa de ser un oscuro corrector a un personaje activo para denunciar así las malversaciones de la historia, los milagros que no ocurrieron, los intereses ocultos en los fanatismos religiosos, las traiciones en el mismo bando y lo resumía en la cita inicial del “Libro de los consejos” …”Mientras no alcances la verdad, no podrás corregirla. Pero si la corriges no la alcanzarás. Mientras tanto no te resignes”.

 No sólo se trata de convertir una sarta de mentiras en verdad oficial, sino la prohibición de cuestionarla. A poner de relieve, a denunciar esta actitud consagró  Saramago su talento y su vida.

 Su talento desde su estilo, acercándose, como ya se ha dicho muchas  veces, a la simultaneidad  partir de la acumulación de datos, de pensamientos, de acciones. Con voces vivas al trastocar signos de puntuación a la medida del lenguaje hablado. Buscando el movimiento para poder hablar de lo humano sin tratarlo como un tópico. Su forma de lo humano es una aportación que no envejecerá fácilmente porque no lo convierte en historia. Su discurso de la vida está puesto en continuo contraste entre sus personajes y su indagación histórica y la elevación por encima de sus acontecimientos. Esto le hace tender puentes con el lector irrepetible que busca por encima de las historias repetidas desde el principio de los tiempos.

En el nombre de todos aquellos a los que has hecho menos invisibles,  en el de los que se saben ahora, a fuerza de conversar desde tu obra,  irrepetibles, gracias José.