José María García López

Antonio Machado le hace decir a Mairena en clase de Retórica: “Nunca debéis incurrir en esa monstruosa ironía del homenaje al soldado desconocido, a ese pobre héroe anónimo por definición, muerto en el campo de batalla, y que si por milagro levantara la cabeza para decirnos: “Yo me llamaba Pérez”, tendríamos que enterrarle otra vez, gritándole: “Torna a la huesa, ¡oh Pérez infeliz!, porque nada de esto va contigo”. Artículo publicado en el nº 272 del Viejo Topo

Conocida es la reflexión de Antonio Machado, a través de su profesor apócrifo Juan de Mairena, sobre el homenaje al soldado desconocido, práctica que desaconseja de modo terminante a sus alumnos y que, tras las últimas gestiones fallidas en torno a los restos de García Lorca y otros inmediatos asesinados por la vesania franquista (presuntamente sepultados en las inmediaciones de Víznar pero no aparecidos en las correspondientes prospecciones), podría conectarse con algunos aspectos importantes del caso singular del banderillero anarcosindicalista Joaquín Arcollas, compañero final del poeta granadino, así como lo fueron al parecer, o según suficientes informes contrastados, el también banderillero y anarquista Francisco Galadí y el maestro del pueblo de Pulianas Dióscoro Galindo.

Hemos asistido a lo largo de estos últimos años, y recientemente en medio de un entrecruzamiento apasionado de razones políticas, sentimentales, literarias o de justicia, a un debate muchas veces enrarecido y vergonzante acerca de la necesidad o no de exhumar los restos de esas víctimas y de otras muchas de idénticas tropelías desperdigadas por los campos del territorio nacional. Han intervenido instancias oficiales, casi siempre a remolque cuando no entorpecedoras, historiadores e investigadores de distintas especialidades, partidos políticos con unos intereses u otros, familias más o menos divididas, otras decididas positiva y negativamente, organizaciones reivindicativas de la búsqueda y dignificación de los asesinados, enterrados clandestinamente, injuriados, desaparecidos y arrojados a la humillación del olvido. Casi todo el mundo ha opinado en los medios de comunicación o en círculos más restringidos y ha expuesto sus razones. Se han introducido especulaciones y fantasías, contradicciones de los testimonios tradicionalmente dados por válidos, vacilaciones y rectificaciones domésticas y multitud de juicios desde una gran variedad de perspectivas.

En esta confusión (limitándonos únicamente a considerar aquí los casos de las cuatro víctimas mencionadas) ha venido a destacar una circunstancia especial en uno solo de los fusilados e inhumados en Víznar, Joaquín Arcollas Cabezas, la de que este hombre no tiene por lo visto herederos o deudos directos ni indirectos que puedan reclamar legalmente el rastreo, la declaración de reparación y reconocimiento personal y en su caso la exhumación de los restos, ya que esa premisa de familiaridad es una de las establecidas en la popular e imprecisamente llamada Ley para la Recuperación de la Memoria Histórica. (Se trata de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura). Otra premisa posible es la de relación institucional del interesado con una organización en la que hubiera tenido alguna responsabilidad, la cual también podría instar al gobierno jurisdiccional competente para que llevase a cabo las medidas de referencia en orden al reconocimiento de los derechos igualmente citados a favor de esa persona perseguida, detenida ilegalmente, asesinada y desaparecida, como fue sin duda el banderillero Joaquín Arcollas.

Pero está probado que este hombre, junto con su colega Galadí, fue militante de CNT-FAI y tuvo como tal una cierta actividad en Granada, con la cosecha indirecta del odio por parte de la derecha local y/o de esa burguesía que según la opinión de Lorca, de veracidad indemostrable, dicho sea de paso, era la peor de España. Así que los herederos políticos de la legendaria confederación (en este acto los trabajadores del sindicato CGT de Andalucía) se personaron no hace mucho en la causa del solitario e irreclamado Arcollas para solicitar lo que la ley mencionada sanciona y en función de pertenecer a la misma “familia ideológica”. Tras distintos trámites, aceptación de la solicitud, mediación del Defensor del Pueblo Andaluz y rechazo de la pertinencia argumental de los demandantes, el asunto está en un nuevo impasse y, después de esa primera (?) búsqueda infructuosa, tan parcial, momentánea y evidentemente escasa, de los restos mortales de los fusilados, ha vuelto a cundir el desánimo entre quienes creen que hay que exhumar en lo posible a todas las víctimas mal enterradas de aquel golpe de Estado de 1936 y reparar su dignidad, al menos de modo simbólico-retrospectivo, con la del resto de los que la merezcan.

Para muchos está claro que esa Ley 52/2007 es incompleta, timorata en varios puntos y en otros vaga, pero también es cierto que ha servido y servirá a numerosos herederos de aquellas personas tan bárbara e ilegalmente suprimidas o perseguidas por tantas vías y sinrazones para reconstruir las circunstancias últimas de sus deudos, para “dignificarlos”, según expresión recurrente en la que otros no creerán, mediante ceremonias fúnebres más convencionales o ungidas por las creencias o las costumbres, mediante los puros actos de constatación de los mecanismos del crimen o mediante su descubrimiento en otros posibles casos de desinformación. Hoy día los avances científicos, antropoarqueológicos, bioquímicos, criminológicos y de técnicas forenses en general coadyuvan (y en algún sentido obligan) a la identificación de los restos de los cadáveres, a la demostración de cómo y por qué medios fueron reducidas a tales las personas a quienes corresponden y a ver prácticamente, como en una película proyectada hacia atrás, los movimientos de los ejecutores, sus formas tan terriblemente humanas de proceder y con ellas los principios o los motivos que animaron sus corazones, quizá también presas de otros impulsos de terror, sus espantosas miserias y quién sabe qué otros contenidos de sus pensamientos y voluntades.

Se dirá (se ha dicho con insistencia) que no serían necesarias esas exhumaciones, en el sentido más preciso pero asimismo en el metafórico del término, una vez que “ya sabemos” hasta qué extremos puede llegar la crueldad humana, a qué obscenas barbaridades de violenta abyección pueden acceder los hombres contra ellos mismos, es decir, contra sus semejantes. Hay que olvidar, dicen, no reproducir el horror, hay que cerrar y no reabrir las heridas, hay que tener en cuenta que víctimas comparables las hubo en “ambos bandos”…  Pero no: la verdad es que “no sabemos” tanto y hay que hilar mucho más fino en ambas cuestiones. Quién es, por otra parte, capaz de olvidar a conciencia y del todo. Quién cree que el olvido depende de una decisión personal o social. Cómo se podría hacer concordar el olvido con la fe humana en el conocimiento. Por otro lado, por qué suponer que de la revisión exhaustiva del pasado en este viscoso asunto del golpe franquista, la guerra civil y la represión posterior se derivaría, por lógica o por psicología invariable, despertar afanes de venganza o revancha. El esclarecimiento de la verdad no impide la piedad, la tolerancia, ni siquiera el perdón. La lógica del equilibrio diría más bien lo contrario: si Franco y sus secuaces no tuvieron piedad de los que asesinaron simplemente por ser ciudadanos de un régimen republicano legítima y democráticamente establecido, tal vez la reacción refleja, aparte de más noble y deseable, fuera la de no querer equipararse en nada a esos odiadores interesados, a esos esbirros y asesinos. Más aún: ¿no nos es posible imaginar en éstos el arrepentimiento de sus criminales actos?

Pero esa insistencia en los “dos bandos” (y claro que también muchas mentes lúcidas lo han señalado) es poco, más o menos tan espinosa. No son dos bandos a la manera de los de zegríes y abencerrajes durante las guerras civiles en la antigua Granada nazarí. No son dos grupos que luchan en igualdad de campañas y pretensiones de poder. Unos fueron los golpistas contra la legalidad y otros los expulsados de su estatus democrático, con todas las imperfecciones, debilidades e inconsecuencias que tuviera. No es lo mismo un león que persigue a una cebra para matarla haciendo presa en su garganta, que esa misma cebra que le rompe al león la mandíbula de una coz mientras huye en medio del pánico. Hay un depredador y un depredado, y además ya no somos animales instintivos. Un gato acorralado por un perro puede saltarle un ojo al acosador y puede morir en su atroz defensa, pero el perro será entonces responsable de la muerte del gato e igualmente de la pérdida de su ojo. ¿Por qué no compadecer a ambos con una valoración diferente de la culpa de cada uno?

Tal comparación remite no sólo a esta Ley o a las leyes en general, que en parte son marcos y correctivos necesarios de  conductas abusivas o peligrosas, sino a consideraciones superiores y a ambiciones intelectuales y éticas a cuyos límites o condicionantes se acoge naturalmente el legislador. Esta Ley 52/2007 por ejemplo, tan reciente, ha necesitado ya un Real Decreto para desarrollar algunos de sus principios (el 1791/2008, de 3 de noviembre), lo cual significa, como habría sido fácil suponer, que es incompleta y que desde luego todavía podría desarrollarse más. Entre otras deficiencias diversas, la Ley no se compromete por ejemplo de forma tajante en la cuestión de las exhumaciones, no es inequívoca ni exigente al respecto, no contempla, ni mucho menos, restituciones o expropiaciones materiales de lo intervenido, usurpado o robado por los golpistas y sus beneficiarios a los vencidos en la guerra y fija el principio familiar del derecho a la reclamación como perspectiva prioritaria sobre otros posibles demandantes y receptores de respuestas.

Esta última prioridad es la que ha hecho que el sindicato CGT-A haya adoptado la expresión “familia ideológica” para solicitar ante la justicia la declaración de reparación y reconocimiento personal del banderillero Joaquín Arcollas, así como la correspondiente búsqueda de sus restos, la exhumación de los mismos y el trato respetuoso posterior que se crea conveniente. Pero ¿por qué familia como prioridad? ¿Y si el asesinado y enterrado no la tuviera consanguínea ni ideológica? Cómo podría reclamarse o exigirse la reparación moral y la investigación sobre los restos exhumados acerca de los detalles y motivos de la muerte de una persona solitaria que hubiera tenido una vida corriente personal y socialmente y que hubiera caído víctima de un crimen como los de referencia..

Aquí es donde encaja la sentencia de Mairena sobre el homenaje al soldado desconocido. Aun si la instancia jurídica pertinente aceptase la legitimidad y el derecho del concepto “familia ideológica” (cosa que de momento no sucede), ¿qué pasaría cuando tal premisa tampoco se diera? Hacer homenajes al soldado desconocido es convertir a las personas en abstracciones y disponerse a remachar el olvido. Es un principio equivalente a la estulticia internacional de declarar bienes de valor universal (no hablemos de las fiestas “de interés turístico”) unas creaciones humanas u otras, dejando las demás alrededor o por debajo. ¿“Patrimonio de la Humanidad”? Una de dos, o no hay nada que sea patrimonio o no hay nada que no lo sea. Igual que “Patrimonio de la Humanidad” se podría decir “Humanidad del Patrimonio”. O desde otro punto de vista: ¿Patrimonio de la Humanidad lo que ha sido declarado así en un tiempo limitado y por unos hombres limitados, que no pueden abarcar ni la idea inamovible de patrimonio ni la idea de humanidad?

Los padres, hermanos, hijos, nietos y demás familia, biológica, política, militar, inquisitorial o la que fuere (no se olvide que “familia” viene de “fámulo”) tienen evidentemente una conexión especial, como la tienen los seres con el territorio en el que han nacido y vivido, con la lengua que han heredado, con las ideas, la religión, las costumbres, todo lo que implica sentimentalidad, afecto, inercia irracional, civilización y cultura, pero hay una categoría superior que es la de persona en un ámbito universal. Y no es que la propiedad sea un robo (como dijo Proudhon) o algo más o menos parecido, sino que en los juicios humanos lo que importa es la concepción misma de Humanidad, ya que ésta en su unión y a lo largo del tiempo es únicamente la que ha ido configurando a la persona existente en cada tiempo presente, así como los avances o progresos, las supersticiones retrógradas, los falseamientos de la memoria y de la historia, los más nobles y ambiciosos ideales.

Los hombres no son de sus familias, no son fámulos ellos tampoco de un ente superior o principal. Patrimonio de la humanidad son las pirámides de Egipto, pero no lo son más que el color verde y efímero de un campo en su estación o que cualquier otro fenómeno natural o edificado. El pensamiento humano, que es inevitable además de admirable, se rebela antes o después enemigo de los tópicos y de los lemas mostrencos. Familia biológica, bueno, sí, con el debido respeto. Y familia ideológica o política, igual en lo que sea oportuno. Pero cualquier ser humano tiene idéntico derecho de reclamar justicia para otro. Cualquier nombre tiene potestad para invocar otro nombre, para reconstruir la existencia que fue sojuzgada y violentamente desaparecida. Cualquier voz puede solicitar la verdad en todo ámbito en que ésta se haya escamoteado o tergiversado. Sólo la reconstrucción de la infamia pudiera dar lugar a la posible expiación. Sólo la revelación del delito podría tratarlo adecuadamente.

Se habla, ya se ha dicho, de “heridas reabiertas”. ¿No volvería a abrir una herida un cirujano que se ha dejado en el interior del paciente una gasa o un bisturí? ¿Acaso no sucede literalmente esta circunstancia comparativa más veces de las deseables? Sin embargo no es necesario para reclamar la revisión de esa herida un paciente del mismo mal que el operado, un familiar del sufridor del descuido y ni siquiera el propio cirujano que dejó el cuerpo extraño en el interior del enfermo. Las cosas que afectan a la justicia social o que interesan a todos no se ponen en valor porque sean señaladas desde una perspectiva u otra. La verdad (también lo dijo Machado, remate paradójico aparte) es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Debería ser buscada sin descanso y por todos los medios (con o sin solicitud personal o grupal del tipo que fuere) por las instancias más altas y especializadas que representan a los ciudadanos, es decir, por los ministerios y consejerías de justicia, o comoquiera que se denominen en cada convención política, histórica y geográfica.

La desventura del soldado desconocido como sanción o cierre en falso de una gran herida corta ampliamente el círculo donde se encierra y entierra el banderillero Arcollas y otros posibles proscritos sin descendientes visibles ni adscripción institucional reconocida. El legislador no tiene que ser más obtuso ni más cicatero que los demás ciudadanos. Al revés, debería ir por delante en el análisis y en la sutileza de sus mensajes. Debería ser más lúcido y generoso, más inflexible y exigente y lo más preciso que se pudiera imaginar. ¿Es posible que los hombres no sean todavía capaces de desembarazarse de la oprobiosa y estomagante gracia que dice “el que hizo la ley hizo la trampa”? Arcollas es el soldado desconocido que tiene nombre y del que se guarda singular memoria. Arcollas sería un modelo excelente si se impusiera la voluntad de mejorar el destino humano a nuestra humilde escala. Sería un gran paso adelante que, incluso sin ninguna clase de familia que lo quisiera recordar y reivindicar, podría servir no para ser dignificado (quién dice que necesiten dignificación los asesinados por el franquismo o que la perdieran por ser enterrados en noches clandestinas a campo abierto), sino para dignificar a los que lo exhumaran y averiguasen toda la miserable trama que lo llevó a la muerte y la minuciosa escena en que se ejecutó.

Por otro lado, un simple acto de piedad y otro de responsabilidad social o solidaria sugerirían atender más a Arcollas precisamente porque no tiene a nadie que de un modo afectivamente inmediato lo pueda reclamar (de Galadí y Galindo sí quedan y se han hecho presentes familiares interesados) y porque no fue un hombre muy significado ni famoso como García Lorca, cuya figura sí suscita una larga serie de reclamaciones, aparte las controvertidas razones familiares en torno. Digamos que invocar la memoria de Lorca es fácil, que se dan muchos puntos de vista desde los que aguardar la reconstrucción de la secuencia de su muerte, desde los que demandar el esclarecimiento de sus circunstancias. Lorca fue, entre otras cosas, un autor de teatro de moderada pero clara actitud pública o política, fue un verdadero poeta, aunque quizá no permanente ni sin trampa en todos sus versos, fue un vividor homosexual (dicho sea en parte por el machismo cerril de su entorno, falangista y no falangista) y un triunfador envidiable, un hijo de terrateniente que podía inspirar rencillas locales y odios, un personaje brillante por las terrazas madrileñas y los cafés granadinos, un autor celebrado en España y en América. Pero Arcollas no fue nada de eso, ni por semejantes caminos se le puede mitificar. Fue un mero peón de brega taurina, por supuesto no un “matador”, un “espada” o un “diestro”, que para colmo no dejó descendencia aparente ni siquiera colateral.

Y ya que, aunque de pasada, hablamos de dos poetas españoles, de la historia trágica de uno de ellos junto a las de un maestro y dos banderilleros, podría concluirse este apunte con lo que escribió otro poeta, en este caso el peruano César Vallejo en su poema Masa del libro España, aparta de mí este cáliz. Joaquín Arcollas Cabezas podría ser el combatiente vallejiano muerto (el soldado conocido bajo el recuerdo de muchos homenajeadores desconocidos) a quien un hombre se acerca al fin de la batalla para decirle: “No mueras, te amo tanto”. El poeta cholo añade: “Pero el cadáver, ay, siguió muriendo”. El poema continúa in crescendo en el sentido de que dos hombres más, luego veinte, cien, mil, quinientos mil, millones de individuos se acercan al soldado difunto para rogarle con distintos argumentos que regrese a la vida. Siempre el cadáver sigue muriendo, hasta que, para el buen entendedor, César Vallejo remata en la última estrofa del texto: “Entonces todos los hombres de la tierra/ le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;/ incorporóse lentamente,/ abrazó al primer hombre; echóse a andar…”