Joel Feliú i Samuel Lajeunesse (Profesor de Psicología Social en la Universitat Autónoma de Barcelona)

Las culturas no existen. Las diferencias sí. Pero no se puede defender la diversidad partiendo de la idea de que existen diferencias, las culturales, que son esenciales y que deben ser salvadas, resguardadas del capitalismo, junto con las personas que las habitan, o incluso que nuestra lucha antiglobalización debe proceder precisamente de la necesidad de salvar estas entidades culturales, estén en extinción o no. Pretender salvar la diversidad cultural en un contexto globalizado reivindicando su presencia eterna, es hacerle el juego precisamente al capitalismo que subvierte, convirtiéndola en producto de consumo, cualquier forma de vida. La resistencia solo puede construirse negando carácter esencial a las diferencias, apostando por la capacidad de las personas de vivir en diversidad asumiendo que la vida es cambiante, de fronteras mal delimitadas y en constante movimiento.

Introducción

En estas páginas me gustaría ofrecer algunos elementos de discusión alrededor de los peligros que conlleva la defensa acrítica de la necesidad de luchar por proteger las diferentes culturas frente a la globalización, así como la adscripción espontánea y entusiasta al multiculturalismo como forma de vida. Quiero explicar como la resistencia a la globalización capitalista no puede pasar por la defensa de las culturas locales y del multiculturalismo, si no por reinventar la globalización como un espacio de celebración y de respeto de la multiplicidad de diferencias que nos caracterizan como seres humanos.

Si resistimos la globalización capitalista, o como lo llama Beck el globalismo, reivindicando un retorno a las esencias culturales, entonces estaremos marcando el camino a la extrema derecha para que ésta lo pueda recorrer con toda facilidad, y además nos haremos cómplices de este mismo globalismo que ya de por sí está interesado en la creación de nuevos nichos de mercado, es decir en mercantilizar cualquier aspecto de nuestra vida, incluidas nuestras identidades, sean estas culturales, de género o de preferencia sexual. Lo que pretendo es responder a la reacción nacionalista, tanto de izquierdas como de derechas, en contra de la globalización, remarcando que algunas críticas a ésta pueden ser un remedio peor que la enfermedad, por el hecho de que en primer lugar, refuerzan la idea de la existencia de diferencias culturales esenciales entre las personas y por lo tanto alimentan el racismo y los fundamentalismos culturales; y, en segundo lugar, defienden los poderes del estado moderno sin cuestionar la doble forma de explotación y exclusión que supone la coexistencia de los estados modernos con el mercado globalizado.

Culturalismo

Últimamente las cosas han cambiado, nosotros hemos cambiado. Aceptamos vivir en un mundo multicultural, mejor aún en una sociedad multicultural. Nos ha costado, pero estamos en ello, nos gustan la heterogeneidad y la diversidad, nos consideramos tolerantes y solidarios. Y ni tan siquiera en la izquierda eso había sido así durante la mayor parte del siglo XX. Pero, la pregunta que surge es: ¿no será que esta situación multicultural nos está llevando hacia un nuevo racismo? ¿No mantenemos las mismas prácticas de discriminación camufladas bajo discursos que queriendo alentar y proteger la diversidad son segregadores? La idea predominante de cultura, en el sentido antropológico, es decir como ‘diferencia cultural’, conlleva suponer que las personas tenemos que pensar, sentir y actuar en función de la cultura a la que «pertenecemos».

Cuando estamos sometidos a la idea de que poseemos o nos posee una cultura determinada, esto, de por sí, por el mero hecho de vivir en una sociedad injusta y desigual, reduce los posibles proyectos de vida de las personas. El culturalismo viene a ser lo mismo a la cultura que el racismo a la raza, un sistema de discriminación anclado en un concepto abstracto y arbitrario.

El culturalismo es una ideología social que configura el mundo a su manera, un discurso hegemónico, muy reciente, de hecho moderno. Pero en tiempos no tan antiguos la gente no pensaba en los seres humanos como personas que tuvieran otra cultura. Por supuesto, seguramente preferían y defendían a la gente a la que consideraban como su propia gente, por encima de los demás, y esto podía suceder con quienes compartieran barrio, pueblo, religión, idioma, gremio, clase o linaje, pero no por razón de cultura, porque hasta hace poco las culturas no existían. Ahora sí. El triunfo del concepto de cultura, de la idea de cultura, ha provocado grandes cambios en el panorama de los últimos cien años, y ahora somos capaces de conocerlas o desconocerlas, respetarlas o aniquilarlas, admirarlas o repudiarlas, ignorarlas o adorarlas…

La cultura, las culturas, están entre nosotros, y el mundo tiene una nueva forma: una bola del mundo con sectores de diferentes colores, más o menos coincidente con los estados-nación, tanto los realizados como los que aspiran a serlo. Ahora las fronteras ya no delimitan religiones, ni reinos, ni feudos ni imperios, solo culturas, sobre las que parece haber consenso en el hecho de que es deseable mantenerlas y salvaguardarlas.

Pero vivir en una sociedad culturalista comporta ciertas consecuencias. Clasificar a las personas en grupos culturales no es natural, puesto que las culturas son una construcción histórica. Ni parece que sea una tarea que merezca respeto decir que los catalanes son de tal manera, los españoles de tal otra, los marroquíes de la suya, los latinoamericanos de aquella de más allá, esto solo acarrea arbitrariedad e injusticia al simplificar realidades más complejas. La creencia en las culturas es un mal moderno, de aquí que en este artículo expreso la duda sobre si debemos asumir los postulados del paradigma de la multiculturalidad, o si al hacerlo solo estamos incurriendo en reforzar los discursos segregacionistas.

Cultura y nación/estado

El culturalismo ancla la gente en un territorio y dispone de un instrumento eficaz para hacerlo: el estadonación.

La relación entre cultura y nacionalismo pasa siempre por el territorio -ver Jackson y Penrose, (1993), así como Soja (1989)-. Por eso no causan extrañeza las proclamas de la ultraderecha europea de mantener a cada cultura en «su» territorio o nación. Todos tenemos en la mente la manera de ver el mundo que nos ofrece la cartografía. Un tipo de puzzle complicado con piezas de formas y colores diversos. Cada pieza puede ser un país, una nación, una lengua, una cultura… dependiendo de quien haga el mapa y con qué intención.

El efecto que tiene esto es que después no podemos entender el mundo de ninguna otra manera que formado por unas regiones que se autocontienen y se autoexplican, formado por unos territorios a los cuales la gente pertenece (tal como se entiende pertenecer en el sentido de posesión y de propiedad). No entendemos, pues, las migraciones y nos cuesta entender los conflictos si no van rápidamente seguidos de una nueva definición de fronteras que devuelva al mundo su estructura de «siempre» y vuelva a pintar sobre su superficie unas rayas-frontera que nos permitan hablar del país Tal, la nación Cual o el Estado Pascual. Las migraciones y los cambios se convierten, en nuestra mente, en la rareza en lugar de la norma, en la excepción y no en la regla. El culturalismo nos obliga a olvidar, a no querer ver, a no poder pensar que siempre ha habido movimientos migratorios. El hecho de que un grupo de gente se quede aislado en un territorio sin contacto con otros grupos humanos, es un fenómeno extremadamente raro. ¿Cómo puede ser, pues, que ésta sea nuestra manera prioritaria de ver el mundo? Cualquier antropólogo reconoce que al menos toda cultura es pluricultural en sus orígenes. Pero hay que ir más allá, también lo es en su mantenimiento. El tránsito de personas es una constante de la historia.

Vivir en un territorio y poseer una cultura es algo más difícil de mantener de lo que parece y por eso acabar con su carácter azaroso ha sido una de las principales obsesiones de los Estados modernos. Como muchos reconocen, la nación es posterior al Estado y depende de él y por lo tanto también lo es la cultura que acaba siendo la justificación y legitimación final del nacionalismo. La cultura de un país es también un producto del Estado, de la idea de Estado o del deseo de Estado.

La visión del mundo que nos lo presenta como un conglomerado de culturas diferentes es una visión derivada de la reciente historia europea. Es a partir de la configuración de los estados modernos europeos que se hace extensiva esta idea de organización al resto del mundo, siempre manteniendo criterios de inmovilidad, estancamiento, aislamiento y coherencia; cuando por razones históricas y políticas no se puede conseguir un interlocutor estatal válido, se usará la misma imagen pero denominándola etnias, tribus u «otras culturas», aunque la figura del Estado requiere siempre que el otro sea también Estado y se muestra incapaz de dialogar con algo que no lo sea. En este sentido el Estado es imperialista, pero no porque aspire a conquistar otros territorios si no porque desea su propia forma para los otros, y la impone por las armas si hace falta.

Cómo comenta Immanuel Wallerstein (1990), también se valora la diferencia y la separación de las culturas para poder asignar diferentes tareas a cada grupo, como en el apartheid sudafricano. Si el inmigrante consigue traspasar la frontera, entonces encontrará enseguida una casilla que le será asignada: su especialización y su cultura, de la cual no se podrá mover si no quiere correr el riesgo de ser víctima de algún acto racista «incontrolado». Por ejemplo, en el estado español se está difundiendo rápidamente la idea de que los latinoamericanos son cuidadores natos, que por razón de su cultura cuidan muy bien, con lo cual naturalizamos el espacio que se les ha asignado en nuestra estructura social, por razones que nada tienen que ver con una supuesta cultura, sino con la economía, en nuestro caso, la incorporación de toda la clase de las mujeres al mercado laboral.

A la vista de este panorama, no es prudente que las minorías «culturales» esgriman la defensa de la cultura local frente a la globalización, siempre habrá «culturas» más poderosas que esgrimirán la defensa de su cultura en contra de ellos, como hacen los franceses y los españoles cuando argumentan que bastantes problemas tienen con el dominio del inglés para poder permitirse «disidencias internas». Cuando se teoriza la multiculturalidad se naturalizan las diferencias de las que se acusa a los inmigrantes y se solapa cultura y exclusión. Los efectos de la globalización capitalista tienen que ver con la desigualdad en el acceso a los recursos. Estos son radicalmente diferentes para los diferentes grupos sociales y se agravan cuando alguno está estigmatizado por razón de cultura.

El énfasis local para luchar contra la uniformidad no es pues una estrategia inteligente para enfrentarse al globalismo.

A pesar de que el discurso de la etnicidad puede ser comprendido como una respuesta política lógica a la globalización económica (Amin, 1999), es importante ver que al mismo tiempo le hace el juego. Teniendo en cuenta que comparado con la cantidad de grupos que hay en el mundo que pueden aspirar a un reconocimiento étnico, los estados contemporáneos son mucho menos numerosos, se deduce que la mayor parte de los estados son fragmentables territorialmente. Bauman (1999) desarrolla un argumento interesante al respecto, para él nadie tendría que pensar que el incremento de demandas de reconocimiento nacional va en detrimento del proceso de globalización.

Al contrario, el globalismo, que es la globalización capitalista hecha ideología (Beck, 1999, p. 27), necesita estados pequeños, cada vez más débiles que sean incapaces de mostrar una oposición seria a la libre circulación del capital. A la vez, no es posible concluir que la solución a las presiones globalizadoras desreguladoras pase por el mantenimiento de la forma actual del estado moderno, puesto que la forma ideal a la que tiende el estado moderno sin globalización, cuando se hace autárquico, es el estado fascista: un estado fuerte que exige control y seguridad frente al enemigo exterior. La resistencia a la globalización capitalista tiene que pensar en formas de organización y resistencia supraestatales más que en un regreso al modelo estatal de la modernidad.

¿Globalismo versus culturalismo?

El globalismo es una ideología que proclama un único sistema económico para el mundo, el capitalismo de libre mercado y un único pensamiento, el neoliberalismo. A pesar de que pueda parecer una paradoja, el culturalismo goza de buena salud gracias al globalismo, para éste la diversidad cultural significa crear nuevos mercados (Comaroff y Comaroff, 2011) llenos de individuos dispuestos a consumir por poco que se les reconozca la diferencia.

En esta alianza, el globalismo crea consumidores y el culturalismo los clasifica para segmentar los mercados. El enfrentamiento entre lo local y lo global sólo es aparente.

Pero además el culturalismo le hace el juego a la globalización capitalista porque colabora en la legitimación de la restricción de la libre circulación de personas. Las políticas de exclusión necesarias para la globalización capitalista vienen legitimadas discursivamente por el discurso culturalista. Hay culturas más preparadas y menos preparadas para la modernidad.

Esta legitimación se obtiene difundiendo el discurso de la pureza cultural que hay que mantener. Una pureza que naturalmente sólo pueden defender quienes tienen el poder para impedir a los miembros de otras culturas cruzar las fronteras y quienes están cómodos dentro de las suyas. Cuando se concibe la propia cultura como algo esencial, inamovible, algo que proviene de la noche de los tiempos, el inmigrante es alguien que «complica» el panorama simbólico de una sociedad, que altera sus redes de significados, que desordena la vida «estable» de la cultura receptora. La prohibición de migrar es un hecho importante y no anecdótico de la globalización. Hay que recordar que en los procesos de transformación de las economías europeas hacia el capitalismo industrial, que supusieron la destrucción de todo otro recurso de supervivencia, la emigración hacia América fue una válvula de escape básica. Ahora los países en vías de desarrollo (si es que realmente lo están) no pueden contar con el mismo mecanismo (cómo comenta Samir Amin, 1999). Es obvio desde hace tiempo que las políticas del FMI y del BM mantienen estos países en la pobreza, y ahora sería ingenuo pensar que ha sido sin querer, o que realmente creen en lo que predican. Se puede decir que se está haciendo un gran esfuerzo para mantener a determinadas zonas del mundo en la pobreza más absoluta. Esto tiene como objetivo garantizar: 1) mano de obra de reserva barata;

2) estados incapaces de defender sus recursos naturales, es decir, «vendidos» a priori; 3) bolsas de endeudamiento y 4) zonas en guerra interesadas en comprar armas, ya que el conflicto violento es más difícil cuando aumenta el bienestar económico de una población.

Es muy interesante pensar por un instante en la diferencia que supone afirmar que la globalización es un cambio social o bien afirmar que es un cambio cultural. La primera frase no delimita claramente a qué hace referencia, la segunda supone que hay un colectivo que se puede describir con anterioridad al cambio, poseedor de alguna característica peculiar, que es el sujeto «real» del cambio.

Todos podemos ver que la globalización es un producto occidental que posee todas las condiciones para ser considerado un producto cultural. Entonces se hace equivaler globalización con occidentalización y con modernidad, y como no se concibe ninguna parte del mundo que no quiera aspirar a la modernidad, se equipara cultura occidental con cultura universal (Wallerstein, 1990, p.45). Esto neutraliza el carácter político y la convierte en un problema de relaciones interculturales, el choque de una cultura con muchas otros, quizás igualmente respetables, pero no tan listas ni tan «desarrolladas». Esta visión culturalista, ampliamente compartida, es la que induce a mucha gente a pensar que la globalización no es sino una nueva versión del antiguo imperialismo y por lo tanto comporta, lógica pero erróneamente, que la cultura se convierta en el baluarte donde se organiza la resistencia. La resistencia local a la globalización económica no servirá para nada si se continúa planteando como una resistencia cultural, o bien como una resistencia desde las «culturas» locales.

Los discursos sobre la globalización, la culminación de un viejo proyecto de la modernidad capitalista, no tienen, en la cultura, ningún enemigo si no todo lo contrario, un formidable aliado.

Por supuesto, la pesadilla de un mundo uniforme que siguiera los parámetros capitalistas es una reacción normal de aquellos que pensaron que se podría construir un mundo más justo, siempre que se ajustara a los designios de sus razones políticas o religiosas. Ahora que comunistas o fascistas, pero también católicos o musulmanes, (todos promotores de proyectos de «globalización» – grandes narrativas totalizadoras en términos de Lyotard-), han perdido aparentemente la partida ante el proyecto globalizador, político, social y económico que proviene de los Estados Unidos de América, justamente se nos hace patente que la diversidad cultural se tiene que salvaguardar: defensa de las esencias sospechosa, que sólo revive o sobrevive porque el modelo triunfador no es el propio. Sin embargo, este miedo a la uniformidad cultural surge porque se piensa que la diversidad cultural se ha mantenido estable a lo largo de la historia y olvida que en realidad las diferencias entre humanos siempre han ido experimentando cambios, de tal manera que son difícilmente separables temporal y espacialmente. Por eso, aunque como miembro de una minoría sometida dentro de un estado moderno que no es «el mío» puedo compartir alguna de estas preocupaciones, lo que más me preocupa es que este tipo de reacciones provocan un efecto peor que la teórica homogeneización: provocan el despliegue de la esencia cultural en todas sus facetas y, en consecuencia, la multiplicación de todos sus efectos discriminadores.

De una amenaza a una oportunidad

Dado que lo que he querido explicar es que la noción de cultura introduce una tendencia fuertemente determinista en el pensamiento, entonces el respeto y la celebración de las diferencias no debe pasar por la diferencia cultural. Acabar con la falacia de las diferencias por razón de cultura no significa acabar con las diferencias sino todo lo contrario, significa reivindicar que las diferencias deben ser pensadas en términos no esenciales, significa reconocer el cambio permanente, el derecho a querer ser y querer no ser.

Aquellos que defienden el uso de la noción de cultura son conscientes que esta puede ser usada con efectos racistas, pero también defienden su utilidad, dicen que la cultura puede ser bien utilizada, que la podemos pensar como no esencial, fluida, dinámica, no categorizadora…

Pero no basta con afirmar que el concepto de cultura que uno usa no es determinista ni cerrado, que es fluido, que acepta el cambio y la diversidad interna, hay que demostrar que efectivamente es así. Y hasta ahora nadie ha demostrado que manejar un concepto de cultura no rígido evite sus efectos categorizadores y por lo tanto discriminatorios. Porque estos se dan por el mero hecho de afirmar que alguien pertenece a tal o cual cultura.

El problema está en el nombrar. Los partidarios de seguir usando la cultura como concepto descriptivo, o incluso explicativo, afirman que mantenerla nos ayuda a proteger la diversidad humana, a defender los derechos de las minorías. Mi duda no yace en el objetivo, el cual es encomiable, sino en si el concepto realmente nos ayuda a hacer esto. Quizás sí, pero no dejan de ser declaraciones de intenciones, porque ¿cómo tenemos que hacer exactamente para usar el concepto de cultura sin sus problemas? ¿Cómo podemos evitar el efecto clasificador de poblaciones? ¿Cuál es finalmente, el uso que se hace de éste en la práctica? ¿Cómo se usa la idea de cultura ante gitanos o magrebíes tanto si se los quiere ayudar como si se los quiere atacar? ¿No podría ser que sea precisamente su uso el que esté amenazando la diversidad? Al fin y al cabo, es la misma riqueza de la expresión social humana la que queda simplificada al usar el concepto de cultura. Es este concepto el que agrupa arbitrariamente los diferentes rasgos y las diferentes personas para crear conjuntos de sentido. Y esto puede facilitar su defensa, pero también su eliminación.

Pensemos por un momento en qué puede significar, y qué efectos puede tener, hablar de cultura islámica, de cultura española, de cultura europea, de cultura china, de cultura catalana o de cultura occidental. Todos podemos ver en esta misma lista que estas expresiones, en lugar de contribuir a un enriquecimiento de nuestra comprensión de la realidad humana, esconden su complejidad. Son conceptos represores de la pluralidad que ha constituido siempre cualquier grupo humano. En lugar de hablar de diferencia cultural tendríamos que hablar de una multiplicidad de diferencias, algunas probablemente relacionadas entre ellas, entrelazadas, pero no todas entrelazadas siempre en el interior de un mismo bloque coherente culturalmente. Sin lugar a dudas, la vida social de las personas transcurre a lo largo de diferentes espacios o situaciones. Estas son «el conocimiento, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad» (Tylor, 1871) entre los cuales creo que podemos añadir el lenguaje, la religión, las clases sociales, la burocracia moderna o cualquier otra institución social.

Excepto que no configuran una «totalidad compleja» cómo decía Tylor, uno de los padres fundadores de la antropología como ciencia, sino un conjunto incoherente de expresiones mezcladas, producto de mil contactos, interpretaciones y subversiones. No podemos asumir la cultura como un conjunto coherente de expresiones culturales, un conjunto homogéneo, en el cual la religión, la política, la sociedad, los ritos y costumbres, normas y tradiciones serían la expresión de un mismo fondo cultural. Esto no deja de ser la fantasía de un espacio originario ideal, sin diferencias, sin conflictos ni discusiones, un mito con el que sueña la extrema derecha para los países europeos: la homogeneidad total. La cultura entendida así no existirá nunca, pero no porque seamos ahora ya irremediablemente multiculturales y nos tengamos que aguantar, nos guste o no, sino porque no ha existido nunca.

No existe ninguna solución preestablecida para resolver los problemas que nos plantea la convivencia de una ingente diversidad de situaciones y de tantas otras maneras de interpretarlas. Las diferencias existen, y la cuestión es que son todavía más complejas de lo que se piensa cuando se piensa en términos de multiculturalidad. La diversidad es compleja, como son complejas las soluciones a los problemas que nos puede plantear. Dicho esto, tenemos la posibilidad de acabar con las discriminaciones por razón de raza o culturas, si acabamos con las teorías que preconizan la inevitabilidad de un mundo uniforme o bien de un mundo colapsado por los conflictos interculturales, antes de que se conviertan en profecías autocumplidas.

Esta posibilidad está en la globalización y las posibilidades que nos está ofreciendo haciendo el mundo más pequeño, permitiendo que las minorías con sensibilidades comunes se encuentren y se organicen. La globalización puede dar a luz un proyecto de diversidad, puede ser una oportunidad para una reorganización de la diversidad alrededor de unos ejes que posiblemente todavía desconocemos completamente Puede que las culturas no existan, pero la diferencia sí y lo seguirá haciendo.

Bibliografía

AMIN, Samir: El capitalismo en la era de la globalización. Barcelona: Paidós, 1999.

BAUMAN, Zygmunt: La globalización: consecuencias humanas. Ciudad de México: FCE, 1999. (Existe también edición en catalán: Globalització. Les conseqüències humanes. Barcelona: Editorial Pòrtic, 2001.)

BECK, Ulrich: ¿Qué es la globalización? Barcelona: Paidós, 1999.

COMAROFF, Jean y COMAROFF, John L.: Etnicidad S.A. Madrid: Katz, 2011.

JACKSON, Peter y PENROSE, JAN. (Eds.) Constructions of Race, Place and Nation. Londres: UCL, 1993.

SOJA, Edward W.: Postmodern Geographies: The Reassertion of Space in Critical Social Theory. Londres: Verso, 1989.

TYLOR, Edward B.: Cultura primitiva. Madrid: Ayuso, 1977. (Edición original: 1871)

WALLERSTEIN Immanuel: Culture as the Ideological Battleground of the Modern World-System. En Featherstone, Michael. (Ed.): Global Culture: Nationalism, Globalization and Modernity. Londres: Sage, 1990.